Por Liliana Colanzi

 

1.

En 1937, María Virginia Estenssoro publicó en La Paz un volumen de cuentos bajo el enigmático título de El occiso. El escándalo que originó la publicación de este pequeño volumen sacudió a la sociedad paceña y ocasionó que El occiso se agotara casi de inmediato. Estenssoro tenía 33 años y acababa de escribir uno de los textos más extraños y hermosos de la literatura boliviana. También acababa de crearse una reputación de mujer mala y misteriosa. María Virginia Estenssoro nunca más volvería a publicar otro libro.

 

Es febrero de 2019 y Mary Carmen Molina está escribiendo el estudio introductorio que acompañará la nueva edición de El occiso. Han pasado casi cincuenta años desde la última vez que se editó esta obra, que circula en Bolivia en fotocopias, PDFs y escasos ejemplares de la edición de 1971 que de vez en cuando asoman en los puestos de libros usados. Mary Carmen me escribe para ver si es que encuentro en la biblioteca de Cornell algunas antologías de cuento boliviano donde puedan estar incluidos los relatos de Estenssoro. Uno de esos libros es la antología Los mejores cuentos bolivianos del siglo XX, editada por Ricardo Pastor Poppe. Entre los 20 cuentistas consignados en esta antología como los más representativos de todo el siglo pasado no solamente falta Estenssoro, sino que no hay ninguna mujer. El nombre de Estenssoro tampoco aparece en otras antologías, como la de cuento de Armando Soriano Badani de 1975, o en la de literatura boliviana de Edgar Ávila Echazú de 1973; en ambos libros la presencia de escritoras es ínfima. Con Mary Carmen intercambiamos por el chat algunos mensajes entre la risa y la indignación: la mayoría de los escritores que formaron parte de esas antologías han sido olvidados, mientras que autoras que los compiladores decidieron excluir como María Virginia Estenssoro, Hilda Mundy o Yolanda Bedregal, están más vivas que nunca. «Qué grave, ¿no? ¡Pensar que Yolanda Bedregal ha debido ser amiga de todos esos señores! Pero ni así, che”, me escribe Mary Carmen. Ni la potencia de la obra de estas autoras ni el hecho de haber sido contemporáneas suyas sirvió para que los antologadores las tomaran en cuenta.

El nombre de María Virginia Estenssoro aparece, sobre todo, en antologías de escritura de mujeres. Y durante mucho tiempo la crítica va a confinar a María Virginia y a otras autoras bolivianas al estante de la  “literatura femenina”, donde van a parar los libros que rara vez encuentran un lugar en el canon.

 

2 .

 

La amortajada, ese magnífico libro de María Luisa Bombal, se publica en 1938, un año después que El occiso. Nada sugiere que Bombal y Estenssoro hayan cruzado jamás caminos o que se hubieran leído. Hay, sin embargo, un profundo aire de familia entre La amortajada y El occiso: voces que hablan desde ultratumba, el lenguaje tensado y enfrentado a la vertiginosa experiencia de lo no-humano, el umbral en el que todo se vuelve insólito, la disolución del discurso racional, la apertura hacia una lengua otra, onírica, extrañada, completamente nueva. La asombrosa distorsión del tiempo –cuando el realismo mágico no estaba siquiera en el horizonte.

Ambas autoras escriben sobre el deseo, la maternidad, los matrimonios infelices, enunciando un yo femenino novedoso y transgresor. Ambas se alejan del realismo muchas veces soso de la tradición latinoamericana para adentrarse a un territorio inestable que deberán recorrer a solas. No solo son mujeres escribiendo: son mujeres que le hacen decir otra cosa al lenguaje, que hacen estallar los límites del realismo hegemónico, que están escribiendo para el futuro.

  1. es una candidata al doctorado que está estudiando la obra de Estenssoro junto a la de Bombal y otras escritoras raras, como Armonía Somers o Marosa di Giorgio. Hablamos de los vínculos estéticos entre ellas —J. me dice que le incomoda hablar de genealogías, incluso si se trata de una genealogía alternativa a un canon compuesto por hombres. Genealogía es un término tan masculino, señala. Me quedo pensando en esta observación, en lo que significa una genealogía, una línea de descendencia por el lado paterno. Pienso en que las escritoras no acostumbramos a matar al padre literario porque son pocos los que nos reconocen como sus herederas o como sus rivales. Ese lugar, el de la estirpe literaria, está reservado para otro escritor, que se reconocerá como continuador o disruptor de una tradición. Las escritoras somos bastardas, quiltras, perras sin linaje que hemos tenido que ir a excavar los huesos y las palabras de las ancestras de los olvidaderos de la literatura. Ninguna de nosotras creció leyendo a Hilda Mundy o a Estenssoro o a Somers o a Amparo Dávila. En la mayoría de los casos ha sido la amorosa tozudez de otras críticas, su ojo atento para leer entre líneas las omisiones y los olvidos, la que nos ha permitido conocer una historia alternativa de la literatura. Y después del deslumbramiento ante la obra de estas autoras nos ha sobrevenido primero el desconcierto y después la rabia: ¿cómo fue posible que estas obras maravillosas fueran ignoradas? ¿Quién gana con estos silencios? ¿Qué mecanismos hicieron posibles estas exclusiones?

 

 

La Guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay estalló en 1932 y acabó en 1935 con 60.000 muertos bolivianos y 30.000 muertos paraguayos, y con un trauma que persistiría durante muchas décadas en la memoria de los bolivianos. Este conflicto armado convocó a los hombres al frente de batalla y dejó muchos vacíos en la esfera pública: una de las consecuencias inesperadas e insólitas de la guerra fue que esos puestos fueron ocupados por mujeres. La década de los 30 fue una época muy singular en Bolivia: la guerra expuso en toda su magnitud el carácter inútil y parasitario de una oligarquía que mantenía su poder a través de estructuras feudales y antimodernas. Los escritores de este periodo se dedicaron a repensar la idea de lo nacional y a cuestionar el lugar subalterno que ocupaba el indígena en el país: así surgió la generación del Chaco, muy estudiada por la crítica. Sin embargo, durante años la crítica literaria ignoró o no consideró en su justa dimensión otro fenómeno importantísimo que estaba sucediendo al mismo tiempo y que era tan revolucionario como la generación del Chaco: la irrupción de escritoras e intelectuales mujeres en la discusión pública. Se trataba de mujeres de la clase alta, ya que las clases populares en aquella época ni siquiera tenían derecho a la educación, muchas de ellas organizadas a través del Ateneo Femenino, una institución artística e intelectual que perseguía —bajo el signo de un protofeminismo de corte más occidental— la promulgación de una ley del divorcio, el derecho al voto y el acceso al empleo público por parte de las mujeres. Con los años el Ateneo Femenino vería cumplirse estos objetivos. Tanto María Virginia Estenssoro como la orureña Hilda Mundy integraron el directorio de esta agrupación. Ambas escribieron, con apenas un año de diferencia, dos de los libros más extraños y experimentales de la literatura boliviana, Pirotecnia. Ensayo miedoso de literatura ultraísta (1936) y El occiso (1937). Ninguno de esos dos libros tiene precursores ni tendrá seguidores en las décadas siguientes; son libros solitarios, deslumbrantes y fuera de lugar en la literatura boliviana. En el contexto de una tradición realista social, muchas veces solemne, abocada a pensar los grandes problemas de la nación —una nación de la que seguían excluidos los indígenas y las mujeres— la escritura de estas dos autoras tiene la impronta sísmica, lúdica y vital de una sensibilidad nueva. Al igual que Estenssoro, Hilda Mundy jamás volverá a publicar otro libro.

 

3.

Nacida en La Paz en 1903, María Virginia Estenssoro fue una mujer muy culta, perteneciente a una familia de la que ha salido un presidente de Bolivia. Se casó a los veintiséis años con Juan Antonio Vallentsits, un hombre cuyo supuesto origen aristocrático causó mucha especulación en su momento, y con quien recorrió el mundo durante varios años: viajó por Madagascar, Roma, Budapest, Atenas, Ginebra, Oslo, Copenhague y París, ciudad que la impresionó mucho y a la que visitó por segunda vez en 1932. Ese mismo año regresó a Bolivia separada de su marido y con su pequeño hijo Guido, y al poco tiempo estalló la Guerra del Chaco. La vida de Estenssoro estaría marcada por el trabajo, una anomalía en las mujeres de la clase acomodada de esos tiempos: a su retorno a Bolivia y apremiada por una mala situación económica, empezó a ganarse la vida como columnista de diferentes medios y como profesora de francés y de historia de la música en el Conservatorio Nacional. María Virginia escribió columnas bajo el pseudónimo de Maude D’avril en las que, según su biógrafa Miriam Quiroga, difundía chismes sobre las mujeres de la clase alta y denunciaba veladamente el nulo interés de las elites por los horrores de la guerra.

Otra columnista destacada de la misma época fue Hilda Mundy, quien fundó el semanario Dum Dum para criticar abiertamente al militarismo que había llevado al país a una guerra sin sentido; gracias a sus ácidas e irónicas columnas Hilda Mundy, que por entonces tenía poco más de veinte años, se ganó poderosos enemigos políticos al punto que fue amenazada con el exilio; su semanario fue censurado y clausurado. Hilda Mundy y María Virginia Estenssoro: dos mujeres talentosas a las que el caos de la guerra les abrió la posibilidad inaudita de tener una voz pública. Ambas usaron esa voz pública para polemizar y pagaron bien caro el atrevimiento de decir lo que no se esperaba de ellas.

La presencia de María Virginia, dicen los que la conocían, no pasaba inadvertida: era “un volcán en erupción”, una mujer de voz profunda que gustaba de desafiar a la sociedad conservadora de su época, que fumaba en público cuando pocas mujeres se animaban a hacerlo y que usaba un maquillaje muy pronunciado. En 1933 se enamoró de Enrique Ruiz Barragán, con el que mantuvo una relación que duró aproximadamente tres años. De Ruiz Barragán no ha quedado casi ningún dato: al parecer se suicidó en 1936 o 1937. No se sabe a qué se dedicaba o por qué se malogró esa relación.  El occiso contiene una desgarradora dedicatoria:  “A la memoria de Enrique Ruiz Barragán/ En la desolación de mi vida;/ en la soledad de mi corazón,/ se ha engarfiado el dolor/ como un áncora en el fondo del mar”. Al poco tiempo de la muerte de Ruiz Barragán, María Virginia se casó con el escultor Andrés Cusicanqui; este redactó un epílogo a El occiso en el que por una parte lamenta que la autora haya escrito esos cuentos inspirados por su anterior pareja (“era mejor leerlos en su alma”), pero por otro lado celebra que “ser indiscreto es ser feliz”. Es un documento en verdad curioso: el esposo de Estenssoro debe autorizar la palabra pública de la escritora, que le dedica el libro a otro hombre.

Es posible que las referencias a Enrique Ruiz Barragán en la dedicatoria y el postfacio hayan contribuido a que la obra se leyera como si se tratara de la autobiografía de Estenssoro. De hecho, una reseña de Gonzalo Fernández de Córdova de octubre de 1937 hace hincapié en su “franqueza” y en su “realismo evocador”—etiqueta un tanto extraña si tomamos en cuenta que se trata de tres cuentos fantásticos—, mientras que la reseña de Walter Montenegro de septiembre del mismo año comienza confundiendo al personaje de uno de los cuentos con la propia escritora. Pero es muy probable que el malentendido se hubiera producido incluso sin esas referencias: Vicky Ayllón ha notado que la crítica acostumbraba anteponer los rasgos biográficos a la obra de las escritoras bolivianas, entendiendo sus libros a partir de su vida amorosa o de otras circunstancias personales, cosa que no suele ocurrir cuando se evalúa críticamente la obra de los escritores hombres.

4.

El occiso abre con un epígrafe premonitorio: “Este libro es una crucifixión y un INRI”, dice, como si María Virginia anticipara la avalancha de maledicencia que ese libro iba a atraer sobre ella.

Se trata de un libro que se resiste a la clasificación; mientras que “El cascote” y “El hijo que nunca fue…” tienen una estructura más reconocible de cuento (aunque son adelantados en su retrato de una mujer que no se arrepiente de su relación con un hombre casado, y que luego es capaz de abortar al hijo de este), el primer texto, “El occiso”, sigue desplegando una radical originalidad a pesar de las ocho décadas que median desde su aparición: como señala el poeta Eduardo Mitre, sus párrafos brevísimos similares a versículos bíblicos y su cadencia lo acercan a la poesía, y su temática metafísica y ontológica lo distinguen de la literatura realista anclada en los fenómenos sociales, característica de la narrativa boliviana de la época.

“El occiso” comienza con lo que Mitre ha denominado un “oxímoron formidable”, un hombre que “despertó muerto” en su ataúd: “Era el occiso, el difunto pálido, el extinto lívido”. El protagonista despierta al proceso de su propia deshumanización, que acontece al principio de una manera dolorosa y lenta  para luego acelerarse a la velocidad de los siglos. El occiso está atrapado no solo en su tumba, sino en una nueva realidad espacio-temporal: “El hombre resurgía en el muerto, y soñaba como hombre que fue, no como larva que era, como fantasma que nacía. (…) Y el miedo se le enroscaba otra vez en el cerebro, se le ovillaba en la mente, y lo enloquecía de pavor”. Mientras el occiso se enfrentaba al pánico de lo inconmensurable, mientras navegaba “el sueño clorofórmico” entre difusos recuerdos y sensaciones del pasado, en su cuerpo se operaba un festín macabro: “Eran los gusanos, que se arracimaban, que se multiplicaban, y que crecían, subían, bajaban, y corrían por todo su cuerpo en surcos flemosos. Eran los gusanos que se lo comían como pulpos ávidos, como vampiros insaciables y voraces… Eran sus cuerpos anillados y blanduzcos, que le chupaban todo el ser, con besos asquerosos de encías desdentadas…”.

Hay algo caníbal en el texto de Estenssoro, un regodeo febril en esa carne asolada por las bullentes lombrices, como si a través de la escritura se pudiera convocar el cuerpo del amado y devorarlo hasta la médula, extraer de él la última gota de sangre antes de cederlo a la eternidad. De hecho, el gusano que chupa “el único cuajo de sangre que quedaba” del occiso le arranca una última sensación erótica antes de su transición a su nueva realidad como fantasma: “Y el grito del occiso al terminar, fue un grito de espasmo, una convulsión de placer. Fue como la postrera eyaculación”. En este pasaje el placer es una mezcla voraz de deseo y repulsión.

A partir de ese momento el occiso abandona todo vínculo con lo humano y existe como niebla que vaga entre los siglos. La escritura de Estenssoro evoca paisajes tenebrosos, surrealistas y de gran belleza: “Y esa niebla atravesó, en una navegación flotante e inmóvil, países melancólicos y espeluznantes, con arborescencias fosfóricas y fúnebres, con florescencias monstruosas. Países de alas de murciélago, de jarales donde pájaros de largos picos duros y animales montaraces dormían pesados sueños seculares. Países de búhos disecados; de culebras de escamas nieladas; de lagos bruñidos como acero, sin ondas y sin murmullos y ríos vinosos como sangre coagulada que no tenían corriente”. El paisaje se vuelve gótico y crepuscular, poblado de criaturas monstruosas: estos escenarios alucinados, emanaciones del inconsciente y de los sueños donde ya no existe lugar, trama o personaje reconocible, no podrían situarse más en las antípodas del proyecto nacionalista —anclado en referentes históricos y sociales precisos— que se gestaba en los círculos literarios de esos años. No hay dónde buscar el paisaje boliviano o la identidad nacional en un cuento como “El occiso”. ¿Pero cómo no dejarse llevar por la música de esos párrafos que se arremolinan y se ensanchan y vuelven a arracimarse? Quien ha encontrado el ritmo no necesita preocuparse ni por lo que está contando: la prosa de Estenssoro es puro movimiento feroz del lenguaje midiéndose contra la muerte.

Si “El occiso” da cuenta de lo que ocurre con una subjetividad que se disuelve en el infinito, el segundo texto del libro, “El cascote”, tiene como protagonista a una mujer en duelo por la muerte de su amante, un hombre casado. Esta mujer debe encarar la ausencia del amante en una sociedad que condenaba la relación: “saber que él también tenía, allí cerca, en otra casa tal vez próxima, su mujer y sus hijos; y que nada de eso ofenda, que nada de eso lastime, que eso mismo los enlace y los funda todavía más… Haber esgrimido en los salones la ironía, la sonrisa, el elogio; haberse defendido con hábiles frases irónicas y oportunas; tener él un prestigio de cínico, tener ella una aureola de maldad…”. “El cascote” es también un cuento fantástico: mientras la protagonista intenta hacer dormir a su hijo, la máscara blanca de estuco que yace sobre el diván comienza a adquirir las facciones pálidas de Ernesto, el amante muerto; el único consuelo de esta mujer doliente es acariciar la garganta del cascote, que palpita fantásticamente “con un flujo de vida, con un tumulto de sangre”, y que la observa con la misma expresión que solía tener el amante. Esta presencia fantasmal de “mejillas hundidas” y “lívido tinte amoratado” es menos aterradora que la terrible soledad de la protagonista.

En “El hijo que nunca fue…”, Magdalena, la narradora, decide abortar al hijo que espera de su relación con el amante fallecido; lo que se requiere para tomar la decisión de “acuchillarse las entrañas y asesinar su propia vida” es un valor “grandioso e infernal”. Según las críticas Virginia Ayllón y Cecilia Olivares, “es en este texto donde se plantean ideas muy cercanas a lo que después se denominará ‘el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo’”. No se trata de una decisión feliz o liberadora para la protagonista del cuento; el aborto se presenta como la única alternativa viable para una mujer que ya tiene un hijo de un matrimonio fallido. Atormentada por el remordimiento, Magdalena es visitada por sueños angustiosos en los que ve “un esqueleto vestido con un delantal de médico, con guantes de goma y albo gorro pelado. La Muerte-Cirujano apretaba en sus brazos un paquete que se movía y gemía: —Mamá”. La voz del niño ruega, suplica, chantajea, intenta persuadir a Magdalena con todos los argumentos para que no aborte, pero es demasiado tarde. El cuento termina con el niño fantasmal llamando a Magdalena con esa voz que es un lamento y un reclamo: “mamá, mamá, mamá…”.

El coraje de Estenssoro debe haber sido grandioso e infernal para haber publicado un libro así de transgresor en La Paz de los años treinta. “El hijo que nunca fue…” probablemente sea el primer cuento en Bolivia que habla de forma abierta acerca de un aborto; a través del género fantástico, Estenssoro se atreve a nombrar lo prohibido, la infracción mayúscula para una mujer en una sociedad patriarcal: Magdalena es la mala mujer y la mala madre.

Después del tsunami que fue El occiso, el volumen de cuentos no tuvo una reimpresión en más de treinta años. María Virginia siguió escribiendo, aunque ya no volvería a publicar otro libro. Su matrimonio con el escultor Andrés Cusicanqui duró poco; ella se encargaría de criar y de mantener económicamente a sus hijos  Irene Cusicanqui y Guido Vallentsits, este último también escritor. Fueron ellos quienes publicaron la segunda edición de El occiso en 1971, al año siguiente de su muerte, y se la dedicaron “a los mojigatos, a los tontos, a los moralistas inquisitoriales, a los frailes ignorantes de 1937, a las beatas bondadosas, ingenuas y limitadas que permitieron la venta inmediata y total de la primera edición”. La segunda edición incluía dos partes nuevas del cuento “El occiso” que María Virginia escribió aproximadamente en 1938. Los hijos también se encargaron de publicar, a lo largo de dos décadas, cuatro tomos con sus cuentos, poemas y otros textos inéditos. Tendrían que pasar aún algunos años para que la crítica reconociera a María Virginia Estenssoro no solo como una artista provocadora, sino también como una de las pocas voces del movimiento vanguardista boliviano.

5.

La segunda polémica la protagoniza desde la tumba. En 1976 aparece de manera póstuma su libro de cuentos Memorias de Villa Rosa: el escenario es un pueblo ficticio, pero no cuesta mucho reconocer a la aristocracia decadente de Tarija, ciudad en la que María Virginia pasó su infancia y de donde provenía su familia. La crítica a la mediocridad de una clase que vive de apariencias y viejas glorias es frontal y corrosiva: por si fuera poco, el libro está dedicado “a los tontos graves de mi tierra y del extranjero”. La elite de Tarija no se lo perdonará: a fines del siglo XX boicotean un homenaje a la autora. Incluso de muerta María Virginia es una figura incómoda.

6.

En 1957  cayó preso el hijo mayor de María Virginia, Guido Vallentsits, que se había unido a la guerrilla del Che Guevara. Después de sacarlo de la cárcel, Estenssoro se mudó con él y con su hija Irene a São Paulo, donde permanecería hasta su muerte en 1970. La persecución política de su hijo la afectó enormemente y la llevó a renegar por completo de su vida anterior, que ella misma describió como “egoísta, parasitaria, indiferente a los grandes problemas de los humanos”. Pero el arte no se nutre necesariamente de buenos sentimientos, y su literatura más comprometida con los problemas sociales no es tan original como El occiso; después del gesto vanguardista de “El occiso”, regresa a un modernismo con ecos del siglo XIX. En su poema “Yo también tuve un hijo preso” (1967) hay un regreso a un rol femenino más tradicional, el de la madre abnegada y sufrida: “Madame Debray: / Yo también tuve un hijo preso / y agonicé crucificada sobre ese hijo.” Ayllón y Olivares incluso señalan una veta reaccionaria en una de sus últimas obras, Criptograma del escándalo y la rosa, un libro que oscila entre la crónica, la biografía y la novela; en él, Estenssoro manifiesta su rechazo por las mujeres que ocupan posiciones a las que antes no tenían acceso y critica la música de los jóvenes.

 

9.

Hace algunos años, conversando con María Galindo, una de las intelectuales y artistas más contestarias y lúcidas del presente, le pregunté: “¿A qué le tenés miedo?”. Ella me contestó: “A cansarme”. He pensado mucho en ese cansancio. En el costo para las artistas y las intelectuales —un costo que es afectivo, psíquico, económico, social— de tener una palabra rebelde ante la norma. ¿Cuántas terminan por callarse? ¿Cuántas dejan de crear? ¿Cuánto tarda en llegar el disciplinamiento a través del desprecio o del silencio? La omisión de Estenssoro y de tantas otras autoras de la historia de la literatura boliviana durante muchas décadas no es un olvido: es un silenciamiento activo, ideológico: en otras palabras, es una borradura.

 

10.

En un brillante ensayo sobre Hilda Mundy publicado de manera póstuma, la poeta boliviana Emma Villazón analiza una carta que Carlos Medinaceli, “uno de los críticos más lúcidos de la discusión anticolonial en Bolivia” y autor contemporáneo de Mundy, le envía a un amigo, y en la que comenta la reciente aparición de Pirotecnia: “Nilda Mundy ha publicado un libro, Pirotecnia. No llega a la pirotecnia, es apenas una vela de sebo que enciende beatamente a todos los prejuicios literarios y burgueses”. Emma nota la vehemencia en el repudio a Pirotecnia: es tanto el desprecio que Medinaceli incluso le cambia el nombre a la autora. Emma se pregunta por la tajante afirmación del escritor acerca del carácter burgués de Pirotecnia: ¿cómo es que Medinaceli no fue capaz de ver en Pirotecnia la sátira hacia familia y al matrimonio, instituciones constitutivas del patriarcado y de la burguesía? Carlos Medinaceli fue uno de los que mejor comprendió el rol del colonialismo en Bolivia como fuente de opresión, pero no entendió la opresión del patriarcado. (Van a ser las feministas, décadas más tarde, quienes se encarguen de establecer el vínculo indisoluble entre colonialismo y patriarcado). Emma también advierte que la originalidad de Pirotecnia radica no solo en la irrupción de ciertos temas, sino también en la novedad de la forma: Pirotecnia “crea unas prosas que son unos nuevos organismos, que aportan una nueva realidad”.

Algo similar ocurre con El occiso: estos textos dislocados y excéntricos que hablan de parajes brumosos y oníricos, de presencias espectrales y del deseo femenino, estos cuentos que parecieran decirnos poco de la realidad de un país todavía en zozobra por las secuelas de la guerra, tal vez solo pudieran haber sido escritos en una época en que el viejo orden oligárquico y patriarcal era puesto a prueba por la contienda, exhibiendo sus grietas. A pesar de los paisajes umbrosos y de la omnipresencia del duelo, hay, sin embargo, un componente lúdico y utópico en este libro: en El occiso asoma una nueva realidad, escrita en una lengua para la cual aún no han nacido los lectores, la promesa de un mundo organizado a partir de una sensibilidad distinta y desestabilizadora.