Álvaro Bisama
Álvaro Bisama: En el marco del Festival Cuadernos Hispanoamericanos, estamos felices de tener nuevamente de visita a María Negroni, escritora, poeta y traductora argentina. María obtuvo su doctorado en literatura latinoamericana por la Universidad de Columbia. Es profesora visitante en la New York University. Actualmente, dirige la Maestría en Escritura Creativa en la Universidad Nacional de Tres de Febrero, donde también es docente. Autora de novela, poesía, ensayo y todos los géneros híbridos imaginables, ha ganado numerosos premios, entre ellos el Cité International des Arts de París, en 2018; el Fondo Nacional de las Artes de Argentina, en 2016; el Premio Internacional de Ensayo Siglo xxi de México, en 2009; el Segundo Premio Planeta por su novela El sueño de Úrsula en Buenos Aires, en 1997. Bienvenida, María.
Estas son notas de un lector, dudas o preguntas sobre la escritura de María. Y nada, son ocho notas que tomé. Ahí voy.
Uno. A veces pienso que María Negroni lee los textos como si fuesen paisajes y a los paisajes como si existieran como textos. Acercarse a su obra es seguir el diario de alguien que se interna en un territorio desconocido donde no hay división, no hay separación posible entre esas dos zonas. De hecho, diría que su literatura trata de ese viaje, que es muchas veces nocturno, como si esa biblioteca inmensa y dispersa que abraza e inventa, fuese habitada y recorrida por sus lectores en una exploración que es casi física, a través de un abanico inmenso de textos donde están Islandia, Oratorio, Archivo Dickinson y El corazón del daño, entre muchos. Eso, porque tal vez para María la distancia es también una excusa para inventar nuevas y extrañas cercanías o ideas de la intimidad, acaso un continente de palabras como cuerpos y cuerpos y voces como palabras.
Dos. «Me atraen las escenas ya filtradas por la duda, las cosas que alucinan con la diferencia. Me gustan los gestos de ataque, la demolición de rangos y escalafones, en el mundo del arte también», se pregunta la narradora de El corazón del daño, su última novela, aunque esa etiqueta (novela) pareciese que no alcanza a describir cómo el relato se expande y crece hacia dentro; como si se hundiese en el recuerdo para volver de ahí con respuestas contradictorias, tan difusas como precisas, fragmentos afilados en un estilo también afilado, pedazos de voces, debris.
Tres. Leer a María implica recordar la naturaleza fantasmagórica de toda literatura: los libros nos permiten hablar con los muertos y perdernos y encontrarnos en una biblioteca que muchas veces ni siquiera existe. Aquel lugar es una casa encantada o un castillo condenado, un lugar amenazante o acogedor, lleno de fetiches y objetos de poder rotos o alucinados y que, por lo tanto, no puede ser abordado desde otra forma que no sea el peligro; desde la posibilidad de que toda palabra pueda ser comprendida como un misterio, como un apunte que se abre a otros apuntes, al vértigo íntimo que a veces roza la amenaza o el goce del silencio. «Pensamientos como guijarros. Pensamientos como lava. Pensamientos como lluvia», escribió alguna vez Elías Canetti. «La visión del cielo de verano/ Es poesía/ Aunque ella nunca repose en un libro / Los verdaderos poemas huyen», había dicho Emily Dickinson mucho antes.
Cuatro. Todo es fuga. Todo es deriva. Todo es ectoplasma. La voz del lector que sigue la voz de María sigue también otras voces, se convierte en una pregunta que huye. Con eso construye su propio mapa del mundo; un lugar hecho del despliegue de objetos tan delicados como crueles, desgarradores casi siempre, porque su estilo existe desde una precisión desoladora. El deseo y la palabra son capaces de evocar el daño, el trauma, el extrañamiento, el horror vacui de habitar otra lengua, la tensión entre los cuerpos y la palabra y la memoria. «A la espera de algo /arrojamos al siglo/ nuestra voz inútil /las palabras caen/ piedras autistas /a ningún tiempo», escribe en Oratorio.
Cinco. Estamos ante una literatura que habita otras literaturas, que las lee para pensarlas o más bien descifrarlas en una mística privada y secreta, como una colección de pistas de despegue, como un horizonte posible. Leyendo a María, la poesía o la literatura pueden comprenderse como las lenguas del futuro o mejor, las señales de reconocimiento de esa lengua del futuro en nuestro presente. «Presiento que va a empezarme un dolor de cabeza. Es mi forma de evitar, por ahora, el cáncer de las cosas. Ese refugio es la antesala de la poesía. La poesía, lo entenderé después, no tiene interés en temas ni personajes. No cuenta historias. En inventa mundos. En el ruido de hoy, da a escuchar un silencio. Enseña preguntar (y a perderse). Reemplaza lo que no hay por la alegría, acaso incongruente, de intentar nombrarlo», anota también en El corazón del daño.
Seis. Leer a María es también entender el modo en que la escritura o la biblioteca o el mundo pueden llegar a definirse por el modo en el que un poema queda suspendido detrás de la lengua, mecido por la duda sobre cómo se puede huir o abrazar la fosforescencia de la noche y atrapar el esplendor de lo perdido, el mapa de las sombras. Esa voz funciona como un coro, fractalizada en modulaciones interminables, inevitables porque no puede pensarse como plural esa perfecta singularidad de su estilo: la de una lectora nocturna, la de alguien que entiende su infancia como un laberinto, la de una poeta que se arropa con la voz de otra poeta, la de una recolectora de epifanías negras. «El mismo mapa siempre/la misma guerra/ a los suburbios del poema donde el dolor se/ alitera sin alcanzar su exilio/ o tal vez un deseo/ de hallar un punto fijo para la emigración / y la conciencia/ y después líneas pájaros absueltos/ de su mañana muerta/ esa música/ entre la nada y la cabeza», anota en Cantar la nada.
Siete. Esos tránsitos que van desde los continentes recordados o inventados de Islandia hasta cierto aspecto oracular que cruza Archivo Dickinson u Objeto Satie; y que resulta particularmente eficaz en su Museo Negro, como si su escritura tuviese por objetivo inventarse su propia tradición, buscar y desplegar precursores (como lo hace en relación a El castillo de Kafka, invitando a Walpole y a Beckett) para habitar la literatura como una búsqueda no exenta de asombro, pero también de dolor. «Tiempo de abrazar /y tiempo de abstenerse /de los reinos vivos /llenos de muertos /crecerán huesos en el vientre /narraciones no pocas /y una especie de nada /sin cauce y sin orillas», dice uno de los fragmentos de Oratorio.
Ocho. «¿Es propio de la literatura pulverizar el mundo?», anota la narradora de El corazón del daño, mientras, leyéndola, sus lectores la respondemos con otra pregunta, la de si somos fantasmas también y, como tales, si podemos ser capaces de soportar el peso de las máscaras y el enigma de la biblioteca, si podremos resistir el modo en que toda escritura se presenta también como un avatar del silencio que es lo mismo que decir olvido, extinción, los restos de toda fiesta, la nada.
María Negroni: Bueno, Álvaro, gracias ante todo. Para mí es una alegría estar otra vez acá, que es un poco, siento, una de mis casas en Santiago. Gracias también a todos ustedes por acompañarnos. Decidí leer unos fragmentos de un libro, La Anunciación. Como ustedes están conmemorando los cincuenta años del golpe de Estado, creo que es apropiado este texto.
«Perón ha muerto, dijo la radio. Ha partido hacia la historia el padre de la patria, el líder de la nacionalidad, el conductor estratégico del movimiento. Ese pueblo dijo que ha recogido sus banderas, volverá y será millones y llevará su nombre a la victoria. Íbamos en un auto azul bajo la lluvia. Una lluvia finita e insidiosa. El cielo es peronista, pensé. Qué viejo hijo de puta. El prócer entró en la muerte hoy lunes 1 de julio a las 13.15 hora local. Imposible medir las consecuencias de esta pérdida. Y vos, desde anoche, con la vista fija en nada, toda esa pompa fúnebre, esa multitudinaria marcha que organizamos a Olivos, nuestras banderas negras, nuestro casi arrepentimiento, nuestra sospecha de haber abandonado demasiado pronto a un padre. Y ahora encima el récord mundial de la desgracia se nos muere, pensé. Y nos deja a merced de nosotros mismos, como un campo de refugiados, una armada de brancaleones pretendiendo reparar con alambres una nave espacial».
«He sido y soy muy afortunado, pensó Nadie. No cualquiera nace en un momento así, cuando la humanidad está en crisis, la crisis exige compromiso, el compromiso salva de un destino gris. En mi corazón solidario el amor no tiene límites, el odio tampoco. Ambos se alumbran en la hoguera de unos libros hermosos: La condición humana, La náusea, El hombre rebelde, El anticristo, El lobo estepario. Es tiempo de actuar, no de estudiar. ¿Acaso hay mejor educación que la acción misma? La posibilidad de modificar la realidad me excita. Nadie es mi nombre de guerra. Al cambiar de nombre me invento una persona, vivo en el disfraz de mi deseo. Para mí la fe en la revolución mueve montañas. No me interesa el hombre como es, sino como debe ser. Me repugna el término aceptar. Mi plan es vivir entre los pobres. Eso en sí es impactante, el olor a miseria. Sobre todo cuando ese olor se conjuga con los verbos cargar, descargar, apuntar, disparar, limpiar, me convierto en esa cosa íntegra, recta, indestructible, el revolucionario. La organización me absorbe por completo. Me exige en todas circunstancias que mis actos informen mis pensamientos, que sea consecuente con mis valores, que entre en la lucha de un modo irreversible. Haremos un hombre nuevo, una pareja nueva, una verdad nueva, una soledad nueva, una muerte nueva. Qué felicidad cuando se acaben los ricos, la metralla gorila, la burocracia negociadora. Qué bueno que el futuro esté tan cerca. Si llego a morir, cosa que dudo, podrán decir que me faltó comprensión, pero no el deseo de desear. Mi corta y hermosa vida habrá tenido sentido».
«Un militante dio un paso adelante. Nadie lo había visto antes y todos lo miraron con sorpresa y acaso con algo de envidia. El militante tenía a lo sumo 22 años, los ojos muy negros y el pelo un poco enrulado, como Humboldt. Era el 11 de marzo de 1976. No se movía una mosca. Estoy muy orgulloso de haber hecho lo que hice. Fue todo lo que dijo. La muerte descorrió el gatillo. El instante duró una eternidad. El militante alzó el brazo, hizo una V y dijo, hasta la victoria, mi general».
«No supe contar tu historia. Ahora es tarde, son las 8. Las 8 es una hora fatídica, sobre todo si es domingo y llueve. Los sueños son lentos para morir. Lo supe por mi voz, por el modo de quedarme erguida en medio de espectros vivos. Voy a dejarte en paz, Humboldt. Voy a dejar de cubrirte con un sobrio egoísmo. No recogeré tu nombre. No haré con él una bandera ni sembraré la agitación en ningún pecho. La palabra oprimidos se borrará de mi mente. Voy a aceptar que todo acabó. Nadie se dará cuenta de nada. Nadie que me viera pasearme por la vía del Corso con esta dignidad de víctima aplicada. Todavía puedo decir hermosas palabras. Los prodigios son pesadillas blancas. Todo ha de pasar, repito, y después dejo que vos, Humboldt, y cada uno de los sueños que fui, las ciudades que habité, las palabras que odié, se disuelvan en una enorme nada luminosa como la que anuncian los ángeles en las anunciaciones de Ema, tristes y vacíos y exageradamente bellos como los laureles que no supimos conseguir».
AB: Gracias, María. A la luz de estos fragmentos y de otras lecturas me queda la idea de que salvas cosas, preservas cosas que se están perdiendo o que nadie ha visto y que están, como si esas obras, ese texto, esa biblioteca, esa experiencia, en vez de ser una épica, una tragedia, se convirtiera en memoria.
MN: Bueno, la memoria puede ser una tragedia también. La Anunciación, por ejemplo, es un libro que a mí me parece intenta reflexionar desde adentro sobre la tragedia que vivimos y que estamos viviendo de alguna manera todavía. Me parece muy valioso el aporte de los testimonios de lo que pasó en esa década. Pero yo no quería sumarme. No quería, digamos, sumar un nuevo discurso de la víctima. Yo quería cuestionar, porque hay zonas que son tabú. Que incluso desde la izquierda no se pueden pensar, no se pueden nombrar, no se pueden pensar. Por eso elegí el 11 de marzo de 1976, porque el golpe militar en Argentina es el 24 de marzo. Entonces, a propósito, elegí eso para dar a entender que las muertes, la represión, habían empezado con el gobierno constitucional, cuando apareció López Rega, que era el que organizaba las famosas triple A, que eran grupos parapoliciales que andaban por la ciudad y mataron al abogado Ortega Peña y tantos otros. Los muertos empezaron con el gobierno constitucional, del cual los militares fueron una continuación. Me interesaba ver, incluso, cómo se había gestado esa represión, ya desde antes, que son cosas que está prohibido pensar. ¿Qué pasó con el peronismo, cuál fue el rol de Perón, cómo actuaron las organizaciones de izquierda, qué pasó con la violencia, se justificó la violencia por parte de los grupos de montoneros y de LERP? En fin, hay un montón de cuestiones que son complejas y que no se pueden discutir. Es más fácil hacer una especie de pátina general ¿me entiendes? Es complicado, porque tampoco estoy sugiriendo que había dos grupos enfrentados. Nunca estuve de acuerdo con la teoría de los dos demonios, esto lo digo ya para evitar cualquier confusión, Primero, lo que pasaba con la violencia a la izquierda no es equiparable jamás a la violencia del Estado, al terror estatal. Entonces, dicho esto, sí creo que hay que abrir la reflexión, o yo quería hacerlo para mí misma. Yo me quería preguntar esas cosas, y creo que el libro es eso: el intento de preguntarme las cosas que yo no entendía. No entendía, seguí sin entender, y todavía hoy me cuesta verbalizar.
AB: Escuchándote acá, leyendo El corazón del daño, pienso en cómo trabajas con los restos, con los fragmentos, con los pedazos de esos lenguajes que quedaron. Y muchas veces mirar esos fragmentos es complejo.
MN: Bueno, la escritura siempre tiene sus desafíos, ¿no? En este caso, yo quería evitar lo más posible el realismo, entonces lo que hice fue inventar esos personajes que aparecen: lo Desconocido, el Ansia, el Alma, la palabra Casa. Los llamaba las invenciones, que son como pensamientos dentro de la mente de la narradora. Esas invenciones tienen a cargo la jerga política. Es interesante saber hasta qué punto este libro puede ser entendido por alguien que no conoce la historia argentina. Había toda una cuestión que es política interna, pero ese no es el discurso de la narradora, es el discurso de esta especie de mini alegorías de su mente que se corporizan y empiezan a tener una presencia y una realidad propias.
AB: Cuando leo El corazón del daño, o leo La Anunciación, son textos de una dificultad que exige una suerte de inmersión. Cuando los escribes, ¿puedes salir y entrar de esto?
MN: Bueno, esto se escribió hace tiempo ya. Mientras escribía esto, escribía esto. Mientras escribía El corazón del daño, escribía El corazón del daño. A veces puedo trabajar con el ensayo y la poesía a la vez. Eso sí, puedo entrar y salir. Pero cuando tengo un libro más largo, de más proyección, se produce una especie de concentración y a la vez es como si hubiera un imán, todo lo que pasa alrededor se viene y va a caer al libro. No sé cómo sucede eso, pero todo se concentra.
AB: Tu percepción de la biblioteca, de los libros, de la ciudad, del entorno, ¿cambia cuando estás trabajando de este modo?
MN: Bueno, no sé contestar estas preguntas. Lo que me pasa con la escritura, lo más hermoso, el placer mayor, es que cuando escribo pierdo la percepción del tiempo. O sea, puedo empezar a escribir al mediodía y de repente miro el reloj y digo, uy, son las diez de la noche. ¿Qué pasó? No registré, no tuve hambre, no interrumpí. Eso me pasa. Y la otra cosa que me pasa —esto es una confesión así tipo como que habría que ver qué significa— es que cuando escribo, en general, no hablo con nadie. Obviamente en una situación así digo, bueno, ya está, paro, voy a llamar a alguien por teléfono y no tengo voz. Perdí la voz. No sé, no me preguntes qué pasa, estoy como afónica. Después empiezo a hablar, me vuelve. Pero quiere decir que hay algo en la escritura que es raro, no sé qué pasa. Algún día tendría que preguntar.
AB: ¿Ha sido así siempre?
MN: Sí, casi siempre ha sido así. Ahora más, ahora más. Es raro, ¿no?
AB: Yo, en general, no puedo decir qué es raro para un escritor.
MN: Sí, es raro, me pasa eso. Y lo del tiempo también me pasa siempre, que es maravilloso, no tener la conciencia de que estás como en otro plano.
AB: ¿Y cuándo vuelve la voz?
MN: La voz vuelve al rato que empiezo a hablar. Pero mi pareja se ríe porque dice, uy, estuviste escribiendo. Porque sí, se nota.
AB: Volviendo a los fragmentos de La Anunciación, hablabas de tu intención de comprender, entonces me gustaría saber en qué ámbito está esa comprensión. ¿Está guiada por la razón? ¿Va en búsqueda de datos? ¿Dónde se sitúa?
MN: No, no tiene nada que ver con hacer una especie de balance o de clarificación histórica. Sería imposible, además. Esto es una cosa casi te diría, conmigo misma. Es la misma operación de El corazón del daño. Es una casi puesta en abismo. O sea, esto es una también, ¿no? La materia de la que surge este libro es una materia muy densa, porque tiene que ver con, no sé, diez años de mi vida. Con una práctica, con cosas que viví, yo pasé además la dictadura en una especie de exilio interior en Argentina. ¿Cómo me atravesó ese tiempo? Me atravesó biográficamente. Tengo muchos amigos desaparecidos, otros que se habían ido al exilio, otros presos. O sea, fue como, como digo yo, la noche blanca de la desgracia. Yo no sé bien cómo fue el proceso chileno. Me parece que ustedes tuvieron otras características, ¿no? Fue diferente. En Argentina, fue como una especie de irrupción de los grupos de izquierda armados y la idea de que la lucha era por el regreso de Perón. Y después regresó Perón y nos echó de la plaza. Hay como datos históricos ahí interesantes. Después fue la debacle y los errores y horrores también de las decisiones que tomaron las organizaciones, porque pasaron a la clandestinidad en un momento en que había muchísimos militantes de base que no podían pasar a la clandestinidad y que perdieron. Fue una seguidilla de secuestros. Y después, cuando la conducción se fue al exilio, viene otra decisión muy compleja, que es la famosa contraofensiva estratégica: mandaron a los militantes que se habían exiliado afuera a volver al país con una interpretación de que se podía remontar y se murieron todos, exactamente todos, mataron a todos los que volvieron. Entonces, todo eso, visto desde la perspectiva de haber sido parte, es complicado, ¿no? Cómo se para uno. No sé, la política, además, es siempre tan difícil. Por ejemplo, para mostrarte la complejidad o el tamaño de la duda: cuando Galtieri, que fue uno de los últimos dictadores, inició la guerra de Malvinas, yo vivía en las afueras, en el conurbano de Buenos Aires, en un barrio muy modesto de trabajadores. Y yo vi, y también lo vi en el Mundial de Fútbol del año 78, que fue el pico de la represión, vi a la gente celebrando en las calles y vitoreando a la Argentina campeón. Videla le entregaba la copa. Y pasó lo mismo con Galtieri, cuando fue lo de Malvinas, yo vi salir con mis propios ojos todos los autobuses y los micros de ese lugar donde vivía a vitorear a Galtieri. Son experiencias que sacuden mucho, ¿no? Porque, obviamente, todo el compromiso político y la lucha por cambiar y por hacer una revolución estaba basada en algunas ideas, por ejemplo, este cliché que es el pueblo nunca se equivoca. Entonces, yo decía, ¿cómo puede ser que estén saliendo todos estos micros a vitorear a Galtieri? Veníamos como de ocho años o siete años de dictadura feroz. No sé si te contesto la pregunta, pero creo que no tiene que ver con una cuestión histórica. Ni se me ocurriría participar en eso.
AB: Me preguntaba si pudieras hablar acerca de los espacios literarios vinculados a la izquierda en la época en que sitúas tu novela, en los 70. Y quizás pensar en estas historias no sincronizadas, la argentina y la chilena.
MN: Bueno, lo primero es más fácil de responder porque esa escena literaria a la que te refieres es de gente mayor que yo. Entonces, por ejemplo, yo cuento en El corazón del daño que yo escribía cuando estaba en la facultad, pero nunca había legitimado la idea de que quería escribir porque yo tenía 18 años, en ese momento había que hacer la revolución, no había que perder tiempo, escribir poemas en mi grupo se consideraba como una actividad burguesa. Alguien me ha dicho, ah, pero bueno, eso no es así porque Gelman sí escribía. Sí, correcto, pero Gelman ya escribía de antes, o sea, Gelman era también mayor que yo, ya era poeta cuando empezó su militancia política. Yo ni sabía muy bien para qué lado quería ir, era chiquita. Empecé a pensar que quería escribir luego de una crisis existencial tremenda en el año 80. En ese momento digo, bueno, el proyecto político con el que estaba fracasó y no tiene sentido seguir viviendo. Entonces, ahí alguien me despertó, me dice pero cómo, ¿pero a vos no te gustaba escribir? y entonces ahí se abrió una especie de salida. Y cuando empecé a escribir, en los 80 cuando todavía estaba la dictadura, no había lecturas, no había revistas literarias, no había grupos y si los había, yo no tenía acceso. No sé, que yo supiera, no había. Todo lo que hay ahora de ciclos de lectura de poesía, todo eso no existía. Los Piglia, Sarlo, Gelman eran personas que ya estaban, ya tenían una militancia política desde antes, muchos de ellos venían de la izquierda, algunos hicieron el pase al peronismo como Gelman, otros no.
Sobre lo segundo, el peronismo es un fenómeno que es incomparable con cualquier cosa. Ustedes, me parece a mí, tienen una izquierda; nosotros tenemos el peronismo, que es una especie de gran enigma, donde conviven la izquierda y la derecha.