A propósito del montaje

Alfredo Sepúlveda

Sepan ustedes disculpar, como dicen mis amigos argentinos, que comience contando una historia que no está directamente relacionada con nuestro invitado de hoy. Es una anécdota personal que viene de la profundidad de los años 90, de los inicios de la restitución democrática en Chile, pero espero que al final de este relato se entienda que esta historia sí está conectada con Juan Gómez Bárcena, con su obra y con el tema que nos convoca hoy.

La anécdota es la siguiente: en 1991, un jovencísimo estudiante de periodismo, de 21 años, que estudiaba en la Universidad de Chile, llegó a trabajar a TVN. En ese tiempo estas cosas se podían hacer, no por los especiales dotes de este estudiante de periodismo ni por su inteligencia, sino porque era uno de los pocos que estaba dispuesto a tomar el peor turno que tenía el departamento de prensa de dicho canal en ese año: el turno de las noticias de la mañana, en el cómodo horario de las 5:00 am a la 9:00 am, hora en que el estudiante se retiraba y podía volver a su rutina, pero esa rutina era básicamente ir a dormir, porque con ese turno, simplemente, no se podía vivir.

Ese estudiante era yo.

En esos días, en esos años, conocí a un croata de una estatura superior a dos metros, con pinta entre Zlatan Ibrahimović —que sé que es bosnio, pero no tengo otra referencia, está cerca al menos— y Bruce Dickinson, es decir, metal y fútbol unidos, que eran mis pasiones de entonces. Este croata trabajaba en TVN, en el departamento de prensa como yo, y lo hacía en las ya fenecidas “islas de edición”. Zoltan Felso era un editor de video, ese era su cargo, es decir, la persona que tomaba las entonces cintas magnéticas con que llegaban de la calle los camarógrafos del noticiero, y en estas islas de edición contaba con una máquina de edición, una editora y una pantalla donde se podían ver las cosas y donde él hacía la magia de transformar las imágenes crudas, que llevaban los camarógrafos, en los hechos audiovisuales noticiosos que los chilenos estaban acostumbrados entonces.

Mi trabajo era bastante simple: consistía en armar las noticias internacionales de los noticieros de las 7:00 am y de dos reportes más, breves, que venían a las 9:00 am y 10:00 am. En total, yo debía dejar armadas cuatro o cinco notas, de aproximadamente tres minutos cada una, entre las 5:00 am y las 6:55 am, y dos más para las emisiones que venían después. Zoltan me ayudaba a hacer eso, o mejor dicho yo escribía, elegía los segmentos audiovisuales y él hacía el resto.

—Toma, Zoltan —le decía yo y le pasaba un cargamento de viejas cintas U-matic y unas hojas de papel mimeografiadas, escritas por supuesto en máquinas de escribir.

—Entretención, Zoltancito —le decía yo. La tarea mía, puedo reconocerlo porque el delito ya proscribió, era en gran parte piratear la CNN. Esa era la proveniencia de la mayoría de los segmentos de video que empleábamos, y dudo que TVN haya hecho un tipo de pago por aquello. Desde luego que había otros servicios internacionales pagados, pero todos ellos eran del día anterior. Por eso yo era el “chico CNN”, porque sólo a través de este crimen podíamos salir con imágenes frescas de lo que ocurría en el mundo. Zoltan me ayudaba felizmente a hacer aquello. Trabajaba él en una especie de mini cubículo, cerrado completamente, una suerte de baño sin baño. Había una hilera de estos, deben haber sido unos seis o siete, y deben haber medido dos metros de largo por uno de ancho. Ahí se disponía el editor de video y su máquina. Zoltan trabajaba toda la noche. Llegaba mucho antes que yo, porque no sólo hacía las noticias internacionales, sino todos los segmentos del noticiero de la mañana. Zoltan era muy particular. Con su pinta de guardia de discoteca moscovita, era un digno representante de la cultura popular chilena, un académico de la lengua del lenguaje coloquial chileno, con un postdoctorado en coa, el idioma que se habla en las cárceles —en Argentina se le conoce o conocía como lunfardo; hoy yo creo que ya salió de las prisiones y se extendió en el cuerpo social chileno bajo otro nombre: el flaite.

—Zoltan, tenemos que hacer esta nota rápido.

—Yo tendré que hacerla po, buche culiao, mientras vos te rascai las hueas. Siéntate acá, al menos —(traduzco para Juan: “Yo tendré que hacerlas, cabrón gilipollas, mientras tú te rascas las bolas”).

Esta es, ciertamente, una traducción muy aproximada. No tengo conocimientos profundos en el lunfardo español ni tampoco demasiados del coa chileno. Tengo que confesar que a través de Zoltan conocí la palabra buche, que entiendo hoy está en desuso y que él nunca me quiso revelar realmente su significado, porque no podía creer que yo no la conociera. Entiendo que es “estómago”, pero él le daba el sentido de una interjección, un vocativo, un reemplazo del ubicuo “huevón” chileno.

Nunca más se lo volví a escuchar a nadie, en todo caso.

Debo confesar que nos hicimos muy amigos y que lo quise mucho. Hasta el día de hoy lo guardo en mi memoria con un cariño muy especial porque fue realmente un maestro, de estos que se encuentran en la calle, de estos inesperados que te dicen las cosas tal como son. Zoltan era un hombre que no soportaba la autoridad, un punketa. Entonces, me imagino, debe haber tenido unos cuarenta años, tal vez un poco más, tal vez un poco menos. Había escogido trabajar de noche ya que no sólo le pagaban un poco mejor, sino que no estaban los jefes buches. De alguna manera, lo único parecido a un repartidor de instrucciones que tenía cerca era yo, un flacuchento casi estudiante en práctica.

En realidad, Zoltan era el amo y señor de Televisión Nacional de Chile entre las 12:00 pm y las 5:00 am. Entrar en la isla de edición de Zoltan era toda una aventura. Zoltan era fanático de los fiambres. Sus necesidades de alimentación las resolvía a eso de las 4:00 am, que era su hora de almuerzo. El menú consistía en una selección maravillosa de fiambres: mortadelas salpimentadas, salames, salamines, olorosos quesos de campo, pichangas y todo tipo de verduras en salmuera y condimentos en base a ajo. Tengo que decir una cosa: dado su consumo de ajo, estoy seguro que Zoltan no era un vampiro. Entrar, por lo tanto, en la isla de Zoltan a las cinco o seis de la mañana, era entrar a un mundo paralelo, en el que el aroma de los fiambres —y con todo respeto, Zoltan, si llegas a escuchar esto—, el inevitable efluvio corporal detonado por la calefacción de invierno y el encierro, todo esto constituía una barrera de entrada muy alta. Esto, supongo, era una estrategia suya también.

Como sus capacidades técnicas en la edición eran muy buenas, y aquello lo hacía ser un técnico muy solicitado, así mantenía a raya la carga de trabajo. Pocos periodistas querían entrar a esa isla, pero yo me había hecho amigo de él, me había acogido, aconsejado y protegido. Me encontraba un buen periodista. Hicimos buenas migas y aprendí de él lo único que sé de montaje cinematográfico que es lo que nos convoca hoy día.

—Mira, buche, cuando vos escribís perro, yo pongo un perro. Cuando vos escribís casa, yo pongo una casa. Eso es todo lo que tenís que saber.

Esto era el famoso y sofisticado principio de montaje cinematográfico que se aplicaba en los noticieros chilenos de entonces. La fórmula perro-perro/casa-casa, que gobernó la televisión chilena por muchos años.

Este recuerdo de Zoltan Felso surgió a partir de una muy breve conversación que sostuve ayer con Juan, sobre la relación entre la memoria histórica —que es algo que conozco— y las técnicas de montaje cinematográfico —y lo que les acabo de narrar es todo lo que sé— aplicado a la literatura. Pienso que en todo este relato y en cualquiera, lo que hice es montar cinematográficamente a mi querido y antiguo amigo. Nunca, en realidad, lo conocí en profundidad, y probablemente sus aventuras de faldas que narraba entre edición y edición eran ampliamente exageradas. Sólo tengo estos trozos de su vida que selecciono y pongo uno tras otro. Él se constituye, de alguna manera, en mi memoria de la misma forma en que él construía notas audiovisuales de prensa, es decir, hay una selección tal vez de los mejores o peores momentos para establecer a este Zoltan, este personaje.

Tal vez lo que he hecho recién no tiene nada que ver con la realidad. Afortunadamente, esta es una cátedra amparada en una escuela de literatura y eso es lo que en el fondo se busca: que no importa que no sea realidad, como en la escuela de periodismo. En lo que conozco de la obra de Juan, veo que hay cosas en común: un cierto cariño por la historia y la memoria, una cierta idea de que la historia grande de los países pasa o se involucra en las pequeñas cosas. Sin la restitución democrática de 1990, sin don Patricio Alwyn, sin los “30 años”, TVN no hubiera tenido a Zoltan ni a mí en esa isla de edición. En mi caso particular. porque yo fui llevado por pituto: mi tío Dennis Jones, que en paz descanse, era editor en el departamento de prensa de TVN. Él me llevó, a él los militares lo habían sacado del periodismo en los años 70 y la restitución de 1990 lo había devuelto a su oficio en TVN, entonces la gran historia también pasa por esta pequeña historia. A veces la historia grande de los países pareciera ser, en general, un texto muerto, uno descuartizado por el sistema escolar. Tengo una hija que acaba de dar la Prueba de Acceso a la educación superior y me contó que la prueba de historia fue una prueba rarísima, donde no se preguntaba nombre alguno. El simple hecho de contar la historia como si fuera alrededor de una fogata creo que no es algo popular hoy. La historia larga, como lo prueba la obra de Juan, entra en la historia corta, en la de las vidas cotidianas, en la de los pueblos enanos.

Y con esto termino: la memoria, el ejercicio de la memoria. Creo que siempre es parecido a un montaje cinematográfico. Somos selectivos para los recuerdos y los desplegamos de una manera que nos haga sentido. En mi caso va a ser siempre perro-perro/casa-casa.

 

Literatura y montaje cinematográfico

Por Juan Gómez Bárcena

 

Es para mí un placer estar aquí en la Cátedra Bolaño para compartir con ustedes algunas de mis dudas e intuiciones en torno al proceso creativo. Porque con su permiso eso es precisamente lo que haré a lo largo de mi conferencia: no tanto realizar una síntesis de lo que sé con certeza como plantearme en voz alta algunas de las muchas cosas que todavía no sé o no sé del todo y sigo aprendiendo a través de la escritura. Esas intuiciones giran en torno a la relación entre el lenguaje cinematográfico y el lenguaje literario, o más exactamente, lo que me propongo es descubrir cuáles de los hallazgos del cine son aprovechables para nosotros los creadores literarios y en qué medida.

Para repensar los límites entre ambos lenguajes lo primero que podemos hacer es repasar la historia de su mutuo enriquecimiento. Y esta historia no comienza con el origen del cine, sino muchos siglos atrás. Porque cuando en 1895 los hermanos Lumière llenan una pequeña sala de París para realizar la primera exhibición pública del cinematógrafo, no están en realidad inventando el lenguaje audiovisual; sólo acaban de dar con una herramienta privilegiada para desarrollar un lenguaje preexistente. Es posible encontrar trazas de ese lenguaje, por ejemplo, en textos literarios tan antiguos como la Eneida. Así, en el poema de Virgilio podemos rastrear, de la mano del crítico Paul Leglise recursos como primeros planos de los rostros para reflejar sus emociones, congelación del tiempo narrativo durante los duelos, zoom in en el escudo de Eneas, planos panorámicos de Troya o de la batalla campal, etcétera. Otros autores, como Cervantes o Shakespeare, han sido igualmente considerados cineastas por anticipación: es decir, autores en cuyas obras ya parece operar cierta conciencia pre-cinematográfica. No resulta quizá pertinente en esta ocasión extendernos en estas anticipaciones: pero sí es importante tomar nota de ellas para entender que la literatura no puede desligarse del lenguaje audiovisual. Aprender del cine, por lo tanto, no es el resultado de una moda o de un capricho imitativo; no se trata tampoco, como señalan algunos críticos, de que el cine se haya convertido en nuestra época en una disciplina rey, que la literatura buscaría dócilmente reproducir. Paradójicamente, es un camino que nos devuelve a la esencia de nuestra disciplina.

Pero las razones de esta obsesión mía por el cine no sólo hay que buscarlas fuera; también tienen su origen en mi propia biografía. Porque aunque ahora, al mirar atrás, sea fácil considerar que siempre quise ser escritor, lo cierto es que hubo una época en mi adolescencia en que me debatí entre mi pasión por los libros y mi pasión por las películas. Estoy aquí hablando con ustedes porque obviamente acabó triunfando la primera, pero supongo que escojo hablarles de cine porque en cierto modo esta disyuntiva no ha llegado a resolverse del todo nunca. Así, a lo largo de los años he aprendido que mi camino como creador no estaba en el uso de la imagen sino de la palabra, pero también he aprendido que a pesar de sus diferencias, palabra e imagen pueden colaborar juntas y aprender la una de la otra. Cuando me preguntan por mis maestros, rápidamente me vienen a la cabeza nombres como Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Roberto Bolaño o Svetlana Aleksiévich, pero también directores como Alfred Hitchcock, Stanley Kubrick o David Lynch, en cuyas películas nunca he dejado de buscar codiciosamente pequeños tesoros que trasladar a mi propia disciplina. Esas influencias pueden detectarse en mis cinco obras publicadas, pero muy especialmente en mi última novela, Lo demás es aire, que me ha permitido embarcarme en esta búsqueda que hoy quiero compartir con ustedes.

Con su permiso, voy a exponer brevemente el planteamiento de mi novela, y comprenderán por qué razones supe muy pronto que el cine y no la literatura contenía la llave que necesitaba. Lo demás es aire está ambientada en el pueblo de mis antepasados, una pequeña aldea de apenas un centenar de habitantes en la costa norte de España. Ese pueblo, que muchos de los habitantes de la provincia ni siquiera conocen, se llama Toñanes. Durante toda mi vida he investigado la historia de este pequeño lugar, rastreando documentos que se remontan, en algunos casos, al siglo XII. Libros parroquiales, testamentos, títulos de compraventa, antiguas fotografías, noticias de hemeroteca, censos, padrones municipales: toda la información contenida en los archivos fue pasando por mis manos, en mi objetivo de comprender plenamente su evolución histórica. Mis motivos fueron al principio, o al menos así me lo parecieron, extraliterarios. Por aquel entonces no me proponía escribir una novela, sino como mucho publicar algunos artículos de investigación. También pesaban, por supuesto, razones sentimentales. Tal vez ustedes tienen también un pueblo, es decir, un pequeño lugar del mundo en el que se recluyen cuando quieren estar solos, y que de algún modo sienten próximos a su más íntima biografía. Si es el caso, tal vez paseando por sus calles —aunque Toñanes no tiene calles, sino más bien caminos de grava y de tierra— han experimentado esa asombrosa sensación que a mí me ha sacudido tantas veces: la sensación de que estaban recorriendo un lugar que estaba enclavado en otro tiempo. Las ciudades cambian deprisa; dentro de diez o veinte años, muchos de los comercios o de los vecinos que habitan un barrio pueden haberse mudado o simplemente haber desaparecido. Hay algo en los grandes núcleos urbanos que huele a eterno presente: por más que los ancianos nos repitan aquello de «antes todo esto era campo», resulta casi inconcebible creer que el asfalto que pisamos haya tenido un pasado. En un pueblo como Toñanes, sin embargo, la impresión es muy distinta. Uno puede toparse con una casona del siglo XVII que se conserva casi sin modificaciones. Nos apoyamos en una tapia y nos preguntamos quién o quiénes la construyeron. Tal o cual familia, pongamos los Gómez, odian a otra, pongamos los Tagle, aunque no sean capaces de recordar por qué: las razones, nos dicen, se remontan a la noche de los tiempos. La portilla de acceso a una finca es hoy, por ejemplo, el somier herrumbroso de una cama, que conoció tiempos mejores, y a lo mejor encontramos un roble bicentenario en cuyo tronco alguien trazó con su navaja un signo que ya no puede ser descifrado. Y entonces es inevitable -al menos a mí me resulta inevitable- tratar de reconstruir el puzle, el misterio: elaborar un cuadro en el que todos estos pasados de alguna forma se conjuguen para abarca su historia de un solo vistazo.

Hay un pasaje bellísimo de El malestar de la cultura de Sigmund Freud en el que se propone un ejercicio semejante. Freud no estaba paseando por una aldea, sino por las calles de Roma, pero encontró precisamente en la Ciudad Eterna una imagen imperecedera para explicar al lector a qué se parecería la psique humana si no fuera un contenido mental sino un espacio. La cita es un poco extensa, así que confío en no agotar vuestra paciencia al reproducirla completa:

 

Supongamos ahora, a manera de fantasía, que Roma no fuese un lugar de habitación humana, sino un ente psíquico con un pasado no menos rico y prolongado, en el cual no hubieren desaparecido nada de lo que alguna vez existió y donde junto a la última fase evolutiva subsistieran todas las anteriores. Aplicado a Roma, esto significaría que en el Palatino habrían de levantarse aún, en todo su porte primitivo, los palacios imperiales y el Septizonium de Septimio Severo; que las almenas del Castel Sant’Angelo todavía estuvieran coronadas por las bellas estatuas que las adornaron antes del sitio por los godos, etc. Pero aún más: en el lugar que ocupa el Palazzo Caffarelli veríamos de nuevo, sin tener que demoler este edificio, el templo de Júpiter Capitolino, y no sólo en su forma más reciente, como lo contemplaron los romanos de la época cesárea, sino también en la primitiva, etrusca, ornada con antefijos de terracota. En el emplazamiento actual del Coliseo podríamos admirar, además, la desaparecida Domus aurea de Nerón; en la Piazza della Rotonda no encontraríamos tan sólo el actual Panteón como Adriano nos lo ha legado, sino también, en el mismo solar, la construcción original de M. Agrippa, y, además, en este terreno, la iglesia María sopra Minerva, sin contar el antiguo templo sobre el cual fue edificada. Y bastaría que el observador cambiara la dirección de su mirada o su punto de observación para hacer surgir una u otra de estas visiones.

Evidentemente, no tiene objeto alguno seguir el hilo de esta fantasía, pues nos lleva a lo inconcebible y aun a lo absurdo. Si pretendemos representar espacialmente la sucesión histórica, sólo podremos hacerlo mediante la yuxtaposición en el espacio, pues éste no acepta dos contenidos distintos. Nuestro intento parece ser un juego vano; su única justificación es la de mostrarnos cuán lejos estamos de poder captar las características de la vida psíquica mediante la representación descriptiva.

 

Hasta aquí la cita de Freud, que ha parecido alejarnos por un momento del tema que nos ocupaba, pero que sirve para explicar el germen de mi novela. Porque en algún momento descubrí que toda esa documentación que había ido atesorando, esos documentos que me permitían sondear en la historia de cada familia y cada casa, eran precisamente eso: una novela. Pero mi objetivo no era escribir una de esas sagas históricas, en las que seguimos la genealogía de una familia y de un pueblo. Tal y como primero se propuso Freud, mi ambición no era retratar la historia de Toñanes de manera sucesiva, sino presentar a los ojos del lector simultáneamente todos los tiempos contenidos en un mismo espacio. Contar todas las vicisitudes de Toñanes desde la prehistoria hasta el tiempo presente habría ofrecido al lector una visión histórica al uso, pero no me habría permitido alcanzar mi objetivo, que no era otro que mostrar de manera instantánea los paralelismos y discrepancias de una pequeña sociedad a lo largo del tiempo. Lo que quería es que un peregrino del siglo XVII, huyendo de la peste, se llevara a la boca un pañuelo rociado con perfume y simultáneamente un anciano de Toñanes en 2020 se ajustara una mascarilla quirúrgica; que un campesino de 1872 perdiera en el campo una moneda que en el mismo párrafo encuentra un turista de 2016. Que una mujer festejara en 1984 el nacimiento de su hijo al mismo tiempo que una pareja de 1626 enterraba al suyo.

Muy pronto comprendí que los objetivos que me había marcado con Lo demás es aire parecían más accesibles desde la imagen que desde la palabra. El cine disfruta de una sorprendente capacidad de síntesis: un único plano, percibido por el ojo humano en menos de un segundo, puede condensar una enorme cantidad de información, que la literatura sólo podrá transmitir con una buena porción de tiempo y enorme esfuerzo. Situar al lector bruscamente, pongamos por caso, en 1936 durante la guerra civil española, para más tarde saltar al origen de Toñanes en el siglo III, exige la laboriosa creación de dos atmósferas complejas a lo largo de varios párrafos o incluso páginas; son muchas palabras fatigosamente eslabonadas, muchas frases que el lector ha de recolectar hasta ser capaz de «ver» aquello que el autor quiere que vea. Para cuando el lector ha comprendido que acabamos de retroceder mil setecientos años, el chiste del gorro de miliciano que se contrapone al penacho de centurión romano ha dejado de tener gracia.

¿Por qué no pensé entonces en convertir Lo demás es aire en un guión cinematográfico? Porque, por otro lado, la novela planteaba desafíos que parecían igualmente inaccesibles desde el lenguaje audiovisual. Quería dar a mis personajes la oportunidad no sólo de actuar y de hablar, sino también de pensar: dejar que el lector siguiera el monólogo de los pensamientos de muchos hombres y mujeres en distintas épocas, algo que el cine -salvando el artificioso procedimiento de la voz en off- no podía proporcionarme. Por no hablar de la magnitud de la novela, que proponía dar cita a no menos de treinta personajes principales y casi dos centenares de secundarios, a lo largo de varios siglos de historia.

Como después de todo soy un escritor y no un cineasta, o al menos eso es lo que decidí cuando era un adolescente, decidí buscar las herramientas adecuadas para pese a todo escribir la novela. El reto era crear una obra con recursos mestizos, que conjugara la capacidad de sugerencia de la palabra con el dinamismo y la fluidez de las imágenes; o, en otras palabras, encontrar el modo de hacer el lenguaje literario lo más sintético e instantáneo posible. Como es natural, este desafío me llevó a profundizar en el estudio del lenguaje cinematográfico, dando como resultado un libro que no sé si fue del todo logrado -eso sólo pueden decirlo los lectores- pero que me llenó de entusiasmo por lo que tenía de novedoso y excitante para mi carrera. Tras muchas tentativas fracasadas, dos serían los procedimientos de los que me valdría para lograr mi objetivo: uno consistió en una innovación de carácter formal y otro en una aplicación rigurosa de las técnicas del montaje cinematográfico.

La innovación formal a la que me refiero fue en realidad una solución simple, aunque tardé algún tiempo en dar con ella. Felizmente, encontré la respuesta que necesitaba precisamente en los archivos que constituían el germen de mi novela, y en concreto en los libros parroquiales de Toñanes. Éstos, aunque eran muy voluminosos, no constaban de ningún índice: para complicar las cosas, sus páginas muchas veces estaban desgarradas o borrosas, y en ocasiones habían sido encuadernadas sin un orden aparente. Los sucesivos párrocos del pueblo acabaron optando por garabatear en los márgenes de cada partida de bautismo o de defunción la fecha del año en curso. Así, podían encontrar con cierta comodidad el documento que necesitaba, facilitando su labor —y de paso facilitando también la labor de los investigadores—. De pronto, comprendí las posibilidades de aplicación de este recurso. ¿Y si convertía mi propia novela en una suerte de gran libro parroquial, en el que cada transición temporal viniera señalizada con una fecha en el margen? La fecha no sólo es útil para auxiliar al lector, que puede anticipar cada cambio de época simplemente mirando el margen, sino que también facilita el trabajo del autor. Con la inclusión de la fecha —pongamos por ejemplo 1750— ya no era necesario dedicar uno o dos párrafos para construir la atmósfera de época, haciendo pulular por la escena carrozas, o mujeres con peluca, o un caballero abriendo su cajita de rapé. Una pequeña anotación al margen bastaba para sugerir, de forma casi instantánea, un contexto diferente, en el que el lector podía sumergirse casi tan rápido como un espectador cinematográfico. Se trata de un procedimiento parecido a las fechas sobreimpresas que en ocasiones aparecen en ciertas películas —«algún lugar de Judea, año 33 después de Cristo»— con la ventaja de que no resultaba del todo artificiosa, puesto que en algún momento de la novela el lector descubría que ésta era precisamente la técnica de la que se valían los sacerdotes en sus archivos. Lo demás es aire se convertía así en ese gran libro parroquial al que me refería, que contenía dentro de sí los libros parroquiales verdaderos.

Pero esta técnica por supuesto no solventaba todos los problemas. Mis investigaciones se concentraron en el análisis de las técnicas del montaje cinematográfico, y muy especialmente en las películas y los textos de Sergei Eisenstein. Si me remonté tan atrás es seguramente porque Eisenstein es quien mejor ha reflexionado sobre la materia, y también porque el cine mudo es más radical que el sonoro en su uso del montaje. Del mismo modo que una persona invidente se ve obligada a afinar hasta lo inconcebible los restantes sentidos, el cine mudo se vio obligado a un uso complejo del montaje para transmitir toda una serie de contenidos que para el cine contemporáneo pueden reposar en los diálogos. En su análisis, Eisenstein se basó en los ideogramas japoneses, que al parecer logran transmitir contenidos complejos mediante la combinación de signos con significado independiente. Así, el ideograma del perro agregado al ideograma de la boca compone el significado ladrido; un cuchillo y un corazón conjuran el significado abstracto del dolor; una boca más un pájaro se resuelven en la palabra cantar. Eisenstein ensamblaba sus planos en binomios semejantes, dando lugar a significados progresivamente complejos que el cine actual sólo puede alcanzar a través de la palabra. La confianza en su método fue tal que Eisenstein llegó a creer en la capacidad de su cine de llevar a la pantalla El capital de Karl Marx sin merma de complejidad. Sin llegar tan lejos, comprendí que a través del montaje de escenas y de frases podía lograr resultados sino semejantes, al menos sí moderadamente aceptables.

Concebí cada capítulo como una escena, y cada frase como un plano. Los capítulos estaban ambientados en épocas diversas, convenientemente señalizadas con las fechas al margen, y establecí la regla de que debían estar ensamblados a través de recursos de montaje. A veces, el eslabón era un motivo que se repetía —por ejemplo, un capítulo puede terminar con una puerta que se cierra en 1754, y el siguiente con una puerta que se abre en 1918—. Otras veces, la ligazón era un elemento que se amplificaba progresivamente —comienza a lloviznar en un capítulo, llueve torrencialmente en el siguiente, escampa en el tercero—. Una mujer prehistórica enciende trabajosamente un fuego en 18.500 a.C. que se transforma en un cigarrillo gozosamente fumado en 1904, en una barbacoa en 2017, en un incendio —el incendio provocado de la iglesia de Toñanes en 1936— que al fin se apaga. Otras veces, un capítulo actúa como un cambio de ritmo o un contrapunto de lo que hemos visto en el capítulo anterior; tras la violencia cruelmente desatada en el asesinato de un viandante en 1888, unos inocentes pájaros que cantan en 2010. Toda la novela estaba, al mismo tiempo, orquestada a lo largo de un mismo día simbólico; es de día durante gran parte de la novela para que, ya en los episodios finales, anochezca; tras un puñado de capítulos que transcurren en la oscuridad total, amanece de nuevo en las últimas páginas, insinuando cierto sentido cíclico. Hay muchos niños en los primeros capítulos; muchos ancianos que piensan en la muerte en los últimos. Eisenstein creía también en las enseñanzas del condicionamiento clásico: el mejor modo de que sintamos repugnancia por los oficiales zaristas en El acorazado Potemkin era, por ejemplo, alternar sus rostros con primeros planos de la carne agusanada que servían como almuerzo a los tripulantes del Potemkin. Imitando su método, me serví del montaje de capítulos como un modo sutil de transmitir mi ideología; de insuflar el odio del lector por ciertos personajes y apelar a su piedad con otros.

Los capítulos, entendidos independientemente, también estaban elaborados con imágenes extraídas de diferentes épocas, que multiplican fractalmente este efecto. Algunos episodios —mis favoritos— viajaban vertiginosamente de una época a otra en cada frase, poblando los márgenes del texto de dos, a veces tres fechas distintas por línea. Escribí, por ejemplo, un capítulo dedicado a cada uno de los cinco sentidos; cientos de toñanejos que huelen cosas diversas, que miran diferentes realidades, que palpan distintas texturas. Un capítulo está dedicado a la infinita profusión de gestos humanos; una mujer se arrodilla en 1690 para rezar a Dios; otra mujer se arrodilla en 1879 para dar placer a su marido; Liuco se arrodilla en 1957 para recibir el castigo de la maestra y un turista argentino se arrodilla en 2009 para pedir la mano de su esposa en los acantilados de Toñanes. Otro pasaje está dedicado al sexo, y en lugar de presentar al lector una única relación sexual, compuse un singular Frankenstein de diferentes parejas —una violación en el siglo XVIII; una primera noche matrimonial en el siglo XIX; un torpe encuentro entre adolescentes en los baños de un bar en el siglo XX—; todos juntos narraban, de alguna forma, una única relación sexual desde sus preliminares hasta su resolución en el orgasmo. También quise rendir homenaje a las célebres metáforas visuales de Eisenstein: pienso por ejemplo en la huelga que los zaristas sofocan violentamente en los minutos finales de su película La huelga, que inteligentemente alternó con el sacrificio de vacas en un matadero. En Lo demás es aire, un cerdo es sacrificado en la matanza en 1904, y simultáneamente asistimos a distintos episodios de violencia que se desencadenan en el mismo lugar a través de los siglos.

Tal vez mi mayor desafío fue narrar la historia de Luis y Teresa. Luis y Teresa se conocen en 1946, bailando en la romería de San Tirso; por desgracia, antes de que puedan decirse sus nombres, un accidente imprevisto los separa. A lo largo de los días siguientes, ambos acuden a Toñanes en busca del otro, pero por desgracia ninguno de ellos vive en la aldea y nadie sabe darles noticias de su identidad o su paradero. A lo largo de 1946, se persiguen incansablemente a lo largo de todas las romerías de la región, pero nunca logran encontrarse: cuando él acude a la fiesta de San Pedro en Cóbreces, ella no está; cuando ella asiste a la procesión San Bartolomé en Oreña, él acaba de marcharse. Finalmente, justamente un año después, ambos vuelven a encontrarse en la fiesta de San Tirso de Toñanes. Y lo que hacen es volver a bailar: reanudar el pasodoble exactamente donde lo habían dejado. El reto era conseguir transmitirle al lector que ese baile ya no terminará nunca; que desde 1947 hasta la muerte de él en 2011, volverán a reunirse en San Tirso año tras año, al principio como novios y luego como marido y mujer; tendrán hijos, se jubilarán, se harán viejos pero nunca acabarán de bailar. Con su permiso, me gustaría leer el breve fragmento final, con la esperanza de que puedan experimentar con los personajes ese viaje temporal, con la música como único elemento de montaje:

 

Dos cuerpos  que se mueven. Un pasodoble. La mano de él en la cintura de ella. La cabeza de ella contra el pecho de él. Aún no hay nombres. Él es todavía él y ella todavía ella y así seguirá siendo durante los cuatro minutos siguientes: mientras dure el pasodoble. Cuando la música cese todo irá de pronto muy deprisa. Yo me llamo Luis, tendrá que decir Luis. Yo soy Teresa, dirá Teresa. Habrá que decidir si se dan la mano o no se la dan, si bailan otra canción o no la bailan. Qué viene después del pasodoble. No lo saben todavía y por eso no quieren que la canción acabe.

Lo mejor, por ahora, es no pensar. Los ojos cerrados, como si soñaran. Porque bailar, piensan ambos al unísono, se parece un poco a olvidar; bailar en algo recuerda a soñar. Olvidar al hijo del notario que nos lleva a comer churros con chocolate y también las oposiciones a la Abogacía del Estado. Soñar que esta misma canción puede durar toda la noche. No es posible, claro, pero por un momento parece que sí, porque la orquesta ha enlazado los últimos compases del pasodoble con los primeros del siguiente. Ambos juegan a no darse cuenta y siguen bailando como si la canción nunca hubiera terminado: la cabeza de ella todavía en el pecho de él; la mano de él estrechando tal vez un poco más fuerte la cintura de ella. El segundo pasodoble se convierte en una especie de rumba y ellos bailando todavía; la rumba que deriva en una copla y la copla que se convierte de nuevo en un pasodoble. Siguen bailando, ella con un vestido a veces negro  y a veces rojo  y a veces de flores , pero siempre con el mismo abrigo; él con distintas corbatas y distintas chaquetas  pero siempre el mismo pelo repeinado. Un foxtrot  y él que se pierde un poco y ella que tiene que guiarlo, entre risas. Tonto, es muy fácil: un pasito para un lado y dos para el otro. ¿Entiendes? Uno para un lado, dos para el otro. Llega el chachachá , y aquí son ambos los que se pierden, y ambos, también, los que se ríen: pero de ningún modo dejan de bailar. Richard  Anthony dándoles permiso para marcharse y ellos que no se marchan; Concha  Velasco desgañitándose en el escenario y ellos que no se quieren enterar; los Beatles  en un submarino amarillo y Karina  abriendo el baúl de los recuerdos y Eva  María buscando el sol en la playa y ellos que siguen girando lentamente, indiferentes a todo y a todos; a veces bajo las estrellas y a veces bajo la lluvia, protegidos por un inmenso paraguas negro. Luis  que en algún momento ha perdido su sombrero y hasta su pelo y lleva sobre la calva una boina. Teresa que de pronto tiene gafas en la cara y canas en el pelo y un collar de perlas en el cuello: todo eso sin dejar de bailar. Nacha  Pop cantando a la chica de ayer y Teresa que susurra no vayas tan rápido, Luisín, que no te sigo el ritmo. Alaska  bailando, se pasa el día bailando, tiene los huesos desencajados, y el paraguas de Luis que se transforma en una cachava: por si las moscas. Vaya , vaya, aquí no hay playa y tengo  un tractor amarillo que es lo que se lleva ahora y dale a tu cuerpo alegría Macarena  y Luis  que tiene que sujetar a Teresa, porque de un traspié casi se cae al suelo. Aserejé −ja−dejé de jebe tu de jebere sebiunuova y Luis que le susurra al oído: Oye, Teresuca, ¿pero tú esta música la entiendes? Yo qué voy a entender, contesta Teresa riendo y a voz en grito, porque se están quedando sordos. Bailan, sin embargo; cada vez más despacio, pero bailan; cada vez más ausentes, cada vez más remotos; cada vez más torcidos y extranjeros al mundo pero siguen bailando, tsamina  mina eh eh waka waka eh eh, un hombre y una mujer y dos cachavas girando y girando hasta que la canción, al fin, termina .

Una lluvia  de aplausos y Teresa que de pronto se encuentra sola en medio de la campa de baile, sin Luis y con cachava, abandonada tan repentinamente que tiene que sujetarse a la tapia para no caer. Una mujer corre a sujetarle el brazo.

−¡Mamá! ¿Estás bien?

−Sí −contesta.

−¿Quieres que nos quedemos un poquito más o nos vamos a casa?

Teresa, muy quieta, mirando el trocito de hierba donde cayó el duro; el rincón donde una vez, muchos años atrás, la sacó a bailar su marido por vez primera.

−Mejor nos vamos a casa −responde, con la voz desfallecida.

Pero no se mueven. Teresa que se detiene, porque en ese mismo instante el solista de la banda regresa al escenario entre ovaciones.

−Y ahora, para los nostálgicos… ¡un pasodoble!

Teresa detenida en mitad de la campa, escuchando el pasodoble con una sonrisa remota. Frente a ella, Luis  y Teresa bailando todavía ese mismo pasodoble, sin pensar en nada: los ojos cerrados, como si soñaran. Porque bailar, piensan ambos al unísono, se parece un poco a olvidar; bailar en algo recuerda a soñar.

 

No quiero abusar más de su tiempo ni de su paciencia. Espero haberles logrado transmitir con esta conferencia la clase de desafíos a los que me he enfrentado en mi afán de trasladar las técnicas del montaje cinematográfico a la literatura. Si comencé diciéndoles que iba a compartirles no tanto mis certezas como mis preguntas, es porque siento que ese camino que emprendí está muy lejos de terminar. Tras la publicación de Lo demás es aire, me propongo ahora abordar la escritura de un ensayo que eche mano de herramientas semejantes, ahora sin el auxilio de las fechas, para unir en un mismo libro a diferentes personajes de la historia que comparten una misma experiencia: la experiencia de la soledad. Ovidio exiliado entre los bárbaros y el pequeño Luis XVII languideciendo en su habitación, preso de los jacobinos; una ballena que canta en una frecuencia de 52 herzios que no puede ser escuchada por ninguna otra ballena —la ballena más solitaria del mundo, la llaman— y Emily Dickinson que en la soledad de su cuarto escribe poemas para sí misma; Laika ladrando en la sonda espacial y Simeón el estilita rezando en lo alto de su columna y el último uro muriendo en los bosques de Polonia en 1627. En mi libro aspiro a dar cobijo a estos y otros personajes, compartiendo simultáneamente sus muchas soledades a través de las fronteras del tiempo, del espacio y de las especies. Ojalá en ese camino aprenda algo nuevo, o me haga preguntas diferentes, que algún día pueda venir a compartir con ustedes.