Tenía diez años cuando entendí que las familias se sostenían sobre pequeños –y a veces grandes– secretos. Era necesario guardarlos con absoluto silencio, dijo mi madre después de contarme una historia que yo no podía –no debía– repetir. Esa era la condición: me contaban la historia, pero yo tenía que hacer como si nunca la hubiera escuchado. Tenía que saber mentir si es que en algún momento se hacía necesario. Acepté, entonces, con un poco de miedo, y escuché la historia: los padres de mi mejor amiga no eran sus padres y ella no lo sabía; no tenía por qué saberlo, dijo mi madre muy seria. O quizá no estaba tan seria, pero lo intentaba, pues sabía que me estaba contando algo importante, quizá más importante que saber que los padres de mi mejor amiga no eran sus padres: me estaba contando que las familias están llenas de secretos, de mentiras, y que entonces, probablemente, la nuestra también tenía historias que yo en ese momento desconocía.

De eso me estaba hablando mi madre, en el fondo, mientras seguía contando la historia: mi mejor amiga en realidad era hija de su tío, ese hombre increíble del que todos hablaban en su familia y que había muerto meses antes de que ella naciera.

Fue un accidente en auto. Vivía en Iquique y había ido a Santiago a comprar las últimas cosas que necesitaba para su matrimonio. Su familia no quería que se casara. No querían, en realidad, a su futura mujer. Desconfiaban de ella. Su madre y sus hermanas sentían que se lo estaban arrebatando, pero élestaba enamorado. Además, ya sabía que su mujer tenía un par de meses de embarazo. Quería que el matrimonio fuera perfecto, que ella estuviera contenta. Entonces viajó a Santiago, compró las cosas y regresó a Iquique en su auto deportivo. Atravesó el desierto de noche y cuando ya había pasado Antofagasta, cuando recorría el último tramo por la costa, chocó contra un camión de frente.

Dicen que su mujer se volvió loca. Dicen que la familia de él le pagó para que se fuera, pero a cambio le pidieron la guagua. Querían criarla ellas, la madre y las hermanas. Sentían que era justo: habían perdido al hijo por culpa de ese matrimonio, estaban devastadas, pero querían a ese niño.

La mujer, quién sabe por qué, aceptó. Meses después, en Iquique, se veía a ese niño –que en realidad fue una niña grande y rubia– pasear en los brazos de la hermana de su padre muerto. Una hermana-madre. Un padre-tío muerto. Una familia. Eso era una familia, entendí cuando terminé de escuchar la historia.

Nunca le dije nada a mi amiga, por supuesto. Pasaron los años. Nos distanciamos y nos volvimos a encontrar mucho después, cuando yo ya había descubierto mis propios secretos de familia, que eran tanto o más complejos que el de ella. Y en algún momento, cuando ya habíamos conversado lo suficiente sobre el tiempo en que no nos habíamos visto, apareció el tema. No recuerdo si empezó ella o si mi curiosidad fue más grande, pero ahí estábamos, hablando de su familia, de su pasado, cuando me dijo que justamente hacía unas semanas  había conocido, por fin, a su padre.

«Cuando vivíamos en Iquique yo ya sabía todo», me dijo mi amiga, y me explicó: un día, después de haberle insistido mucho, su madre le contó quién era su padre. Un hombre con el que se metió una vez y que luego se arrancó, le dijo. Un hombre que daba lo mismo. Pero mi amiga insistió en saber más, hasta que su madre le dio un nombre, un teléfono y ella lo buscó y lo encontró. Me dijo que se tomaron un café, que a ella le dio pena y luego asco escucharlo hablar, dar explicaciones inútiles. Que en realidad no había valido la pena conocerlo y que entendió por qué su madre había evitado el encuentro.

La escuché en silencio: ese padre no era su padre, ese padre era un invento. Pero no me atreví a decir nada.

Las familias están hechas de un lenguaje secreto, un léxico propio e imposible de descifrar desde afuera. Cuando uno comprende eso, cuando te das cuenta de que sin esos secretos ninguna familia podría funcionar, la vida se hace más simple. O al menos crees que todo es más simple.

Recuerdo que en algún momento de ese reencuentro pensé en preguntarle por su tío, si ella sabía que cuando se iba a casar su novia estaba embarazada. Pensé en preguntarle si tenía alguna idea de dónde podía estar esa guagua, si alguna vez su madre le contó algo sobre eso, pero no fui capaz de hacer ninguna pregunta más.