Sobe Erich Hackl

Presentación de Raúl Zurita

es pido que me disculpen el que inicie con una referencia personal esta presentación de uno de los más notables y ejemplares autores europeos contemporáneos, leyéndoles un párrafo que influyó en todo lo que yo escribiría después y que marcó mi vida. Creo que a Erich Hackl no le sorprenderá esta cita:

Esta noche soñaré con Rudi Friemel. Tendrá la cara blanca como la cera y los ojos muy abiertos, como si se hubiese dado un susto de muerte. Llevará un pantalón de presidiario, a rayas y de tela fina, tapándole los sabañones, y una camisa blanca con bordado de rosal. Un regalo, ¿de quién? Sonreirá como siempre sonreía. Veré el hoyuelo en su mentón. Dirá: Todos me han olvidado, las mujeres, los amigos, los camaradas. Tonterías, diré yo.

Y unos párrafos más adelante:

Hoy soñaré también con mi hermana. Durante años no sueño o solo sueño tonterías que olvido nada más despertarme. Pero lo que generalmente ocurre es que no llego a soñar, porque el hombre que tengo a mi lado ronca noche tras noche. Cuando está dormido, suelta auténticas parrafadas. Entonces le digo, Fernando, quieres dejar de roncar. Y cuando por fin se ha hecho el silencio, siento un codazo en las costillas.

Marina, estás roncando, dice Fernando, y se da media vuelta, pero yo quedo despierta y no pego ojo hasta la madrugada. Y ahora quiero que durante dos noches seguidas no haya parrafadas ni codazos en las costillas, y entonces se presentará Rudi en una noche y Margarita en la otra. Creo que se me aparecerá en sueños porque está celosa. ¡Qué voy a estar celosa! La celosa eres tú, dirá. No digas estupideces, le contestaré. Pobre Marga.

Es el comienzo de La boda en Auschwitz, y se lo escuché leer por primera vez el 2004, en un encuentro de escritores en Tampico, México. Desde entonces no he cesado de volver a él y mi admiración por su obra se acrecienta con cada nueva lectura. Lo conmocionante de ese inicio es que, al igual que prácticamente la totalidad de la obra de Hackl, narra un hecho absolutamente real: un matrimonio que efectivamente se realizó en el campo de exterminio de Auschwitz entre Rudi Friemel, austriaco, y la española Marga Ferrer, en el cual Rudi está confinado y donde se permite a Marga el breve lapso de un día y una noche; cómo de golpe esas cinco líneas son capaces de mostrarnos ese punto central, anclado en el fondo de ese cúmulo de malas palabras, de tics, de pequeñas traiciones e inesperados heroísmos, que persistimos en denominar lo humano, incorpora a través de los sueños todo lo irreparable, todo lo que ya no se puede remediar, para que la continuidad no se pierda. Para que continuemos ensayando ese diálogo ancestral con que incontables hombres y mujeres, antes de quedarse dormidos, entablan con otros hombres y mujeres y donde las grandes barreras de la distancia y de la muerte dejan de ser vallas infranqueables. La hermana de Marga soñará con su cuñado Rudi Friemel, víctima de una de las más cruentas máquinas de matar que haya conocido la historia, Auschwitz, pero que no ha sido la última, porque esa cita que vuelve a hacer presente a alguien que radical, absolutamente no está, al igual que el libro que lo contiene y al igual que toda la gran literatura, sobre todo una metáfora de esa lucha que diariamente, en este mismo minuto, continúan librando sobre la faz de la Tierra millones y millones de seres humanos por convertirse en seres humanos y por continuar siéndolo.

Tomando así como trasfondo los escenarios de horror y sufrimiento impuestos por sistemas que, desde la ferocidad de los fascismos totalitarios del siglo pasado hasta la hiperdictadura actual del neoliberalismo (cuyo mayor alcance conceptual es afirmar que la libertad consiste en poder elegir entre tres marcas de chocolate), tienen como fin impedir la movilización social y preservar la sociedad de clases, los libros de Erich Hackl, desgarradoramente heridos y bellos, están cruzados por seres que vivieron o que están vivos aún, marcados profundamente por una violencia sistemática, despiadada y consciente, y cuyas vidas representan a su vez la historia de millones de otros derrotados, de millones de otras víctimas. En una entrevista reciente, Erich Hackl afirmó que «hay momentos en que se llega al fondo de toda existencia. Solo entonces uno sabe si puede vivir sin autoengaños. Uno reconoce sus propias debilidades y las de los demás». Es, creo, la mejor síntesis del motor central que anima su escritura: el dato irrefutable de la existencia.

Así, y refiriéndome solo a sus libros traducidos al español, en Los motivos de Aurora, Aurora Rodríguez, la anarquista española cuyo anhelo de emancipación choca con las convenciones sociales y que ansía tener una hija en quien cumplir su sueño de un mundo mejor para lo cual puso, a comienzos del siglo pasado, un aviso donde dice anda en busca de alguien que quiera engendrársela, hija que nacerá tiene pero a la que terminará matando, o Sara de Sara y Simón, la madre que tras la caída de la dictadura en Uruguay y después de haber sufrido persecución, encarcelamiento y tortura emprende la búsqueda desesperada y perseverante del hijo que le arrebataron, como Rudi Friemel y Margarita Ferrer de La boda en Auschwitz, o la pequeña niña gitana, Sidonie Adlersburg, de Adiós a Sidonie, que, nacida en 1933 en la región de Steyr, la misma región de la que proviene Hackl, es abandonada en las puertas del hospital con una nota que dice «Me llamo Sidonie Adlersburg y nací en la carretera de Alheim. Busco padres». Esta pequeña población –también ciudad natal del autor– donde a través de personas e instituciones se refleja la historia de Austria desde la subida de Hitler al poder en Alemania hasta 1947, dos años después del final de la guerra. Los feroces acontecimientos políticos bajo el nazismo se van reflejando gradual y dramáticamente en la actitud y la actuación de personas que, por convicción, arribismo, fervor patriótico o simple cobardía se ponen al servicio del poder y contribuyen, activamente o por omisión, a la deportación y la muerte de Sidonie. La narración, que ha transcurrido en una rigurosa tercera persona, con un relato de los hechos que no se ha permitido ningún desborde, muestra cómo no hicieron nada todos los que hubieran podido influir de algún modo en la adopción definitiva de Sidonie por parte de la familia que la ha acogido –la asistenta social, el alcalde, la maestra y el director de la escuela–, sabiendo que al entregarla a sus padres biológicos la estaban enviando a una muerte segura, por la persecución y exterminio a que fue sometida la población gitana bajo el nazismo. Efectivamente Sidonie muere en Auschwitz no de tifus, como consigna el parte oficial, sino de inanición, como le confirma al autor el hermano biológico de Sidonie, Joseph Adlersburg, él mismo sobreviviente de Auschwitz, en 1998. Poco antes Erich Hackl, rompiendo las propias reglas que se ha impuesto –ser un narrador que va contando una historia real, llevando al extremo mínimo la intervención de su voz en el relato–, no puede sin embargo evitarlo en el que es uno de los momentos más desgarradores de la escritura de nuestro tiempo, mostrándonos el momento exacto en que el lenguaje, los idiomas que hablamos, las palabras de las que disponemos, incapacitadas para narrar los extremos del dolor, pasan a ser un grito: «Este es el punto en que el cronista no puede ya ocultarse tras hechos y conjeturas. El punto en que quisiera vaciar a gritos su rabia impotente».

Porque el hecho abismal frente al cual nos pone la obra de Hackl es que no existen palabras para nombrar el horror absoluto, para dar cuenta del instante exacto en que un cuerpo torturado hasta unos momentos antes pasa a ser un desaparecido; carecemos de imágenes para fijar ese segundo infinitesimal en que alguien se convierte en sus despojos, no tenemos conceptos para imaginar qué preguntas, qué recuerdos, son los que asaltan a un ser humano, una mujer o un hombre o un niño, en ese extremo monstruoso en que está siendo muerto o está siendo mandado a la muerte. Y sin embargo debemos hablar, debemos traer a este lado del mundo cada uno de esos instantes. El dolor extremo está fuera del lenguaje y las palabras, las frases, todos los discursos rebotan contra su coraza impenetrable, y sin embargo debemos volver una y otra vez a ese extremo de la violencia y del crimen para no dejar que la mudez condene a las víctimas a un doble sacrificio y dé a los victimarios una doble impunidad.

Al releer ahora los libros de Erich Hackl tuve la sensación casi dolorosa de una reafirmación final de la literatura, una sensación que he experimentado pocas veces y que me hace creer que Sófocles escribió Antígona solo para que ninguna otra mujer tuviera que inmolarse desgarrada entre las leyes y la piedad; que para que nadie más tuviera que morir por amor, víctimas de conflictos que finalmente no les pertenecen, es que fue escrita Romeo y Julieta. Desde las primeras epopeyas hasta la estremecida piedad de Adiós a Sidonie, la gran literatura, al menos aquella que nos concierne y nos interpela, representa el intento más vasto y desesperado por erigir desde este lado del mundo una compasión sin fin que preserve a los que vienen de los sufrimientos que esas obras estuvieron obligadas a narrar. En la misma entrevista que citaba, Erich Hackl ha explicado de un modo magistral la frase de Walter Benjamin que a su vez es la representación exacta de la trayectoria del mismo Hackl: «La llama del pasado solo la podrá avivar aquel historiador que esté firmemente convencido de que ni siquiera los muertos estarán a salvo si el enemigo vence. Y este enemigo no ha parado de vencer». La frase habla del historiador, yo entiendo que está hablando de la poesía.

Es parte de lo quería decir a propósito de la visita que hoy nos honra en esta Cátedra Abierta. En un país como el nuestro donde la tortura, el asesinato y la desaparición sistemática de personas se transformaron en política de Estado, sus libros nos recuerdan de un modo insoslayable que en un mundo de víctimas y victimarios la memoria es el penoso privilegio de la vida.

Literatura y pasado

Erich Hackl

Empiezo y cierro mi intervención sobre literatura y pasado con dos citas del filósofo alemán Walter Benjamin, no solo para jus tificar mi práctica literaria y discutir unas cuantas otras, sino por considerarlas imprescindibles en cuanto a cualquier reflexión sobre el pantanoso terreno en el cual se mueve toda literatura que aspira a tratar hechos reales, con protagonistas reales, lo que le otorga a su autor una responsabilidad que la pura ficción –que tampoco suele ser tan pura– desconoce.

Comienzo, por lo tanto, con el ensayo de Benjamin que se titula «El narrador. Reflexiones en torno a la obra de Nikolai Leskov», que data del año 1936. En él, el autor distingue entre la historiografía y la narración histórica: mientras el historiador escribe, el cronista narra la historia. El primero debe explicar los hechos, «bajo circunstancia alguna puede contentarse presentándolos como muestras del curso del mundo», lo que ha sido, abierta o inconscientemente, precisamente la intención del cronista. Hemos sido invadidos por novedades, escribía Benjamin. Y sin embargo, somos pobres en historias memorables. «Esto se debe a que ya no nos alcanza acontecimiento alguno que no esté cargado de explicaciones. Con otras palabras: casi nada de lo que acontece beneficia a la narración, y casi todo a la información. Es que la mitad del arte de narrar radica precisamente en referir una historia libre de explicaciones».

Para sustentar su tesis, Benjamin recurrió a un episodio contenido en el tercer libro de las Historias de Heródoto. Ahí, en el capítulo 14, el narrador de historia griego cuenta que el rey de los egipcios, Psamenito, después de ser derrotado y aprisionado por el rey persa Cambises, ve pasar primero a su hija y después a su hijo. A la hija como esclava, y al hijo camino de su ejecución. Los ve, conoce su suerte, mas ni se inmuta. «Pero cuando luego reconoció entre los prisioneros a uno de sus criados, un hombre viejo y empobrecido, solo entonces comenzó a golpearse la cabeza con los puños y a mostrar todos los signos de la más profunda pena.»

Según Benjamin, este ejemplo sirve para descubrir la condición de la verdadera narración. «La información cobra su recompensa exclusivamente en el momento en que es nueva. Solo vive en ese instante, debe entregarse totalmente a él, y en él manifestarse. No así la narración pues esta no se agota. Mantiene sus fuerzas acumuladas, y es capaz de desplegarse pasado mucho tiempo.» Porque –escribe Benjamin– Heródoto no explica el comportamiento de su protagonista. Obliga a los lectores a interpretar ellos mismos los hechos presentados. Podrían llegar, por ejemplo, a la conclusión de que al rey no le conmueve el destino de los personajes de la realeza, por ser el suyo propio. También cabe esa interpretación: «Mucho de lo que nos conmueve en el escenario no nos conmueve en la vida; para el rey este criado no es más que un actor». O aquella otra: «El gran dolor se acumula y solo irrumpe al relajarnos. La visión de ese criado significó la relajación».

Queda la pregunta de si se puede verificar el relato de Heródoto. Si le fue contado, y por quién. Cuáles habrán sido sus motivos para conservarlo. También, si cambió el orden de aparición –la hija, el hijo, el criado– para hacer más efectiva su crónica; en fin, si se tomó sus libertades, por razones estéticas consideradas necesarias, al arreglar el material documental. También me intriga saber por qué Benjamin insistía en ofrecernos precisamente ese episodio de las Historias como ejemplo de una narración exenta de interpretación alguna, silenciando el hecho de que Heródoto sí explicaba el comportamiento del rey egipcio; según él, Psamenito dijo: «Las penas de mi casa son demasiado grandes para llorarlas. Pero la privación del amigo merecía mi lamento ya que fue rico y terminó siendo mendigo, y además se le acerca la vejez».

Lo que me molesta de las sutiles reflexiones de Benjamin es su posición: argumenta y analiza desde la postura del lector, y además del lector actual, no contemporáneo del cronista.Por lo tanto no me ayuda con mis problemas. Ya sé, por instinto, experiencia y convención, que se trata de evitar explicaciones en un texto literario. Sé que no me corresponde expresar mi opinión, la del autor. Sé que hace falta escribir de manera clara y concreta. Saber todo esto no me sirve al encontrarme en mis investigaciones con personas que me dan más que nada informaciones, conclusiones, juicios abstractos. O con un montón de papeles en los archivos, a veces de más fácil uso que los testimonios, pero también más peligrosos ya que ante ellos no tengo que justificar su transformación en una secuencia literaria. Por otra parte, a los documentos no se les puede hacer preguntas; solo revelan lo que está escrito en ellos. Ni los testimonios orales ni los documentos escritos suelen ser suficientemente completos e inequívocos para que pueda surgir de ellos una crónica que sea más que una acumulación de información y empatía, un relato que junte la verdad con la realidad. Y justo en eso estamos, en reivindicar una literatura a medio camino entre la ficción y la no ficción: que se adhiere a los hechos y sentimientos tal como aparecen en los recuerdos y testimonios acumulados, pero que busca una estructura, un molde capaz de organizarlos. La invención, por lo tanto, queda reducida a un mínimo. Sigue presente, sin embargo, la fantasía. Pero es una fantasía dirigida, limitada a causa de la responsabilidad hacia el material reunido. Por eso ese tipo de literatura corre constantemente el peligro de fracasar, de quedar inacabado o, por otra parte, de tener que completarse incluso cuando ya esté terminado y publicado, tal como me pasó en el relato Sara y Simón, cuya historia acaba de resumir Raúl Zurita. En él, como en la vida real, la búsqueda de Sara Méndez continuaba después de publicarse el libro. Seguía siendo una historia sin fin, pero con avances, con pequeños cambios, con algunas novedades en la vida de Sara. Así que el libro tampoco pudo estar terminado. Integré los respectivos cambios en cada tirada de la edición en alemán, y por supuesto los consideré también en la traducción al castellano que se publicó en 1998. El mayor cambio se dio en 2002, cuando un periodista y un político, ambos del Uruguay, lograron encontrarse con el apropiador de Simón, un policía bonaerense, que confesó haberse quedado con el niño. Este, a quien los apropiadores habían dado el nombre de Aníbal, no dudó en someterse a la prueba de ADN. Se confirmó, en un 99,98 por ciento, que era Simón. Esa novedad, que se aproximaba mucho al fin de una historia sin fin, ya no la supe integrar en la estructura de mi relato. Como autor, había seguido la misma pista falsa que Sara, por lo cual quedaban dos opciones: o reescribir todo desde el principio (bastante difícil, si no imposible, por varias razones) o agregar la historia del reencuentro entre madre e hijo, al cabo de veintiséis años, como epílogo. Opté por lo último.

Creo que todos los que escriben en esa tierra de nadie entre la ficción y el testimonio, tratando unas historias relacionadas íntimamente con la historia social, en mayúscula, persiguen un objetivo extraliterario. Ya no creen, como generaciones anteriores de escritores comprometidos, en el poder de la literatura para impactar al mundo. Pero sí tienen la esperanza, quizás inconsciente, de poder influir en la vida de sus lectores. A lo mejor solo en el sentido de dar a sus protagonistas la sensación de sentirse acompañados, menos solos, o de fomentar un encuentro entre personas alejadas o enfrentadas entre sí. Esa fue en secreto mi esperanza al escribir la historia de Sara (como una oferta para su hijo, «sea quien sea y esté donde esté», como escribí en la nota final de la primera edición). Ni lo pensé cuando me puse a trabajar sobre el caso de La boda en Auschwitz, el único casamiento legal en aquel campo de exterminio, realizado entre un preso austriaco, Rudi Friemel, y su novia española, Marga Ferrer, en la primavera de 1944. Investigando esa historia, llegué a conocer al hijo de la pareja, Édouard, que vivía cerca de París. También conocí, en Viena, a su hermanastro Norbert, fruto del primer matrimonio de Rudi. Ambos habían encerrado la historia familiar en un cajón, por lo dolorosa que les resultó, pero cuando busqué el contacto con ellos estuvieron dispuestos a enfrentarse con ella. Cada uno de ellos, y en general todos los que habían coincidido en algún momento con Rudi o Marga, guardaban en su memoria –o en cartas, fotos, libros, documentos oficiales…– solo una parte de los hechos. Yo era el único que podía completar el mosaico vital desde el principio hasta la muerte, y más allá de la muerte, por lo cual se los pude contar, conversando, luego escribiendo, con muchos detalles. Se puede decir que mi libro interesaba, si no al público general, por lo menos a los hermanos. Además, causó el reencuentro entre ellos. Habían estado sin tratarse desde que eran niños, encontrando siempre un motivo para no buscar al otro, hubo malentendidos entre ambas ramas de la familia y algún que otro prejuicio. Pero la presentación del libro fue el pretexto ideal de ambos para verse.

Algo parecido pasó con mi último libro publicado, Familie Salzmann (La familia Salzmann). Uno de los protagonistas, Hugo Salzmann, me buscó precisamente después de leer La boda en Auschwitz. En la historia de aquella otra familia creía reconocer algunos aspectos de la suya, por lo cual confió en mí. Padecía de un doble sufrimiento. Primero, por la muerte de su madre en el campo de concentración de Ravensbrück, cerca de Berlín. Él tenía entonces doce años. Cuando me contactó tenía más de setenta, pero la ausencia de la madre le seguía traumatizando. El segundo motivo fue el acoso laboral sufrido por su hijo en los años noventa, como consecuencia de haber contado a un compañero de trabajo que su abuela había muerto en un campo de concentración. Asociando el campo nazi con el exterminio de los judíos, algunos compañeros lo sometieron al mencionado acoso antisemita hasta que la dirección de la empresa lo despidió a él, no a los acosadores, por «falta de camaradería». Todas las denuncias de su padre, o sea de mi testimoniante principal, fueron en vano. Creo que ustedes pueden comprender que también en este caso, como en el de Sara y Simón, quise escribir el relato en defensa de la familia, solidarizándome con ella, pero desde la perspectiva del cronista, a sangre fría o, dicho con Benjamin, sin perjudicar la narración dando explicaciones. Además logré, como en el libro sobre los novios de la boda, un reencuentro entre Hugo y su hermanastra, la hija de su padre de un matrimonio posterior. No se trataron después de que el padre había roto con Hugo, pero leyendo mi libro, la hermanastra quiso recuperar el contacto.

De hecho creo que el mayor efecto –o por lo menos el más valioso– de esta literatura de no ficción se da entre las personas sobre las que escribo. Me encomiendan sus recuerdos, les devuelvo esa parte de la historia que no llegaron a conocer. Nos unimos, y esa unión se podría llamar amistad. Perdura, por lo general, su motivo. Fue el caso del otro relato mencionado por Raúl, Adiós a Sidonie. Cuando supe del caso, silenciado en el pueblo aun décadas después de la guerra, escribí con el impulso de apoyar a la madre y al hermano de acogida, Josefa y Manfred Breirather (el padre ya había fallecido), en su afán de poner una placa conmemoratoria para Sidonie, rechazada siempre por los políticos y algunos vecinos. Gracias a la presión de los lectores, se consiguió no solo la placa sino también un pequeño monumento y que una guardería infantil al lado de la casa de los Breirather llevara el nombre de la niña. Sin embargo, el mayor logro del libro consistió, para mí, en la amistad con la familia.

Aprovecho la historia de Sidonie para mencionar dos problemas que se dan a menudo al tratar casos reales. El primero surgió cuando me enteré de la existencia del expediente de la niña en lo que antaño había sido la oficina de asistencia social. Al cabo de mucho tiempo, ese expediente terminó en el archivo del Gobierno Regional de Alta Austria. Llamé al funcionario encargado del archivo, le pedí que me lo dejara leer. Contestó que efectivamente el expediente estaba en su poder, que contenía lo que yo buscaba –¿qué busco?, le pregunté; a los responsables de la deportación de la persona, me contestó–, pero que él no me iba a dar el permiso, que se lo debería pedir al representante político responsable de asuntos sociales en el gobierno. Solicité el permiso, el político me lo negó. Por qué, pregunté; por protección de datos, me contestó. Aún vive gente involucrada. ¿Quién? La madre de acogida, me dijo. Pero si ella quiere que tenga acceso al expediente. Que no y que no.

Así las cosas, no pude seguir escribiendo. Sabía, por el comentario del funcionario, que el expediente contenía una información clave de la historia. Si se da un caso así, solo quedan dos opciones: abandonar el proyecto o convertirlo en una simple novela, cambiando los nombres e inventando parte de los hechos. O sea, una ficción más, probable pero no vinculante para la sociedad. Tuve la suerte de que el hermano de acogida de Sidonie conocía personalmente al político que había rechazado mi solicitud, con lo cual por fin tuve acceso al expediente. Encontré en él lo que la familia nunca supo: que la orden de las autoridades nazis, de llevar a la niña a un campo de exterminio, no había sido estricta. Había dejado abierta la posibilidad de hacer una excepción de la regla, si algunas personas –el alcalde del pueblo, el director de la escuela, la jefe de la Oficina de Ayuda al Niño– garantizaban el buen comportamiento de la niña. Pero todos ellos afirmaron, para no tener que responsibilizarse, que sería mejor que se llevara a Sidonie con su familia biológica, sabiendo sin duda cuáles serían las consecuencias. Fue esa información la que dio actualidad al caso histórico, la que convirtió el pasado en presente, si pensamos en Europa en tantos refugiados cuyo pedido de asilo es rechazado por algún funcionario que sabe, pero no quiere ver, la suerte que les espera al ser devueltos a sus países de origen.

Creo que todos los que escriben en esa tierra de nadie entre la ficción y el testimonio, tratando unas historias relacionadas íntimamente con la historia social, en mayúscula, persiguen un objetivo extraliterario. Ya no creen, como generaciones anteriores de escritores comprometidos, en el poder de la literatura para impactar al mundo. Pero sí tienen la esperanza, quizás inconsciente, de poder influir en la vida de sus lectores.

El segundo problema: ¿qué hacer al no poder contrastar una información importante? Fue la madre de acogida la que me contó que Sidonie había sido encontrada en el portal del hospital, con el papel ya citado a su lado. En el periódico local de la época no encontré mención alguna. Todos los documentos de aquel año, guardados en el archivo del hospital, ya habían sido quemados. Acudí al que había sido por entonces el director administrativo. Tenía fama de tener una memoria extraordinaria. Me dijo que no recordaba el caso, solo otro de una gitana que desapareció después de haber dado a luz a un bebé en el hospital. Contando, por lo tanto, con dos versiones bien distintas, me decidí por la que me había dado la madre, en parte por la gran credibilidad suya en muchos otros detalles, pero también por un motivo ético: al fin y al cabo, fue ella la persona más cercana a la niña, cuya desaparición le seguía doliendo aún en la vejez. Moralmente, ocupó el escalón más alto, por lo que merecía mayor confianza.

Poco después de conversar con el administrador del hospital, recibí su llamada. Dijo que ahora, dando vueltas a mis preguntas, sí creía recordar el episodio de la niña encontrada en el portal. Puede ser que el recuerdo ajeno haya despertado el suyo propio. Pero también cabe la posibilidad de que se lo haya construido, a raíz de la alta probabilidad del suceso.

Por la mutua confianza no les debe sorprender que el autor deje leer el manuscrito a sus protagonistas. Primero, para eliminar errores que se dan siempre, incluso en el caso de grandes escrúpulos. Para corregir faltas que se deben a malentendidos o simplemente a interferencias acústicas. Por fallos del mismo protagonista que, más tarde, al leer el texto, se da cuenta. Y por supuesto también por creer que mis informantes tienen el derecho a saber cómo son retratados: deben reconocerse en el texto, en su apariencia y en sus sentimientos.

Hace años escribí un relato con un título difícil de traducir. Anprobieren eines Vaters quiere decir algo así como «Probar un padre», probar a un hombre mayor para ver si sería apropiado como padre. Se trataba de un viejo amigo con el que compartía el apellido: Ferdinand Hackl. Alguna gente pensaba que éramos padre e hijo. Un día, Ferdinand me había buscado para ofrecerme la dura y dolorosa historia de su infancia y juventud. Quizás me sirviera alguna vez para escribir una novela. ¡Pero si yo no escribo novelas! Hablamos, transcribí lo que me contó, me puse a escribir sobre su infancia, y cómo se estaba extendiendo en el presente. Le di a leer el resultado. Propuso cambiar algunos detalles: cómo se llamaba una taberna, el nombre de un delegado sindical, en qué distrito de Viena estaba la fábrica donde empezó a trabajar. Después dijo que tenía que mostrarles el relato a sus hijos, a ver si estaban de acuerdo con que se publicara. Ese anuncio me inquietó. No creo que las personas no directamente involucradas tengan que decidir sobre la conveniencia de un texto, y menos unos familiares que a menudo se preocupan excesivamente por una reputación. Curiosamente, fue la única vez que unos desconocidos ejercían tal poder sobre algo escrito por mí. El asunto salió bien, los hijos no pusieron ningún reparo.

Pero más tarde surgió una nueva preocupación. Resulta que Ferdinand me había contado su encuentro con un comunista que durante la época del austrofascismo fue jefe de una célula clandestina. Por razones de seguridad, solo llegó a conocer el nombre falso de ese hombre: Kern. Ferdinand no guardó buen recuerdo de él, por su arrogancia y dureza, y porque lo obligó a espiar a unos camaradas, un matrimonio muy pobre, del cual Kern sospechaba que eran informantes de la policía. Unos años más tarde, durante la Guerra Civil Española, en la que luchó en las filas de las Brigadas Internacionales, Ferdinand volvió a ver a ese Kern. Le pareció que se había vuelto alcohólico, había perdido la firmeza moral y la fe en la lucha contra el fascismo. Todos esos recuerdos aparecían en mi relato. Pero entre tanto se habían encontrado en un archivo vienés unas cuantas fichas de austriacos detenidos por la Gestapo. Una del propio Ferdinand, y otra del hombre que se hizo llamar Kern. Lo reconoció inmediatamente, en las fotos de la ficha. Así se enteró del nombre real, Gruber, y averiguó que había estado preso en el campo de concentración de Dachau, desde donde le llevaron al castillo de Hartheim. Allí, los médicos nazis mataban a miles de discapacitados y enfermos.

Debido a esa triste suerte, Ferdinand quiso que se atenuase la mala impresión que le había causado Kern, alias Gruber. Me negué, a pesar de comprender el impulso de mi amigo: hubiera suprimido algo muy importante, aparte de que debería haber reestructurado el relato, y sentí que ya no era el momento de dedicarme de nuevo a esa historia. Sin embargo, cumplí con su deseo al transformar el dilema de Ferdinand –la dicotomía entre la memoria y el duelo por la triste muerte del otro– en el dilema del narrador: «Al cabo de sesenta y cinco años lo reconoce Ferdinand en una foto de la Gestapo que apareció en el archivo municipal de Viena. Kern en realidad se llamaba Josef Gruber y fue asesinado a principios de febrero de 1942 en el castillo de Hartheim, por “vida indigna”. Frente a esa suerte Ferdinand se arrepiente de sus malos recuerdos. Mejor tacharlos. O estar de luto por Kern, escribiendo. Pero de eso resultaría otra historia que no quiero contar ahora. Como mucho…» y así sucesivamente.

Suena paradójico que uno de los motivos de crear una literatura vinculada al pasado sea precisamente la necesidad de no aceptarlo. El deseo de salvar, o de saber a salvo, a las personas que lo sufrieron. Pongo un ejemplo. Durante varios años ayudé a un compatriota mío, Hans Landauer, a investigar las biografías de los aproximadamente 1.400 austriacos que lucharon en el bando republicano durante la Guerra Civil Española. El mismo Landauer, dicho de paso, fue el más joven de ellos. Llegó a España a los dieciséis años. Después de la caída de la República pasó la frontera con Francia, donde fue internado en varios campos. Más adelante cayó en manos de las autoridades alemanas que lo llevaron a Dachau. En 1945, al ser liberado, volvió a Austria y empezó a trabajar como investigador de la policía. Esa profesión fue una buena base para sus investigaciones posteriores, ya como jubilado: sabía cómo y dónde buscar datos, cómo identificar a personas que aparecían en fichas y documentos con varios nombres y apellidos, cómo contrastar las informaciones. Se adhería a los hechos, sin que le interesara si podían dañar la imagen partidista de algún voluntario internacional.

Uno de los casos que seguimos juntos fue el de la vienesa Sofia Mach. En el Archivo General de la Guerra Civil Española, en Salamanca, Landauer encontró unos papeles según los cuales Mach había llegado a España desde Moscú, donde había vivido desde comienzos de los años treinta. Dominaba el ruso, y por haber estado anteriormente en Argentina, también el castellano, lo que la capacitaba para hacer de intérprete para unos consejeros militares soviéticos. Durante la batalla de Brunete, en julio de 1937, cayó en manos de los sublevados. En Talavera de la Reina fue condenada a la pena capital. Más tarde, a treinta años de reclusión. En febrero de 1938 la trasladaron a la cárcel de mujeres de Saturrarán Motrico. Allí se perdió su pista. Por algunos detalles en los documentos suponíamos que había muerto allí mismo, como tantas mujeres encerradas en el mismo penal. Pero más adelante, por gestiones ante el Ministerio de Justicia y la Generalitat, supe que Sofia Mach seguía viva por lo menos hasta enero de 1944, fecha en la cual la condena fue reducida a veinte años. En caso de haber aguantado hasta el final de la Guerra Mundial, podría haber sido liberada por mediación de la UNRRA –la organización precursora del Alto Comisariado para los Refugiados de las Naciones Unidas– y expulsada de la España franquista.

Sofia Mach nació en 1893. Es decir que de todos modos ya ha muerto hace tiempo. Sin embargo, sigo buscando documentos sobre ella con la esperanza de que hubiera conseguido sobrevivir algunos años más. No es la simple curiosidad la que me motiva, sino el mencionado deseo de que se haya salvado.Sentí cada noticia que me llegó sobre su prolongada estancia en otras cárceles, de Tarragona, de Barcelona, como un pequeño triunfo. Hacerlo público sería el paso siguiente. Es decir, compartir mi deseo con más gente, con mis lectores. Tal vez no se va a dar nunca. Pero entonces prefiero quedarme con la poca información que pudimos reunir Landauer y yo antes de construir un cuento o una novela, imaginándome lo que no pude averiguar. No creo en la opción de inventarme una vida. Por lo menos necesito documentarme mucho para no caer, al crear una ficción, en errores.

Recurro, para hacerme entender, a un debate que se dio hace casi treinta años en Suiza. Entonces, el escritor y periodista Niklaus Meienberg criticó una novela de su colega Otto F. Walter, Das Staunen der Schlafwandler am Ende der Nacht (El asombro de los sonámbulos al fin de la noche) y una película de Thomas Koerfer, Glut (Ardor). La novela trata de los mecanismos de censura en un diario de Zúrich, la película la conducta de un fabricante de armas suizo, que vendió sus productos de destrucción humana a la Alemania nazi. Tanto Walter como Koerfer insistían en que sus obras eran de ficción. Se basaban en hechos y personas concretas, eso sí, pero querían crear una obra de arte sublimando la realidad. Meienberg no puso pegas a ese propósito. Pero según él cualquier artista que se inspira en hechos reales debe conocerlos en profundidad antes de usarlos con discrecionalidad. Si no, crea, como Walter y Koerfer, unas construcciones artificiales que quedan por debajo de la realidad, subrealistas en vez de tener un toque surrealista. O sea, Meienberg no quería prohibirles tratar hechos reales en la ficción; lo que le molestaba era una serie de invenciones que simulaban ser reales y el rechazo a cualquier crítica con el argumento de que se trataba de historias inventadas.

Yo mismo me ocupé, hace unos diez años, de un producto subrealista, una obra del escritor español Antonio Muñoz Molina, Sefarad, presentada como una «novela de novelas». En diecisiete capítulos Muñoz Molina traspasa los horrores políticos e individuales del siglo XX (que empieza, según la visión de Eric Hobsbawm, con la revolución rusa y termina con la caída del imperio soviético). Su fallo consiste en que finge amparar las experiencias de personas reales, tales como Amaya Ibárruri, Jean Améry, Milena Jesenská, Willi Münzenberg y Viktor Klemperer, de los abusos de la ficción manipulándolas al mismo tiempo, sin preocuparse por los detalles biográficos y faltando a los conocimientos históricos y topográficos básicos. En España mi crítica fue rechazada con indignación, no solo del propio autor. Me fue imposible hacerme comprensible, no se llegó a un debate como en aquel entonces en Suiza. Aun más que a Meienberg me molestó la ideología transportada mediante las tergiversaciones biográficas. La manipulación de la historia le sirvió a Muñoz Molina para denunciar en partes iguales a la derecha y la izquierda, para tomar el propio estado de ánimo como instrumento de medición de la situación social e instrumentalizar la añoranza de los sefardíes expulsados a finales del siglo XV en favor del nacionalismo español.

Eso me lleva a pensar que a lo mejor es justamente la contraposición entre probable e improbable la que conforma la frontera entre las literaturas de ficción y de no ficción. Esta se preocupa por hechos que pasaron realmente, e insiste en esos hechos, incluso cuando a los lectores les parecen improbables, mientras que aquella reconoce la primacía de lo probable y quiere cumplir con ello a toda costa. Me parece dudosa la mezcla entre ambos modelos tal como la ha practicado Muñoz Molina en su «novela de novelas», o sea cuando los autores cambian la vida real de sus protagonistas a causa de ciertas necesidades literarias y convicciones ideológicas, pero chantajeando a sus lectores con la autoridad de lo real. En casos así no nos sirven, según la filóloga y escritora Ruth Klüger, los juicios estéticos «sino solamente el término extraestético de la mentira».

Una de las novelas españolas más leídas y apreciadas de la última década, Soldados de Salamina, de Javier Cercas, sería otro ejemplo de la dudosa mezcla de historia y ficción. El narrador en primera persona –un periodista, de nombre Javier Cercas, pero no idéntico al autor– va investigando un hecho que se dio en Cataluña hacia finales de la guerra civil. Allí, en un claro cerca de un monasterio, unas docenas de presos fueron ejecutados por orden del Servicio de Información Militar republicano: fascistas de alto rango, dirigentes de la Quinta Columna, banqueros, abogados y curas sospechosos de colaborar con el régimen de Franco. Entre ellos, el escritor falangista Rafael Sánchez Mazas. Pero este en el último momento consiguió escapar de la masacre. En su persecución, un miliciano dio con él, pero no lo delató. Hasta la llegada de las tropas franquistas, Sánchez Mazas se escondió cerca de un caserón, junto con algunos desertores del Ejército Popular. Después de la victoria de los militares sublevados ejerció de portavoz de la Comisión de Política Exterior de la Falange, a continuación formó parte del primer gobierno de Franco. Más tarde ocupó algun puesto público, pero se dedicaba esencialmente a la creación literaria. Murió en octubre de 1966.

Al reconstruir esa historia real el narrador no avanza. Reúne bastante material sobre Sánchez Mazas y su milagrosa salvación, entrevista a los desertores sobrevivientes, pero no consigue llenar un hueco: el del miliciano que salvó la vida a su enemigo. Como el autor Cercas no lo encuentra, soluciona el problema mediante un juego de ideas: saca de una conversación con Roberto Bolaño la idea de traspasar a un excombatiente antifascista, a quien Bolaño había conocido años atrás en un camping catalán, a un asilo de ancianos francés, finge encontrarlo y sugiere que aquel viejo revolucionario gruñón podría ser la persona buscada. Para superar la realidad, para dar sentido a la historia, para cerrarla, Cercas opta por la ficción. Considera probable lo que, según mis experiencias, es subrealista en el sentido de Meienberg: el viejo aparece, en su desinterés por los bienes materiales, en su clarividencia y, dicho de paso, en su rudo machismo, como un residuo de otro mundo que ha desaparecido para siempre y ya no guarda ninguna relación con el presente. El gran éxito de la novela se debe a ese final: el «relato real», como lo llama el autor, desemboca en una ficción que sugiere a los lectores que la historia de la guerra civil ha pasado definitivamente y ofrece a la España moderna nada más que unas reminiscencias nostálgicas.

 No es casual que Mario Vargas Llosa haya celebrado Soldados de Salamina, por las desfiguraciones ficcionales como buen ejemplo de su concepción de la literatura como «la verdad de la mentira».

La estructura de la novela de Cercas me hace recordar uno de mis grandes problemas al tratar casos reales: desde el principio he buscado la legitimación de mi autoría. Casi nunca existía una relación de experiencia vital entre mis protagonistas y yo, es decir no había ningún elemento biográfico que justificara mi dedicación al tema, algo que me permitiera incluirme –a mí o a un alter ego– en una historia. Dicho de otra manera: me es imposible contar el proceso de la investigaciones, mi acercamiento paulatino hacia las experiencias y recuerdos ajenos, de una forma inteligible y convincente. Y ese aspecto en la elaboración de una obra literaria es a menudo tan importante como la historia en sí.

Mi esfuerzo por dar una estructura literaria a La boda en Auschwitz, por ejemplo, fue durante muchos años en vano precisamente porque la cantidad de informantes y escenarios, más las casualidades de mis pesquisas, hicieron necesaria mi presencia en el texto, que por otra parte no tenía sentido. Al plantearle a un amigo, al escritor cubano Jesús Díaz, mis problemas me aconsejó probar un modo de proceder que iba a reencontrar más tarde en la obra de Cercas: propuso que inventara a un periodista, una figura más bien mediocre y sin mayor compromiso cívico, que de pura casualidad encuentra alguna referencia al casamiento en Auschwitz. Empieza a investigar el caso, al principio con desgana, después con pasión, revelando pieza por pieza la compleja historia.

Confieso que esa propuesta me decepcionó bastante. La idea, bien realizada, al fin y al cabo hubiera significado subordinar esa historia a la ficción: caer en la deslealtad hacia mi propia pretensión y por lo tanto hacia los protagonistas. El deseo de recordar su suerte y su pena se habría esfumado. Habría quedado como una pieza más en la larga fila de la literatura de probabilidades. El recurso a la ficción era incompatible con la ética de mi trabajo.

Al escribir esto, estoy recordando un libro del autor catalán Jordi Bonells. Es su primera obra escrita en francés. La edición española se titula La segunda desaparición de Majorana. Trata de una persona real: Ettore Majorana era un físico italiano que desapareció de repente en marzo de 1938. Tanto los motivos como las circunstancias de su desaparición siguen siendo misteriosos. No se sabe si se suicidó, si fue víctima de un accidente o de un crimen, o si seguía viviendo con una nueva identidad. Bonells inventa, como Cercas, a un narrador en primera persona, del mismo nombre del autor y como este profesor de literatura en una universidad francesa. Ese narrador viaja a Argentina con el propósito de realizar un trabajo sobre novela y dictadura, entrevista a unos cuantos escritores –todos reales, como Abelardo Castillo, Liliana Heker y Mempo Giardinelli– y se entera por ellos de lo que hasta entonces figuraba como una hipótesis fugaz: Majorana habría huido a Argentina. La búsqueda del físico se vuelve cada vez más obsesiva, hasta que el narrador encuentra por fin a un testigo del secuestro de Majorana, a finales de 1976 y en plena calle. Ettore Majorana sería por lo tanto una víctima de la dictadura militar.

Bonells conoce a la perfección el ámbito en que se mueve su narrador. La ciudad de Buenos Aires le es familiar, describe las calles, plazas, oficinas, cafeterías y demás lugares de reunión con maestría. Domina el lenguaje en todos sus matices. Está al tanto de la compleja historia política argentina. Tiene humor pero no cuenta disparates como Cercas, ni abusa del caso Majorana en favor de una ideología, como lo ha hecho Muñoz Molina. La novela me fascina, y al mismo tiempo me repugna, ya que tanto la búsqueda apasionante del físico italiano como su secuestro y muerte en un campo clandestino son pura invención. También Bonells juega con la realidad, la simula y no permite a los lectores separar los elementos reales de los inventados. Su obra funciona como el dolor fantasma: lo que duele no existe. Pero en realidad sí existe, solo que al autor no le importa. En vez de seguir la pista de un desaparecido de verdad, de uno solo, sea hombre o mujer, y hacerlo aparecer, en los recuerdos de los familiares, amigos, vecinos, compañeros, Bonells ha creado con inmenso esfuerzo una ficción. Atrae mi empatía, mi compasión, pero al final me siento engañado, y junto a mí, al lector, engañados también los ocho o quince o treinta mil desaparecidos sobre los que nadie ha escrito un libro. Así reaparece de nuevo la mentira en la literatura, la mentira de la verdad, para invertir el lema de Vargas Llosa.

Hablemos, brevemente por lo menos, de Roberto Bolaño y su novela Estrella distante. Evidentemente, aquí no necesito resumir la trama. Ni insistir demasiado en cómo un flamante infrarrealista cayó, al crear una ficción basada en los crímenes de la dictadura militar chilena, en el pozo del subrealismo. Primero, por usar las actividades subversivas del poeta Raúl Zurita y el grupo CADA como modelo para la poesía visual de un asesino al servicio del régimen, apoyando así la vieja tesis conservadora de que los extremos llegan a tocarse. Segundo, por la tendencia, manifiesta en toda su obra, de propagar –en la figura de Carlos Wieder– la demonización y por lo tanto la neutralización del fascismo. Bolaño ocupa así un lugar opuesto a la filósofa Hannah Arendt y su tesis sobre la banalidad del mal, válida según mi parecer no solo para los dirigentes y altos cargos del nazismo. Tercero, por inventarse la venganza individual, no se llega a saber por encargo de quién, que lleva a la búsqueda y ejecución de Wieder. Sin embargo, el de tomarse la justicia por su mano es un hecho muy aislado en el bando de la izquierda, exceptuando los casos –verdaderos o construidos– de traición, y más allá de asesinatos simbólicos como el de Anastasio Somoza por un comando del ERP argentino. Matar por vengar es más bien propio de la extrema derecha, si pensamos en la historia alemana en los años posteriores de la Primera Guerra Mundial, en los asesinatos del general Prats y otros opositores al régimen de Pinochet o en el simple terrorismo, hoy en día alimentado por el fanatismo religioso.

Por otra parte, la novela de Bolaño plantea una pregunta inquietante: ¿qué pasa si fracasa la justicia institucional? Entonces, ¿es legítima la individual? Y más: ¿qué es lo que queda del entusiasmo de la generación de Bolaño, que él mencionaba a menudo, por tomar las armas para acabar con la injusticia?¿Cuál es la tarea de la literatura al tratar ese esfuerzo?¿O, en Europa, el esfuerzo de aquella otra generación que luchó contra el fascismo y que está al borde de desaparecer, biológicamente y como referente para el presente que parece pedir, a gritos, un cambio radical?

Hace dos años se publicó en Alemania una novela totalmente fuera del panorama literatio común. Su autor es Robert Cohen, un suizo radicado en New York. La novela se llama Exil der frechen Frauen (El exilio de las mujeres atrevidas). Cuenta la suerte de tres jóvenes comunistas alemanas, Maria Osten, Olga Benario y Ruth Rewald, de sus escritos, de sus amores, de sus luchas. Rewald murió en Auschwitz. Benario fue asesinada en el centro de exterminio de Bernburg. A Osten la fusilaron en la Unión Soviética. Cohen no se inventa casi nada. Pero hace uso de sus logros y avances narrativos para convertir las biografías de estas tres mujeres, y de docenas de sus compañeros, en un gran fresco de una época y de las posibilidades y esperanzas inherentes a ella. Hacia el final del libro escribe  «Las fuentes se secan. Aquellos, a los que se ha tratado aquí, vuelven a desaparecer en la Histori, en la que participaron y que los arrolló. Hicieron Historia, ellos y nadie más. Eñ resultados de sus esfuerzos es, como pasa tan a menudo en la Historia, diferente del que ellos querían »

Comparto con Cohen la visión de una literatura que reivindica a los perdedores del pasado. A los de sangre y heuso, a los reales, que ya no tienen salvación sino fuera de la ficción. En la sexta tesis de Filosofía de la historia, escrita poco antes de su muerte, Walter Benjamin insistía en la necesidad de «encender en lo pasado la chispa de la esperanza», ya que «ni siquiera los muertos estarán a salvo si el enemigo vence». Y este enemigo, advirtió Benjamin, no ha cesado de vencer.