Para el mercado editorial es un hecho que casi cualquiera, con una buena idea en la cabeza, una vida excéntrica o una fama forjada a partir del estrellato o de algún escándalo, puede convertirse en autor de un libro. No tiene para qué ser escritor. Es claro que al público le interesará saber lo que surja de su pluma, piensa el editor, pero no es necesario que escriba bien o que sea capaz de armar un discurso coherente. Ni siquiera es necesario que sepa escribir. El editor no espera que ese alguien se siente frente al computador y encuentre una primera frase. Sabe, lo sabe muy bien, que esta tarea, teóricamente sencilla, sería equivalente a darle a un redactor un bisturí y pedirle que haga su primer corte. Por ello, ese alguien, precedido por un cierto carisma, popularidad o prestigio, se convertirá en autor, con la condición de permanecer a una distancia prudente del texto. Y lo hará gracias a que un ser anónimo, un fantasma o negro literario, trazará la arquitectura y construirá el edificio, palabra tras palabra, de un volumen que, impreso, llevará otro nombre.
He sido testigo y he participado en la reescritura de una serie de bestsellers, unos textos frágiles que, gracias al maquillaje escritural, no solo se han vuelto legibles, sino que han conquistado el mercado: novelas, autobiografías y manuales de diversa índole. También me ha tocado presenciar el reconocimiento por este trabajo anónimo de parte de la más vendida de las autoras de autoayuda del último tiempo, Pilar Sordo, quien no tiene problemas para declarar que ella no es una escritora. ¿Sobra decirlo? Sobra, pero quizá no tanto en nuestro medio, repleto de escritores que, con ayuda o sin ella, no son escritores.

Pero, como la escritura, y es necesario aclararlo, no es un ejercicio simple, los negros literarios también fallan. He aquí la historia de mi fracaso: la trama era, en cierto modo, sencilla. Una mujer, un hombre. Se encuentran sin causa aparente en una pensión para estudiantes. Hay una fiesta en una de las habitaciones. Se escucha música. La gente ríe. La gente: un grupo de muchachos que acaba de rendir un examen de final de semestre. Hay cerveza y vino suficiente como para emborracharse y no pensar ni por un segundo en el futuro, ese tiempo lejano aún, en el que el deterioro empiece a circular lentamente por sus venas. Hay fiesta y chicas hermosas, y jóvenes como ellos, que bailan un lento, pasadas las cuatro de la madrugada, con las luces apagadas y la puerta del pasillo entreabierta, para que escape el humo y entre un poco de aire fresco, o la ilusión de un aire fresco. Cristian (supongamos que ese es su nombre) no participa de la fiesta. Estudia en su pieza. Aún tiene un examen pendiente. Trata de estudiar. Lo intenta, pero la música y las carcajadas lo desconcentran. En lugar de estudiar, escucha la canción e imagina el roce de los cuerpos en la oscuridad del cuarto vecino. De pronto tocan a su puerta. Es una joven hermosa que hace una serie de preguntas que él no logra comprender. ¿Se ha escapado de la fiesta? Huele a cigarrillo y a cerveza. Sin mediar respuestas de su parte, la toma por la cintura y la besa. Acaricia su pelo negro y largo. Se siente embriagado. Arrastrados ambos por un deseo repentino se desnudan y hacen el amor. No hablan. Luego se duermen, abrazados. Cuando se despierta al día siguiente, la muchacha ya no está. Él la buscará incansablemente durante meses. Los de la fiesta no la recuerdan. Pregunta en el barrio; nadie la conoce. Recorre las calles, día tras día, abarcando cada vez un radio mayor de la ciudad. Se ha perdido y no volverá. Y después de veinte años, este doctor en ciencias aficionado a la literatura querrá escribir esa, que es la historia de amor de su vida. Y se lo pedirá a una mujer que se supone que podría hacer ese trabajo. Pero, ¿cómo describir la pasión de un hombre? Los miles de detalles que me entrega no sirven. La literatura tampoco ayuda. ¿Podemos fingir que la chica es Teresa, de Kundera; o Kit, de Bowles, o Shimamoto, de Murakami? No podemos. Y, ahora que lo pienso: no debemos.