Fotografía: Roderick Aichinger

La oferta de certezas parece ir en alza. Basta abrir los diarios para encontrarse con columnistas que, semana a semana, prefieren pontificar verdades a problematizar la polémica de turno. Da la impresión de que cualquier debate sirve sobre todo para ser ganado y no tanto para plantear dudas o masticar ideas. El ánimo dialógico de las conversaciones, e incluso del ensayo, parece cada vez más escaso dentro del periodismo de opinión. Hace poco el escritor mexicano Juan Pablo Villalobos lo planteó así en Twitter: «Propongo la incorporación de un anti-tertuliano a cada programa de TV, que diga cosas como: “Hombre, francamente no sé”, “Es una teoría, como tantas otras”, “Preferiría no opinar”».

Mark Greif (Boston, 1975), tal vez uno de los ensayistas más interesantes del último tiempo, se sitúa, precisamente, en ese terreno movedizo de la divagación y la falta de certezas. Hace más de quince años fundó con unos amigos –entre ellos, Keith Gessen, Benjamin Kunkel y Chad Harbach, hoy todos traducidos al castellano y convertidos en novelistas y ensayistas– la revista n+1 y comenzó a publicar lo que él llama «un tipo de literatura que no existía en ninguna parte» y que se podría traducir como ensayos políticos en un sentido amplio y con cierta vocación de izquierdas (o al menos de lo que en Estados Unidos puede ser de izquierda), lo que recuerda a la vieja Partisan Review, esa revista donde escribieron T.S. Eliot, James Baldwin, George Orwell o Susan Sontag, por solo nombrar a un par. Es decir, ensayos escritos para la prensa. Textos que se entienden mejor si se recuerda que el nombre del género –ensayo– viene del francés essayer, que significa «probar», «intentar», «ensayar», en este caso una respuesta, tal como buscaba Montaigne.

Los textos de Greif son intentos por comprender la realidad política, social y cultural a partir de lo cotidiano. Ensayos en los que busca desenredar asuntos que lo irritan o le quitan el sueño. Desde la obsesión por la salud –«el gimnasio se parece a un hospital de voluntarios», advierte en «Contra el ejercicio»–, pasando por la alimentación, hasta llegar a la maternidad, la desigualdad, la estupidez de los reality shows y la sexualización de la infancia. «La tendencia de estos últimos cincuenta años ha sido hacernos ver la juventud sexual ahí donde no existe, e ignorarla donde existe», escribió en el ensayo «La tarde de los niños con sexo», en el que reclama que, mientras muchos se escandalizan y hasta intentan prohibir Lolita, la novela de Vladimir Nabokov, casi nadie se queja por la forma en que, desde mediados del siglo XX, la cultura del entretenimiento, la pornografía y la publicidad se han dedicado a vender fantasías adolescentes y a rendir culto a los cuerpos jóvenes.

De una selección de estos escritos nació el libro Against Everything (2016; Contra todo, 2018), una compilación que, por su agudeza y lenguaje cercano, tiene a Greif convertido en uno de los ensayistas más aclamados del último tiempo. El crítico cultural Frederic Jameson le atribuye la capacidad de proponer «una fenomenología del presente, de diseccionar la actualidad antes de que desaparezca». Antes había publicado The Age of the Crisis of Man: Thought and Fiction in America, 1933-1973 (2015), un recorrido por las huellas que dejaron los horrores del siglo XX en la ficción y la filosofía estadounidenses, y una serie de libros de los que ha sido coeditor, como ¿Qué fue lo hipster? (2011), un estudio sociológico sobre esa subcultura que permite, entre otras cosas, ser fan de Žižek y de Wes Anderson, y comprarse ropa ridículamente cara.

 

Quizás es el problema del sentido común, otra vez: es necesario un tipo especial de inteligencia para ser capaz de abrirse paso entre esas mareas de mazamorra insípida y oponerse a ella.

A Greif lo presentan en los medios como un «intelectual de izquierda educado en Yale, Oxford y Harvard», y si bien la academia es su trabajo de tiempo completo –hizo clases en la New School de Nueva York, en Brown, y hoy es profesor adjunto de Stanford–, su escritura sin notas al pie y con un lenguaje cotidiano, a ratos digresivo, a ratos dislocado, está lejos de las formalidades y los tics propios de los papers. Greif anuda lazos inesperados y desarrolla argumentos que, de una u otro forma, lo invitan a pensar a contracorriente. De ahí el título Contra todo: más que nihilismo o delirio punk, lo suyo es un afán por desarmar las certezas, las ideas que de tan instaladas nadie se molesta en cuestionar.

«Cuando alguien parece seguro de lo que dice, uno se tienta a responder ¿pero qué pasa con lo opuesto?, ¿si lo piensas de nuevo, desde cero, todavía opinas lo mismo? Al estar contra todo, la gente no se siente obligada a pensar más –dice Greif desde Stanford, California–. Todos sabemos que la verdad se derrumba en el error, que una verdad revelada se transforma en un ídolo, que las personas toman atajos para olvidar el significado de sus propias palabras. Yo también me canso de la gente que quiere celebrar al ídolo de la crítica, del disenso. Me gustaría que empezaran de cero y se aseguraran de que no han caído en un error.»

En esta entrevista, quien ha construido su carrera haciéndole la guerra al sentido común, a las certezas y a las verdades de cartón cuestiona la importancia de la crítica y el disenso, reconoce que le entristece la noción del Antropoceno (la «Edad de los Humanos»), habla sobre la necesidad de pensar lo cotidiano y se aventura con una tesis: el #MeToo es el comienzo de una reconstrucción de las costumbres que tiene más que ver con el poder social que con el sexo y el género.

–A menudo escribes sobre temas conocidos por todos: el sexo, la comida, el ejercicio, la música, YouTube. ¿Por qué te interesa problematizar los grandes fenómenos sociales a partir de sus expresiones más cotidianas?

Porque están bajo nuestras narices. Son cosas con las que convivimos la mayor parte del tiempo y son nuestros obstáculos inmediatos. Eso no quiere decir que nos lleven a grandes temas que de otra manera sería imposible abordar, pero quizás lo hacen de una forma que no es la habitual, o quizás es la contraria, al modo como se suele enmarcar la economía, la política y el orden social. Creo que todos corremos el riesgo de desconfiar o de categorizar erróneamente el significado más amplio de las cosas que podemos tocar, ver y sentir.

–Lo cotidiano también está en tu estilo de escritura y en tu lenguaje. ¿Por qué eliges situarte a medio camino entre el ensayo periodístico y el ensayo académico?

Es muy simple: las mayores revoluciones en mi vida, en mi forma de entender el mundo, vinieron de libros que todos pueden leer, de Nietzsche, Virginia Woolf, Susan Sontag o Freud. Los leí cuando era demasiado joven para saber todo lo que me enseñaría la universidad. Pero entendí y me conmoví con sus argumentos. Cuando uno lee sus biografías entiende que esos autores probaron ser gente que conocía muy bien el lenguaje técnico, especializado y erudito. Pero vieron, creo, que se necesita un esfuerzo mental extra para despejar la utilería y los andamios de la erudición y poner sobre la mesa la verdad desnuda. Y la verdad a menudo sólo se puede comunicar acompañada de sentimientos, y los sentimientos se asocian con el arte y el caos cotidiano. La meta es hacer de la relación con las ideas algo más directo.

 

El Antropoceno como término me entristece, porque parece una forma de abreviar el deseo de que los seres humanos despierten y abran los ojos ante la situación actual, ante el peligro ecológico.

–Pensar la realidad y sus complejidades tiene que ver con escapar del sentido común, un concepto del que se ha apropiado la extrema derecha. ¿Por qué crees que este término se ha empezado a entender como algo positivo?

Para mí, el sentido común instiga dos sentimientos. Uno es protección y el otro es repulsión. Imagino que quiero rescatar un sentido común que te diga «compara lo que te está diciendo una figura de autoridad con tu propia experiencia, la de tus amigos, la de tu familia». Quizás eso también pueda generar xenofobia, etnocentrismo, pero al menos es honesto. Este sentido común debería ayudar a la gente a detectar mentiras. El sentido común repulsivo, ese en que una autoridad te dice «recuerda lo que todos piensan» o «básate en lo que alguna vez te dijeron», remite a no querer pensar o dudar. Es mucho más fácil creer que todos comparten tus prejuicios en vez de enfrentar tu propia vida y preguntarte qué hacer con ella. Siempre es reconfortante negar que la gente es diferente y extraña, incluso que ni siquiera uno es idéntico a sí mismo.

–Escribiste el ensayo «La tarde de los niños con sexo» en 2006, compilado luego en Contra todo. Desde entonces, han pasado muchas cosas. Hubo una petición para sacar un cuadro de Balthus en el Metropolitan Museum of Art porque «romantizaba la sexualización de una niña» y mucha gente apoyó a la escritora estadounidense Claire Dederer, que dijo en The Paris Review –en un artículo que se viralizó– que ya no puede ver Manhattan, la película en que Woody Allen se involucra con una joven de 17 años, porque no logra separar su vida y su obra. Después de una primera oleada del #MeToo algo cambió en la forma en que se escribe sobre sexo. ¿Cuán distintas son las cosas desde que escribiste ese ensayo?

Pienso mucho en eso, y en los últimos años he estado tratando de terminar un libro sobre pornografía, sexo y sexualidad. Para mí, la única forma de abordar el tema es preguntarse por la diferencia, el asco y la maldad: ¿puedes tolerar que siempre va a haber personas a las que les gustarán cosas que tú encuentras asquerosas?, ¿puedes soportar que haya gente distinta de ti y que no puedes regir los pensamientos de los demás? ¿O prefieres tolerar la diferencia pretendiendo que es «buena» y simplemente reorganizando tu asco? Sobre la pintura de Balthus, podrían poner un cartel en el muro que diga: «Querido estúpido: Esta pintura muestra que es posible sentir deseo sexual por una jovencita vista como un objeto. Nosotros ya lo sabemos, y sabemos que es algo muy malo; tememos que usted no lo sepa, y por eso íbamos a descolgar el cuadro de la pared. En vez de eso, idiota, vamos a instruirlo con este cartel. Asegúrese de no sentir tal deseo». ¡Eso sería muy sincero! Pero el #MeToo lleva hacia un camino diferente, en realidad.

–¿Y hacia dónde lleva?

Produce esa sensación rara de ser uno de esos episodios muy importantes que la gente no entiende mientras está metida en ellos, episodios relacionados con la historia de las formas humanas de estar con otros al interior del Occidente rico. No va a cambiar sólo lo que tenemos frente a los ojos, es decir, el acoso sexual en el trabajo. Parece tener que ver con cómo las elites se organizan, no sólo en términos de género, sino también de categorías como juventud y vejez, profesional y obrero, elite y proletariado; y así recalibrar cuáles grupos sociales se dedican al placer y cuáles al trabajo. Es parte de una reconstrucción de las costumbres y el cuerpo mucho más amplia, creo. Como piensan algunos activistas, en realidad no se trata de sexo, sino del poder social y la organización de los poderosos. Como ha pasado a menudo en los últimos trescientos años, el discurso del sexo funciona una vez más como una vía para generar un cambio en los grupos sociales y las costumbres. Pero son cosas difíciles de rastrear en tiempo real. Creo que las paradojas en torno al lugar de la mujer en el #MeToo están muy conectadas con las de la sexualización de los jóvenes, sobre las que escribí en «La tarde de los niños con sexo», como el deseo comercializado y el terror policial.

–Has dicho que elegiste Vivir en tiempos deshonestos como subtítulo para Contra todo porque vivimos en una cultura en la que el capitalismo ha adoptado el  lenguaje de la amistad y la atención, lo que se ha llamado «capitalismo afectivo». ¿Es el afecto el nuevo trauma, como lo afirma la crítica cultural Lauren Berlant?

Es bueno recordarlo: a las encuestas de internet, a las empresas alegres y a la banca charlatana en realidad le importo un comino. Siempre es útil preguntarse, frente a cada grupo de conceptos que nos imponen, quién los escribió, por qué los escribió, quiénes son los seres humanos que están detrás, qué relación tienen conmigo. Sí, el «capitalismo afectivo» es una mierda. El «trabajo emocional» es un requisito para los trabajadores de servicios, y es útil averiguar lo que han aprendido los académicos que estudian los planes de estudios de las escuelas de negocios, los protocolos de marketing y las formas en que los jefes de las cadenas de comida rápida logran dominar a otros de maneras tan amables que se vuelven invisibles. Pero me aterra cuando palabras como «afecto» y «trabajo emocional» se desplazan de tal manera que uno olvida lo que significan: tú, yo, otros, emociones, dinero, trabajo.

 

Creo que las paradojas en torno al lugar de la mujer en el #MeToo están muy conectadas con las de la sexualización de los jóvenes, sobre las que escribí en «La tarde de los niños con sexo», como el deseo comercializado y el terror policial.

–Anunciaste que querías escribir un ensayo sobre cómo la figura del filósofo hoy tiende a aparecer disfrazado de comediante de stand-up, como Slavoj Žižek, que hace poco se enfrentó en un escenario frente a 3 mil personas con el profesor de psicología Jordan Peterson, autor del bestseller 12 reglas para la vida y una de las figuras más populares de la llamada «derecha alternativa». ¿Cómo explicas este fenómeno?

Todavía quiero escribir ese ensayo. El obstáculo, honestamente, es que una vez me lancé en la tarea de leer todo Žižek, y, a decir verdad, sufrí. Lo mismo con Jordan Peterson: un amigo me dijo que era urgente que lo estudiara y lo explicara, pero me pareció muy prosaico, nada interesante. Quizás es el problema del sentido común, otra vez: es necesario un tipo especial de inteligencia para ser capaz de abrirse paso entre esas mareas de mazamorra insípida y oponerse a ella. Pero es cierto que hay tanta mazamorra comercial fluyendo a raudales por el cuerpo social que la gente va a terminar comiéndosela.

–¿Y en cuanto al stand-up?

Es cierto que la stand-up comedy se ha apropiado de varias formas de discursos de autoridad, en todos los frentes políticos, incluso en la religión. Trump es sin duda el humorista más grande que ha habitado la Casa Blanca, algo así como un comediante del insulto, además de todas las otras cosas que es él, que son mucho peores. Lo interesante es que los estadounidenses puedan tolerar expresiones o manifestaciones que son, en cuanto a forma, esencialmente chistes de colegio enunciados por su ostensible líder o representante soberano. Eso sugiere una transformación de la autoridad, y de cómo la autoridad habla.

–En The Age of the Crisis of Man dices que después de la Segunda Guerra Mundial hubo una suerte de «discurso de responsabilidad moral» en la filosofía, tras los horrores vividos. ¿Crees que el Antropoceno provoque un giro similar frente a un futuro que parece incierto y apocalíptico?

Creo que el discurso de responsabilidad moral no fue algo bueno. La responsabilidad moral, en cambio, sí, entendida en su forma original, como el reconocimiento de la interdependencia con otros, como lo que les debemos a los demás. El Antropoceno como término me entristece, porque parece una forma de abreviar el deseo de que los seres humanos despierten y abran los ojos ante la situación actual, ante el peligro ecológico. Es un término triste porque es nuevo, o porque es el primero de su especie, o porque ya tiene un nombre propio. Pero hay que preguntarse cuál es la situación: qué causa el aumento de las temperaturas, el derretimiento de los hielos, las inundaciones, los incendios. ¿Podría el daño climático llevar a la gente hacia una responsabilidad colectiva más amplia, en conflicto con la propiedad privada y con la maximización de las ganancias? Quizás sí, mientras nos enfoquemos y hablemos a los demás sobre las cosas concretas que están pasando frente a nuestros ojos. Es lento, pero creo que el progreso está en el camino de lo concreto. No veo otro atajo.