Apuntes para presentar a Mercedes Halfon
Felipe Gana

El 19 de enero de 2019 a las 11:42, en esa época anterior, antes de que todo o nada cambiara, me llega este mensaje: «Hola, Felipe, ¿cómo estás? No nos conocemos personalmente, pero creo que tenemos algunos amigos en común. Te escribo porque me gustaría mandarte mi libro: El trabajo de los ojos. Salió el año pasado por editorial Entropía de Argentina y ha tenido una cálida recepción en los lectores locales. En 2019, si todo sale bien, saldrá en España. Dime si te parece apropiado y perdón la intromisión por este medio. Intento irme de FB, pero siempre algún motivo me trae de vuelta. Va abrazo trascordillerano». Fue el primer mensaje que recibí de Mercedes Halfon. Somos de los que hablamos por Messenger de Facebook, los dos nacimos en 1980. Si nos hubiésemos conocido unos años antes, nuestra primera conversación virtual hubiese sido por ICQ. Venimos de ese universo anterior.

Vuelvo a leer los mensajes de nuestras primeras conversaciones, los mails, el PDF con el libro y me reencuentro con los lugares y sensaciones que me hacen recordar la primera lectura de El trabajo de los ojos. Al día siguiente le respondo, por la misma red social en casi desuso: «Mercedes, vi, en el celular y por encima, tu libro. Entre celebraciones familiares y el cumpleaños de mi hija no he tenido mucho tiempo, pero lo que leí me pareció hermoso y me gustó, me encantaría publicarlo, estas pensando en Lecturas Ediciones, ¿cierto? Cuéntame cuál es tu idea, plazos, tipo de contrato, etc., muy agradecido por la confianza». Ahora pienso en esa tarde veraniega con calor. En niños corriendo y gritando alrededor, entre juegos infantiles, torta, piñata y sorpresas, me veo en una esquina del patio donde celebrábamos el cumpleaños de Matilde, mi hija mayor, enfrentándome a estas palabras: «El año pasado murió mi oculista. Balzaretti era especialista en niños, una orientación que suelen tener los que tratan el estrabismo. Es una de las enfermedades que tengo y, como a todos los que la padecen, me apareció en la infancia. Hoy la acompañan el astigmatismo y la hipermetropía».

Así comenzó nuestra relación autora/editor con la poeta, escritora, periodista, entre otras profesiones y oficios, Mercedes Halfon.

Antes, publicó cinco libros de poesía. Fue nombrada albacea de una gran poeta y traductora, la argentina Juana Bignozzi. Con esto tomó impulso y dirigió, junto a Laura Citarella, un hermoso documental sobre la amistad, el legado y el archivo: Las poetas visitan a Juana Bignozzi, que se estrenó, recorrió festivales, fue premiado, celebrado. En él juegan con un título de Bignozzi: Las poetas visitan a Andrea del Sarto y entregan un entramado de cine, poesía y mandatos difíciles de lograr, que encandila con su belleza y lucidez. 

Entremedio, publicó su primera novela: Diario pinchado. Diario ficticio sobre un viaje a Berlín, perderse en una ciudad y «un amor que se desinfla», como dice Pedro Mairal en la contratapa de la edición chilena. Y que tiene un epígrafe premonitorio de Witold Gombrowicz: «Este diario, a pesar de las apariencias, tiene igual derecho a la existencia que un poema», que tan bien sintetiza y caracteriza al resto del libro. Cuando me toca vender sus libros en las ferias del rubro digo que esta es su obra de ficción y El trabajo de los ojos de no ficción (trato siempre de esquivar la manida idea de la autoficción), aunque uno tenga forma de diario y el otro de novela ensayo. Ahí, donde se tensan y enredan los géneros, algunos compradores o futuros lectores se complican, incluso dudan de que Diario pinchado sea ficción. 

Hace poco entrevistó, y dejó de hacerlo, a su padre con una minigrabadora «de periodista», como ella misma la llama. Grabó y transcribió lo escuchado. Se detuvo cuando sopesó algunos de los costos de estas conversaciones y su utilidad. Luego escribió un libro, que más que nada es uno sobre ser hijo, lo difícil que es serlo, que está pronto a publicarse en Argentina, España y acá, casi al mismo tiempo. Se llama Vida de Horacio.

Mientras tanto, siguió criando a su hijo. Escribe periódicamente sobre literatura en «Radar» y «Radar libros» de Página/12, muchas veces de mujeres, en las que veo como se cruzan nuestros gustos y se emparentan con sus libros: Rosario Bléfari, Josefina Vicens, Nathaelie Léger, entre otras y otros. Imagino que también escribió poemas (no los he visto). Ha tenido una vida como la de cualquiera o una particular, no sé. No estamos acá para adentrarnos en su intimidad, aunque sus libros nos sumerjan en ella. Dicta talleres de escritura, lectura y poesía de forma privada y en la Universidad Nacional de las Artes de Buenos Aires. Son tres por semana: «es medio lo que hago…», me dice, es medio lo que hace para vivir, pienso. Mantiene a un gato transgénero, que al parecer es un caso de estudio mundial.

Dos veces quiso hacer su Wikipedia. Pero la enciclopedia libre, políglota y colaborativa no la tomó en cuenta.

En 2021, se le encargó la biografía de un personaje complicado y, por momentos y comentarios, polémico. No le sacó el bulto a las balas. E hizo su magnífico libro sobre Witold Gombrowicz, donde logró algo difícil cuando se escribe de otro: mantener el interés en el biografiado sin perder el estilo propio. 

Vuelvo a pensar en mis primeras lecturas de El trabajo de los ojos, Diario pinchado, Extranjero en todas partes y, ahora, Vida de Horacio. En la extraña cercanía que siento con ellos, y también en el epígrafe de la biografía de Gombrowicz: «Que la leyenda la escriba un extraño», que es, a la vez, un homenaje y una despedida a una amiga en común: Rosario Bléfari.  

Así me gusta presentar a Mercedes, con cierto humor y mucha admiración. 

 

 

El caso J.
Mercedes Halfon

Hace ocho años ocurrió algo que me cambió la vida. Me parece de lo más cursi decir me cambió la vida, porque es una frase hecha y su sentido rara vez es literal. Alguien dice que empezar pilates le cambió la vida. O dejar el gluten. O ver las películas de David Lynch. Supongo que lo que te cambia verdaderamente la vida tiene que ver con la muerte, su cercanía, su roce, su peligro, o quizás lo contrario: estar tan concentrado en algo, que eso se vuelva tan trascendental, que logramos alejarla un poco, durante un período breve. 

Tuve una amiga que me llevaba 43 años. Fue una amistad especial, heterodoxa, de esas que en las películas norteamericanas llaman pareja-
dispareja
. Estoy hablando de Juana Bignozzi. 

Ella era una poeta realmente genial, con libros centrales para la poesía argentina publicados desde la década del 60. Había nacido en 1937 en Buenos Aires y en su juventud había formado parte del Partido Comunista. Dos años antes de que empezara la dictadura, se exilió en España, donde vivió durante 30 años. Nos conocimos a comienzos de los 2000, cuando la entrevisté para el diario en el que yo trabajaba. Ella había vuelto al país y vivía con su marido en un departamento en Sarmiento y Uriburu. 

En ese momento, Juana ya era una estrella: su poesía había vuelto a circular gracias a la publicación de una obra reunida que rápidamente encontró nuevos y jóvenes lectores. Los lectores de poesía, por lo menos en Argentina, son en un 99%, también poetas Así que deberíamos decir que Juana era muy leída por los poetas de entonces. 

Antes de conocerla, de hablar con ella, la había visto en algunas ocasiones. También la había escuchado leer. A su alrededor brillaba algo. Era de las pocas consagradas que circulaba por los mismos lugares que nosotros, los y las jóvenes poetas. Iba a las lecturas que había que ir, en bares o centros culturales polvorientos, y nunca pasaba desapercibida. Tenía una lengua muy afilada que la convertía en el centro de las reuniones. Y era la última, o casi última, en irse, cuando clareaban las luces del otro día y ya no quedaba vino blanco. Pero, más allá de cualquier detalle característico, estaba su obra, inoxidable, repleta de versos insignia, emblema, una ironía insobornable y un corazón roto y oculto tras mil velos. Con un poema de Juana podías reírte con ruido o salir muy malherida. O una cosa después de la otra. Siempre joven y por siempre clásica. 

Yo era una poeta en ciernes, con algunos fanzines en mi haber, una periodista cultural freelance reincorporándose al trabajo después de la maternidad: básicamente una chica corriendo para pagar las cuentas. Mi relación con la escritura era nocturna e impredecible. No me tomaba en serio y el día a día me pasaba por encima. Fue en ese momento, de algún modo decisivo, que me crucé con Juana Bignozzi. Fuimos amigas, o eso quiero imaginar. Porque de ningún modo la pienso como una maestra, ni me pienso como su discípula. Sería demasiado decir. Yo más bien iba a su casa a charlar, a tomar el té, a veces con mi hijo, íbamos al teatro, a comer, tomábamos vino blanco, caminábamos por avenida Corrientes tomadas del brazo. Juana era una personalidad de las fuertes, una mujer demandante que llamaba en cualquier horario y hablaba como mínimo una hora. Yo bañaba a mi hijo. Le daba de comer. Mandaba notas al diario. Todo con el teléfono sostenido entre el hombro y la oreja. De esas charlas, maledicentes y graciosas, recuerdo más su forma que su contenido. Me esforzaba por llevarle algún chisme que extraía de la calle, de las lecturas de poesía, de las novedades editoriales. Ella sentenciaba cosas. Buenas, malas, difíciles de desoír, porque su modo de formular sintagmas era perfecto. Me daba consejos fundamentales. Por ejemplo: que tenía que usar crema para la cara «Es muy difícil envejecer cuando se fue bonita». Juana: en eso tenías razón. También insistía con que no tuviera otro hijo. Mi bebé iba transformándose en un niño inteligente y dulce, y eso fascinaba a Juana, que no había tenido hijos, del mismo modo que no había tenido hermanos. Era fanática de los hijos únicos. «Si no lo tratas como un estúpido va a ser un líder», decía «Es más: ya lo es». Mi hijo tenía cuatro años. 

Por supuesto que también hablábamos de poesía. Me recomendaba lecturas. Criticaba a todos los consagrados. Me hablaba con nostalgia de su más querido y viejo editor. «La poesía es una escuela del carácter», solía decir. Y yo me quedaba pensando qué significaría eso. Al mismo tiempo, entendía algo observándola a ella: hacía del no, del decir que no, una forma de política. Ahí donde muchos y muchas poetas accedían, solicitaban, se presentaban, ella se negaba, se ausentaba, iba por la negativa. 

En algún momento, me pidió que le mandara poemas míos. Semi temblando le mandé un mail con unos borradores. Recuerdo que ese mismo día los leyó y me dijo una serie de cosas muy reveladoras que hoy, tantos años después, se me borraron casi por completo. Por alguna razón permaneció solo una frase: «No te serenes tanto». 

En esos años fueron saliendo libros de ella, Si alguien tiene que ser después, Las poetas visitan a Andrea del Sarto. Libros poderosos que la mostraban como una poeta que todavía, a su avanzada edad, tenía mucha tinta para escribir y mucha boca para decir. Juana había pasado la frontera de los setenta años y la editorial en la que publicaba le propuso armar su obra completa, con todos sus libros, los primeros, que permanecían inéditos, y los últimos. Me pidió que la ayudara a hacerla, yo accedí y en ese contexto me comentó que había pensado ponerme en su testamento como albacea. Hacía poco tiempo que había muerto su marido Hugo, y Juana pensaba y hablaba constantemente de la muerte. Decidí no creerle, ignorar sus comentarios, decirle «Juana, no te vas a morir». 

Pero eso no ocurrió. Juana se enfermó y en menos de un mes murió en el Hospital de Clínicas de Buenos Aires. ¿Por qué cuento todo esto? ¿Por qué cuento una historia de poetas viejos y jóvenes, de cenas con vino y versos citados de memoria, como deben haber existido siempre, en todas las metrópolis del mundo, en vez de bajar alguna noción teórica, alguna idea propia, como se esperaría escuchar en una conferencia en una universidad de prestigio? No lo sé. O quizás sí, quizás esta sea la razón: porque Juana escribió mi nombre en su testamento. Hace ocho años, el 5 de agosto de 2015, me convertí en la heredera de su obra literaria. Ese día Juana me pasó esa posta, una antorcha con fuego. Me convirtió en algo que hasta ese momento desconocía, que no sabía en qué consistía, ni cómo hacer: ser albacea. 

Fue una semana de mucha lluvia la de su muerte, la lectura del testamento y el sepelio. Recién el viernes salió el sol. Fuimos con un grupo de editores y poetas a despedirla al Cementerio de la Chacarita. Teníamos flores amarillas en las manos y los zapatos llenos de barro. Era la primera vez que enterraba a alguien querido, todo me resultaba abrumador. Creí, realmente, que ya no la volvería a ver. Pero me equivocaba. 

Tardé semanas en ir a su departamento para encontrarme con lo que había allí, con aquello de lo que se suponía tenía que encargarme. Dejaba pasar el tiempo alegando múltiples excusas, porque no podía afrontar esa responsabilidad, esa tarea, la de descubrir eso que metafórica o literalmente llamábamos «sus papeles».

Todo esto: la muerte, la herencia, el encuentro con los papeles de alguien, las decisiones que se tomarán de ahí en más, es algo de lo que no se suele hablar. Un manto de pudor recubre esa escena. Por un lado, el roce con la muerte es siempre difícil, incómodo, doloroso. Por otro, la herencia tiene implicancias familiares, legales, económicas, intrincadas e igualmente embarazosas. No olvidemos que los papeles pueden revelar cuestiones de las que en vida se ha preferido callar. Al mismo tiempo lo que cuento es completamente habitual, ocurre cada vez que un escritor o escritora muere. 

Ahí comienza una nueva historia: la de lo que queda en el escritorio, en los placares, dentro de los cajones, sobre la mesa. Esa es la foto inicial, el comienzo de la trascendencia. Me estoy refiriendo a un sustantivo puntual, que en ocasiones puede convertirse en verbo: el archivo.

Cuando volví al departamento de Sarmiento y Uriburu, me encontré con impresiones de sus poemas, recortes de diarios, revistas, correspondencias, libros, adornos. Eran muchas cosas desordenadas, llenas de polvo, tiradas por el piso. Me pregunté qué tenía que hacer con ellas. El departamento se estaba vaciando para ser vendido, por lo que había que actuar con rapidez. Lo que hice fue a llevármelas, ponerlas en un lugar seguro, para después pensar con claridad el origen, el orden y el destino de cada objeto. Sin reflexionar demasiado, sin evaluar qué era lo importante y qué no, me llevé todo a un taller que alquilaba en el Abasto. Las cosas iban entrando en cajas de cartón, en bolsas negras de consorcio, en una valija con rueditas. Ese desarme quedó registrado en un documental que hicimos llamado Las poetas visitan a Juana Bignozzi que muestra solo una parte de mi desconcierto. 

Hay escritores que tienen muy claro que sus borradores serán examinados por alguien, que sus cartas serán leídas, que sus fotos serán miradas, que todo aquello será valioso material de estudio. Es decir, los escritores piensan en la muerte, del mismo modo que todos pensamos en la muerte. Juana estaba obsesionada, pero creo que no imaginó su archivo como un modo de sobrevida; para ella los borradores tarde o temprano irían a la basura, como todo lo frágil, como todo lo que no se hubiera endurecido con el paso de los años. Así era ella. 

Dos mudanzas a un lado y otro del océano, uno a sus treinta años y otros a sus setenta hicieron que muchas de sus pertenencias hayan sido descartadas, regaladas, perdidas, destruidas, incluso quemadas. Los procesos de escritura que pude reconstruir fueron de sus últimos libros, de los primeros no había huellas de ningún tipo. Tampoco llevaba un diario, ni guardaba sus correspondencias. Me llama la atención esto: ¿tiraba sus correspondencias? Y quizás sí, las tiraba. Tuve ocasión de ver las postales que le envió a su amiga íntima, Marcelina Jarma, porque ella sí las conservó. Era una pila de cerca de treinta postales escritas con lapiceras de colores. Marcelina le debe haber escrito, como otros amigos y amigas desde Buenos Aires, como los editores de sus libros. Pero de todo eso no quedó guardado nada. 

Ese estudio era la verdadera escena de su trabajo de escritora, espontaneista, vital, desentendida de los protocolos literarios, como era Juana. Los filólogos llaman a ese orden
—o desorden— el principio de procedencia. En la mudanza ese estado original se esfumó, aunque prefiero pensarlo de otro modo: que se grabó en la memoria de quienes lo vimos. 

¿Qué era ese montículo de papeles que alguien acumuló a lo largo de su vida? ¿Qué contaban, qué mostraban, en qué había que detenerse, cómo había que leerlos? Esas fueron las primeras preguntas, que no venían solas sino acompañadas por otra quizás más desestabilizante ¿Cómo se unía, a partir de entonces, la vida de Juana con la mía? 

Lo primero que me di cuenta y a ustedes les parecerá obvio, pero no lo fue para mí, es que esos papeles, papelitos, esas fotos y diapositivas, eran un archivo. Que no necesitaba estar en ninguna universidad al cuidado de ningún especialista, para recibir ese nombre. Simplemente era eso. Era el archivo Juana Bignozzi. Y que no era algo mío, si no que estaba temporalmente a mi cuidado. Creo que el día en que entendí que eso era lo más importante, bajé del taller a la calle y brindé con vino blanco, con el espíritu de Juana. 

Pasaba tardes sentada moviendo papeles de lugar, sacando el polvo con un pincel, haciendo pilitas, poniendo etiquetas, volviendo a desarmarlas. El tiempo se prolongaba mientras estaba con los papeles, que no es estar con la persona que los engendró, pero es algo cercano. Estar con un archivo: mirar, tocar, quedarse pensando, unir cabos sueltos, tratar de entender, imaginar posibles acciones que podemos hacer con él, encontrar algo así como una melodía que una esas palabras. Me acuerdo el día que, a partir de unos telegramas, reconstruí que el casamiento de Juana y Hugo había sido el 5 de agosto, la misma fecha que Juana había muerto. Algo cerraba en mi cabeza. 

La segunda constatación que tuve fue que, al trabajar en el archivo de alguien querido, tramitamos al mismo tiempo su muerte y su vida, encontramos nuevas ideas sobre esa persona y su escritura, que no habíamos descubierto y quizás no hubiéramos podido descubrir de otro modo. 

Una noche, después de pasar muchas horas en el taller del Abasto, soñé con Juana. Estábamos en el living de su departamento de Sarmiento y Uriburu. La mesa grande estaba tapada de cuentas por pagar, documentos, paquetes de galletitas, vasos de plástico, una imagen muy similar a los días del desarme de esa casa. Juana agarraba el teléfono fijo e intentaba hacer un llamado, pero no lo lograba. No había tono, la línea estaba cortada. Con cierta incomodidad le explicaba que habíamos suspendido el servicio porque ella, bueno, había muerto. Me miraba con un gesto de disgusto. 

No es muy difícil dilucidar que en ese sueño Juana quería hablar, comunicarse y eso, de algún modo, dependía de mí. O eso sentía en ese momento. No es ni de cerca lo más esotérico que me ha pasado con Juana, pero no es ahí a donde quiero llegar. A lo que me refiero es: no fue ni en el Hospital de Clínicas, ni en el Cementerio de la Chacarita, ni en ese sueño el último lugar a donde la vi. Fue a través del contacto con el archivo que la seguí viendo, la seguí escuchando. Juana sigue viva, porque el archivo está vivo, y así como puede morir o ser olvidado —el mal de archivo—, también puede seguir escribiendo. Como dice un verso de Novísimos, su libro póstumo: «Ahora puedo escribir eternamente». 

Me pregunto qué se puede descubrir de Juana, de su manera de escribir, de su poética, de su estilo, de sus mañas, en fin, de su vida a partir del archivo. Alguien que no la haya conocido y se haga una imagen de ella desde sus papeles, como esos juegos de ingenio en los que hay que trazar una línea que va uniendo numeritos en una hoja, y así, sin saber a priori que se está dibujando, una imagen aparece. Unir los puntos sueltos, los cabos sueltos, las hojas sueltas en una mesa, las hojas acumuladas a lo largo de una vida.

El caso G

Hice un trabajo parecido con un escritor a quien no conocí. Y que de hecho murió mucho antes de que yo naciera. Todo empezó cuando un editor chileno me propuso hacer un libro para la colección de perfiles de escritores
—precisamente— de ediciones Universidad Diego Portales. Hubo una pequeña pero peliaguda deliberación: yo proponía algo, él me decía que no, él me proponía algo, yo le decía que no, hasta que finalmente llegamos a un consenso. Un autor que no había sido la primera opción de ninguno pero que de pronto nos pareció evidente que teníamos que hacer un libro sobre él. La figura elegida fue Witold Gombrowicz. 

Reunía una serie de condiciones: era un escritor de culto, con no demasiado numerosos pero muy aguerridos seguidores en todo el mundo, había tenido una vida insólita, muy atractiva y un carácter excéntrico. El argumento central para que escribiera un perfil sobre él era que había residido muchos años en Buenos Aires, donde se había construido a su alrededor una suerte de leyenda que podía ser interesante reconstruir. Confieso que me embarqué en esta tarea desde la intuición y la curiosidad. No tenía una relación profunda con Gombrowicz previa al trabajo. Había leído poco, pero atisbaba, como se suele decir, la punta de un iceberg.

Durante un año me dediqué a leerlo en exclusiva y lentamente ir dibujando los puntos sobre los que iba a construir ese, mi retrato de Witold Gombrowicz. En el segundo año hice entrevistas, viajé, visité bibliotecas. Y después con todo ese material suelto en mi computadora y en mi cabeza, me puse a escribir. ¿Con qué me encontré? Gombrowicz había vivido en Argentina veinticuatro años. Había llegado desde Polonia casi por azar, en un transatlántico de lujo al que se sumó como escritor para cubrir el viaje, que se hacía por primera vez. Pero la Segunda Guerra Mundial estalló y quedó detenido en Buenos Aires. Acá transcurrió casi la mitad de su vida. Una existencia nueva, en todo diferente a la que había tenido hasta entonces: fue pobre, fue joven, fue libre y escribió algunos de sus mejores libros. También fue ignorado absolutamente por el parnaso literario local, al que nunca le cayó en gracia. Sin embargo, cosechó algunos de sus amigos más fieles y bastantes aventuras: en los salones y en los márgenes. Por lo que puede leerse de este tiempo, podría afirmar que en Argentina fue extrañamente feliz. Aunque haya vivido en condiciones lamentables, aunque no haya despertado demasiados elogios, aunque no haya sido tan leído. 

En este punto quiero aclarar que no pude acceder al archivo de Gombrowicz. Si lo hubiera hecho, esta conferencia y sus simetrías, sin dudas funcionarían mucho mejor. Pero se encuentra en la Biblioteca Beinecke de libros raros y manuscritos de la Universidad de Yale, en el Museo de Literatura de Varsovia y en el museo dedicado a su figura en Wsola, Polonia. Lugares que me hubiera encantado conocer, pero por razones económicas y limitaciones idiomáticas —Gombrowicz escribió la inmensa mayoría de sus textos en polaco— me resultó imposible. Por supuesto que hay materiales digitalizados, que sí pude examinar.  

El trabajo para reconstruir sus días argentinos fue tratar de unir y cruzar, casi diría frotar tratando de sacar una chispa, la información existente en documentos, libros, testimonios, películas, congresos, ponencias académicas, incluso en chismes, relatos que pasaron de boca en boca hasta que llegaron a mí. 

Esta tarea, en periodismo tiene un nombre particular: se le llama «hacer archivo». Así le decían mis editores cuando te mandaban a investigar un personaje para una entrevista. Había que ir a un cuartucho del diario que era precisamente «el archivo», donde trabajaban dos hombres que me daba la impresión de que se movían de sus sillas en muy contadas ocasiones. Solicitabas lo que estabas buscando, ellos se levantaban pesadamente y te bajaban unos biblioratos inmensos de algún estante en las alturas. Tiempo después esa práctica fue reemplazada por Internet, pero a esa acción se le continuó diciendo del mismo modo. Hacer archivo era crear uno, investigar, juntar datos y relatos, unir lo suelto, trenzar lo disperso en una red que, en el mejor de los casos, atrapaba a una persona.

Mientras hacía la investigación recorrí la ciudad tratando de encontrar algún elemento vivo que me remitiera a Gombrowicz. Un escritor tan arrojado al afuera, a la caminata urbana, a los cafés, tendría que haber dejado alguna huella material de su paso por Buenos Aires. Fui al Rex, al Querandí, a La Fragata, bares a los que él iba cada día y, o bien ya no existían o estaban totalmente transformados. Una tarde fui al edificio de la calle Venezuela, donde había alquilado un cuarto por 18 años. Apenas había una placa solemne de bronce al pie del edificio «En este solar vivió…». Allí funcionaba una librería que llevaba su nombre y que recorrí largo rato. Pero en el que había sido propiamente su departamento, operaba una productora de cine y el interior había sido reformado con esos fines. No pude entrar. Aun así, me paré frente a la puerta y puse mi mano sobre el picaporte. Qué ridiculez, ¿no? También apoyé la oreja sobre la puerta, a ver si llegaba hasta mí algún mensaje. 

En el itinerario de lugares dónde lo busqué se encuentra la Biblioteca Polaca, donde en tiempos de Gombrowicz funcionaba un club de la colectividad. Allí hay un segmento grande dedicado a su vida y su literatura. La Gombroteca. Y fue en ese lugar, recóndito y específico, donde me encontré con un objeto, el único, por así decir, cargado de presencia. Tuve en mis manos la primera edición de Ferdydurke en francés, firmada por él, que le había pertenecido. Se la había regalado al periodista Miguel Grimberg antes de embarcarse de vuelta rumbo a Europa. Y Grimberg lo había donado a la Biblioteca Polaca. Tocar un libro que había tocado, que posiblemente había recibido con gran alegría en su cuarto de la calle Venezuela, cuando su nombre empezó, por fin, a circular por el mundo. Creo que fue lo más cerca que pude estar de sus partículas. Lo que quiero decir es que yo estaba muy consustanciada y me emocionaba con cualquier cosa, pero lo cierto es que en Buenos Aires no se ha conservado nada de Gombrowicz. Ni tampoco se ha construido nada que lo recuerde. No hay, en el lugar donde vivió 24 años, ni papeles, ni objetos, ni esculturas, ni lugares que visitar con el propósito de conocerlo.  

Buscaba elementos vivos para reconstruir sus días porque la principal dificultad que tuve para escribir fue el tiempo transcurrido de su partida. Habían pasado exactamente sesenta años desde que se había marchado de mi ciudad. No había en Buenos Aires, casi, personas que pudieran darme una imagen suya de primera mano. Hubo que construirlo de otro modo y en algunos casos, aceptar los baches, las incongruencias, ciertos momentos de su existencia que me cerraban la puerta. 

Y aquí es donde aparece algo para mí central de este escritor. Lo que me ayudó a entenderlo y lo que me fascinó completamente: su vocación de dejarlo escrito todo. Gombrowicz estaba realmente obsesionado con el registro de las experiencias y el paso del tiempo. Además de sus novelas y cuentos, donde escribe más o menos veladamente, una glosa de su vida, tiene una extensa obra autobiográfica. Está su Diario de más de mil páginas, está Kronos, su diario secreto y póstumo, está el libro de entrevistas Testamento, que fue editado y corregido por él hasta la última coma, y está también su Autobiografía sucinta, que es una especie de línea de tiempo que escribió para acompañar la edición de Cahier L´Herne dedicada a su figura. 

Hay escritores y escritoras, como Juana, que no solamente no llevaron diario, sino que ni siquiera tenían un CV ordenado. En este caso, de las mismas historias había muchas versiones, incluso orales. Lo que escribió Gombrowicz, lo que escribió algún amigo, lo que otro le dijo a alguien y eso me llegó a mí. Las diferencias entre las versiones también eran interesantes, se podía pensar a partir de eso. Lo que él dijo, lo que dio a conocer, lo que prefirió no narrar. Guiarse por su propio relato podía ser peligroso, había que tomarlo con pinzas, pero era útil para observar cómo había querido contar su historia. Se suele decir que La historia la escriben los que ganan, pero más bien se podría decir que la historia la escriben los que escriben. 

De todos estos textos el más deslumbrante para mí es su Diario. Uno de los más extraños que se hayan escrito. No solo por su contenido —una vida única, una escritura implacable y corrosiva— sino también porque se trata de un caso anómalo dentro de las convenciones del género. En rigor no es un diario íntimo, o sea, privado, llevado adelante para sí mismo, que pasado cierto tiempo se edita. No: él fue publicando fragmentos por entregas inmediatamente después de escribirlos, en Kultura, una revista para la emigración polaca dispersa por el mundo. Por otra parte, cuando empieza a escribir el diario no es todavía una celebridad de la que se ansíe conocer su vida secreta o los pormenores de su pasado, sino al revés: lo escribe para darse a conocer y de ese modo convertirse en célebre. Toda la construcción de su nombre estuvo ligada a esos textos. 

Escribir la vida en un diario no es simplemente para Gombrowicz describir sus días. Es también escribir sus ideas, sus batallas, sus fantasías, sus mentiras. La vida en un sentido amplio, fuerte, que incluye por sobre todas las cosas, a la literatura. Iba y venía del Diario mientras escribía su perfil. Era como una radio prendida con Gombrowicz hablando todo el tiempo. Pero lo que me atraía no era solo lo que decía, sino fundamentalmente lo que omitía. Lo que guardaba bajo la alfombra. Y también el hecho mismo de haberlo sostenido a lo largo del tiempo, aun en los años de enfermedad. Su vocación de diarista. 

Es raro, pero en el texto que publiqué justo antes de Extranjero en todas partes decidí abrirlo con un epígrafe de Diario argentino. Todavía no me habían hecho el encargo del perfil ni nada que se le pareciera atisbaba en el horizonte. Estaba comenzando la pandemia, el libro estaba por irse a imprenta y se me ocurrió, no sé por qué, mandar ese epígrafe a mi editor. Es la frase con que la que abre su Diario argentino y dice así: «Este diario, pese a las apariencias, tiene igual derecho a la existencia que un poema». Mi libro se llamaba Diario pinchado, tenía como protagonistas a dos poetas y cuando leí esa línea me hizo sentido. Su diario merecía existir porque sí, sin un justificativo moral, ético, histórico, político. El mío también. Establecía una comparación con la poesía, justo él, que la atacó tan duramente, pero para alivianar el peso de ambos géneros. El poema tiene una existencia que se sostiene únicamente por la voz de quien lo ha escrito. Lo mismo, parecía decir, que su Diario. En eso me amparé, en el difícil momento de dar por cerrado un libro. Witoldo me ayudó. 

Algo más. Cuando estaba en pleno proceso de investigación, soñé con Gombrowicz. Era una tarde luminosa y caminábamos con un grupo de gente, entre la que estaba el polaco, por un sendero en el campo. Los demás, que conversaban alegres, se habían adelantado y tenía ocasión de hablar a solas con él. Yo me había demorado porque empujaba un carrito de bebé que, misteriosamente, estaba vacío. Me apena decir que la charla que mantuve con Gombrowicz se me borró casi al instante de despertarme. Me dio mucha bronca no haber retenido esas palabras que seguramente hubieran sido esclarecedoras. Pero lo que entendí en ese momento fue otra cosa: que lo que estaba creando, ese texto que crecía en mi computadora, estaba en veremos, le faltaba para convertirse en criatura, todavía tenía que arrastrarlo un largo tiempo. 

Final

¿Existe alguna razón por la que uní a estos dos escritores en esta charla? Witold Gombrowicz y Juana Bignozzi. Yo creo que la hay. Ambas vidas se partieron en dos, en ambas el siglo XX
las guerras europeas, las dictaduras latinoamericanas dejaron una marca profunda. Experiencias de muerte. Situaciones que los hicieron endurecerse. Quedarse solos en una tierra nueva. Y desde esa soledad escribir buena parte de su obra. 

«La poesía necesita de silencio literario». 

Dice Juana en un poema, y se podría pensar que de eso se rodeó, en Europa, alejada del runrún de sus contemporáneos, para poder escribir. Por su parte Gombrowicz, en la misma línea, dijo en su conferencia llamada «Contra los poetas»: 

«Soy un extranjero totalmente desconocido, carezco de autoridad y mi castellano es un niño de pocos años que apenas sabe hablar. No puedo hacer frases potentes, ni ágiles, ni distinguidas ni finas, pero ¿quién sabe si esta dieta obligatoria no resultará buena para la salud? A veces me gustaría mandar a todos los escritores al extranjero, fuera de su propio idioma y fuera de todo ornamento y filigrana verbales para comprobar qué quedará de ellos entonces».

Fue el único texto importante que escribió en español, lo demás fue en su lengua original y en editoriales de su patria. Como Juana, que no publicó en Europa en los 30 años que vivió allí. Silencio, extranjeridad y una relación muy intensa con la literatura. 

Hablé del archivo de Juana y el Diario de Gombrowicz. Dos materiales que me permitieron leer a estos artistas a contrapelo, ahí donde no escribieron, en sus reservas, en sus pausas, en lo que prefirieron callar. En lo que tacharon o no quisieron conservar. En esos lugares donde están más furiosamente vivos. Tal como dice Deleuze en su texto La literatura y la vida y que menciona a uno de nuestros protagonistas de hoy: 

«La literatura se decanta más bien hacia lo informe, o lo inacabado, como dijo e hizo Gombrowicz. Escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia vivible o vivida. Es un proceso, es decir un paso de Vida que atraviesa lo vivible y lo vivido».

Hasta ahí la cita. Escribir sobre la vida de alguien, pensarla desde sus materiales, es también un proceso vital, siempre en curso. Algo a lo que le cabe esa leyenda que ponen al final de algunas películas: Continuará.