Álvaro Bisama
Entonces lees La infancia del mundo y la ciencia ficción te parece una especie de disciplina que no habla del futuro o lo posible sino de lo roto, de lo quebrado, de cuerpos mutantes, de paisajes arrasados por el cambio climático, de países vueltos islas y de continentes sumergidos donde el misterio, donde lo ominoso adquiere el tono de una enfermedad pop, de unos virus que se transan en la bolsa, de juegos de video que simulan las formas del exterminio como si fuesen un cuento decimonónico o una novela de fundación de la identidad nacional, al modo de una versión deforme de esos apuntes de los malones de indios que Rugendas (desfigurado por un rayo, con la cara cubierta con un velo) hacía en Episodio en la vida del pintor viajero, de Aira, o del modo en que Solano López dibujó la biología espacial de los monstruos de El Eternauta de Oesterheld o de la ilustración de Nabokov de Gregorio Samsa (acaso lo que hace Nabokov no es lo que hacemos todos, que es dibujar sobre las visiones de Kafka) y todo esto está en la novela, que se expande desde los patios escolares y parece tomarse la Argentina, América del Sur o el planeta o más bien lo que queda de la Argentina, América del Sur o del planeta. Con esto quiero decir que se trata de algo curioso o extraño o urgente (y con esto digo revelador) ahora mismo que la realidad parece deshacerse; una realidad (no puedo evitar mencionarlo) en que Javier Milei ha sido elegido presidente de la Argentina y donde no podemos olvidar el dato de que todas sus mascotas, esos perros cuyos nombres las multitudes corean de memoria como si fuesen una consigna, son clones de Conan, su mastín inglés que a pesar de estar fallecido sigue comunicándose con él porque está sentado al lado de Dios y eso no me parece extraño, ni me llama la atención porque —como lector o sudamericano— me parece que siempre ha sido así, que la literatura prefigura o inventa lo real, adivinándolo de modo incierto, como enredado, de modo pobre y fractal, por medio de historias o imágenes que apenas podemos resolver porque justamente su sentido figurado hace que se confundan en ellas el chiste con la profecía, las formas de la adivinación con las de parodia y todo eso está acá en el libro de Michel, en el modo en que el futuro es el relato de la vida una niña (antes un niño, luego una madre) que va a matar a todos, a devorar al mundo, porque va a chuparle la sangre hasta dejarlo seco mientras destruye resorts y ciudades, perpetra una carnicería en la Bolsa de Valores; y sí, todo es una fabula pero se trata de una fábula splatter que está hecha (yo la leo así, por lo menos) del viaje por una biblioteca que era a la vez una discoteca hecha de casettes piratas o un video club de barrio o un cine al borde del cierre donde pasaban películas de terror o cine arte o una librería de viejos, de saldos, de usados con los números sueltos de Fierro y Skorpio o la colección de El Péndulo y las traducciones de Lovecraft de Paco Porrúa, con ese Borges anciano dibujado por Alberto Breccia como una criatura hecha casi de niebla, con todos esos restos y escombros de la imaginación vueltos signos opacos, transfigurados en señales de ruta devoradas por el tiempo y que nos servían para leer en la oscuridad, como una forma de resistencia a lo real que en realidad era una inmersión en ella; y tal vez todas esas señales vuelven acá, en esta infancia del mundo que también es el presente del mundo, nunca su futuro y no dejo de acordarme de la Niña Dengue y el Dulce y todos esos personajes que aparecen en el relato cruel e inevitable de este libro, que comparten algo (la pena, el abandono, la rabia) con una vieja novela como Patas de perro de Carlos Droguett, donde un narrador debe cuidar a un niño de pies caninos llamado Bobi, que está escrito como una suerte de parábola rota donde el personaje central se ofrece como un signo del locus horribilis que es el Santiago o la idea de Santiago de Droguett, una literatura fantástica y precaria que solo puede funcionar como una metáfora extrema (que era como se refería J.G. Ballard a novelas suyas como Crash), capaz de entender los modos en que la literatura o el arte intervienen lo real, como esas fotos animadas de los muertos que fueron memes hace unos años, haciendo de la ciencia ficción el arte de una realidad que el cerebro escribe con la sintaxis afiebrada de lo inmediato, con la información vuelta comida rápida, presentada como campo de ideas desarticulado, como un laboratorio de historias, porque en su novela Nieva no tranquiliza jamás al lector, y la escritura es feliz a la hora de la destrucción masiva en su desasosiego, como si nos ofreciese versiones sudacas y secretas de los kaijús, y nos invitara a un universo (el de la novela, el nuestro) que no puede ser otra cosa que horroroso; que no puede ser sino un lugar donde la parodia es apenas nominal y la ficción se equilibra entre la violencia y la crueldad y con ello construye un catálogo personal e inesperado de las formas del genocidio, al modo de un insectario hecho de cuerpos y vidas alienadas porque no pueden ser sino un rincón donde campean la soledad y los restos del deseo, un bestiario imposible ya no del futuro sino de estos tiempos nuestros, tan extraños, tan fascinantes.
El espíritu de la ciencia «-» ficción
Michel Nieva
En esta cátedra en homenaje a un espíritu, invocaré otra presencia incorpórea:
Convoco, ahora, a comparecer en esta sala, al espíritu de la ciencia ficción.
Que, por obra de la casualidad, coincide nominalmente con El espíritu de la ciencia-ficción, novela de Roberto Bolaño editada de manera póstuma, pero que el autor terminó de escribir en 1984. Por un lado, no se puede dejar de advertir el año, emblemático no solo por el libro homónimo de Orwell, sino porque en esa fecha William Gibson publica Neuromancer, la primera obra cyberpunk. Por otro, el título, que introduce dos enigmas. El primero, casi un oxímoron: ¿qué espíritu recorre a la ciencia ficción? Criatura sobrenatural, acaso más afín al fantástico que al ascetismo tecnológico del género, y cuya existencia el título afirma, pero no devela: ¿es un fantasma, un espectro, o qué sombra terrible lo asedia? Por otro, tan solo dos palabras después, un nuevo enigma, que profundiza aún más el anterior: ¿por qué un guion mudo aunque visible, una especie de valla o alambre de púas, separa a la ciencia de la ficción? Ciencia, guion, ficción. Un guion que, según el Diccionario panhispánico de dudas, incita a la unidad entre palabras de reunión infrecuente. Sin que «medie entre ellas nexo alguno», las injerta en un híbrido de convergente divergencia. El Diccionario lista ejemplos que evidencian el carácter dispar y artificioso de este cruce de sentidos: «hombre-caballo», «niño-maleta», «cabeza-borradora», como si este guion pusiera a funcionar una fábrica de quimeras, de conceptos fantásticos y animales monstruosos. Sin embargo, clara a las pocas líneas: «Cuando los compuestos de este tipo se generalizan en el uso y pasan a formar parte del léxico asentado, dejan de escribirse con guion». Y el primer ejemplo que cita es, justamente: «ciencia (sin guion) ficción».1 Entonces, si cualquier corrector editorial hubiera percibido la redundancia de este guion que, por arcaico y superfluo, había que suprimir, el gesto deliberado de su empleo invita válidamente a preguntarse: ¿por qué Bolaño, un escritor latinoamericano en el año 1984, insiste en su uso, un guion que enrarece el diálogo entre dos palabras de no infrecuente sociedad, nada menos que en el título de su libro? ¿Una palabra que no es precisamente cualquier otra en el contexto de una novela, sino que indica una filiación, una subespecie literaria? Ciencia, guion, ficción. Un guion que, algunos objetarán, evoca el término inglés sci-fi, pero que acaso en realidad remarque el obstáculo radical de introducir la imaginación científica y técnica del Norte a la ficción latinoamericana, o mejor dicho, que la forma en que la tecnología y la autoridad científica fueron puestas en nuestro continente al servicio del saqueo, la represión y el genocidio de ninguna manera pueden asimilarse a la experiencia histórica que nutre a la ciencia ficción de Europa y Estados Unidos.
Porque ese parece ser uno de los temas de la novela de Bolaño: ¿cómo escribir ciencia «-» ficción desde América Latina? Es la angustia que atribula a uno de los protagonistas: Jan Schrella, joven aspirante a escritor de 17 años, que envía cartas postales donde pide consejo a sus escritores norteamericanos preferidos. En la dirigida al apócrifo James Hauer, le pregunta, con el desconsuelo de quien ya anticipa la respuesta negativa: «¿Cree usted, ahora, que podemos escribir buena literatura de ciencia-ficción?». En esa misiva, el joven relata que, en la escuela secundaria, un profesor lo desalentó de escribir ciencia ficción aduciendo que, desde Latinoamérica, «esas cosas están tan lejanas». No amedrentado por la autoridad de quien llama su «reverendo maestro», Jan Schrella le replica: «si usted opina que no podemos escribir sobre viajes interplanetarios […] de alguna manera nos deja dependientes per sæcula sæculorum de los sueños —y de los placeres— de otros». Es interesante que Jan Schrella mencione la dependencia como el factor que dificulta su contexto de escritura, que luego se confirma cuando, en un tono de sumisión que casi parece paródico, le suplica al norteamericano que funde un comité de socorro para «los nativos del Tercer Mundo que mejor describan un robot».
El espíritu de impotencia y devoción frente a lo norteamericano que recorre a esta serie de epístolas de alguna manera reaviva una vieja invectiva de Elvio Gandolfo, quien afirmó que América Latina es «una sucursal de la ciencia ficción anglosajona». Más atrás en el tiempo, también, modula una pregunta formulada por Borges en «El escritor argentino y la tradición»: ¿cómo escribir desde la periferia de un canon? Pero si en dicho ensayo Borges se preguntaba cómo escribir sin pasado, sin el respaldo de una tradición autorizada como la europea, en el caso de la ciencia «-» ficción el problema emana de un vector inverso: cómo escribir sin futuro, o desde un género que especula tecnologías y futuridades desde un archivo cultural —el de los países coloniales— que expulsan la perspectiva latinoamericana.
Si pensamos en términos históricos, el momento de mayor expansión de los imperios europeos, hacia fines del siglo XIX, coincide con el nacimiento de la ciencia ficción. Coincidencia no casual, sino que alimenta sus imaginarios primigenios, en los que los futuros fines del mundo plagian sin mucha cosmética el escenario del genocidio indígena. The War of the Worlds (1898) de H.G. Wells o Auf zwei Planeten (1897) de Kurd Lasswitz, novelas fundacionales de la ciencia ficción inglesa y alemana respectivamente, son perfectas alegorías en reversa de los efectos devastadores de una invasión colonial, en las que los personajes europeos varias veces afirman sentirse como «indios salvajes» frente a la avanzada tecnológica de los extraterrestres. 2 Es sabido que H.G Wells, cuando no sabía cómo introducir en su novela un exterminio masivo de marcianos, se inspiró en la feroz colonización británica de Tasmania, donde el sarampión, la gripe y la viruela terminaron por aniquilar a las poblaciones aborígenes. Así, en la novela de Wells, los marcianos invasores mueren por «un putrefacto y nocivo germen para el que sus cuerpos no estaban preparados». Es decir, una gripe común. En el siglo XIX también aflora del archivo colonial otro obsesivo tópico literario: el del descubrimiento de exóticas tribus imaginarias. Her (1887) de H. Rider Haggard, The Coming Race (1871) de Edward Bulwer-Lytton, Erewhon (1872) de Samuel Butler, The Lost World (1912) de Arthur Conan Doyle o Herland (1915) de Charlotte Perkins Gilman, son novelas que comparten el motivo de un inglés que viaja a un remoto confín de la Tierra donde descubre una etnia de insólitas costumbres no occidentales, a las que logra descifrar y catalogar dentro de la escalera evolutiva que tiene por centro al europeo mediante las novísimas ciencias de la antropología, la lingüística y la zoología. No muy lejos de aquellas obsesiones encontramos el origen norteamericano de esta literatura: las sagas marcianas de Edgar Rice Burroughs, folletines que narran la épica de John Carter, un soldado entrenado en el exterminio de «pieles rojas» que, por efecto de un extraño conjuro, se teleporta al far west marciano, donde pelea a punta de rayo láser contra los salvajes «pieles verdes». Parafraseando a Bolaño que parafrasea a Marx, podríamos afirmar que el espíritu de la ciencia «-» ficción repite la historia dos veces, y lo que empieza como como tragedia futurista, termina como farsa colonial.
Este espíritu pone frente a nuestros ojos la temporalidad paradójica de la ciencia «-» ficción. Derrida, en Espectros de Marx, juzga que los espíritus no pertenecen a la flecha continua del tiempo, sino que lo desarticulan a través de «una experiencia del pasado como porvenir». Un agujero gusano que trastorna cronologías y confunde a Hernán Cortés con un astronauta intergaláctico y los arcabuces españoles con pistolas de rayo láser. Una alucinación temporal que pone la colonización como destino manifiesto, y que activa obsesivamente la colonización y el genocidio en todo ejercicio de futuro.
En 1974, el físico y futurólogo norteamericano Gerard K. O’Neill dio una serie de conferencias tituladas «The colonization of space», que cobraron notoriedad por su influencia en los proyectos contemporáneos de empresas como SpaceX o BlueOrigin, ya que en estas charlas propuso por primera vez un futuro capitalista para el espacio, que presuntamente no se fundaba en mera fantasía sino en rigurosos estudios de observación astronómica, ingeniería astronáutica y mercadotecnia. En estas conferencias, el científico comenzaba afirmando que «la especie humana se encuentra frente al desafío de una nueva frontera como la que Colón encontró hace quinientos años, pero con una riqueza mil veces superior». Ese programa se iniciaría en la Luna, donde se promocionaría la radicación de corporaciones mineras de extracción de titanio y aluminio, así como usinas procesadoras de hidrógeno para fabricar combustible a partir del hielo de los polos lunares. Dicha prospección exominera funcionaría de cara a usar la Luna y la energía y materiales allí extraídos como colonia intermedia hacia la conquista de Marte. En medio de disquisiciones más técnicas sobre motores y fractura hidráulica, O’Neill remarcaba que el único término que podía describir cabalmente este proyecto era, como el título indicaba, una «colonización». Explicaba O’Neill: «Los términos comunidad, hábitat o estación fallan al describir el fundamento económico de este posible emprendimiento. Colonización sugiere su impulso y su propósito, pese a que en el pasado haya significado la explotación de un grupo por otro». Por último, O’Neill destacaba (frente a un auditorio de ingenieros que hoy en día trabajan para Elon Musk y Jeff Bezos) que un aspecto positivo de esta colonización es que había tanto lugar en el espacio, que «las corporaciones podrían establecerse sin matar ni un solo indio».
Uno podría preguntarse con cierta incredulidad por qué Gerard K. O’Neill menciona una posible matanza étnica en una conferencia sobre ingeniería astronáutica y exominería espacial, si no atendiera a esta estructura alucinatoria del futuro, que activa la experiencia del pasado como destino manifiesto del porvenir. Precisamente en esa línea, el filósofo y pionero del afrofuturismo Kodwo Eshun afirma que el futuro, o al menos el control de su manufacturación, es un dispositivo que condena al resto de las poblaciones a un pasado que no para de repetirse. Así, la sobreproducción en serie de futurología acumula, mediante la repetición, una densidad de capas y sedimentos que transforman su materia en apariencia etérea e ingrávida en un irrevocable y monolítico «destino manifiesto». Por eso, para este filósofo, resulta vana la tentativa de idear otros futuros, pero no la de hackear el que nos fue impuesto. Un ejercicio transpositivo que desplace ese futuro tal como fue concebido en Estados Unidos pero a otra geografía, o a otro archivo cultural, o a otro pasado que jamás existió, convirtiendo futuro en retrofuturo y futurismo en retrofuturismo.
El retrofuturismo, dentro de la ciencia ficción, es una estrategia de tender el futuro hacia pasados considerados obsoletos, mediante el reciclaje o cirujeo de formas de vida sepultados en el basurero de la historia. Así, en un terremoto crónico, pone en entredicho la inevitabilidad de nuestro presente, suspende su presunto carácter inexorable en el fangoso terreno de lo que podría no haber sido. A diferencia de las distopías de Hollywood, que activan lo que Mark Fisher denomina «realismo capitalista», la nihilista sensación de que no puede haber nada mejor ni nada peor, el retrofuturismo, en cambio, pone a prueba nuestro tiempo bajo el signo de la contingencia, modalidad ontológica que cristalizó Gottfried Leibniz en su célebre pregunta: «¿por qué ser y no más bien nada?»; interrogante que, reformulada en términos retrofuturológicos, vendría a ser: «¿por qué será, si podrá no haber sido?». Algunas de sus versiones son el steampunk, que especula el futuro a partir de la máquina de vapor, el rococopunk, desde relojes del siglo XVIII y autómatas a cuerda, el cyberpunk, desde la incipiente cultura computacional de fines del siglo XX, el silkpunk, desde la ruta oriental de la seda, o el ya mentado afrofuturismo, desde las culturas negras de África y América.
En 2022, el líder amazónico Ailton Krenak exhortó a pensar lo que él llama «futuro ancestral»: un porvenir especulado desde una cosmovisión indígena del tiempo y el espacio, a partir del hecho contrafáctico de que Colón nunca hubiera pisado las Américas. Dice Krenak: «el futuro ancestral es pensar el tiempo desde lo que va a acontecer exactamente aquí, en este lugar ancestral que es nuestro territorio, la selva. Es despertar del coma colonial que intoxica nuestros cuerpos hace quinientos años». ¿Será el «futuro ancestral» de Ailton Krenak una forma de retrofuturismo propiamente latinoamericana, alternativa al espíritu que calca el genocidio indígena bajo el sedimento de un porvenir hipertecnológico?
Bajo el ímpetu de esta hipótesis, quisiera evocar un texto de José María Arguedas que a mi juicio opera como precursor oculto de esta tradición especulativa. Entre 1962 y 1969, el autor peruano publicó en diversas revistas una serie de poesías que redactó primero en runasimi (idioma quechua) y luego reescribió al español. Entre estos se encuentra «Jetman, haylli», de 1965, cuya reescritura se titula «Oda al jet».3 «Jetman, haylli» es el elogio («haylli» en runasimi significa «¡bravo!») de un avión militar de propulsión a jet. Arguedas publica este poema durante la guerra de Vietnam, cuando circulan por todo el mundo las estremecedoras imágenes de los cazabombarderos F-100 que rociaban con napalm a niños indefensos. A su vez, bien presentes estaban en Latinoamérica los bombardeos a Plaza de Mayo de la Armada argentina contra su propia población civil, y faltaban apenas ocho años para que el bombardeo a la Moneda tuviera lugar. Sin embargo, en el poema, esta violencia destructiva tan conocida se suspende, más bien se subvierte, y la aplicación tecnológica del jet se traduce (en quechua) al sistema ontológico de la cosmogonía inca. El poema es cantado por el propio jet, que irrumpe como en un trance alucinatorio desde el futuro occidental hacia la cosmogonía inca. El jet atraviesa esta aduana de mundos mediante una interjección: «¡Ahuiluy!», grita. Es la primera palabra del poema, pero no un término runasimi sino un híbrido: el vocablo «abuelo» del español transliterado y pronunciado en quechua, contrabando terminológico que la lingüística denomina «xenismo». El jet traspasa así este umbral xenomorfo de idiomas, futuros, filiaciones y le cuenta a su «ahuiluy»: «estoy en el Hanaq Pacha» («Hanaq Pachapin kachkani»).4 El Hanaq Pacha, en la cosmogonía quechua, indica el ámbito superior de los cielos, cuya criatura totémica es el cóndor, y que habitan las criaturas voladoras, las deidades astronómicas y los espíritus del cerro. El jet, frente a este espectáculo panorámico de contemplar todo cuanto existe desde la más elevada perspectiva celeste, incluso por encima de los Andes, descubre una verdad iniciática: que él, un cazabombardero militar, es la criatura más importante de toda la Pachamama. El jet, desde estas alturas, empieza a mirar al resto de los seres y a compararse. La nieve eterna que corona los Andes, al lado suyo, no es más que un poco de barro congelado («chullunkallay hina»). Afirma que todo cuanto hay en la Kay Pacha (ámbito donde moran los humanos y el resto de los terrestres) es, en comparación a su poderío, insignificante y diminuto como una inútil y frágil tela de araña («arañapa aswan llañu llikan hinallaña»). Incluso se atreve a afirmar que el cóndor y el águila, los animales más poderosos del Hanaq Pacha, son, al lado suyo, “gusanos de alas diminutas» («as raprayuq urukunawan»). Se envalentona todavía más, y sentencia que, si él es la criatura suprema de la cosmogonía inca, entonces Dios no existe, o al menos solo existe en tanto es la persona que lo engendró y que lo convirtió también a él en un Dios que superó a su progenitor («Diosmi runa. Runan Kani»).
Puesto en términos retóricos, la progresión del poema adquiere la forma de una anábasis. Contrariamente al desplazamiento llamado catábasis, el descenso a las profundidades, como la de Odiseo al inframundo, y que también podría ser el descenso rasante de un jet que bombardea una población inerme, en el texto el jet asciende en un movimiento sostenido e hiperbólico. Tras mirar los Andes desde las alturas, se eleva incluso por encima del Hanaq Pacha hacia el espacio intergaláctico («qollurkunatan aypachkan yawarniy»). El jet se descubre del mismo linaje del que provienen los astros («¡Yawarniymi qoyllur!») y contempla con desdén y desde las máximas alturas a las divinidades presuntamente más poderosas que él: a la Pachamama, a Viracocha, e incluso a Inti, dios del Sol. Por último, se entroniza como una divinidad runasimi al bautizarse como «wayra chalwapi» o «pez del viento», epíteto que lo instituye como la autoridad máxima de la cosmogonía inca.
El poema de Arguedas es una especie de sátira retrofuturista, ya que están demasiado presentes las imágenes de la violencia desmedida que inflige un jet militar como para que no parezca absurdo el bien que en el poema se le adjudica, al nivel absurdo de convertirse en una divinidad interestelar incaica. Si la futuridad, como afirma Kodwo Eshun, ya está inspirada en un pasado colonial irrevocable que no para de repetirse, «Jetman, haylli» no especula sobre este futuro inexorable, sino más bien sobre un retrofuturo imposible, que sería un tiempo ucrónico y contrafáctico a partir de un pasado que nunca ocurrió, es decir, uno en el que los cazabombarderos jamás bombardearon poblaciones civiles ni provocaron violencia alguna. Un «futuro ancestral» (aunque ciertamente paródico, por la transposición inesperada de imaginarios, el de la guerra de Vietnam y la cosmogonía inca) en el que la tecnología no es un invento al servicio de la colonización y la masacre sino una fuerza que pertenece a la armonía ecológica de la Pachamama, como también son los cóndores o los pumas. Un retrofuturismo en el que las tecnologías militares operan como si el colonialismo nunca hubiera existido, traducidas a la red cósmica de lo viviente. Y si Marinetti, en su Segundo Manifiesto Futurista, exaltaba la «fiebre conquistadora de los motores», en este poema los aviones ni conquistan ni causan síndromes febriles, sino que se funden con la química ancestral del cosmos.
En 1965, el mismo año en que Arguedas publica «Jetman, Haylli», el artista argentino León Ferrari termina la escultura La civilización occidental y cristiana, que precisamente representa a un cristo crucificado por un jet militar norteamericano. Una obra que desató la mayor de las polémicas, por cruzar el símbolo más sagrado del catolicismo con la violencia descarnada y desacralizada de la guerra. Sin embargo, si exhibiéramos la escultura de Ferrari en el futuro ancestral que Arguedas propone, su sentido giraría de forma copernicana: dejaría de ser una denuncia a las complicidades entre violencia militar y catolicismo y se transformaría en un enérgico panegírico de los cazabombarderos, una alabanza incondicional de cómo los jets ayudaron a propagar la paz cósmica junto a una religión que regó bienestar a todos los pueblos de la Tierra. La escultura de León Ferrari, en este retrofuturo acelerado e invertido, viraría de la iconoclastia a arte religioso oficial, exhibida en la Capilla Sixtina ante enardecidas hordas de fieles y turistas, y su mismísimo autor festejado y acaso enaltecido por el Sumo Pontífice al grado máximo de santo. Así, en una especie de arte borgeano del anacronismo deliberado y las atribuciones erróneas, el futuro ancestral de Arguedas (que traduce al jet militar como una tecnología indígena) hackea el tiempo de la tradición histórica, arrastrando como en un agujero negro toda representación de nuestro presente. Aún más temerario que Pierre Menard, que desautoriza a Cervantes al desplazar su Quijote en el espacio y el tiempo, el poema de Arguedas, el «futuro ancestral» que inventa, desautoriza el presente entero en que vivimos, vuelve falso nuestro mundo, al conectar su futuro y sus tecnologías con un pasado imposible que nunca existió ni existirá pero que activa la certeza irreversible del absurdo descarnado que constituye no a otro que a este tiempo.
A manera de epílogo, un chiste: corría el año 1926 cuando el filósofo argentino Carlos Astrada llegó, todo el camino desde Buenos Aires, hasta la Selva Negra alemana, con el único propósito de visitar a su ídolo, Martin Heidegger. Tras tocar, tímido, la puerta, lo recibió la ama de llaves. Astrada se presentó con algo de nerviosismo, mediante el artificial alemán que había aprendido en artificiales tratados de metafísica. Ich bin ein argentinischer Philosoph. Yo soy un filósofo argentino, dijo. La ama de llaves, con la tranquilidad de quien acostumbra este tipo de visitas intempestivas, le pidió que esperara un momento, mientras buscaba al maestro en su estudio de trabajo. Astrada, algo mortificado imaginando a Heidegger interrumpido de sus hondas meditaciones solo para saludarlo a él, un mero seguidor, esperó, paciente. Mientras se maravillaba por la paz del bucólico bosque sobre el que el propio Heidegger reflexionaba en su filosofía, esperó, diez, veinte, treinta minutos. Pero al cabo de casi una hora sin respuesta, bajo el clima algo ventoso y nublado del otoño germano que empezaba a enfriar y oscurecer, Carlos Astrada perdió la paciencia y volvió a golpear la pesada aldaba. Abrió inmediatamente la ama de llaves, y le contestó cortés que Martin Heidegger no tenía manera de recibir a un filósofo argentino, por la sencilla razón de que la filosofía argentina no existe.
Al final de El espíritu de la ciencia-ficción, la novela de Roberto Bolaño, ocurre una fatalidad semejante: Jan Schrella contempla por unos largavistas la lluvia sobre la ciudad de México, al tiempo que se pregunta dónde estará la ciencia ficción latinoamericana. Como si reconociera en ese paisaje gris y desolado la respuesta a su propia pregunta, lo sacude la misma verdad terrible que Carlos Astrada tuvo que ir a encontrar a un desolado confín de la Selva Negra: que la ciencia ficción latinoamericana no existe, o peor aún, que es una tradición invisible, ucrónica o contrafáctica, a la sombra de otros futuros, que nunca la dejaron empezar.
Pero acaso el espíritu de la ciencia «-» ficción, como sugiere el poema de Arguedas, no sea pedir prestadas tecnologías ajenas o inventar un nuevo futuro, sino regresar a su origen problemático, ese cerco electrizado que cobra la forma de un guion, ese estigma mudo y de hierro que define una biografía sangrienta de la técnica, esa valla que alambra y separa una identidad de sí misma, ese alambre de púas que fricciona la violencia colonial con su repetición irreversible, y que solo puede dejar de empezar a costa de un tiempo apócrifo que revele la obsolescencia terminal de nuestro propio presente.