Cuando en septiembre la policía entró al centro Okupa ubicado en el barrio República, los jóvenes habitantes -supuestamente violentistas y lanzadores indiscriminados de bombas molotov- habían acumulado una colección muy interesante de publicaciones sobre rebelión popular y anarquismo. Entre ellas estaba el libro Amor y anarquía, del multifacético periodista argentino Martín Caparrós. Las imágenes aparecieron en todos los noticiarios nocturnos y el escritor, que estaba en Chile, vio cómo su nombre, casi treinta años después de la publicación del texto, volvía a estar relacionado con movimientos antisistema. Algo que, por supuesto, no le molesta.

A pesar de que Caparrós ha cambiado -hoy es capaz de deslizar algunas lágrimas por el presidente de los Estados Unidos mientras ve la serie The West Wing– su espíritu aún se vincula, aunque con menor intensidad y coherencia, a la contracultura. Según Alan Pauls -también escritor y argentino- a Caparrós “le gustan las paradojas, como a todo el mundo, pero las usa menos para evaporarse que para “cortar” una asertividad que de otro modo podría confundirse con el mero énfasis, el afán discutidor, la sentencia”.

Caparrós, a pocos meses de cumplir 50 años, es muy parecido al Caparrós de 20, pero quizás cargando con paradojas más sutiles. Hace tres décadas pertenecía a un grupo anarco francés -partió en 1976 a su exilio parisino- y escribía en un folletín por el que no recibía sueldo, pues recibir un sueldo era “sistémico”. Antes de partir a Madrid -donde vivió hasta 1983-, estudió historia en la Sorbonne, carrera que le serviría años después para llevar al papel una de sus obras más monumentales: La Voluntad, tres tomos dedicados a la historia revolucionaria trasandina. “Nadie conquista la historia sin voluntad”, repetiría el autor por mucho tiempo, cada vez que la palabra “voluntad” se le cruzaba por delante.

Hoy Caparrós es medio sibarita, medio burgués, muy de Boca Juniors, muy cosmopolita y también medio anarco, si hay tiempo para escucharlo y conocerlo. Todavía puede mandar a la mierda a mucha gente como lo hizo con Osvaldo Soriano en Página 12 o someter a sus duras ironías a algún ingenuo que cometa el error de mostrar su ignorancia en público. Pero puede también cumplir al pie de la letra la agenda que Planeta le fija en cada rincón del mundo -a pesar de las preguntas “insoportablemente obvias”, según dice, en las ruedas de prensa-, en especial después que en 2004 ganara el Premio Planeta con Valfierno, su exitosa novela.

Antes de viajar a Chile para hacer clases en la Escuela de Periodismo de la UDP, Caparrós recorrió algunos países en situación límite para un proyecto de la Organización de Naciones Unidas. En Liberia y Moldavia revivió esas historias que de joven lo hicieron rebelarse contra todo lo que tuviera que ver con el poder. Hoy no deja de hacerlo, de rebelarse, pero de otra manera, simplemente llenando páginas de crónicas que muestran muy profundamente que Caparrós aún quiere cambiar el mundo, tal como hace treinta años. Rafael Alberti dice: “Qué maravilla los 20 años, esa edad en que uno elegía morir heroicamente para escuchar, después de muerto, lo que dicen de uno”. Treinta años después de Francia o dos semanas después del desalojo de los Okupas en Santiago, Caparrós sigue disfrutando de esa parte del mundo. Sin paradojas posibles.

En tus crónicas y libros siempre es visible la preocupación por la condición humana.
Sí, soy un sorprendido profesional. Tengo un gran entrenamiento en sorprenderme, porque es la herramienta que requiero para encontrar qué contar. Necesito ser capaz de asombrarme de muchas cosas para ver después la forma de narrarlas. Por otro lado, hay amigos que me han dicho que yo era una especie de optimista, que creía que la gente era mucho mejor de lo que es y que había tenido la suerte de no ver demasiado los aspectos más negros de las personas. Supongo que quizás eso sea cierto y por eso me sigo sorprendiendo cuando veo cosas como éstas. En el viaje que hice recientemente a Liberia realmente tuve la sensación de no conocer que somos tan mierda. Ahí escuché cómo algunos guerrilleros detuvieron una caravana de refugiados y sortearon la vida del hijo de una mujer embarazada o cómo molieron en un mortero a la abuelita de uno de los pasajeros para después comérsela. En Moldavia, oí la historia de un hombre que le negó a su mujer estar infectado de SIDA hasta que fue demasiado tarde y terminó muriéndose ella también. Y tantas otras cosas. Me sigue sorprendiendo que seamos así. Tal vez soy un idiota del siglo XVIII que piensa que tenemos que ser mejores.

Siempre has tenido una visión crítica del poder y la sociedad. Al escribir, ¿eres purista o buscas que esa historia golpee al lector, como te golpeó a ti? Sartre decía, por ejemplo, que un texto debía ser capaz de detener una bomba de napal.
No tengo especial confianza en los efectos que pueda producir, pero sí muchas veces quiero que eso forme parte del efecto que puedo lograr. Quizás no cambie nada, lo más probable es que no logre cambiar nada. Pero tengo una especie de posición -ni siquiera diría ética sino estética-, pues me parece espantoso desde un punto de vista estético que el mundo sea así. Entonces no puedo no tratar de hacer algo para por lo menos contar cómo es. Si después alguien hace algo con eso, tanto mejor.

¿Te puedes desvincular de lo ético en temas como Liberia o el Sida en Moldavia? ¿Es una crítica tan sólo estética?
Es una sensación estética. Me resulta, como te decía, intolerable que el mundo no pueda ser más armonioso, más justo, más digno. Si quieres llamar a eso ética, llámalo cómo quieras. Yo lo llamo estética.

Las audiencias jóvenes son diferentes a las de los 60. Aparentemente ya no existen búsquedas amplificadas o pasiones extremas. ¿La literatura comprometida ha sufrido con estos cambios?
No lo creo. Hubo unos años, a fines de los 80 y principios de los 90, en que nació una literatura como reacción frente a los excesos de la supuesta literatura comprometida, que muchas veces era muy idiota. Entonces ciertos escritores decidieron ser lo más livianos que podían. Pero eso ya pasó. Últimamente leo textos en los que no hay nada de esa liviandad, sino una escritura muy fuerte. Lo que ocurre es que no tiene por qué existir siempre una temática sobre problemas sociales. En la última novela de Santiago Roncagliolo -un chico muy joven que ganó el premio Alfaguara-, él trata de contar ciertos efectos de la época de la guerrilla en el Perú, o sea, eso que sería clásicamente social. Pero en una novela como El Pasado, de Alan Pauls, que tiene el premio Herralde, ocurre todo lo contrario. El compromiso no tiene que ver con abordar o no problemas sociales, sino con tratar de entender las emociones: las formas del amor, las formas del odio. El error sería pensar que el compromiso es hablar solamente de la lucha de los pobres por la riqueza. En realidad, es tratar de poner las bolas en cada cosa que uno hace: hacer las cosas como si no pudieras hacer ninguna más, ninguna otra.

¿Crees que las historias que eran interesantes hace años siguen siendo interesantes ahora o ha cambiado la sensibilidad de los lectores, especialmente de los jóvenes?
Los casos en los que la condición humana llega a ciertos límites siguen interesando, y la desgracia es que esas historias no son tan escasas como uno cree.

Pero la irracionalidad no es tu único tema.
En El interior hay historias que son interesantes, desde otra mirada. Por ejemplo, el entierro de un viejo campesino en medio de la puna. Entierran a campesinos todos los días, eso no tiene nada de extraordinario. Entonces la cuestión es tratar de ir ahí, de mirarlo, de pensarlo, de escucharlo y contarlo de una manera que lo haga interesante. Esa es un poco la labor del cronista.

Algunos editores, especialmente en Estados Unidos, han planteado con ironía que pronto los temas de más interés serán un gato con tres cabezas, los pasatiempos de una prostituta o la vida íntima de Robbie Williams. Ellos ponen el foco en que, tal vez, nuestra capacidad de impresión va disminuyendo y la fuerza de las historias humanas también.
Sigo creyendo que no hay malas historias, sino malos cronistas o malos periodistas. Por supuesto que una historia buena te ayuda muchísimo. En El interior, por ejemplo, incluí una crónica sobre una fábrica abandonada. Ahí no hay mayor emoción. Simplemente es la ruina de un frigorífico al lado del río, pero es también un fragmento del libro que a mí me gusta mucho y en la mayoría de las presentaciones que he hecho -varias en la Argentina- termino leyendo esa historia, aunque en el libro hay otros relatos más extremos, supuestamente mucho más impresionantes. Yo prefiero leer esa historia y la gente responde muy bien.

Y, ¿cómo has evolucionado tú? Porque de la anarquía extrema has ido transando -lo que parece lógico- en ciertos momentos de tu vida. Cuando tuviste a tu hijo dijiste: “Bueno, ahora tengo que tener un sueldo fijo”. ¿Sientes que tus temas, en las crónicas y en la literatura, han experimentado el mismo cambio?
No, porque no creo que haya cambiado mucho. Cuando nació mi hijo efectivamente yo dije: bueno, me tengo que convertir en un hombre de bien para que no joda. Y fui a buscar un trabajo serio y, de todas maneras, de ahí en adelante nunca duré más de un año en un mismo trabajo. Seguí siendo el mismo chiflado de antes. Si me quieres preguntar sobre ciertos principios que no sé si llamar anarquistas, pero que se relacionan con hacer una crítica de cualquier forma de poder, nunca renegué tampoco. En ese sentido he cambiado poco y no creo que eso haya producido grandes cambios en lo que escribo.

¿Le temes a los actuales cambios culturales? Me refiero no sólo a Internet. Mario Vargas Llosa le escribe columnas a Jack Bauer, protagonista de 24, serie que también te gusta. ¿Te preocupa esta diversificación, especialmente en un momento en que, incluso en Argentina, la gente lee menos libros?
No, no le temo. Es algo que sucede, pero no me parece particularmente mal. Yo no soy un purista del libro. Me parece que el libro, y el que esté escrito, es una de las infinitas formas de contar. Por supuesto, es mi forma de contar y estoy totalmente implicado con ella, pero no quiero que dure para siempre, ni creo que su eventual desaparición sería una catástrofe para la humanidad. Hasta el 1500 ó 1600 no circulaban libros, había muy poquitos libros, los leía muy poca gente y la cultura existía y florecía. Y bueno, durante 400 y 500 años habrá habido libros y entonces, en algún momento, los libros dejarán de existir y empezarán otras formas de relatos que serán tan interesantes como ésa. En ese sentido no me preocupa y me parece que esa es la dirección en la que va el libro: hacia un consumo cada vez más débil. Pero los libros seguirán ahí hasta que se invente otra cosa.

¿Has hecho una pausa para preguntarte quién es Martín Caparrós en términos narrativos? ¿Has evolucionado en estos años? 
Sí, mucho. No sé si involucioné o evolucioné, pero sin duda he cambiado. Tengo menos urgencia por demostrar cosas cuando escribo. Cuando uno empieza a escribir quiere demostrar lo inteligente que es y la cantidad de cosas que sabe. Por eso yo escribía tantas palabras cuando escribía. Después fui captando todo mejor, me fui tranquilizando y me parece que ahora escribo con más serenidad y con más economía. Así, hace cierto tiempo encontré algo así como un estilo que me parece mío.

Por tu manera de distanciarte de las estructuras de poder, ¿cómo has manejado la relación con las editoriales? Pienso en el control que ejercen sobre las agendas de los escritores?
Yo no trabajo para una editorial; le vendo el resultado de mi trabajo a la editorial que a su vez trata de venderlo. Sé que vivo de esto ahora y lo hago con placer, porque no tengo que hacer cosas que no me interesan para ganarme la vida. Vivo de los libros que escribo en general, pero detestaría creer que escribo pensando en eso. Es cierto, hay muchas maneras más eficientes de ganar dinero que escribir libros. Y por más que a veces me dé miedo esa tentación, siempre trato de vigilar mucho no caer en ella, porque sería tonto, no tendría sentido. Nunca escribí un libro porque me pareciera que se podrá vender. El tema es más bien que hago lo que me da la gana de hacer en el momento.