Andrea Palet
Hace una década ya, Alejandra Costamagna me dijo que había una escritora argentina extremadamente piola y extremadamente buena que me iba a gustar. Así fue, la publicamos, el público lector chileno obnubilado con ombligos y anagramas no la registró demasiado, luego reincidimos porque la señorita Sonia es un gusto adquirido, y ahora, a raíz de Derroche, su última novela, y de unos premios, de una claridad nueva quizás, paseando por el carnaval de espejos que es la prensa en internet, me entero de que por fin más gente está conociendo a María Sonia Cristoff, lo que me sitúa en la sólida y muy ridícula posición de fan de la primera hora.
Y, miren, he cumplido con mi deber de fan con las cuotas al día; cuando busqué en mi casa su estupenda novela Inclúyanme afuera, no la encontré porque la tengo prestada, como tampoco encontré Falsa calma, una de las mejores crónicas que he leído en mi vida, sobre cómo el exceso de paisaje puede hacerle mal a la gente si esta siente que su propia presencia, su identidad, dejó de tener sentido. Busqué también La última gauchada, excelente antología que publicó Alquimia donde hay un texto suyo y adivinen qué: libro prestado, ido de mí, difundida la palabra. Si fue a alguien que esté aquí hoy, sepan que las lagunas argumentales que emerjan de esta presentación son exclusivamente culpa de ustedes.
Yo sé que «novela híbrida» o «amalgama de géneros» son expresiones recurrentes al hablar de sus obras de ficción, como Derroche, como Inclúyanme afuera, como Mal de época, y, aunque pertinentes, no me siento capaz de usarlas porque, siendo latinoamericana y siendo este año del Señor el 2023, me parece que ese programa, que incluye investigación y consignación de fuentes, borroneo de fronteras paratextuales, trabajo de archivo, comentario sin disfrazar, ese programa, digo, ya lleva su buen rato enteramente legitimado en la literatura contemporánea más interesante, es decir que ya es una estrategia del arte cuyos lectores acogemos y comprendemos. Para el resto, y aquí me conduelo por todas las entrevistas que Sonia ha tenido que dar en un país muy muy lejano, y como dicen que decía Levrero: novela es todo lo que vaya entre tapa y contratapa y dejémonos de joder.
Lo que celebramos hoy no es tanto la rareza o la novedad como una obra increíblemente atractiva, y tan consistente que podría hacernos creer que fue fríamente concebida como un plan quinquenal (no piensen mal: los primeros planes quinquenales soviéticos sí funcionaron). Tan consistente, tan redondo parece el plan Cristoff que en realidad ni pregunto ni me importa si estoy delante de una ficción o una no ficción escrita por ella, porque también estas últimas, en libros como Desubicados, como Falsa calma, y en sus magníficos artículos en revistas, crónicas de viaje, prólogos y miniaturas, emiten un bling bling neuronal y tienen un fondo de alto voltaje que la distinguen de ciertos intentos vacuos de recurrencia literaria a lo real y al archivo solo porque está de moda.
¿Por qué es tan buena? No sé, quizás porque tiene clarísima la diferencia entre hacer ficción a partir de asuntos reales, cosa que le interesa cero, y en cambio prefiere, como se dice en Mal de época, «la operación contraria: contar como real lo que surgió de la más rotunda invención». Sus apuntes y artículos perfectamente podrían ser parte de sus novelas, tal como Coetzee metió en Elizabeth Costello sus conferencias en Princeton sobre la vida de los animales, y el ejemplo no es azaroso, por supuesto, pero, a diferencia de Elizabeth Costello, en las novelas de Sonia hay peripecia y es inesperada, original, a veces hasta feliz, casi siempre imposible y por eso libre. En Derroche, por ejemplo, dos veteranas de la provincia profunda coordinan la teatralización de un chantaje múltiple que ya se lo quisieran los guionistas de Ocean’s Eleven (La gran estafa).
Y hay humor, muchísimo, humor del tipo que te hace sentir culpable de estar riéndote por dentro, porque, bueno, todo es muy serio; pero después no, después una sospecha rapidito que es parte sustancial del proyecto de Sonia el moverse la jaula a sí misma, el nunca quedar instalada, petrificada en la solemnidad de tener razón, una bacteria muy peligrosa que al parecer se contagia por acumulación de reseñas que incluyan el concepto «lucidez», como en «una autora lúcida» y variantes.
Diría también, como todo el mundo, que en su obra son recurrentes los desplazamientos, el movimiento. Me hace pensar en escritoras que viajan para encontrarse, como Cynthia Rimsky, o autores que caminan para compenetrarse con su entorno, como el Federico Galende de Historia de mis pies. Pero no sé si esto del movimiento es una característica con mucha fuerza explicativa, a menos que calibremos su importancia en kilómetros. ¿No hay en toda literatura desplazamientos?
Sus tópicos, sus intereses. Uno, ¿por qué trabajamos tanto? Subtema uno punto uno: la inmensa y desesperante lata que es la adultez responsable a partir de cierta edad. Dos, los animales. Tres, la fuga. Cuatro, la resistencia, que es la variante política de la fuga.
Uno. Lo que el personaje de Lucrecia llama en Derroche «extractivismo vital», nuestra alienada o bien impotente rendición a una productividad laboral absurda, que será insostenible cuando por fin la miremos de frente, ojalá antes de haberse completado nuestra transformación en lemmings que hacen fila al borde del acantilado, está presente en todos los textos de Sonia que yo al menos conozco, y es central en la espectacular Derroche, de la que encantada daría más detalles sobre cómo contagia las ganas de dejarlo todo, sin embargo, dado que su personaje trabaja en una universidad privada editando cosas, apagando incendios comunicacionales, ayudando a difundir programas de estudio, y como igual necesito seguir teniendo trabajo dentro de 45 minutos, me abstendré de la perspectiva kamikaze y optaré por el misterio para que no crean que estoy mandando mensajitos.
Dos, los animales. No las mascotas que, por ejemplo, en los cuentos de Animales domésticos de Costamagna o los de Guadalupe Nettel en El matrimonio de los peces rojos funcionan como bastón, como ángel, como evidencia o como sustituto emocional, sino los animales como problema y como paradoja. En toda su obra Sonia realza nuestra ciega y finalmente trágica relación con ellos tras la grieta que abrió la Ilustración, subiéndonos al pedestal y dejándolos a ellos abajo, alejándonos del calor que irradiaba la cercanía taxonómica de los hermanos chanchos, los hermanos perros, los hermanos avícolas, cuyos nombres individuales hasta hace muy poco escribíamos en cursiva como los de las naves o las historias.
En Desubicados, que es de 2012, la protagonista encuentra una salida al agobio en la adopción no de un animal sino de un zoológico completo como sí-lugar, como remanso de una extraña paz ruidosa, la que en todo caso no dura porque el hámster corre incansable en la ruedita que es su cabeza, y esos seres peludos le empiezan a importar, a preocupar. Ya está allí Pipo, el jabalí rescatado en Rosario, quizá inspirador del Bardo, el shakesperiano chancho salvaje que en Derroche es la estrella de la banda de rock Más Chancho Serás Vos.
Y ahí está Blanquita, la chancha que protagoniza un maravilloso artículo de Sonia en la revista Santiago llamado «¿Por qué se dice que una chancha no hace nada?». Blanquita, a quien los humanos del lugar envidian como si la vieran tomando sol en un resort con un cóctel con paragüitas, y por eso picanean a su dueño: «Cómo puede ser que tenga esa chancha ahí tomando sol, le dicen, para cuándo el asadito, para cuándo los chorizos…». Un animal no útil: aberración. En la misma revista Sonia ha escrito también sobre ovejas y sobre perros, en su caso perros calmantes, perros protectores de la pampa, en un tono que me recordó el de la periodista chilena Claudia Urzúa cuando escribió para Dossier sobre la belleza y el problema de los baguales, los perros asilvestrados en Magallanes. Extraño tanto leer cosas así en la prensa. ¿Esto se fue ya para no volver?
Pero ahí está Sandra, la orangutana, sobre la cual Sonia escribió un perfil a raíz de haber sido objeto —perdón, sujeto— de un hábeas corpus, y cuyo caso hizo historia al haber establecido un tribunal de casación que la orangutana era un sujeto no humano y, como tal, titular de derechos. Cuenta Sonia en ese perfil para Dossier: «Un cuidador dice que hay gente que la visita regularmente, a veces todos los días, como si fuera un pariente que los necesita, un familiar preso o enfermo, alguien a quien preferirían ver en otro lado aunque las cosas se hayan dado así».
Tanto Mal de época como Derroche cierran con animales de gran inteligencia y comprensión del momento histórico dando lecciones a sus compañeros humanos, optando por la acción política en el caso del guaicurú de Mal de época, que terminará como terrorista suicida aunque la gente lo confunda con un dron encubierto, y por la reflexión reposada en el caso del David Bowie porcino de Derroche. Pero no crean que Sonia construye charadas o jueguitos simpáticos con animales antropomorfizados, no, esto es una exploración de posibilidades y escenarios, voces puestas en bocas no humanas perfectamente naturales: si hablan los muertos en las novelas, y su discurso nos parece verosímil, ¿por qué no podrían reflexionar humanamente los animales, que además nos conocen tan bien?
Tres: la fuga, la partida, el decir basta, y la excentricidad como decisión moral, no acotada al individuo pero partiendo del individuo, porque alguien tiene que dar el ejemplo. Una disrupción no existencialista sino con foco en las ganas, ese elemento tan poco frecuente en la literatura tristona, algo que la obra de Sonia nunca pero nunca es. Y cuando aquí y allí habla de las ganas creo que se refiere a tener una propuesta en contra del pesimismo elegante y resabido (a ti te hablo, actitud nuestra hacia el actual proceso constituyente). «No hay futuro sin ganas», dice un personaje de Derroche, que sabotea el encefalograma plano que es la vida de oficina a base de volver a todo el mundo adicto a las facturitas.
Por eso —cuatro— hay siempre resistencia en los libros de Sonia, resistencia que puede ser racional o delirante pero siempre muy concreta, muy física, a veces literalmente muscular, como cuando sus personajes o personas o ella misma salen en estampida: los caminantes compulsivos en Mal de época, la huelga de hablar en Inclúyanme afuera, los sabotajes, o en Derroche el profesor que se siente perseguido por los insultos y huye a otro país para vivir tranquilo, porque en otro idioma si lo insultan no se va a dar cuenta, hasta que empieza a entender y se tiene que cambiar a otro lugar, y luego a otro, porque en todas partes siente que lo insultan.
En sus personajes las estrategias son desesperadas, autoinmunes, involuntarias, pero nunca hay complicidad cómoda, pasividad. La protagonista de Inclúyanme afuera, una intérprete simultánea de Naciones Unidas que se harta de la palabrería del mundo y se arranca a un pueblo perdido para estar un año en silencio, decide impedir la restauración de dos exanimales, Mancha y Gato, caballos embalsamados que tienen su viñeta asegurada en el cómic heroico de la historia argentina, y, ojo al charqui, logra su cometido. En Mal de época, el paranoico y el guaicurú sin adjetivos planean, ya lo dije, un acto arriesgado que finalmente solo lleva a cabo el halcón, como ese militante descolgado que no llegó al punto y nunca supo del cambio en las instrucciones, pero que de todas formas actuó.
(Entre paréntesis, leí que uno de los libros favoritos de Sonia es A contrapelo, de Huysmans, que es puro exceso, casi pútrido exceso, un tipo de huida hacia adelante más bien exclusivo de los ricos pero que aun así es resistencia, en este caso a la eficiencia utilitaria, al burgués comme il faut, al orden y la tiranía del buen gusto.) Volviendo a donde estábamos, en su obra la resistencia no se vocea sino que se encarna, a veces yéndose, a veces en forma de sabotaje incruento, de terrorismo blanco (o como entendía el terrorismo blanco 62, modelo para armar, esa novela que leí demasiado joven para que me importe que hoy la consideren ingenua o fallida, y donde, ¿alguien se acuerda?, una célula activista dejaba cajas de fósforos ya usados en el supermercado para sembrar la incertidumbre sobre el orden del mundo).
Esto sí que es un invento dentro del invento que es hablar de literatura «aunque no soy literaria», como decía de ella misma mi parienta ficticia Rosa Araneda, pero creo que en esta última novela, donde en realidad hay material para tres novelas mínimo, por lo tanto un derroche, Sonia está bordando una filigrana, regalando o quemando ese plus de ideas geniales en lo que podría ser un fantástico atentado contra el cálculo, la justa medida y de paso cualquier planificación editorial.
Me refiero a dos secciones que disfruté especialmente pero que podrían no haber estado sin que sufriera demasiado la estructura moral de la novela, la sección de los rehenes de sus deseos y la sección de los flashes sobre gente que mandó todo a la mierda y dijo chao, yo aquí me bajo. Ahí veo libertad, veo resistencia: el despliegue del plan Cristoff en todo su esplendor.
Decisiones que se toman, cambios de eje, caballazos de la vida, salidas a tomar aire, no para volver más energizada sino para ir probando la libertad de no volver, la aspiración razonada de mandarse a cambiar, esa posibilidad que se corporizó fugazmente frente a nuestros ojos en la pandemia, para volverse bruma y nada tan rápido que ya volvió a su estado de sueño; todo eso es parte del diagrama de Venn que es la obra de María Sonia Cristoff, a quien le veo cada día más cara de Barbara Feldon, la Agente 99, pero trabajando para Kaos, no para Control.
Porque Derroche apareció el 2022 pero el plan Cristoff de intoxicación y develamiento es muy anterior y hoy parece anticipatorio: si hasta hace poco hablar de utopía o cambios radicales en el entramado social podía parecer fuera de onda, en pleno antropoceno y después de la pandemia, después de tantas muertes solitarias detrás de un vidrio, después del millón de bajas en el país más rico y poderoso del mundo, después de que increíblemente no se liberara la propiedad industrial de la vacuna para su producción rápida en el sur global, proponer ideas peligrosas como hace ella, proponer trabajar menos, soltar, soltar y no aguantar humillaciones ya no parece una locura jipi sino una idea de campaña francamente razonable.
No estoy dentro de su cabeza pero imagino esta posibilidad: que la Agente 99 se haya propuesto actuar contra esa máxima que dice que el mayor triunfo del capitalismo moderno es impedirnos imaginar otras maneras de vivir, y entonces lo que leemos en toda su obra como reflexión inteligente o como delirio y derroche de las posibilidades gozosas de la literatura podría ser en realidad una táctica de infiltración en esta guerra sorda que estamos librando contra el futuro; infiltración de un programa que Sonia sí ha explicitado en otro lugar, diciendo «que puede tomar la forma de una renta universal, de trabajar nada más que cuatro horas por día y que haya menos trabajo para mayor cantidad de gente. Eso de generar vida, eso de tener tiempo para irte con tus amigos, con tus hijos al parque».
Por supuesto que exagero porque a eso vinimos, pero imagino que si algún día tenemos noticia de que la Agente 99 logró sortear todas las barreras de seguridad y se abrazó a la nariz de un cohete de Space X a punto de despegar, enarbolando una proclama anticapitalista absolutamente atendible, no podremos decir que María Sonia Cristoff no nos avisó. Y si eso ocurre será porque no entendimos la importancia de tener tiempo para ir al parque, y de que ese parque siguiera siendo verde, y que se llamara La Idea, y que hubiese en él animales que consideremos nuestros hermanos.
La educación universitaria de la señorita Sonia
María Sonia Cristoff
UNO. En los primeros años 2000, Ricardo Piglia dirigió una colección dentro del sello Fondo de Cultura Económica a la que llamó Serie del Recienvenido en la cual fue publicando, con prólogos suyos, una serie de títulos de la literatura argentina del siglo XX que por razones varias se habían vuelto esquivos, inhallables, y que, según él, tenían elementos para conversar con la producción literaria del presente. En esa colección aparecieron, entre otros, El mal menor, de C.E. Feiling; Hombre en la orilla, de Miguel Briante; Oldsmobile 1962, de Ana Basualdo; En breve cárcel, de Sylvia Molloy; y La educación sentimental de la señorita Sonia, de Susana Constante, una novela erótica de anacronía deliberada a la que, pensé inicialmente, cuando empecé este texto, solo traería a colación acá por el guiño autobiográfico del título, para señalar desde un principio que me propongo pensar la relación entre escritura literaria y vida universitaria no desde los estrados sino desde mi experiencia personal, es decir, también desde las hipótesis que vienen con esa experiencia plagada de lecturas, para señalar que, en suma, que lo que sigue es un ensayo narrativo de fuerte corte autobiográfico. Esto es, como decía, lo que pensé inicialmente: ya habrá tiempo para que cuente cómo otras cosas de ese libro, y de ese prólogo, retornaron después.
DOS. En el recorrido de mi sinuoso encuentro con la institución universitaria son claves al menos dos de esos momentos de la Historia con mayúscula que, distantes en el tiempo como parecen, sin embargo nos incumben en sus ramificaciones, constituyen nuestro presente. El primero está ligado al movimiento migratorio que llegó a la Argentina en las primeras décadas del siglo XX, porque uno entre los miles de desahuciados que desembarcaron en estas costas era mi abuelo paterno, un campesino búlgaro que no hubiese ni siquiera soñado con la universidad para él o para sus descendientes próximos si no fuera porque el hambre y el fascismo lo hicieron instalarse en un país que, por entonces, tenía con qué generar movilidad social.
El segundo de los momentos de la Historia parece obra de ficción, y ocurre antes, hacia fines del siglo XIX, cuando el poder central en la Argentina, con las reyertas internas de las décadas previas más o menos apaciguadas, decide avanzar sobre la Patagonia, es decir, sobre un territorio que todavía se percibía como desacoplado de la nación civilizada y blanca que se intentaba erigir desde Buenos Aires, es decir, sobre el mismo territorio en el cual no tanto tiempo después —cincuenta años específicamente hablando, lo cual es nada en tiempos históricos— fue a instalarse mi abuelo búlgaro. Pero vuelvo a ese convulso fin del XIX, más específicamente a una disputa en particular: la que sostuvieron Adolfo Alsina, ministro de Guerra del presidente Avellaneda, y Julio A. Roca, primero ministro de Guerra también y luego presidente de la república por más años de los recomendables para nadie, mucho menos para él. El eje de esa polémica Alsina versus Roca giraba alrededor de las formas posibles de combatir a los pueblos originarios que poblaban la Patagonia, y que amenazaban con sus malones la porosa línea de frontera delimitada desde Buenos Aires. Mientras Roca proponía una estrategia ofensiva —que finalmente encontró su forma concreta en esa campaña de aniquilamiento eufemísticamente llamada Campaña del Desierto—, Alsina proponía una estrategia de disuasión y de integración. «El plan del gobierno es contra el desierto para poblarlo y no contra los indios para destruirlos», afirmaba, comprensiblemente atrapado en metáforas de época que no vamos a analizar acá, mientras argumentaba a favor de un plan defensivo que parece prefigurar esa novela de Dino Buzzati que tanto le gustaba a Borges, El desierto de los tártaros, y que consistía en la construcción de una zanja, una larga zanja de 610 kilómetros que atravesaría el límite septentrional de la Patagonia argentina de Este a Oeste, desde el Atlántico hasta la Cordillera de los Andes. Los planos de los ingenieros precisaban que la profundidad de la zanja debía de ser de tres metros, que en la base podría medir entre medio metro y uno, y que debía rematarse con una empalizada. Tanto Alsina como sus detractores, que no fueron pocos, hacían comparaciones permanentes —de distinto signo, claro— con la Muralla China, que se había construido para detener el avance de los tártaros. Y Vanni Blengino, un historiador italiano que en 2003 publicó un libro documentadísimo sobre la zanja, la compara con el Muro de Adriano, que había sido pensado para detener a las hordas bárbaras. De lo que se trata, en cualquier caso, es de mantener a raya al que se considera Otro, y no a cualquiera, sino a un Otro despreciado, descalificado, inferior a la vez que temido, un Otro a ser dominado, aniquilado o —los relatos de viaje y los discursos parlamentarios de aquellos tiempos demuestran hasta qué punto la palabra siniestra está ya en nuestra Historia nacional— desaparecido. Pero el proyecto de la zanja, concuerdan los historiadores, fracasó. No solo quedó trunca cuando iba por los 370 kilómetros, sino también burlada: varias crónicas de época describen los métodos que pergeñaban los malones para saltearla, entre ellos uno que consistía en tirar ovejas dentro de la zanja en cantidad suficiente como para que, aplastadas, alcanzaran a rellenarla, y entonces, pisándolas, cruzar al otro lado no solo con los caballos sino con el resto del ganado que habían capturado en sus correrías. Y fracasó también por episodios mucho menos pintorescos, pero tengo que frenar mi manía digresiva, porque acá lo que quiero remarcar es, hasta qué punto, digan lo que digan los historiadores, para mí, no es cierto que esa zanja fracasó. Cuando se trata de literatura, al día de hoy sigue intacta.
TRES. No puedo decir que quise ser escritora desde siempre, porque en mi infancia no había nada ni nadie a mi alrededor que me indicara que las personas que escriben podían estar vivas, ir al supermercado y preparar ensaladas pero, lectora voraz como fui desde los tres años, sí puedo decir que siempre quise una vida en la literatura, y aunque no sabía bien qué podía entenderse por eso, tenía bien claro que no se parecía en nada a la vida que llevaban mis profesoras de Literatura en el secundario, que no se parecía en nada a las vidas que me rodeaban en general. Esa vida, empezó a quedarme claro en la adolescencia, no estaba en el Sur en el que había nacido, sino en Buenos Aires, donde las personas que escribían no se lo tomaban como un pasatiempo de fin de semana, ni lo escondían bajo la almohada, sino que publicaban eso que escribían en forma de libros, y además hablaban de esos libros en los diarios, y en las radios, y en mesas redondas rodeadas de gente. La perspectiva de ser parte de ese mundo —es decir de tener palabra pública, aunque en ese momento no pudiera enunciarlo así— me resultaba tan atractiva como urgente, pero en el medio estaba la zanja, la zanja con su poder simbólico intacto.
Ese simbolismo, es decir esa distancia infinita, ese cúmulo de malentendidos que era y que, insisto, sigue siendo la zanja, se hizo muy presente, en aquellos años de mi primera juventud, de maneras muy distintas, y sintetizando diré que iban desde la resistencia paterna que encontraron mis planes de mudarme a la Gran Ciudad hasta la desorientación y el abismo devastadores que sentí una vez que logré sortear esa resistencia e instalarme en Buenos Aires. Me pasaba los días caminando ida y vuelta desde el departamentito que alquilaba hasta la institución terciaria en la que, por el pacto que a duras penas había logrado suscribir con mi familia, debía estudiar Traductorado de Inglés, una carrera que tenía lo que los augurios de época llamaban salida laboral, y que sobre todo tenía unas aulas plagadas de profesoras que se parecían a las mías de la secundaria, un lugar del que indefectiblemente salía preguntándome qué hago yo acá, salía caminando como autómata, aturdida, preguntándome dónde estaba la punta del ovillo que podía conectarme con aquella vida literaria que ahora, en la gran ciudad, se me volvía paradójicamente cada vez más remota.
Pero en un momento de esas caminatas, lejos ya de las ráfagas patagónicas, ocurrió que las argumentaciones paternas en contra de la carrera de Letras y de sus sospechas de inutilidad empezaron a perder peso. Qué importaba no saber a qué me iba a dedicar después de recibirme cuando había dado con la punta del ovillo, me dije, o al menos con una punta del ovillo, y me inscribí en la carrera de Letras de la UBA. Fueron años dichosos. A pesar de las materias absurdas, a pesar de los dislates burocráticos, a pesar de las aulas heladas, a pesar de los baños clausurados, a pesar de las noches destempladas, por primera vez sentí que aquella vida literaria tomaba forma, por primera vez sentí que en la gran ciudad podía haber un hogar. No es nada menor esa función de integración que cumple la universidad, sobre todo si es pública, no es nada menor en la vida de las personas provincianas. Te dibuja un mapa que se superpone al de la ciudad nueva, por lo general enorme, a la que te has mudado, y en ese mapa te da un lugar. No es nada menor, insisto, es más bien crucial.
CUATRO. En la discusión acerca de la relevancia que para quienes escribimos tiene la universidad suelo disentir con mis colegas porteños, y creo que fundamentalmente eso ocurre porque ellos se enfocan en los planes de estudio a la hora de pensar el tema, nunca necesitaron una plataforma desde la cual rearmarse después de haber cruzado una zanja. Ahora, si por un momento me pusiera, como ellos, a mirar aquella experiencia universitaria específicamente desde los programas, les daría la razón: de todas las materias que cursé, de las treinta y tres que transité en Puan —el nombre con el que se conoce, por la calle en la que está su sede, a la carrera de Letras de la UBA en la jerga porteña—, rescato solamente cinco o seis como fundamentales. Siete si me agarran en una tarde simpática. De hecho, en un momento de aquellos años de mi formación universitaria, más o menos en la mitad de la carrera, temí que todas esas materias descartables y perniciosas fueran a quedar en alguna parte de mi inconsciente literario, y estuve a punto de abandonar todo. Se me pasó cuando vi que las perspectivas que me esperaban en el mundo eran mucho peores y entonces, después de muchos insomnios, después de muchas caminatas afiebradas, pergeñé una especie de plan de combate: dejé de cursar las materias que correspondían a las orientaciones en Literatura Argentina y en Literatura Latinoamericana, esos botines tan preciados de la carrera y justamente por eso tan proclives a ejercer sus influencias, y me pasé a la Orientación en Lingüística, cuya asepsia científica me aseguraba bastantes horas de tedio, sin duda, pero a la vez, me parecía, preservaba mi imaginario de escritora de ciertas mitologías, de ciertos consensos de canon, de ciertos subrayados. Y no solo eso, también me organicé con una amiga para hacer una especie de división del trabajo: mientras ella tomaba notas de las cosas que podían servirnos a la hora de rendir los parciales, yo tomaba notas de las frases que tenían algún destello, de las recomendaciones de lectura, de los núcleos narrativos que palpitaban en la bibliografía menos esperable.
Aun así, a pesar de ese plan de combate, de esas tácticas, confieso que llegué al final de mi experiencia universitaria agobiada, espantada ante la orientación académica que la carrera demostraba tener independientemente de la orientación en la que uno se instalara, por la soledad en la que finalmente me dejaba en tanto escritora. Como en tantos matrimonios, la segunda parte de mi carrera perdió el idilio que había tenido en la primera. Entonces, a partir de un reencuentro azaroso que, en una de mis caminatas febriles por la ciudad, me deparó la calle, o más bien la vida, terminé consiguiendo un primer trabajo de graduada en el medio de la Tierra del Fuego, es decir en lo más profundo de la Patagonia y lo más lejos de Buenos Aires que podía imaginarme. En mi aceptación de ese trabajo, que tenía tanto de portazo, de rechazo no solo a la vida universitaria sino también urbana, no solo subyacía la frustración por lo que había demostrado ser una pura orientación académica de mi carrera sino también la rabia de haber empezado tres novelas bien distintas que sin embargo siempre me llevaban a un mismo punto muerto. Sin embargo, ese trabajo-portazo, un trabajo que consistía en traducir los Diarios inéditos de un inglés que se había asentado en territorio fueguino durante el siglo XIX y que, dicho sea de paso, implicaba una especie de retorno a la que había sido mi primera carrera, hizo un clic fundamental en mi escritura, que recién ahí encontró su cauce. Contra todos mis pronósticos, ocurrió que el encuentro con esa escritura no ficcional del Diario que yo traducía durante el día, y con una biblioteca plagada de relatos no ficcionales que jamás habían pasado por ninguno de mis programas y que yo leía durante la noche, me dieron una pista clave para empezar a hacer mi propia experimentación con la novela, con la narrativa a la cual desde entonces pienso como una imbricación de ficción y no ficción. Pero también sé, volviendo a lo que acá me ocupa, que ese clic no se hubiese dado, no se hubiese convertido en un proyecto narrativo sin la maquinaria conceptual que la vida literaria en Puan me había dado.
En Puan y su más allá, tendría que decir, porque esa maquinaria conceptual se había ido armando en base a ese puñado de cinco o siete materias de las que hablaba antes, sí, pero también en base a muchas de las conversaciones de pasillo, en las fiestas a las que íbamos, en las asambleas en las que nos revoleábamos epítetos, en los amantazgos en los que nos embarcábamos. Y también en base a algunas direcciones que desde Puan se irradiaban, porque lo cierto es que la universidad no se cerraba sobre sí misma sino que era un punto neurálgico desde el cual nos desplegábamos hacia ciertas librerías, ciertas funciones de cine, ciertas mesas, ciertas sobremesas, ciertas discusiones. Y también, fundamental, esa maquinaria conceptual se había armado en base a lo que odiábamos de Puan, algo que, al menos para mí, no era poco. El abordaje académico de la literatura, por ejemplo, ese que yo había intentado sortear anotándome en Lingüística; y la orientación académica de una vida, por ejemplo, esa que yo había intentado sortear consiguiéndome un trabajo en una estancia perdida en medio de la Tierra del Fuego.
CINCO. Esto de estar en una institución pero a la vez estar muy atenta a sortear, es decir a resistir, a diseñarme planes de combate, a gambetear
—como diríamos en jerga rioplatense—, me lleva otra vez a La educación sentimental de la señorita Sonia, a algo que Piglia dice en ese prólogo, cito: «… la novela de Susana Constante se instala en el aura de dos instituciones despóticas (el Ejército y la Iglesia) pero está mucho más cerca de los pactos privados y los tratos prohibidos». ¿Y si precisamente, me pregunto, de eso se tratara, se hubiese tratado? ¿De apostar a los pactos privados y a los tratos prohibidos, es decir a las estrategias de resistencia, a los planes de combate, a las maniobras de gambeteo, cuando se trata de lidiar con una institución como la universitaria, que también, como el Ejército y la Iglesia, puede ser despótica? Cuando empecé a escribir este texto, como decía, saqué de mi biblioteca la novela solo por una cuestión fetichista, por tenerla cerca en honor a ese título que me había resultado inspirador; solamente releí el prólogo, y lo releí sin saber que ahora, unos días más tarde, en esta instancia del texto, iba a convertirse en una interlocución preciada, una de esas lecturas —una de esas presencias— que vienen con la frase justa en el momento justo.
SEIS. De aquella vida remota en la estancia fueguina volví a Buenos Aires, sí, pero volví con la promesa interna de nunca más pisar una universidad, ni siquiera de paso. La orientación académica de Puan me había convencido de que, si quería seguir armándome como escritora, necesitaba esa distancia, la necesitaba con creces. Y me mantuve en esa postura durante años, muchos, unos diez. En ese lapso, trabajé como traductora, editora y periodista, siempre en lugares rimbombantes que por fin ponían orgullosos a mis esforzados padres, pero que sin embargo yo iba abandonando pasados los dos o tres primeros años porque, me parecía, conspiraban contra mis horas de escritura —y de lectura, claro, porque para mí hablar de escritura es hablar a la vez de lectura—. Y me parecía bien, creo, porque de hecho conspiraban. Pero la necesidad de ganarme la vida no transigía, ya sabemos cómo es. En esos dilemas estaba cuando, volviendo a cómo nos afectan los sucesos de la Historia con mayúsculas de los que hablaba al principio, entra en escena esa combinación de estallido social, huelga general, fuga de capitales, saqueos, Estado de sitio, asambleas populares, lemas de potenciales revolucionarios, deuda pública, confiscación de créditos, confiscación de sueldos, pobreza rampante, cacerolazos, represión de la policía montada, crisis institucional, treinta y nueve muertos civiles, cinco presidentes en once días y fuga de presidente en helicóptero en la que en la Argentina se conoce como Crisis del 2001. Me dejó en la lona, como también decimos en la jerga rioplatense. No sé si alguna vez fui tan pobre. Tuve entonces que aceptar un trabajo que me volvió a conectar con un aspecto muy peculiar de la vida universitaria: pasé a ser redactora full time en el Departamento de Comunicación de una universidad privada de elite. No sé si alguna vez fui tan desgraciada. Para resumir, solo diré que mucho de esa experiencia me sirvió para armar uno de los personajes, el único atormentado, de mi última novela publicada, Derroche. Para resumir un poco más, solo agregaré que, de todos los trabajos que a lo largo de los años se habían confabulado para interrumpir la escritura que yo ansiaba, ninguno nunca llegó a ser tan eficaz. Y agregaré también que, en mis sesiones de análisis y en mis conversaciones con amigos, ese lugar de trabajo pasó a ser conocido como La Legión Extranjera, porque de hecho lo vivía así yo, tal como la Legión Extranjera se veía en las películas: un lugar áspero, furioso, una especie de último recurso al que iban a parar los que tenían un delito que pagar o un tormento que aplacar. Y yo de esto último sabía, atormentada como estaba no solo por las deudas sino porque mi derrotero insistía en apartarme de la escritura constante que yo ansiaba. Cualquier psicoanalista argentino se haría un festín con el nombre propio que ahora, en este momento del texto, me aparece otra vez, el de Susana Constante, porque sin haberla leído en aquella época yo sabía que la única Sana-ción para mi tormento era la de la escritura Constante.
Pero no estaba lográndolo, realmente no estaba lográndolo y mucho menos que nunca en ese trabajo, en mi Legión Extranjera. Que tenía un solo rasgo a su favor, reconozcámoslo: quedaba cerca del río, así que al río me fugaba cada vez que podía, y cada vez que no podía también, y caminaba por esas orillas marrones, que me resultaban tan hospitalarias, no me quedaba claro si para despejarme o para ahogarme en ellas. Quién sabe si por esa proximidad del río, o por la proximidad de una docencia universitaria que, en mi nuevo rol de redactora, me había pasado a resultar apetecible, quién sabe por qué, entonces, en una de esas caminatas decidí que ahora, quince años después de haber terminado mi carrera universitaria, tal vez fuera dando clases en universidades donde finalmente pudiera encontrarme con el trabajo cómplice, es decir con aquel que sostuviera mi escritura en vez de conspirar contra ella.
No se equivocaron mis musas fluviales, porque así fue cómo, desde entonces, he logrado escribir en modo constante, en modo Susanación Constante podría decir, ya, a esta altura del texto. Hay un detalle nada menor: volví a la universidad porque justo en ese momento, en Argentina, se estaban abriendo los primeros programas de Escritura Creativa, esos espacios que, con sus aciertos y sus desaciertos, no dejan nunca de ser hospitalarios para quienes escribimos, y eso precisamente porque nos habilitan a plantear nuestros cursos en tanto escritoras y escritores que somos, sin ese imperativo subyacente de camuflarnos en profesores. Y esto no lo digo teniendo en cuenta una comparación banal de prestigios, lo digo porque los lugares de enunciación en los dos casos son muy distintos: mientras hay mucho de transmisión de saberes en el caso de los profesores, en el caso de los escritores se trata más bien de abrir a discusión y análisis una práctica en común. Esta diferencia, que puede ser ínfima en los contratos laborales, es fundamental a la hora de pararse frente a un curso.
Son todos unos autocentrados. Finalmente a los escritores lo único que les importa es su escritura, no la docencia, dirán, como me consta que dicen algunos, cuando surge la discusión acerca de los programas de Escritura Creativa en universidades. A esas acusaciones tan faltas de imaginación tengo para decirles al menos dos cosas. Una: sí, a quienes escribimos nos importa la escritura más que cualquier cosa, y ahí radica la gracia —y la desgracia— de la cosa, la capacidad de decir desde un lugar de enunciación en el que se nos juega la vida. Dos: ¿y qué tal si los programas de Escritura, además de ser parte de una política de Estado o de un negocio para algunas instituciones, además de ser una forma de afirmar algún trabajo, además de una práctica que permite compartir lecturas y experiencias o, si algunos prefieren, de transmitir saberes, fuera también una forma del crowdfunding, una experiencia cooperativa de esas que tanta falta nos hacen, una forma de contribuir colectivamente a la existencia de esa entidad tan frágil, sobre todo tan frágil en América latina, llamada literatura contemporánea?
SIETE. Hablando de trabajo, y de experiencias colectivas, viene a mi mente un libro que fue crucial entre mis lecturas durante le preparación de mi última novela, la que mencionaba antes, y es un ensayo de David Graeber que se llama Trabajos de mierda, que no se enfoca, como podríamos automáticamente pensar, en los trabajos precarizados que el lenguaje coloquial podría dar a entender por ese sintagma —Shit Jobs en inglés— sino más bien en aquellos que no generan ningún valor social, que solamente se encargan de cimentar y propagar la marcha siniestra del mundo, una marcha en la que la productividad es ley suprema, no importan cuantas vidas, entre ellas y muy fundamentalmente la vida planetaria, caigan en el medio. Los dardos de Graeber cuando define a qué se refiere con esos trabajos de mierda apuntan contra una serie que va desde el marketing hasta las relaciones públicas pasando por la abogacía corporativa. Pero, dice Graeber, afortunadamente también hay trabajos que están en las antípodas de esa maquinaria esclavizante, y son aquellos que generan lazos sociales, que potencian vida comunitaria, que conspiran contra las visiones mercantilistas de la existencia, y entre los ejemplos concretos de estos últimos enumera a las y los maestros, los enfermeros, los jardineros, los escritores de poesía y de canciones de rock. Aunque las y los escritores que damos clases en programas universitarios no estén en su enumeración, puedo decir, habiendo leído ese libro con fervor, que sin duda entran en su argumentación, o que el menos es desde ese lugar, el de conspirador contra los mandatos productivistas, el del generador de vida comunitaria, que pienso este trabajo de escritora-que-da-clases. No es que lo piense: lo habito así. O al menos lo intento. Por supuesto que me veo constantemente rodeada de cosas que amenazan con sacarme de ese lugar: las urgencias por obtener un título a toda costa, las demandas institucionales, los sueldos miserables, los mantos de sospecha que emiten las carreras supuestamente serias, el cinismo à la page, la malicia generalizada, la proliferación de egos en el curso —incluido el mío, claro—, y una serie de etcéteras. Pero vuelvo a ese lugar, vuelvo a intentarlo al menos. En ese punto, para mí, además de un trabajo con el que me gano la vida, dar clases es una práctica de resistencia micropolítica.
En cuanto lo digo viene también a mi mente La invención de lo cotidiano, esa obra extraordinaria en la que Michel de Certeau postula que, lejos de estar completamente constituidas y atravesadas por los poderes como sostenía Foucault, las personas estamos habitadas por tácticas silenciosas y sutiles para sortear algunas zonas de esos poderes, para evitarlos, para saltarlos, y a esas tácticas las llama ingeniosidades del débil, y entonces también viene a mi mente ese ensayo crucial de Josefina Ludmer llamado Las tretas del débil en el que analiza las estrategias discursivas de Sor Juana Inés de la Cruz en la carta que es su Respuesta al Obispo de Puebla, es decir en su respuesta a la institución religiosa. Se trata entonces de volver a pensar en formas de sortear, de gambetear, en diseñar estrategias para sacar ventaja del fuerte —ya sea este encarnado por los poderosos de siempre, o por las instituciones, por la enfermedad, o la muerte—, se trata de pergeñar tácticas ingeniosas que tengan la inmediatez y la nota furtiva de quien vive en movimiento constante para no ser atrapado, para no ser fagocitado. Esta capacidad de los seres humanos, dice De Certeau, está presente en nosotros desde tiempos inmemoriales, y nos emparenta con los ardides y las simulaciones de supervivencia que han puesto siempre en práctica, desde el inicio de la vida en la Tierra, las plantas y los peces. Desde el fondo de los océanos a las calles de las megalópolis, afirma, esas tácticas tienen continuidades rastreables.
Desde el fondo de los océanos hasta las instituciones universitarias, parafrasearía yo, en mi instigación a poner en marcha estas tácticas y ardides cuando se trata de lidiar con estas últimas, cuando se trata de pergeñar nuestros pactos privados y nuestros tratos prohibidos, ya sea desde el lugar de quien toma clases como de quien las da; una instigación a suscribir a esas simulaciones y ardides y tretas y pactos y tratos siempre y en todo lugar, o al menos hasta que la mal llamada inteligencia artificial nos paralice el alma, pero no quiero irme de tema. Esa forma táctica de vivir la vida universitaria en los programas de Escritura me parece mucho más interesante que la que —inspirada en un Romanticismo no se sabe si inocente o cínico, un Romanticismo de mesa de bar— propone aniquilarla con el supuesto fin de defender así a las futuras generaciones de escritoras y escritores de peligros como la uniformidad en las estéticas o de las garras del mercado que supuestamente esperan para abalanzarse en cuanto se aplaca el último aplauso de la ceremonia de graduación.
A esas futuras generaciones, en tanto señorita Sonia, permítanme decirles que esos peligros no existen: por un lado, el eclecticismo asegurado de los programas de Escritura, en los que indefectiblemente tienen que dar clases escritoras y profesores distintos, conspira por definición contra la supuesta uniformidad de estéticas. Por el otro, al menos en América Latina, lo más seguro es que a la ceremonia de graduación vayan un par amigos, incluso un par de tías, pero nada de posibles editores, como sí me consta que ocurre en programas de universidades del Primer Mundo. Cada quien con sus problemas, no nos carguemos los ajenos, no caigamos en la trampa cipaya. Y además, lamentablemente atravesados y constituidos como estamos por el mercado, si no lo encontramos al fin de una ceremonia lo encontraremos en la primera conversación con una editorial, en el primer premio al que nos presentemos, o en la primera beca a la que nos presentemos. No se trata de la quimera romántica de evitar lo inevitable, sino de inventar modos de estar alertas frente a lo inevitable. Se trata de saber lidiar con los verdaderos peligros, y entiendo por tal cosa a todo aquello que le quite potencia expresiva a nuestra escritura, que le quite su rareza, su modo mula de empacarse, de hacer la suya, y para eso es fundamental enfocarse en un proyecto propio, es decir, entablar conversaciones con nuestras lecturas más que con las supuestas estrellas que nos rodean o que nos encandilan, es decir, encarnar una práctica en la que escribir no consista en acumular una determinada cantidad de libros sino en ir construyendo un proyecto en el que se pongan en juego nuestras hipótesis de lectura, nuestras ansias, nuestras imaginaciones estéticas y políticas, donde se ponga en juego todo ese cúmulo magnético que se activa cuando realmente escribimos —y que me niego a detallar acá y en cualquier otro lado—. Asocio siempre esa actitud de focalizar un proyecto propio al eye-on-the-object-look del que habla Auden en uno de sus poemas, es decir, al estado de absorción provocado por un hacer, en este caso un hacer literario. Para mí ahí, en ese estado, hay una trinchera potentísima, la táctica o treta más potente de todas.