LEILA GUERREIRO ES DEL INTERIOR de Argentina, de Junín. Flaca y morena, sin fe religiosa, dedos largos como alfileres. Tiene el pelo vaporoso, como si se hubiera hecho y deshecho trencitas. Es escritora y periodista autodidacta, odia el yogurt, el ajo y el aire acondicionado. Le gusta perfumar la casa con cascaritas de naranjas. Jamás ha pensado en la gloria. No tiene (no quiere tener) hijos; le divierte el asombro que producen las palabras “no quiero”. Preguntar es su ejercicio de todos los días desde hace casi veinte años. Preguntar, entrevistar, reportear. Mirar. Apretar play-rec en la grabadora; ponerse de ese lado. Leila Guerriero suele barajar más preguntas, muchas más preguntas que respuestas. Pero cuando baraja respuestas apunta al hueso: “Voy a empezar diciendo la única verdad que van a escuchar de mi boca esta mañana: yo soy periodista, pero no sé nada de periodismo. Y cuando digo nada, es nada: no tengo idea de la semiótica de géneros contemporáneos, de los problemas metodológicos para el análisis de la comunicación o de la etnografía de las audiencias. Además, me encanta poder decirlo acá, me aburre hasta las muelas Hunter S. Thompson. Y tengo pecados peores: consumo más literatura que periodismo, más cine de ficción que documentales, y más historietas que libros de investigación”.

Con esas palabras partió hace un tiempo su ponencia en una mesa redonda llamada “Sobre las mentiras del periodismo latinoamericano”, como parte del aniversario de la revista colombiana El malpensante. Y ésa es la pura verdad: Leila Guerriero es una de las mejores periodistas de Latinoamérica, y no ha pisado una escuela de periodismo en su vida.

–A mucha gente puede servirle estudiar periodismo en la universidad, pero yo siento que es un oficio que se aprende haciendo –admite hoy, recién aterrizada en su casa de la calle Darwin, en el barrio Villa Crespo de Buenos Aires, luego de una seguidilla de viajes laborales (Panamá, Turín, Bogotá y Santiago) donde estuvo dictando talleres y charlas sobre escritura creativa. Su especialidad.

– ¿Por qué no estudiaste periodismo?
–Porque nunca pensé en ser periodista hasta que lo fui y ya no quise ser otra cosa. Desde que empecé a escribir y hasta mis 20 ó 21 quise ser escritora de ficción. Pero de pronto, enfrentada con la realidad, supuse que ganarse la vida con esa actividad sería más o menos imposible. Mis padres me alentaban pero temían que me echara sobre los hombros un futuro de miseria. Y yo era pusilánime: quería escribir pero no quería ser tan pobre. Cuando terminé el colegio secundario tenía una confusión importante. Me gustaba escribir, pero también me gustaba la astronomía, tenía enorme facilidad para las matemáticas, me fascinaban los estudios orientales, las religiones comparadas, la etnología, la antropología, y quería ser Indiana Jones, llevar una vida viajera, mundana, sin ataduras, ser profesora de ruso, estrella de rock y hasta espía internacional. Todo esto es literal. Una psicóloga muy buena me hizo un test vocacional. El resultado fue obvio: letras y periodismo.

Pero Guerriero, sin ataduras, no se quedó con letras ni con periodismo. Ella quería escribir, sí. Pero no escribir sobre lo que otros escribían. Cómo iba a fosilizarse en letras. Ella quería ser espía internacional, sí, pero eso quedaba un poquito lejos del periodismo.

–Yo leía mucho periodismo pero por algún motivo no aparecía como un oficio posible para mí. Así que no estudié periodismo y no me arrepiento.

Lo que hizo al final fue estudiar un rato letras y luego turismo. La confusión, claro, seguía. Quizás había desechado la perspectiva de la estrella de rock, pero aún merodeaba en su cabeza la idea de ser escritora de ficción. Había escrito varios cuentos, y le daban ganas de publicarlos. Pero no tenía pitutos. Entonces se lanzó con su arrojo del interior: llevó sus cuentos al diario Página 12, los dejó en la recepción a nombre de Jorge Lanata y se fue para la casa. A las dos semanas uno de sus relatos salió publicado en la contratapa del diario. Y la llamaron a que se integrara al equipo periodístico. A los tres meses, con 24 años, la contrataron para trabajar en la revista Página 30 de Página 12. Y empezó a ser periodista.

Y ya no quiso ser otra cosa.

De ahí no paró más: ha escrito para medios como Etiqueta Negra, Rolling Stone, El malpensante, Don Juan, Soho, Letras Libres, Lateral, Milenio, El País (de España y de Montevideo). Hasta por Playboy ha pasado. Hoy es redactora de la revista del diario argentino La Nación y editora para Latinoamérica de las publicaciones Travesías y Gatopardo, ambas hechas en México y distribuidas en todo el continente. En Chile colabora para Las Últimas Noticias y Paula. Cientos de historias impresas, decenas de entrevistas acumuladas.

Hace dos años publicó con Tusquets, en Argentina y España, el libro Los suicidas del fin del mundo, una investigación periodística sobre la seguidilla de muertes autoinducidas de una docena de habitantes del poblado petrolero de Las Heras, en la Patagonia argentina. Hombres y mujeres jóvenes que un día cualquiera decidían matarse. Entre las infinitas versiones rumoreadas, supuestas, dichas de frentón o entretejidas en el relato, Guerriero no instala explicaciones definitivas. “Había escuchado tantas teorías para explicarlo todo”, apunta como si pensara en voz alta hacia el final de la historia. Y concluye: “Teorías. Y las cosas que se empeñaban en no tener respuestas”.

En los próximos meses lanzará un compilado de crónicas con editorial Alfaguara. Una veintena de artículos escritos entre 2001 y 2008, que aparecieron en los distintos medios donde escribe, y que será parte de una colección de cronistas contemporáneos donde figuran autores como Gay Talese, Alma Guillermoprieto y Alberto Salcedo Ramos. Si hay algo en común en las crónicas de Guerriero es la mirada bajo la superficie, el otro costado de las formas. Ella, con 41 años de vida y 17 de oficio, ve lo que otros no pueden o no quieren ver.

Hacerse invisible
Los escritos de Leila Guerriero van desde casos de derechos humanos hasta disquisiciones sobre la voluntad de decir “no” de vez en cuando. Sobre renunciar, no necesitar, no tener. O sobre la tiranía de ser saludables. Pero también pueden aparecer en su registro crónico la timidez endémica de Fontanarrosa, el filo detrás de las palabras de la esquiva escritora Lorrie Moore, la naturaleza dramática de la dibujante Maitena o la hostilidad que late en los dichos y en los gestos de un Fogwill siempre alerta.

En el planeta Guerriero entran seres que se afanan en ser alguien, crédulos, seres que no encajan acá ni allá, incrédulos, padres que perdieron a sus hijos, una mujer que pasó trece años en la cárcel acusada de envenenar a tres amigas con cianuro, una muchacha violada que ha acuchillado a su guagua, gente viva que lee los rastros de gente muerta a partir de los huesos desenterrados, un gigante de dos metros treinta de alto que alguna vez fue deportista estrella y ahora no puede caminar y apenas le da para comprar un pollo, un ganadero que quiere ser dueño del mundo, gente abnegada, difícil, que no está en ninguna cumbre, sobrevivientes. Todos –casi todos– los personajes abordados por Guerriero tienen alguna tara. A todos –a casi todos– les pesa algo. Están conflictuados. Pueden tener el horror muy cerca, pegado casi. Pero el horror se intuye, nunca se dice. Y el horror puede ser algo muy descomunal, como haber perdido a un hijo y a una nuera (y haber encontrado y vuelto a perder a una nieta también), o algo que remueve cosas bastante más domésticas, como el desvelo del escritor preocupado porque las ideas no vayan a aparecer. O el trance de convertirse en otro; llamarse Jorge Busetto y ser Freddy Mercury de noche, en el estadio Atenas de La Plata, Argentina, en una banda imitadora de Queen: descalzo, bigotes pintados, voz aguda, saltos de poseso, rugidos para la platea, radio ga ga, radio ga ga. Por ejemplo.

–Los personajes de tus crónicas a primera vista parecen tipos comunes y corrientes, pero luego vemos que guardan algo que los hace imprevisibles, perturbadores o incluso escalofriantes. ¿Cómo te asomas a esos filos? 
–Llegar a ver los pliegues de una persona o de un grupo de personas exige mucho tiempo de permanencia. Yo insisto en que me permitan hacerles tres o cuatro entrevistas y acompañarlos durante días en sus espacios de trabajo, su vida cotidiana, sus aficiones, etcétera. Si uno está atento, y sabe desaparecer, hacerse invisible, puede ver en los objetos que la gente elige para adornar sus casas, en las maneras en que las personas hablan a otras personas, en las formas como las personas dan órdenes a otras personas o hablan por teléfono o recorren el álbum de fotos de su casamiento; muchas más cosas que las que pueden decirse en una entrevista formal. Odio autocitarme, pero hace poco leí en Bogotá un texto sobre cómo hacer perfiles. Ahí decía que hacer perfiles es, más que el arte de saber hacer preguntas, el arte de mirar. A dos semanas de haberlo leído, sigo pensando que es así y que eso es aplicable a las crónicas también.

Pánico al lugar común
Eso es lo que practica Guerriero: mirar. Ella observa, pregunta, escucha, guarda, graba, desgraba, ensaya, pule y luego muestra. Y no sólo ve lo que otros no ven: también hace que los lectores miren –como si fuera la primera vez– lo que siempre estuvo ahí. Lo que bajo la apariencia de normalidad deja asomar los dientes de la extravagancia. Sus crónicas están estructuradas como construcciones cinematográficas. Con personajes principales y secundarios. Con distintos planos, cortes en el tiempo, cámaras que hacen tomas generales y luego acercamientos muy detallados, primerísimos primeros planos, y vuelta a la escena principal. Al nudo. Y los personajes que dialogan. Y alguien –ella– que los sigue siempre. Que lleva la intriga paso a paso, cuidando la progresión dramática. Y que no se excede en las descripciones ni se pierde en los adjetivos. Escriba de lo que escriba.

Así muestra, por ejemplo, el mundo del empresario ganadero Alberto Samid, ex diputado por la provincia de Buenos Aires, ex asesor personal de Menem, acusado de evadir impuestos por 88 millones de dólares: “No se sabe si son más, pero Samid tiene, al menos, dos campos. Uno en la provincia de La Pampa, con vacas y avestruces, jabalíes y ciervos, algunos bautizados: el ciervo Saddam, el perro Bin Laden, el cerdo Bush”. Y en un corte diametralmente opuesto, en la crónica sobre el Equipo Argentino de Antropología Forense, retrata con semejante precisión el sector 134 del cementerio de Avellaneda, donde los militares de la última dictadura enterraron a cientos de detenidos en una fosa común: “Un terreno repleto de maleza. Después, la tierra cruda. Después abierta. Después los huesos. Y un edificio viscoso con paredes cubiertas de azulejos”.

En los artículos de Guerriero el paisaje siempre dice algo. Pronostica, de alguna manera, lo que viene. El viento que patea por entrar, el polvo entusiasta, una luz grumosa, la mañana de un día “brillante y frío como un vidrio”, una ciudad “derretida en humedades de pantano”, el sol que “derrama un líquido ámbar, quieto”, el cielo “como una bolsa ominosa a punto de rasgarse sobre el mundo”; el cielo “que deja pasar los rayos de un sol licuado, enfermo”. Ella mira y excava en la tragedia, pero no se paraliza con el horror ni habla en la lengua de la tragedia.

–No soy fría ni distante, pero si pienso en mi vida cotidiana encuentro que soy buena para las emergencias: la que mantiene la calma cuando todos gritan. En estas crónicas o perfiles me pasa algo parecido: siento que debo ponerme al servicio de la historia y que para contarla de modo eficaz debo emplear una especie de distancia óptima. No me gustan los periodistas que terminan llorando con el protagonista de su nota. No creo que le hagan bien, a esas historias desgarradas, los lugares comunes que suelen emplearse para hablar de ellas. Quizás sea eso: un miedo pánico al lugar común, y la forma que encontré de escapar de él. Pero de todos modos, es algo natural. Algo que me sale así.

Y le sale así: con amenidad, muchas veces con un humor torcido sitiando los eventuales culebreos del drama. El imitador de Freddy Mercury, por ejemplo, habla en la crónica sobre su conversión en el líder de Queen: “Me hice fanático. Sabía todo de la banda, salvo que Freddy era gay. Me lo dijo El Colo. Y un mes después, me dijo que Freddy tenía sida. Yo era re macho. Y odiaba a los putos. Pero qué iba a hacer”.

–Ni siquiera el más infeliz de los infelices puede ser infeliz las veinticuatro horas del día –estima Guerriero–. No hay villanos malísimos ni buenos buenísimos ni héroes absolutos. Y por otra parte el humor, cuando existe, es un telón de fondo inigualable para la desgracia: lo oscuro lastima mejor si se coloca sobre un fondo claro.

Lo que no se enseña
Guerriero trabaja sobre fondos aparentemente claros, ya vistos. Ella recoge historias que existen; reencuentra temas que han sido usados, banalizados o incluso desechados por el periodismo. Y los hace suyos. Da la impresión de que vive desmarcada de la tiranía de la noticia y de la actualidad inmediata. Su pauta la dicta ella misma.

–No hay nada que me importe menos que la actualidad inmediata. Yo tomé hace rato la decisión de, mientras pueda, no trabajar jamás en un periódico. No siento que el trabajo que me gusta hacer lo pueda hacer en un diario, tal como son las reglas hoy en día. Me gusta trabajar en revistas: son la mixtura perfecta entre el espacio y el tiempo que necesito para contar una historia.

– ¿Cómo eliges y cómo descartas una historia?

–Me cautivan las historias que me cautivan, y casi siempre suelen ser historias muy repasadas por los medios, a veces hasta el hartazgo. Por algún motivo me despiertan un tipo de curiosidad y, cuando empiezo a sospechar que, aun cuando han sido repasadas tantas veces queda todo por contar, empiezo a buscar el sitio donde pueda ser interesante publicarlas.

–En cada tema que abordas debes entrar de cero. Y debes transformarte en una experta en lo que abordas: en gigantes, en leyes de amnistía, en el negocio de la carne, en asesinatos con cianuro, etcétera. ¿Qué tan fatigosa es esa disciplina?
–Lo peor no es el trabajo previo (lectura de libros, material de archivo, consulta a especialistas) sino saber, después, olvidarse de todo a la hora de escribir. Es más fatigoso filtrar y descartar el material (una operación absolutamente necesaria para lograr la eficacia de un texto) que incorporarlo. Siempre trabajo en muchas cosas a la vez y suelo obsesionarme saludablemente por todo, pero no al punto de hablar de eso en mi casa ni con mis amigos ni con mi marido ni durante la cena. Es una especie de íntima obsesión. De hecho, no hablo nunca con nadie acerca de lo que estoy reporteando en cada momento. Cuando escribo, entrego y se publica; ni siquiera vuelvo a leer esas notas.

–Uno de los trabajadores del Equipo de Antropología Forense te decía que lo peor eran los periodistas que llegaban a estos temas y tenían que hacer una especie de curso intensivo, y que era muy difícil captar la complejidad de fondo. “Me gustaría que, simplemente, no les interese”, decía incluso. ¿Cómo te enfrentas a eso?
–No me enfrento. De hecho, no me sentí aludida. Su frase hablaba mucho de sus objetivos, de sus valores, de para qué y por qué hacía su trabajo, y de cómo le molestaban las miradas advenedizas incluso cuando esas miradas advenedizas podían masajear su ego. Por eso la incluí. Pero yo respeto mucho lo que hago y lo tomo demasiado en serio como para sentirme aludida por una frase así. Tiendo a no tomarme absolutamente nada de lo que me dicen los entrevistados de modo personal. Ni lo malo ni, mucho menos, lo bueno.

–“Desde que entró en el Equipo, en 1987, se dedicó a atar cabos y a enseñar a los demás a hacer lo mismo: entrevistar familiares, buscar testimonios, cruzar información”, decías en esa misma crónica sobre uno de los antropólogos. Es precisamente lo que tú haces. ¿Te ves como una antropóloga forense?
–No. Me veo como una periodista cuyos métodos se parecen muchísimo a los de esa gente que lleva, además, una vida muy extrema, y que no puede hacer una separación entre su vida y su trabajo, cosa en la que también me reconozco. Desde que empecé a trabajar como periodista, nunca tuve amistad con ninguno de mis entrevistados (aunque sí más cercanía con algunos) pero con varios de estos antropólogos me escribo semana tras semana, me encuentro a cenar, a beber, a conversar, los visito en sus oficinas, voy a sus casas, a sus fiestas. Creo que lo que nos acercó fue, precisamente, esa especie de hermandad en el método.

–Hay algo que se puede enseñar en las escuelas de periodismo: ese método, la manera de investigar, las técnicas del reporteo. Pero el ritmo, la sugerencia, la creación de una atmósfera, ¿se pueden educar? ¿Tú crees que se puede enseñar a escribir un buen relato?
–No lo sé. La escritura es un ejercicio, algo que se afina y se mejora con práctica y con disciplina. En ese punto es igual que tocar la guitarra o que andar en patines: uno nunca se olvida, pero si practica mucho sale mejor. Con respecto a la enseñanza, hay cosas que pueden mejorarse. Si alguien es muy malo con los comienzos, las descripciones, las presentaciones de personajes, siempre un buen profesor puede llamarle la atención sobre esas cosas. Yo aprendí lo poquísimo que sé leyendo a los tipos y tipas que lo hacen maravillosamente bien, y gracias a editores que me permitieron equivocarme en público. Pero creo que hay un sentido del ritmo, de la musicalidad, de la tensión, de la narración que no se puede enseñar. Si todo se pudiera enseñar, no habría buenos y malos cineastas o buenos y malos actores o buenos y malos músicos. Yo creo que el periodismo es el arte de contar historias: un arte. Y hay algo del orden del talento que se pone en juego y que, me imagino, se tiene o no se tiene.

– ¿Te sientes cómoda pasando al lugar visible (esta entrevista) en vez del lugar del entrevistador?
–No me incomoda. Es la única oportunidad que tengo para reflexionar acerca de lo que hago. Como un carnicero que sólo piensa dónde está cada parte de la vaca cuando tiene que pasarle el oficio a otra persona, yo siento que lo que hago es lo que hago, nunca reflexiono demasiado acerca de eso y como mi pensamiento no es muy lineal, sino una especie de espasmo caótico, la verdad es que, cuando me preguntan, y sobre todo cuando me preguntan cosas en las que no he pensado, lo disfruto.