Por Gabriela Cabezón Cámara

 

“Es lo ancestral proyectándose hacia el futuro”: lo dijo hace una semana en una muestra de arte en Santa Victoria Este —un pueblo árido, polvoroso y pobre en la frontera de Argentina con Bolivia— un grupo de artesanas del grupo Thañí. Se referían a su propia actividad como tejedoras o artesanas. No les gusta que les digan artistas, no terminé de entender por qué, cómo le suena la palabra “arte” al pueblo wichí, tan reciente, y trágicamente —por supuesto, como siempre— en contacto con el mundo “blanco”. Occidental, mejor, digamos, que acá no se trata de tonos de piel la cosa. O no solamente. Hablaban de su arte. Sus tejidos, para decirlo como les gusta a ellas que son las autoras aunque, de alguna manera, reniegan de cualquier autoría: se quieren muchas, se quieren juntas, se quieren todas. Construyen, despacito, como sorprendidas de poder tener alguna siendo indias y mujeres, una autoridad colectiva. Hablan en voz muy baja. Y mirando para algún lado que no enfoca en los ojos de nadie. El día de la muestra, además, hablaban en lengua extranjera, la de los colonizadores, la nuestra. “El idioma”, como llaman al propio, el wichí, es solo para su pueblo. La mirada a los ojos, para la gente que ya conocen. No sé por qué les cuento esto: quizás porque me pidieron que hablara, que dijera algo, sobre mi propia escritura. Y entonces pensé en momentos inaugurales. No sé, tampoco, por qué pensé en momentos inaugurales y no en los del proceso o los finales; por ahí es porque la corrección me aburre. Así que me quedo con eso liminar, esa cosa como de aurora, eso que alumbra, o da a luz, un principio. Y este viaje al monte chaqueño, el “Chaco duro”, fue inaugural para mí. No sé si para mi escritura. Por ahí sí. O no. No me importa eso ahora. Así que voy a arrancar contándoles esto: fui al Chaco duro. Conviví con una comunidad wichí en el medio del monte. O ex monte, más bien. Pasé, también, un día en una ciudad, Salta, con dos de las tejedoras de Thañí, la agrupación de 200 mujeres wichí que se juntaron por eso de que la unión hace la fuerza. Lo ¿escribió? Homero, hace tanto: “Nace una fuerza de la unión de las mujeres, aunque sean débiles; y nosotras somos capaces de luchar con los valientes”. Esa multitud que llamamos Homero escribió, o recitó, “hombres”, pero queda claro que acá estamos hablando de mujeres capaces de luchar. Unas guerreras de voces bajas y miradas tímidas. Antes de eso, antes de llegar a las comunidades, recorrí medio país, de Buenos Aires a la frontera con Bolivia. Vi eso que había leído tantas veces: el desmonte. Lo escuché. ¿Saben a qué suena el desmonte? A nada. A muerte. A transferencias millonarias online. A viento agitando la tierra. A cuentas off shore. Es un silencio espectral con tornaditos de polvo. Como en las películas viejas de cowboys. En el monte, en lo que queda de monte, el ruido de la vida es atronador: grabé conversaciones que apenas se escuchan; el escándalo de los pájaros se impone a todos los demás sonidos. Monte, en wichí, se dice Thañí. Las mujeres de Thañí, las tejedoras, tienen que caminar cada vez más para llegar al monte. “Está más lejos”, dicen. “No hay más”, dicen. Hablan del chaguar, la planta fuente del material de sus tejidos. O de los animales que solían comer. O del agua que solían beber. No hay más, el monte se aleja, se alejan los ríos. ¿Adónde se van el monte y los ríos? A los bolsillos de unos pocos empresarios. “Los chinos”, me dijeron en una comunidad y no pude averiguar a qué chinos se referían, que se están llevando el palo santo. Los ganaderos de cualquier lugar del mundo y los fabricantes de soja de todas partes. Las fábricas locales de leña y carbón. Es tan barato incumplir la Ley de Bosques de mi país que se tala quebracho para que los argentinos podamos hacer asado. Como si no tuviéramos otra cosa para hacer fuego. Entonces el monte se aleja, se va para los ricos y la muerte. Lo llevan hecho cadáveres en camiones. La tierra se vuela. El calor aumenta. Algunos se compran una mansión en Miami. O en Punta del Este. Imagino que otros en Londres o Beijing. No hay más agua, animales, plantas. En el verano de 2020, se moría un nene wichí por día. De desnutrición. De agua contaminada. Les talaron los árboles. Les alambraron lo que queda de monte. Les contaminaron los ríos. Les hicieron imposible la vida que llevaron por siglos y siglos. La vida que quieren seguir llevando: “Necesitamos caminar libremente”, me dijo una de las tejedoras, “poder caminar por el monte”. Y, de paso, los que se compraron las mansiones o las criptomonedas o los yates, liberaron a la atmósfera gigatoneladas de carbono, los que almacenaban los bosques y el suelo. Ocho millones de hectáreas se talaron en Argentina del monte chaqueño en los últimos treinta años. Algo así como la décima parte de la superficie de Chile. Todo para juntar rápido algunos millones de monedas y después salir corriendo, al más puro estilo imperio: la tierra es pobre, el monte existe porque sus árboles y plantas y animales tuvieron miles de años de adaptación, si se la desmonta se vuela la tierra, en unos pocos años le van a extraer todo lo que tiene para darle a la agroindustria. Se van a ir y van a dejar, como suelen, un desierto. Una legión de muertos de hambre. Y un sol que raja la tierra. Literalmente. Algo así como el paraíso que imaginó Tomás de Aquino, uno de los padres de la Iglesia. Dado que el mundo fue creado “como habitación para el hombre”, determina el clérigo, después del Juicio habrá cambios. “En la innovación del mundo, tendrán mayor claridad y luz los astros del cielo, y por reflejo también los cuerpos de la tierra; no todos igualmente, sino que cada cual según su actitud. Entonces ya no habrá necesidad de animales ni de plantas, porque ellos fueron creados para conservar la vida del hombre, y el hombre entonces será incorruptible”. Parece que el paraíso de Tomás de Aquino es un desierto. El futuro de estos campos de soja. El presente de una gran parte del Gran Chaco. Parece que los wichí viven, ay de ellos, en el paraíso. Parece que Occidente está vomitando, desde su voracidad asquerosa, insaciable y genocida, paraísos para la mayor parte de la humanidad. Qué generosos. Guárdenselos para ustedes, amos del mundo. Nadie se los merece más.

Unas líneas atrás hablaba de los momentos liminares. De los principios hablaba. Y, claro, de los finales: nada empieza de la nada. Para que algo empiece de alguna manera se tiene que terminar otra cosa, tiene que encontrar algún límite otra cosa. Algo así me pareció ver en el monte: primero, un mundo que terminaba de morirse. Después de unos días de estar ahí, un mundo que empezaba a renacer. Probablemente las dos cosas estén pasando juntas. En las mujeres de Thañí, y en sus hijitos, en algunos de sus compañeros, creí ver un mundo que empieza a renacer. Eso que ellas decían para definir su propio arte, “Es lo ancestral proyectándose hacia el futuro”, para hablar de las transformaciones que le están haciendo a su arte tradicional, de sus nuevos diseños, del chaguar que se aleja pero todavía hay un poco, del plástico reciclado que empiezan a usar como hilo, de la unión que hace la fuerza. De sus caras cuando vieron el video de Elisa Loncón Antileo vestida con el traje tradicional de las mujeres de su pueblo y hablando a medias en “el idioma”, mapudungún, y a medias en castellano. De su emoción. De la decisión inmediata que tomaron: tenían que participar de una mesa en un museo de arte de Salta al día siguiente. Pensaban ir en jeans y remeras. Pero no: fueron a una sedería, compraron tela, y se pusieron a coser las polleras largas, estampadas y coloridas que usan las mujeres en sus comunidades. Quién sabe qué otras decisiones seguirán a esa. Cómo defenderán lo que queda de monte: ni ellas, ni su pueblo, ni el chaguar, ni sus hijos, ni nosotros podemos existir sin los bosques y sus animales y su plantas y sus ríos. Somos agua. Millones de bacterias. Somos aire. Carne de la carne de la Tierra. Y vida de la vida de la Tierra. Quién sabe cómo van a defender el monte. Quién sabe cómo vamos a defenderlo nosotros también. Tenemos que inventar formas nuevas. Es urgente. Algo nace de acá del hambre, de la urgencia, de las ganas de presente y futuro, de la fuerza de las alianzas y de la determinación clara del enemigo.

 

¿Y qué tiene que ver esto con la literatura? No lo tengo tan claro. De hecho, es una pregunta, una exploración, algo que me gustaría que pensáramos en alegre montón. No está de más historizar un poco la institución: como dice Yásnaya Aguilar Gil, —lingüista mixe, pueblo originario que habita en Oaxaca, México—, en su artículo “Canon, rituales y memoria”, la literatura es apenas una de las formas que la función poética del lenguaje toma en las lenguas de Occidente.

 

“Además de cumplir con otras funciones universales, las lenguas del mundo son utilizadas por sus usuarios para realzar la propia forma que toma el mensaje que se comunica. Más importante que el mensaje es su forma. Durante la creación de los textos generados al ejercer la función poética de las lenguas, se percibe que la materia misma, la forma, se utiliza de un modo extraordinario. Los mecanismos para llamar la atención sobre la forma y no sólo sobre el mensaje son distintos de lengua a lengua, de cultura a cultura. Los métodos utilizados para torcer la forma ordinaria de la lengua cotidiana y dar el efecto de tiempo sagrado lingüístico forman parte del inventario de la poética de cada lengua”.

 

Y da ejemplos. Tomemos uno:

 

En el caso rarámuri, Ana Cely Palma, nieta del afamado compositor y violinista tradicional Erasmo Palma, plantea en su ensayo Mirada interior que el escritor chabochi escribe para ser reconocido como escritor, hay en él la búsqueda de la fama. El escritor mestizo habla de su propio dolor y preocupaciones. El que habla es un sujeto lírico que necesita admiración y cuidados”. Por contraste, describe que el escritor rarámuri no se imagina a sí mismo como escritor. Su primer oficio es cantar y cantar es un acto comunitario cuyo servicio nadie cuestiona porque es tan necesario como otro cualquiera”.

 

Una forma entre otras formas, entonces, la nuestra. Y tan llena de rituales, o “usos y costumbres”, como todas las demás. No es la única forma. Seguramente, tampoco la última. Ojalá. Y por ahí estoy hablando sobre los wichís y los rarámuri y siguiendo a una lingüista mixe porque qué mejor evidencia de que no hay un solo mundo que el pensamiento de los pueblos amerindios. Acá voy a seguir a un antropólogo de Brasil, Edoardo Viveiros de Castro. Él dice, más o menos, estoy resumiendo brutalmente, que según las culturas amerindias no existen cosas y un punto de vista sobre las cosas, que las cosas —las montañas, los yaguaretés, los seres humanos— son un punto de vista y esto siempre es consistente con sus cuerpos, con sus intenciones de supervivencia —intereses, podríamos decir también— y con los afectos entre los cuerpos de todos. Como que hay un transfondo de humanidad en cada ser. Esto, tal vez, podría ponerse en evidencia comparando cosmologías. En el génesis de la Biblia hay un dios solo haciendo el mundo. En el Ayvú Rapyta de los guaraníes, hay un ser que crea desde su corazón pero no está solo: hay con él, en ese primer momento del mundo y tan increados como él mismo, un colibrí y una palmera. Déjenme que les lea un fragmentito, es tan hermoso:

 

De la divina coronilla excelsa las flores del adorno de plumas eran (son) gotas de rocío. Por entre medio de las flores del divino adorno de plumas, el pájaro primigenio, el Colibrí, volaba, revoloteando. Mientras nuestro Primer Padre creaba, en curso de su evolución, su divino cuerpo, existía en medio de los vientos primigenios: antes de haber concebido su futura morada terrenal, antes de haber concebido su futuro firmamento, su futura tierra que originariamente surgieron, el Colibrí le refrescaba la boca; el que sustentaba a Ñamandui con productos del paraíso fue el Colibrí.

 

Hay, acá, en el primer principio guaraní, una noción mucho más rica y ajustada de lo que es la vida en la Tierra: una creación cosmopolítica, una interrelación de especies, un dios que se crea un cuerpo. Y de lo que debe seguir siendo si queremos vivir. Nuestro mundo es una cosmopolítica: la vida, tal y cual la conocemos, es la creación de las miríadas de seres interdependientes que son sus manifestaciones. La dimensión política es enorme: dejar de imaginarnos como centro del universo, como aquellos para los que se ha hecho el mundo, dejar de imaginar a todo lo otro como recurso. Dejar atrás todas esas ideas tristes, esas dicotomías tanáticas de cuerpo y alma. Somos cuerpo, carne somos y la carne es naturaleza. Podría citar, también, el Popol Vuh: los mayas saben que los animales cumplen roles muy importantes en la creación y la vida. Y a tantos otros pueblos. Si no los leyeron, aprovecho para recomendarles a dos enormes pensadores originarios de Brasil, Airton Krenak y Davi Kopenawa. Desde su lugar trágico, están en la primera línea del avance más feroz del extractivismo, igual que los wichís y otras muchas naciones que habitan la Argentina —duele que no sea solo Bolsonaro el genocida— están hablándole al resto de la humanidad, están planteando otras vidas posibles, están, como efectivamente titula el más popular de sus libros Krenak, aportando ideas para posponer el fin del mundo.

 

Entonces está la mirada, la intención, del ser humano. Y también la del yaguareté, la del quebracho y la del río. La primera intención de todo lo que vive es seguir viviendo. Es en esta tensión —en términos de cadenas tróficas y también de simbiosis— que existe la Tierra tal como la conocemos. En la miríada de miradas e intenciones. ¿Y qué tiene que ver esto con la escritura, con la mía o con la de cualquiera? Sigo sin saber del todo. Pero estamos viviendo algo parecido a una gran guerra, con las armas de fuego todas de un solo lado, del lado que uniforma y mata. Los filósofos de los no lugares se quedaron cortos cuando pensaron ese concepto: se olvidaron de los campos de la agroindustria. Son todos iguales. Por ahí, tal vez, ustedes me dirán que les parece, por favor, hay algo que en la literatura se reproduce. No porque escribamos todos lo mismo. Pero sí por la sorpresa que genera que escriban otros: indios, pobres, mujeres. La pregunta de por qué opinamos sobre la emergencia de la mujeres en la literatura ya casi me da ganas de llorar. Se repite y se repite y se repite. Y deja algo en evidencia: la institución literatura se construyó usando, básicamente, una figura retórica: la sinécdoque. Esa que toma la parte por el todo. Ya lo sabemos pero eso no nos evita la pregunta una vez y otra vez: el universal de la literatura ha sido el mismo que el universal de todo. Varón, más o menos blanco, más o menos heterosexual, más o menos burgués. Y por ahí contra eso podemos pelear. No, por favor, haciendo mesas y mesas y conversatorios y conversatorios sobre mujeres y escritura, pobres y escritura. A lo mejor sí estaría bien hacer alguna que otra de varones y literatura, burgueses y literatura, blancos y literatura: para dejar claro, de una vez por todas, lo que es cierto: es una parte. Eso. Una parte,  no todo, igual que cualquier otro grupo que escriba. Del mismo modo, creo que va siendo hora de horadar los cánones: ¿por qué debiéramos organizar un sistema tan basto jerárquicamente? ¿Por qué no navergalo con otros ejes? ¿Por qué no derivar de un texto a otro por cualquier otro motivo? ¿Por qué no construimos un universal tan grande y diverso como el mundo mismo? Somos millones y millones los que escribimos. No se hace sólo. La escritura también es, como dicen las mujeres de Thañí, algo de lo ancestral que avanza hacia el futuro. Algo de lo otro que nos constituye. La escritura está viva cuando se entrega a la lengua y al cuerpo y a los cuerpos: La lengua suena y tiene ritmos. La lengua es otra, siempre nos precede, y a la vez es nosotros mismos, porque siempre nos constituye. La lengua vibra cargada de historia. La lengua vibra en el cuerpo individual llena de cuerpo colectivo. La lengua siempre desborda las intenciones de cualquier autor: la lengua hace estallar cualquier autoridad. Hay que entregarse a la lengua, esa bestia colectiva, esa cosa que nos constituye llenándonos de los otros y lo otro, a la que, quizás, se le puede dar alguna modulación singular. Me interesan las literaturas entregadas a la lengua, a lo otro. Un poco como decía Deleuze:

 

Escribir indudablemente no es imponer una forma (de expresión) a una materia vivida. La literatura se decanta más bien hacia lo informe, o lo inacabado, como dijo e hizo Gombrowicz. Escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia vivible o vivida. Es un proceso, es decir un paso de Vida que atraviesa lo vivible y lo vivido. La escritura es inseparable del devenir; escribiendo, se deviene–mujer, se deviene–animal o vegetal, se deviene–molécula hasta devenir–imperceptible.

Todos los que escribimos lo sabemos: en el momento de escribir no somos del todo nosotros mismos. Te atraviesa algo mucho más grande que vos: un río, la lengua, lo otro. Devenís imperceptible. Por eso muchas veces los libros son interesantes. Los autores no, casi nunca. Lo interesante son los libros, porque son mucho más grandes que los autores, porque pueden pensar cosas de las que sus autores apenas se percatan, si se percatan.

Casi termino, aguántenme un par de minutos más. Otra pregunta: ¿cómo se escribe desde la trinchera? ¿Cómo se escribe para posponer el fin del mundo? ¿Qué se escribe? Yo no sé. En algún momento se me ocurrió una utopía comunitaria, en el final de Las aventuras de la China Iron. La construcción de un paisaje de naturaleza plena, en la misma novela. Pero no sé. Así que voy a leerles unas palabras de una colega, la boliviana Liliana Colanzi, cuando le pregunta Gisella Heffes de Hablemos Escritoras, cuál es el rol de los escritores y el arte. Dice Colanzi:

El desafío del arte y la literatura consiste precisamente en dar cuenta estéticamente de estos cambios; no hay excusas, claro que es posible. Para eso creo que la literatura de la irrealidad está incluso mejor preparada que la realista. Por ejemplo, uno de los problemas narrativos que confrontamos es la diferencia de escala: la vida humana es corta, pero el tiempo del cambio climático se puede medir en eras geológicas. Esa diferencia la ha abordado ya la ficción especulativa a través de recursos como viajes en el tiempo, o narradores superomniscientes capaces de abarcar mucho más tiempo y espacio que el tradicional narrador onminisciente de la novela realista. No digo que el realismo no lo pueda hacer, pero la violencia lenta y el tiempo profundo de las alteraciones geológicas son elementos que pueden ser contados a partir de la versatilidad de registros narrativos de la ficción no realista (un ejemplo notable es La compañía, de Verónica Gerber, que se enfrenta a este tema desde el horror). Ese tipo de literatura hace tiempo que ha descentrado al humano y se preocupa de su relación en pie de igualdad con los animales y las plantas; estoy pensando, por ejemplo, en toda la obra de Ursula LeGuin, pero también en la de Marosa di Giorgio o la de Leonora Carrington.

 

Y ahora sí termino del todo, con otra cita. Dice Viveiros de Casto que el chamán es el científico de los pueblos amerindios. Pero que opera a la inversa de los científicos occidentales: si estos tienen que desubjetivizar para conocer, para alcanzar un saber objetivo, el chamán necesita subjetivizar: en la epistemología amerindia, conocer es profundizar en la intencionalidad de lo que se está conociendo. Por eso el chamán puede devenir jaguar y volver a ser humano.  Viveiros de Castro afirma que:

“El ideal de subjetividad que pienso que es constitutivo del chamanismo como epistemología indígena, se encuentra, en nuestra civilización, encerrado en lo que Lévi-Strauss llamaba parte natural o reserva ecológica dentro de los dominios del pensamiento domesticado: el arte. En Occidente es como si el pensamiento salvaje hubiese sido oficialmente confinado a la prisión de lujo que es el mundo del arte. Fuera de ahí es clandestino o alternativo”. Para nosotros el arte es un contexto de fantasía, en los múltiples (e incluso peyorativos) sentidos que podría tener esta expresión: el artista, el inconsciente, el sueño, las emociones, la estética… El arte es una experiencia” sólo en el sentido metafórico. Puede ser hasta emocionalmente superior, pero no es epistemológicamente superior a nada, ni siquiera al sentido práctico cotidiano”.

A lo mejor es desde este lugar del arte, asumiéndolo totalmente, este lugar de la no superioridad a nada, desde este dejarse atravesar por lo común a todos, por lo tejido colectivamente, desde esta individualidad mermada que podemos hacer algo. No sé.

Gracias.