Todo poeta reflexiona quizás más de la cuenta sobre la muerte. Escribe poemas, la imagina, la invoca en uno o varios versos. Sin ir más lejos, en la poesía chilena dos grandes poetas han escrito sus propios diarios de muerte. Enrique Lihn y Gonzalo Millán, ambos enfermos de cáncer. Stella Díaz Varín no fue la excepción. Si bien no llevó un diario de sus últimos días, la muerte paseaba por sus poemas con soltura. “Es así/ que estoy viva/ y en cada vida/ se me va la muerte”, decía.

Llevaba la calavera tatuada en el brazo, literalmente. En el oportuno documental La colorina, Díaz Varín cuenta cómo llegó a hacerse ese tatuaje en compañía de Enrique Lihn y Enrique Lafourcade. Era un pacto de sangre. “Porque estábamos mucho más allá de la muerte. Es la muerte de la muerte”.

Hasta que la muerte llegó.

Entonces nos reunimos a despedirla.

Recuerdo el velorio en la Sociedad de Escritores de Chile, muchos pisábamos por primera vez la casa de Almirante Simpson. Ahí estaba el ataúd, rodeado de gente. Uno tras otro los poetas leían. Más que un homenaje, la poesía era entonces una forma de oración. Cada palabra adquiría un significado absoluto ahora que Stella yacía muerta en medio de la sala. La que estaba en ese ataúd no era la boxeadora ni la poeta punk. No era ninguno de esos adjetivos que quisieron darle. La que estaba en ese ataúd era una gran poeta. Pecaré yo también al darle un adjetivo. Y es que Stella Díaz era, por sobre todo, una extremista. Quizás como una forma de mostrar lo que nadie quería ver, de ser un espejo incómodo. Iba de frente y era escalofriantemente honesta.

Todos recuerdan su cabellera rojiza y fogosa. Yo siempre la vi con el pelo rubio, casi blanco. El día que la conocí me hizo llorar. Yo tenía poco más de 20 años y organizaba por primera vez un ciclo de poesía escrita por mujeres. No me gustan particularmente las lecturas de género pero, en un panorama preponderantemente masculino, me parecía necesario abrir un espacio para la poesía que estaban escribiendo las mujeres. El final de las lecturas, además de dar a conocer el trabajo de las poetas, era reunir a las poetas jóvenes y a las ya consagradas.

Habíamos logrado tener a Stella en la lectura inaugural. Era el año 2003 y por entonces Stella se había convertido en un mito. Después de décadas de olvido, muchos (o más bien muchas) se habían unido con la intención de rescatar su obra y de paso, rescatar a la poeta. Una poeta que vivía en el límite de la pobreza y el olvido.

El pago de Chile, decía ella.

Fue así como en el año 1992 publicó con Editorial Cuarto Propio Los dones previsibles, su último libro tras 33 años de silencio editorial. De ahí en adelante, muchos la empezamos a conocer y admirar.

Hasta el día de la lectura, no había cruzado ni media palabra con ella. Todo lo había gestionado a través de su hijo, Rodrigo. Por eso cuando la vi sentada en el nuevo café de la Fundación Neruda me acerqué emocionada a darle las gracias por estar ahí. “No voy a leer”, me dijo. “Pero Stella, tu hijo me dijo…”, contesté con un poco de torpeza. “Yo odio a ese huevón”, replicó lapidariamente.

Creo que nunca más escuché o escucharé a una mujer decir que odia a su hijo, pero no es lo que importa realmente. Es la provocación de esas palabras lo que más importa. Palabras que por supuesto fueron dichas con su voz profundamente gastada y con la intensidad que solo ella tenía.

Años después me tocó entrevistar a algunos de sus más cercanos, entre ellos, a su hijo Rodrigo. Todos coincidían en que era una mujer de una ternura increíble. Una excelente cocinera, que lograba hacer comida hasta con las piedras.

Una extremista, pensé yo. Aquella noche de julio de 2003 leyó sus poemas dejando a todos los que ahí estábamos sumidos en un respetuoso silencio.

“En cada vida/ se me va la muerte”, decía. Como si cada minuto pudiera ser el último. Había que llevar todo al extremo, había que enfrentar la muerte.