Encorvada sobre las macetas del balcón, envuelta en el silencio de un feriado eterno, revisaba el envés de las hojas, los retoños, los tallos de cada planta. Andaba con cuidado. La mayor fortaleza de mis enemigos era ser casi invisibles, aunque muchas veces encontraba sus huellas: una hoja manchada, un rastro de melaza, un brote retorcido. Mientras me desesperaba por encontrar a los insectos que querían destruir mis plantas, a veces, desde más allá, me llegaba el ulular de una ambulancia.

Una de esas tardes encontré pulgones en la hiedra. Estaban amontonados como huevos de pescado sobre las hojas más jóvenes, chupando su savia. Invadida por una furia distinta, que no conocía, los fui aplastando con los dedos. Limpié la planta. Corté las hojas dañadas. Desinfecté las tijeras con alcohol y dejé la hiedra en cuarentena, en el lavadero. La cuidé. Unas semanas después empezaron a brotar hojas nuevas.

Desde hacía años admiraba la discreta inteligencia de las plantas, su capacidad de sobrevivir a las inclemencias de la Historia, de seducir a abejas, colibríes y seres humanos, de invadir cada rajadura del planeta. Sin embargo, nunca había necesitado tanto su compañía. Quizás porque ahora nos parecíamos: no podíamos huir. Debíamos adaptarnos al espacio en el que estábamos contenidas, hacer frente, desde nuestra inmovilidad, a lo que nos arrojaba cada día. Mientras pasaban las semanas, fui llenando mi apartamento con ellas. Cuidarlas, creo, era mi forma de ocupar ese tiempo acuoso, indefinido, de un otoño que hedía a alcohol y cloro, cuyo eco no dejaba de repetir el número de muertos.

Leía todo sobre ellas. Fue así que descubrí esta historia: en los Países Bajos, en los años anteriores a 1637, se produjo una fiebre por los tulipanes, en especial por una nueva variedad que había aparecido, la de los tulipanes jaspeados. Sus pétalos tenían vetas claras, siempre diferentes, como si ardieran entre las llamas de un fuego blanco. El precio de estas flores, cuya hermosura nadie podía explicar, empezó a crecer de forma vertiginosa. Burgueses y aristócratas compraban bulbos para venderlos cada vez más caros. En esos años prósperos del Siglo de Oro neerlandés, un bulbo llegó a valer lo mismo que una mansión, que una granja o que el salario anual de un artesano. Los tulipanes, convertidos en símbolos de estatus, llegaron a cotizar en la bolsa de valores. Esa especulación, que llevó a que se vendieran bulbos aún no recolectados, generó una burbuja financiera y pocos años después una crisis que arruinó a muchos comerciantes. El culpable de esta tulipomanía se descubrió tres siglos más tarde: un virus.

Transmitido por pulgones, el virus del mosaico del tulipán era el responsable de romper el color de los pétalos de esa forma tan hermosa.

Leía sobre esa historia en aquellos días cortos de invierno, cuando las plantas y yo nos inclinábamos más que nunca hacia la luz. Sin poder salir, me dejaba dominar por mi propia fiebre: necesitaba que toda planta que me cautivara fuera mía. Las compraba compulsivamente, sin importarme el precio. ¿Cuidar ese pequeño universo, mantenerlo a salvo, era mi forma de conservar el control en un mundo imprevisible? ¿O lo que me fascinaba era la anatomía primitiva de las plantas, el antiguo secreto de su supervivencia?

Mientras afuera la enfermedad destrozaba los cuerpos, deseé ser como ellas. No tener un solo corazón, un solo cerebro ni dos únicos pulmones, sino tenerlos divididos en infinitas hojas, esparcidos por todo mi cuerpo para que ningún corte me dañara, para que, si un órgano fallara, no me muriera. Durante esos meses inciertos quise ser, secretamente, como un tulipán jaspeado. Lo que quise, en realidad, fue que el pasaje de este virus imprimiera en mí –aunque fuera una ilusión, un engaño– alguna forma de la belleza.