Las puertas del recuerdo

Presentación de Milagros Ávalo.

Quien habla en los poemas de Luis Chaves siempre está en búsqueda de una canción, quizás para acompañar el macizo silencio que habita las relaciones entre los sujetos de sus poemas, o porque los recuerdos de los cuales se nutre cantan de algún modo musical. Luis Chaves escucha canciones que le hubiese gustado escribir; escribe y muchas de sus letras podrían cantarse, el ritmo de su prosa avanza como un tren que cruza la ciudad, o como el sonido de la lluvia que en sus versos cae constante.

Importa el movimiento, el dejarse llevar por las imágenes de un cotidiano que han sido evocadas sin forzar las palabras. Verso o prosa, como dijera Fabián Casas «se trata solo de una forma de enfocar la respiración», por eso es que Chaves transita con soltura entre ambos registros, porque respira, y porque depende de la forma que reclama lo que quiere ser dicho: ¿será que la vida no llega en buen orden / sino a patadas y con espuma en la boca?, se pregunta en uno de sus poemas.

Versos como la luz de agosto que ilumina media cara o una luz intermitente / en el centro de las cosas, cristalizan la idea y la manera en que Luis Chaves va construyendo sus poemas, a partir de pequeños destellos que hablan de otra cosa, algo más grande, una totalidad quizás, aunque las totalidades dejémoselas al sol, que suele estar presente en las páginas de la poesía como una amenaza, y aquí no es excepción, quizás porque el sol hace ver las cosas de manera muy directa y lo que busca el poeta es precisamente mostrar un detalle, un fragmento, la escritura como el territorio de lo incompleto que hace retroceder a esa claridad de ojos achinados.

La poesía es la voz del recuerdo, dice Luis Chaves y el recuerdo solo es posible reconstruirlo a medias. Se adentra en el túnel del tiempo y prueba de ello es que sobre todo en los primeros libros la palabra «líneas» sea tan recurrente; la línea de flotación es un horizonte donde el poeta instala sus imágenes. Imágenes despejadas de toda artificiosidad, limpias, sencillas, ciertas imágenes vuelven y vuelven / como si las sacara por la puerta / y regresaran por la ventana, dice en uno de sus versos. Fotos borrosas, nítidas, instantáneas como las de «Asfalto», la foto mal centrada como la metáfora de vidas miserables en Falso documental, en fin, toda foto sirve para iluminar el fondo de su caverna, y la escritura es el paso mediante el cual aparecen esas imágenes, esas fotos que regresan para encontrar su correspondencia con el presente, su traducción o quizás su deformación. El tiempo deforma las imágenes que regresan habiendo deformado antes al pensamiento que las piensa. Cito unos versos de Chaves:

la poesía no es un oficio. es una desgracia. / más bien una deformación del pensamiento.

No es asunto de la poesía traer fotos exactas, sino posibles. Y quien se detiene a pensar si es falso o verdadero pierde el tiempo, la memoria distorsiona, miente, los recuerdos en parte son mentiras, qué importa, a quién le importa, qué puede determinar si un recuerdo es falso o verdadero si no su aparición y su forma de aparecer, su deformación. Sucesos del pasado que exageramos /que inflamos como quien llena un globo con orina, dice en un poema titulado «Una noche en el país amateur».

Luis Chaves convierte ese pasado en algo palpable, en algo que perdura en sus palabras. A qué edad empezamos a recordar se pregunta en otro poema y de forma espontánea surge una nueva pregunta en quien lee: a qué edad empezamos a olvidar, porqué se olvida lo que se olvida. Hay cosas que sin duda merecen su olvido en oro: uno no elige qué va a recordar y qué no, escribe Chaves. Resistir el olvido y la intemperie, de ahí que los sujetos de sus textos suelan estar bajo techo, el de una casa o de un auto, por ejemplo, pues pareciera haber un estrecho vínculo entre olvido e intemperie, como si una vez que saliéramos al mundo comenzáramos a olvidar; el futuro es el mundo, el futuro olvida, el futuro no existe salvo como el lugar desde el cual recordamos.

¿Y qué hay en esas imágenes que Luis Chaves trae de regreso al presente de su escritura?: mujeres, una mujer se me pierde memoria adentro, escribe. Una madre callada en «La bajita del rincón», abuelas, hijas, hermanas, una mujer luchando contra el viento en sus enaguas, Chaves es un gran observador de lo femenino, mujeres del deseo que demasiado rápido se silencia bajo las palabras (a veces las palabras lo estropean todo), el deseo inquieto que avanza en sus páginas con el reverso de una tristeza: no sé dónde ni cuándo comenzó la tristeza, se pregunta. Se escribe para dejar registro, y la enumeración –en muchos de sus versos–, es una forma de hacer memoria, un mecanismo que permite el despliegue de eso que se quiere recordar. Todo en pasado, recuerdos, como video clips extranjeros, escribe y se deshace en estampas de juventud, tequila y ceniza, manoseos, adicciones, camisetas del equipo local tendidas al sol, moteles, carreteras, eros, playas, tiempo en que se vivía y no se escribía, la escritura llega después, cuando se ha tomado distancia, cuando toca detenerse a mirar. Como se mira por el espejo retrovisor a un padre alimentando palomas. En la memoria todas las vidas se parecen, los mismos vecinos, las mismas escenas de abandono, lo que se pudre en el refrigerador, el rumor de una televisión, dos niños, dos hermanos que hablan idiomas diferentes. Escribir es cavar hacia arriba, parece decirnos Chaves, como el perro de la memoria que escarba en la maraña del pasado. Una puerta se abre y se cierra en la cabeza del poeta y su escritura traspasa esas puertas en silencio, deja a esas imágenes en movimiento para que no se degrade el lugar de donde han venido.

Hay una imagen contenida en la definición que dan para la palabra melancolía que se me aparece cuando leo a Luis Chaves: «Se considera normal que una persona se sienta melancólica una tarde y se quede en su casa mirando fotografías viejas; en cambio, si dicha conducta se repite a lo largo de varios días y el sujeto abandona su vida social y sus obligaciones, la melancolía pasa a ser un tipo de depresión, y requiere de tratamiento». Rescato no lo último que tiene que ver con depresión y tratamiento, sino más bien el retrato anterior de una persona que se queda en casa mirando viejas fotografías por más tiempo del normal.

Algo recurrente en la poesía de Luis Chaves es la imagen de la familia que siempre por una especie de bondad última intenta agruparse en encuentros que fracasan y en los diminutos poros de su prosa o de su verso sale o sangra un cuerpo o el cuerpo entero de esta familia que parece gritar hacia adentro; el silencio es la única forma de estar, pero en ese intento que persiste a lo largo de sus páginas y de la vida es que hace familia, es la única manera de ser familia, el eslabón que los une es el intento, por más torpe que sea. Hay una resignación callada y serena en ese gesto, en ese ánimo una sobrevivencia a la inercia de lo cotidiano, inercia parecida a la de una anciana que barre y apenas sostiene la escoba en el poema «Variaciones sobre una misma crisis».

Todo aquello que parece pasajero no es sino un lugar o el lugar del afecto desde el cual escribe Luis Chaves, para de alguna manera pasar de nuevo por esa emoción, revivirla, precisamente porque la conciencia de que todo se esfuma siempre está presente en sus páginas y la única certeza es que nada mejora con el tiempo. Escribir sobre los afectos duraderos puede ser más exigente que escribir sobre aquellos aciagos. Lo duradero implica ponerse en un lugar en el que aparentemente no pasa nada, el arduo lugar del tedio. Y la voz del poeta aparece como la de un mudo observador que recoge imágenes, voces en el camino, y en ese trayecto siempre vislumbra una pequeña grieta por la que se filtra el aire enrarecido de los días; parecido a un gas imperceptible su efecto sobre quienes componen el círculo. Cada vez va quedando más afuera, como si esa capacidad por detectar las fugas de un presente lo aferraran con más ahínco al pasado. En todo caso nunca pierde asidero con la realidad, sus poemas siguen situados en ella. Lo cotidiano y lo enigmático se funden, se cruzan como las dos puntas de una cuerda que amarra la materia de sus textos. O como lo que alumbra el salvapantalla (acá protector de pantalla) en ese tenue resplandor que de noche ilumina las siluetas de las cosas que lo rodean para proyectar nuevas formas, distintas a las que ofrece la mirada de la luz natural; formas que crecen como la maleza cuando dejamos de mirar, o como la belleza, que en un leve golpe de mouse Luis Chaves sacude.

 

Leer, hoy, temprano

Conferencia de Luis Chaves

I.

El mundo da tantas vueltas que parece inmóvil. En esa inmovilidad espuria es que se sostienen nuestros castillos de naipes. O, para no hablar de los demás, en esa falsa inmovilidad es que se sostiene mi castillo de naipes.

En una época que ahora parece de otra vida, fui a la universidad, cursé cinco años de carrera y me gradué como Licenciado en Economía Agrícola. Dos años después de ese momento glorioso para mis padres, que no habían tenido las mismas oportunidades, anuncié que abandonaba mi trabajo y mi vida profesional para –y creo que usé esta forma nebulosa– «dedicarme a la escritura».

Esto ya lo he contado en otros lugares, cada vez que me pongo a la tarea de escribir siento la necesidad de regresar a aquel momento, de hacer pie para impulsarme. Mejor dicho, vuelvo siempre al punto de partida, a la casilla uno. Con la ventaja y distancia que nos da el tiempo, es una anécdota medio graciosa, aquel joven solemne y decidido, incapaz –como el resto de la humanidad– de aprender a partir de la experiencia ajena, aquella especie de joven centauro, mitad hombre mitad caballo, que apostaba su futuro a una idea al mismo tiempo candorosa y estúpida.

Eso pasó hace 25 años, más o menos. La onda expansiva de aquella decisión no se ha detenido. Para bien, para mal y para peor. Voy a cumplir 50 años y soy un centauro laboral, la mitad del tiempo coordino talleres de escritura/lectura grupales e individuales; la otra, imparto clases en una universidad privada. El castillo de naipes.

De los talleres voy a decir esto en clave lacaniana: un taller de escritura es una actividad inútil en la que unos pretenden aprender lo que nadie les puede enseñar.

De mi labor como docente voy a decir dos cosas. La primera es que no se debería pasar por alto el hecho mismo: soy docente, la vida dio tantas vueltas que desde hace una década tengo a cargo unas horas de la formación semanal de jóvenes. Nunca me preparé académicamente para eso. Aun más, llegué ahí porque soy escritor, es decir, porque ejerzo un oficio para el que, precisamente, no hay título académico.

La segunda es la que me movió a escribir este texto. En la universidad doy clases de escritura en las carreras de Animación Digital, Fotografía y Cine y Televisión. Me asignan cursos obligatorios para grupos de primer ingreso, jóvenes recién graduados de la educación secundaria. La mayoría interesada en áreas de sus carreras que, de primera impresión, nada tienen que ver con la escritura (sonido, edición, diseño, fotografía, producción). Con ellos trabajo a partir de textos de literatura contemporánea y allí dedico espacio para autores latinoamericanos como, entre muchos otros, Fabio Morábito, Damaris Calderón, Germán Carrasco, Juan Cárdenas, Guadalupe Nettel, Alejandro Zambra, Hebe Uhart, José Watanabe, Emiliano Monge, Cristina Rivera Garza, Fabián Casas, Rita Indiana y Frank Báez.

He tenido la suerte de conocer personalmente a algunos de los escritores y escritoras que leemos en mis cursos y, pensando en mis estudiantes, les he pedido, tal vez abusando de la amistad, un video donde aparezcan leyendo el texto que usamos en clase. La experiencia –también tengo hijas «nativas digitales»– me ha demostrado que el universo audiovisual es una buena forma de captar su atención. Entre otros, estos jóvenes han visto y escuchado (y a partir de eso, leído) a Alejandra Costamagna, Francisco Bitar, Laura Wittner, Samantha Schweblin, Maricela Guerrero, Edmundo Paz-Soldán, Diego Zúñiga y Liliana Colanzi.

Es aquí donde quiero llegar. Uno de estos videos es de Pedro Mairal. Hace unos años le pedí que encendiera la cámara de la computadora, saludara a los muchachos de Costa Rica y seguidamente les leyera su cuento «Hoy temprano».

II.

Pero esto empezó antes, rebobinemos a la temporada entre 2003 y 2006 que viví en Argentina. Las noches de jueves jugábamos fútbol 5 en un club cerca del Abasto en Buenos Aires, el Open Gallo. Era un grupo de escritores reunidos por el deporte rey. Funes –escritor y editor– era el crack. Muchos otros (Llach, Incardona, Casas, Zaidenwerg) tenían pasta de mejengueros hábiles. Yo me encontraba, creo, en la la estándar. Y luego estaba el par que iba por amistad y entusiasmo pero que caminaban sobre patas de palo. Una vez llegamos nueve más uno que iba solamente a tomar fotos, vestido de civil. Se vio obligado a incorporarse para completar los equipos. Sus jeans y camisa fueron como un marcador fosforescente, el neón que lo seguía durante el partido señalando al lagarto enyesado. Les presento a Pedro Mairal.

Así lo conocí. Ya había leído sus legendarios pornosonetos, sabía de su primera novela, Una noche con Sabrina Love. Esa noche, en el epílogo de parrilla y cervezas en la esquina de Bulnes y Perón, me enteré de su no sentido del humor, su estado de alerta para el juego de palabras, sin exagerar, sin alzar la voz, el mae que de primera entrada parece tímido pero que en realidad habla poco porque está recolectando información, hundiendo la pala en la materia prima de su escritura.

Varios años después, en septiembre de 2011 estuve en Argentina invitado a un festival y por supuesto aproveché el viaje para reencontrarme con gente querida. Fue en la sobremesa de un almuerzo en un bar en Medrano y Gorriti cuando le pedí a Pedro lo que ya conté, que se grabara leyendo el cuento.

«Hoy temprano» pertenece al libro homónimo y va así: un niño se sube a un automóvil e inicia el relato de un viaje a la quinta familiar. Está emocionado porque sale de las cuatro paredes del edificio en el que vive. La quinta es el sol, lo verde, el aire en movimiento, el trayecto en carro hasta allá. Vemos cómo el vehículo se transforma en una cápsula del tiempo. Avanzamos en dos planos, el espacial y el temporal. El niño crece, la familia también, cambia el país, hay progreso tecnológico, concesión de obra pública, hay edad sumando, hay fisuras, dudas, ganas de llegar a un lugar, a una tierra prometida. La velocidad del relato aumenta conforme mejora la técnica (el viaje empieza en un Peugeot 404 y termina en un 4×4 muy moderno) y nos acercamos al destino final. En mi opinión es un cuento perfecto, una obra de-relojería-suiza enchufada al éter de la memoria, al paso del tiempo, al asfalto duro de la realidad, esa promesa fallida o malograda que es, indefectiblemente, la vida de todos. Otra vez, el castillo de naipes.

Sobre el cuento, Mairal me compartió, entonces, un enlace en donde da detalles sobre el origen de «Hoy temprano». «No sé por qué me acuerdo de haber estado mirando las plantas del balcón de mi casa cuando se me ocurrió la forma en que tenía que contarlo. Las plantas se movían apenas con el viento y yo entendí que el cuento eran todos los viajes a esa quinta a la que íbamos de chicos pero contados en un solo viaje. Toda la vida de golpe. También me acuerdo de que me senté a escribirlo y al principio no salía, hasta que me di cuenta de que tenía que contarlo no en pasado sino en presente, un presente casi atemporal». Y luego añade, como si fuera un detalle lateral, insignificante, algo que debería ponerle la piel de gallina: «el narrador soy yo pero un poco desplazado, o es un tipo que se parece a mí pero no soy yo. Escribí el cuento a los 29 años. Ahora tengo 40, la edad del personaje al final, y noto que esa historia tenía varios aspectos premonitorios sobre mi propia vida, soy ahora un padre separado que va a lo de sus hermanos los fines de semana».

En la música hay un fenómeno poco usual, extraordinario en el sentido integral de la palabra: el oído absoluto. Es la capacidad de muy pocos seres humanos de identificar –sin otra ayuda– una nota por su nombre, o de producir con la voz una nota sin ayuda de otra referencia. En los momentos altos de su escritura, Mairal tiene oído absoluto para la condición humana. Sabe reconocer qué de todo lo que se mezcla en la licuadora de los días y el tiempo es lo que va a decantar, qué queda cuando se desintegre la hojarasca, lo accesorio. Qué es lo que importa, qué es lo que está debajo o detrás del ruido. Pone atención, el viento hace temblar apenas las hojas de las plantas. Escucha esas notas y las escribe de primera mano, sin retórica. Lo podemos imaginar horizontal sobre la tierra, con el oído pegado a la línea del tren.

III

Entonces, volvamos al video. En la clase, apagamos las luces, encendemos el proyector y aparece Mairal en la pantalla. Esto lo hago con varios grupos cada cuatrimestre del año desde 2011. Como resultado de la mecánica, del acto seriado desde hace ocho años, llegué a aprenderme la entonación y cadencia de la voz de Pedro, a recordar de memoria, en una imagen no estática si no de cinematógrafo, las formas detrás suyo (la pared blanca, los tres cojines rojos ordenados ascendentemente a su espalda, el movimiento pendular mínimo mientras lee frente a la cámara), los momentos exactos donde se lleva la mano a la barbilla o a los extremos de un bigote exiguo. Y, a esta altura, también puedo anticipar las reacciones de los estudiantes, esos segundos antes de la risa o de leves y apenas perceptibles sacudidas de cabeza o suspiros de solidaridad ante las dificultades o duelos ajenos.

Una vez que leemos, escuchamos y comentamos el cuento, les asigno esta tarea: «para la próxima semana, escriban su Hoy temprano». Hablamos de la semana cinco o seis del cuatrimestre y para entonces ya leyeron y replicaron en una consigna de tres páginas el emblemático «Me acuerdo» de Joe Brainard. Una primera aproximación a la escritura con excavadora, una de esas dinámicas para «romper el hielo» que parten de lo podemos llamar el-material-a-mano.

Pero es con el ejercicio de imitación, la consigna epigonal, donde me he encontrado con lo que les vine a contar. El otro gran atributo del cuento de Mairal (y de la misma estatura, en mi opinión) es que ya desde la lectura, en ese desplazamiento en el tiempo y el espacio en que acompañamos a la voz que narra, el lector recrea en simultáneo su propio Hoy temprano, el niño o niña que fue, un destino prometido, la gradual diáspora familiar, las bajas, los no dicho, los duelos, el castillo de naipes, el largo y sostenido monólogo interior que es, en definitiva, la otra parte de la vida de todos y cada uno de nosotros.

En los ejercicios que han entregado a la fecha centenares de alumnos, chicos y chicas ya adentrándose en eso que llamamos la edad adulta, encuentro el efecto expansivo, multiplicador que tiene el cuento de Pedro. Muchachos y muchachas, muchaches, que a diferencia de quienes se acercan a los talleres de escritura, no tienen ninguna ambición o aspiración «literaria», entregan textos construidos a partir de esa misma sustancia que llamamos literatura. Caben aquí aquellas palabras del noruego Kjell Askildsen, «No soy ningún crítico, soy un hombre sin estudios, no poseo ninguna de las palabras necesarias para decir por qué algo es bueno». No sé cómo definir eso que me atrevo a llamar literatura, pero creo que sé cómo se siente, creo que sé cómo suena en esa voz del pensamiento que usamos para leer, creo saber qué preguntas formula, qué territorios evoca. Y puedo decir entonces que Hoy temprano de Pedro Mairal logra todo esto con quienes, ya entregado a un arrebato de sentimentalismo, quiero llamar mis muchachos y muchachas, mis muchaches. Pero ¿qué más quiero decir? Sospecho que es esto. Si bien yo no me he sentado a escribir mi «Hoy temprano», es evidente que estoy involucrado en la experiencia que repito varias veces al año desde hace una década. De hecho, estoy ahí de cuerpo entero, arremangado en la misma consigna quizás desde otro lugar. Ser testigo de este fenómeno me ha enfrentado antes que al acto mismo de la escritura, a eso otro que está primero o después o más allá, ¿por qué escribo? ¿para quién? ¿qué latía debajo de aquel infausto «quiero dedicarme a la escritura» con el que crucé el umbral (como una de las etapas del viaje del héroe de Joseph Cambell) del que difícilmente se regresa? Leo los trabajos de mis alumnos, leo la primera persona y pienso en Louise Glück. Específicamente en una pasaje de su poderoso poema «Visitantes del extranjero», los padres, ya fallecidos, le preguntan por qué ya no habla de ellos, ni de su hermana, también muerta. «Ya casi ni nos mencionas», le dicen. Y la escritora, o la voz narradora que la suplanta, contesta culposa y amorosa a la vez, «escribo de ustedes todo el tiempo, cada vez que digo ‘yo’ me refiero a ustedes». Y pienso inmediatamente que Glück a su vez lo tomó de enorme Spring and All de William Carlos Williams.

Esa radiación del texto de Mairal, ese efecto expansivo que logra que estudiantes por lo general distantes con respecto a la literatura, me coloca debajo del arco de la duda, en el centro mismo de la interrogación. Para qué escribo, para quiénes.

Yo también tuve mi edad de hormonas literarias, yo también –aunque fuera un juicio silencioso– blandí mi dedo índice para decir qué había que escribir y qué no, y sobre todo cómo había que escribir. Y está bien, hay que pasar, supongo, por ahí. Aquella frase de Saer es genial para el retrato de ese momento de la vida de los escritores, no la recuerdo con precisión pero la idea es esta: Romeo y Julieta eran los hijos de escuelas literarias enemigas (ustedes saben perfectamente de qué estoy hablando). Sin embargo, eso quedó atrás, de un buen tiempo para acá lo único que me preocupa es saber desde dónde escribo, cuáles son mis limitaciones, hacerlo a partir de ellas.

Pero hay algo más en la ecuación, desde que preparo clases y coordino talleres, buscando textos que funcionen para los jóvenes o para los talleristas (más exigentes talvez) me pregunto para quién leo. Porque ya tengo ese radar alerta, siempre encendido. Este cuento/poema va a funcionar en clase, este no.

En fin.

Todo esto a partir de «Hoy temprano», un cuento redondo, de relojería suiza que a la vez fuera radioactiva, un texto de un efecto algebraico que no solo lleva adentro la sustancia de la literatura sino que tiene el atributo de contagiarla. No es poco.

Un cuento que me plantea, cada vez, por qué escribo, para quién. Un texto que me lleva siempre a aquellas palabras de Margaret Atwood: «A lo mejor no escribo para nadie. A lo mejor escribo para la misma persona a quien escriben los niños cuando garabatean su nombre en la nieve».