Voy a comenzar con una confesión: me encanta tirar cosas a la basura. Mi familia se burla de mí a cada rato. Cuando los demás no se dan cuenta, echo al cesto un calcetín huérfano que recién salió de la lavadora y me deshago de una taza de café despostillada. La pila de periódicos y revistas que leo no duran al lado del escusado más que dos o tres días. A veces le comento a mi esposa algo sobre un artículo. Se despierta en ella la curiosidad y promete leerlo tan pronto tenga tiempo. Cuando lo busca, hace tiempo que el artículo desapareció.

Lo que quiero decir es que me gusta el orden, o al menos la apariencia del orden. Por otro lado, soy un fanático de los basurales. Los visito cada que puedo. Para mí son el reverso de un museo. Almacenan los objetos que la gente ya no necesita, los muestran al público en estado de descomposición, como si la putrefacción fuera una cualidad. No hace mucho estuve en La Paz, Bolivia. Entre las cosas que más me impresionaron fueron sus basurales. No estaban en áreas designadas sino que, debido a una huelga del departamento de salubridad, surgían ponderosos en calles céntricas de la ciudad. Esas calles estaban inhabilitadas. En lugar de peatones, automóviles y vendedores, se levantaban montañas de bazofia.

Al principio los periódicos –unos días antes de mi llegada– cubrieron la noticia. La fiebre palúdica se propagaba. Al final la gente parecía resignada, como si el basural fuera una parte integral de su hábitat. Los niños se subían en unas columnas metálicas enormes que estaban oxidadas. Desde arriba admiraban la inmundicia, la hurgaban. Unos perros callejeros chapoteaban en charcos de orín. Las ratas husmeaban latas abiertas. Vi unas agujetas y un manojo de pelo surgir de entre el lodo. De una botella de Coca-Cola salía un paraguas. Y encima de la caca embarrada alrededor del asiento de una bicicleta danzaba una nerviosa constelación de moscas. El espectáculo era hipnotizador. Tuve la impresión de estar en el culo del mundo.

No quiero irme por la tangente. Mi tema no es la basura por sí sola, su peligroso encanto y lo que dice sobre quiénes somos, sino su relación con la literatura. Más que con la literatura, con nuestra inteligencia. Lo primero que quiero decir es que esa admirable ama de casa, María Moliner, tiene razón, aunque parcialmente. Dice que la basura es “la suciedad o el conjunto de desperdicios de cualquier clase, como los que se hacen a diario en una casa, las barreduras, las cosas viejas que se tiran al hacer limpieza”. Moliner habla de la bafea, el cochambre, el escombro, la fosquera, el lijo, la horrura, el ñaque y la sarama como si la basura fuese siempre tangible. Las cosas viejas que se tiran al hacer limpieza, dice. Pero todos nosotros nos desprendemos igualmente de cosas nuevas. Nuestra sociedad de masas multiplica los objetos innecesarios, las cajitas felices de McDonald’s. ¿Qué hacemos con tanta mierda? La tiramos a la basura. Moliner habla de hacer la limpieza, como si el acto de ordenar el universo representara un rechazo de todo aquello que ya no cabe en ese arreglo nuevo que resulta de nuestro esfuerzo. ¿A qué se refiere con “se tiran”? Da la impresión que estamos ante un evento mágico. Tiramos las cosas al cesto, pero ¿y qué pasa con ellas una vez que llegan a él?

Dije que hablaría de la inteligencia. ¿Cómo es la basura que genera nuestra mente? Primero voy a hablar de los libros y luego de los sueños. Se supone que los libros son un mapa de nuestro pensamiento. Hay tantos que son pura cagada. Dada la monstruosa cantidad de libros que se publican constantemente –quede constancia que dije monstruosa–, no es de sorprender que la basura sea una constante. Tengo un amigo que dirige una fundación en Nueva York dedicada al mundo del libro. Hace un par de semanas me dijo que el promedio de títulos publicados anualmente en los Estados Unidos, el país de mayor consumo editorial en el mundo aunque no de la mejor literatura, rebasa los cincuenta mil títulos. No me refiero al tiraje de una impresión de un libro cualquiera, sino al total de títulos nuevos que se publican anualmente. Nadie sabe exactamente cuántos ejemplares de cada título salen anualmente, porque las casas editoriales falsean la información.

Una novela cualquiera de Stephen King puede tener un primer tiraje de millón y medio y la editorial, para incrementar las ventas, puede decir que imprimió tres millones. King es un best-seller, lo que implica que lo leen las masas y no la gente culta, lo que no importa en absoluto porque King vende muchos ejemplares y en los Estados Unidos el número de ventas es sinónimo de éxito: mientras más libros vendas, mejor escritor eres. Es una propuesta absurda pero el gringo promedio, el gringo tonto, se la cree. Lo bueno es popular y lo popular es bueno. George Bernard Shaw creía que no debe menospreciarse el mal gusto del gran público. Con buen marketing, hasta la mierda más mierda parece deseable.

No quiero que se me malentienda: Stephen King sabe escribir, lo que no quiere decir que sea un genio, aunque a juzgar por sus ventas es mucho más: el eterno wunderkind. Para el resto de los mortales, el tiraje de la mayoría de los títulos publicados en el país oscila entre dos y cinco mil ejemplares. Hagamos la cuenta: ¿cuántos árboles se necesitan para obtener la pulpa que hace el papel donde se imprimen con tinta las letras que forman las frases que configuran párrafos que devienen en capítulos de un libro mediocre? Cincuenta mil por cinco son doscientos cincuenta mil. Digamos que por cada cincuenta títulos publicados con un tiraje reducido hay uno que vende cincuenta mil ejemplares. El resultado es astronómico: son entre diez y quince millones de ejemplares que se distribuyen al año. Y hablo solamente de los Estados Unidos, un país de más de trescientos millones de personas donde, según mi amigo, el norteamericano tonto acaso lee un libro al año. ¿Adónde terminan tantos ejemplares que nadie abre siquiera?

La ecuación es fascinante pero no tiene la menor importancia. Porque la literatura, la verdadera literatura, la que importa, nunca ha sido ni será del favor masivo. Para el escritor sensato, el escritor que escribe porque no sabría qué más hacer, el objetivo es comunicarse. Si sus lectores son cincuenta se siente contento. Si son mil su alegría es enorme. El problema se presenta cuando el número llega al millón. A cincuenta lectores uno puede conocerlos personalmente, aunque hay que hacer un esfuerzo. Por otro lado, un millón es una abstracción. Ya no se trata de personas sino de cifras. En cuanto a mí, mis dos únicas obligaciones como escritor son escribir bien y sorprenderme a mí mismo, agotarme hasta el límite con cada libro, quedarme vacío y sin fuerzas para luego descubrir que tenía almacenada una idea más en el subsuelo de mi conciencia, en mis sueños, y que esa idea vale la pena. Eso y ser feliz.

Dije que me gusta mucho visitar los basurales (y, de paso, agrego ahora que también me atraen enormemente los cementerios). Quisiera poder decir que leo mucha basura, simplemente para reconocer lo que es bueno y lo que no. Pero estaría mintiendo. De mi carrera como lector, de la que estoy mucho más orgulloso que de mi carrera como escritor, me ha quedado una alergia severa al estiércol editorial. Sufro el mismo síntoma ante un mal programa de TV o una película babosa: pierdo la paciencia en cuestión de segundos y mi reacción inmediata es la de buscar la manera de desintonizarme. Antes los thrillers me entretenían. Quizás sea la edad. Ocurre que aprecio la basura como el reverso de un museo al que puedo visitar, no como un catálogo de ideas abortadas. Lo que no quiere decir que no me intriguen las malas ideas. ¿Cómo distinguir una idea valiosa de otra que es pura mierda? No sé cómo responder, pero sí sé que cuando estoy ante una idea valiosa me siento conmovido, como si el corazón de pronto se me ensanchara.

El buen escritor, el escritor cuya obra define una época, se pasa los días afilando su talento, su estilo, modelando una aproximación al mundo que sea suya y de nadie más. En algún momento de esos días descubre para siempre quién es. Lo que bien después es una obligación: hacer uso de ese talento, de ese estilo, dejar cuenta de su paso por la tierra. Hay millones de escritores. La mayoría danzan alrededor de la caca. Los buenos, los que valen la pena son muy pocos. Para ellos la literatura es, como lo decía Quevedo (a quien, por cierto, le gustaba, como a mí, hablar de asuntos escatológicos), una conversación con los difuntos. El acto de leer es escuchar con los ojos a los muertos que “al sueño de la vida hablan despiertos”. Y el de escribir, una cachetada al presente.

Yo creo que la ley que rige la literatura es el darwinismo. Lo bueno permanece. Me refiero al quehacer artístico. Distinguir lo que es bueno no es fácil. Uno llega a lo bueno a través de la evolución espontánea, accidental, que al fin de cuentas ni es espontánea ni accidental sino que está regida por un fatalismo inescapable: en esta jungla de talentos, sobreviven los más diestros. Los más diestros no son siempre los más fuertes. Pienso en Kafka, que según el médico forense murió de tuberculosis, aunque en realidad murió porque era débil y porque se había pasado la vida en una oficina de la compañía de seguros en la que trabajaba. Y pienso en Felisberto Hernández, que era un imbécil, no en el sentido de cabrón sino de ingenuo, lo que en inglés se conoce como naïve. O en Bolaño, a quien lo mejor que pudo ocurrirle fue morir como mártir a los 50 años. Eso y ser infeliz. Los buenos escritores no siempre son populares. Al final llegan a serlo por un camino tortuoso. No son escritores de masas aunque las masas los leen. Su fortaleza estriba en la originalidad de su visión.

Darwin era un buen lector y un mejor escritor. La crónica de su travesía en el Beagle es fascinante y El origen de las especies es una lección de estilo. Es por eso que Darwin ha sobrevivido: porque sabía escribir y porque tenía algo valioso que decir. Me entretiene pensar que de tanta porquería que se publicó en la época victoriana queda poco, muy poco, digamos una media docena de títulos, lo que me alegra mucho. A todos nos debería alegrar mucho. Porque una de las cualidades más envidiables que tiene la basura es la de saber desaparecer.

El mismo Darwin era un buen lector y un mejor escritor. La crónica de su travesía en el Beagle es fascinante y El origen de las especies es una lección de estilo. Es por eso que Darwin ha sobrevivido: porque sabía escribir y porque tenía algo valioso que decir. Me entretiene pensar que de tanta porquería que se publicó en la época victoriana queda poco, muy poco, digamos una media docena de títulos, lo que me alegra mucho. A todos nos debería alegrar mucho. Porque una de las cualidades más envidiables que tiene la basura es la de saber desaparecer. Una servilleta usada, por ejemplo: la tenemos frente a nosotros y de pronto, ¡kaboom!, ya no existe. ¿Adónde se fue? No lo sé, pero afortunadamente tantos libros olvidables, tantos ejemplares innecesarios se han extraviado. Nadie los extraña porque su función era temporal. Nacieron para hacernos creer que no estamos solos, para llenar espacio. Obviamente hay libros, de la época victoriana y de otras, que fueron arrojados al cesto y que vale la pena rescatar. Uno de ellos, por ejemplo, es Locos: Una comedia de gestos de Felipe Alfau. Casi nadie conoce esta novela, publicada por vez primera en 1928. Alfau era un racista empedernido y un antisemita. Escribió poesía de calidad ínfima. Lo único de algún valor que dejó es Locos. Varias veces ha salido rescatado, lo que me consuela. Y me consuela aún más que casi nadie lo conozca porque a mí me atraen los escritores elitistas, minoritarios, los que son conocidos por unos cuantos lectores nada más, los escritores que leemos lejos del mundanal ruido. Cuando pasan a ser best-sellers, casi siempre pierdo interés en ellos.

Hasta ahora he hablado de literatura y basura como si fueran cosas distintas. No es cierto. Las mejores novelas están llenas de basura. Y de la basura ha surgido una literatura magnífica. En el Quijote, Alonso Quijano lee mucha mierda, tanta que al final se le secan los sesos. Y en la Segunda Parte, cuando el Caballero de la Triste Figura y su escudero entran en el castillo, luego de la fiesta sobra una cantidad casi infinita de desperdicios. De hecho, pensé que valdría la pena hablar del Quijote porque a cada rato el caballero y su escudero hablan de defecar y se tiran pedos. Cervantes es un genio del arte de lo grotesco. Sancho es un mentecato. Su vocabulario es atroz, y ni hablar de su mala educación. Sin embargo, la basura en la novela también tiene otro atributo: el metafórico. La narración está hecha de retazos. Sobran las disquisiciones sobre el amor, la pluma y la espada, el poder. En alguna ocasión me atreví a publicar una carta apócrifa de un editor neoyorquino que, por arte de magia, recibe hoy el manuscrito del Quijote. Le manda al autor una apenada carta donde rechaza la novela por su verborrea (“no estaría mal cortarla en un tercio”, le dice a Cervantes) y le regala al autor una serie de recomendaciones para que aprenda a escribir bien. Para este editor, escribir bien es escribir como Hemingway: en un estilo telegráfico. Todo esto para decir que el Quijote nos obliga a considerar la segunda cualidad de la basura: su talento reformador. Porque no soy el primero en sugerir que tanto abuso de estilo, tanta mierda en el libro, terminan encantándolo. A la novela de Cervantes podrán sobrarle muchas palabras, pero yo no le quitaría una sola. Divinidad y peste coexisten en ella. Tanta mierda tan bien moldeada.

El otro día se me ocurrió una idea descabellada. Puesto que el texto entero del Quijote está accesible en Internet para cualquier imbécil, pensé que sería estupendo retocarlo –atención: no dije reescribirlo sino retocarlo– como si fuera una novela de platillos voladores, zombis y otros ingredientes de la ciencia ficción. No hablo de cambiar lo que nos legó el genio lego de Cervantes de forma categórica. Leí en algún sitio que el total de palabras de la novela es 423.813. No sé si sea cierto. No importa. La mayoría de esas palabras aparecería en la versión que yo ahora propongo, más otras cinco a ocho mil. De vez en cuando, de forma sutil y siguiendo el estilo abultado del autor, se insertarían breves descripciones a través de las cuales el lector reconocería que esta es –o puede ser– una de las obras fundacionales del Sci-Fi. Para no pervertir la intención, jamás sabríamos si los platillos voladores son auténticos o si el Quijote se los imagina, si Sansón Carrasco vive de chupar sangre y si el Caballero de los Espejos es en realidad un robot.

A mediados del año 2002 yo hice algo que enojó a mucha gente: traduje el primer capítulo del Quijote alspanglish, la mezcla del inglés y el castellano que habla la población latina y muchas personas al norte del Río Bravo. El malestar fue una reacción a las reacciones enconadas que despierta este híbrido lingüístico. Para mí y muchos otros se trata de un fenómeno admirable por su ingenio y creatividad, que anuncia el surgimiento de una nueva civilización que ni es hispánica ni es anglosajona sino ambas cosas al mismo tiempo. Aquellos que se oponen al spanglish lo ven obviamente como una máquina de basura verbal. Para ellos las expresiones como janguiar en la corner clapear de excitación son una aberración: es decir, una mierda. Mi traducción apareció en el suplemento del periódico catalán La Vanguardia. Al día siguiente mi servidor se inundó de mensajes. Unos me pintaban como redentor, el filólogo que finalmente se atrevió a anunciar lo que todo el mundo sabe: que el idioma es la expresión más democrática del espíritu humano. Importa un comino si la Real Academia Española de la Lengua ignore en su diccionario oficial términos como sockete, que en Miami quiere decir calcetín. Si la gente repite el término mil y una veces, su legitimidad en nuestro idioma es incuestionable. Es decir que la basura forma parte de nuestro vocabulario común y corriente. A cada rato incorporamos palabras que fueron parte de esa mierda enorme que es el habla de los ignorantes. ¡Wáchale, ese, y que viva la ponzoña!

Si llegara a publicar esa versión –no es el coraje lo que me falta sino el tiempo –seguramente seré acusado de criminal y de violador. Me imagino que el concepto de violación radicaría en atacar la santidad de un clásico. Pero la literatura y la santidad no tienen nada que ver. Mirar al texto como sagrado, escrito por Dios y por ende inamovible, es una tarea que le pertenece a la religión. La novela, como instrumento cultural, nace en un ambiente secular. Su obligación es transgredir. Describir al mundo, cuestionarlo y soñar que podría ser mejor. La ambigüedad es el sine qua non del arte literario en la modernidad. Hay que refinar los principios morales, indagar si tienen algún valor. La versión sería una mancuerna entre literatura y basura. La integridad del Quijote no sólo quedaría intacta sino que se ratificaría. Porque el clásico no es un libro intacto sino todo lo contario. Al clásico hay que violarlo, agredirlo, desmitificarlo, embarrarlo de mierda.

Ahora quiero hablar de los sueños. No voy a aburrirlos con diferentes teorías sobre los sueños aunque tengo que mencionar a Freud, no porque tuviera razón (Freud se equivocó casi en todo), sino porque sin quererlo estableció un contacto entre literatura y basura. Como ustedes saben, Freud creía que los sueños son una manifestación de nuestro universo interior que clama por ser reconocido. A través de los sueños nos decimos a nosotros mismos algo que en la vida diurna no nos atrevemos a reconocer. Me inquieta que en español, y en muchas otras lenguas, el acto de soñar y el resultado de ese acto, el sueño, usen la misma raíz semántica: yo sueño un sueño. Sea como sea, yo sueño sueños todas las noches aunque soy capaz de recordar aproximadamente dos de cada tres. Cuando despierto no entiendo lo que mis sueños quieren decirme. Eso me gusta. Si yo tuviera a Freud enfrente, le diría que lo importante de un sueño no es lo que dice sino cómo lo dice. La narración onírica está llena de quiebres, interrupciones. Yo diría que los sueños son la basura del alma, lo que descarta nuestra inteligencia. Mi esposa habla cuando está dormida. Cuando lo hace, por lo general me despierta. Algunas veces parece agitada, como si guardara un mensaje importante. En otras ocasiones su expresión es relajada. Solía molestarme cuando ella sin quererlo me despertaba con su conversación sonámbula. Cambié de actitud cuando me di cuenta de que sus palabras tienen un ritmo musical que me encanta. Nunca sé lo que dice pero me apasiona la manera cómo lo dice.

No creo que el monólogo que mi esposa establece –¿es en inglés?, ¿español?, ¿spanglish?– cuando está dormida sea basura. Hay en él algo del lenguaje de los bebés: sonidos organizados al azar, expresiones sin sentido. Me pregunto si el que tiene un problema soy yo. No cabe duda que lo que dice debe tener sentido, pero cuando estamos despiertos somos incapaces de procesar ese sentido. Todo esto me hace pensar en Dios. ¿En qué lenguaje se comunica Dios consigo mismo? No en el idioma de los humanos. La Biblia, según el cabalista Isaac Luria, está escrita en hebreo con dejos de arameo para que sea comprensible a los mortales. Dios no necesita esos idiomas para entenderse a sí mismo. De hecho, el lenguaje divino no tiene los atributos que hemos impuesto en nuestros vehículos de comunicación. Cada frase que pronunciamos sigue la misma secuencia. Tiene un principio, un medio y un final. Es, pues, cronológica. Y las conjugaciones que usamos también anuncian una relación temporal: yo soñé, yo sueño, yo soñaré. Dios está más allá del tiempo. Su idioma es simultáneo. Él no tiene necesidad del verbo.

Los sueños son cuentos que nos contamos para sobrevivir. Casi todos mis libros hablan de esos sueños. Si los catalogamos como basura, entonces la basura es una fuente esencial de la vida. Porque como los sueños, la basura nos cuenta historias: historias caóticas, descartadas, que preferiríamos no reconocer. Voy a dar un ejemplo. El otro día, cansado después de un día largo, me senté a ver un documental en televisión. El tema eran las ranas. Para ser más preciso, el narrador (¿por qué será que en los documentales la voz narrativa es siempre, o casi siempre, masculina?) hablaba de una sustancia que hay en la naturaleza, un desperdicio que vomitan las cañerías de grandes corporaciones internacionales, que fuerza una mutación monstruosa en ciertas especies de anfibios, sobre todo en las ranas. El descubrimiento ocurrió hace más de una década, cuando un grupo de estudiantes de preparatoria, en una salida al campo para estudiar el hábitat de un tipo de rana, descubrieron que una enorme cantidad de especímenes tenían cinco y hasta seis ancas. Las ancas añadidas les surgían del vientre o de otra anca. Un equipo científico se propuso entonces explicar el fenómeno.

En la pantalla vi muchas ranas horripilantes. Era una visión apocalíptica. Estamos acostumbrados a un modelo de la realidad: la lluvia cae de arriba abajo, el fuego desprende calor, el teléfono suena primero y luego respondemos. El atropello de ese orden nos angustia y lo describimos como apocalíptico. Una rana con seis ancas es una aberración. ¿Es también una basura? En el documental, el grupo científico, luego de juntar una docena de especímenes y estudiarlos, los echó al cesto. Su curiosidad había sido satisfecha, así que las ranas merecían el olvido. A mí la imagen de esos científicos descartando esos adefesios debió impactarme porque esa noche soñé que tenía una pierna extra que me surgía en la zona del estómago. Me desperté sudoroso.

Quiero terminar con otra confesión, esta vez sobre la muerte. No le temo al acto de morir –espero que sea rápido– pero sí a que mi cuerpo termine en la basura. Soy judío y las reglas mortuorias en la tradición judía son sumamente estrictas. La cremación está prohibida y a los suicidas les está vedado un sitio en el cementerio. El día que muera sé que alguien lavará mi cuerpo, como es la costumbre, lo envolverá en una mortaja blanca. Y luego seré enterrado. No sé de dónde viene el miedo a convertirme en basura. No puedo negarlo. Quizás tenga que ver con el imán que para mí representan los basurales.