1.
Junto al tocón de la higuera mi madre habla de hombres. Le doy un abrazo y se ríe. Habla como niña. En lugar de decir sí, dice chí. Se mueve con cuidado, le pregunto cómo le ha ido en la kine. Desde que se fracturó una pierna, hace un año y medio, ha recuperado la movilidad de a poco. Le gusta que le pregunten por sus dolencias, le encanta que la cuiden y la arropen cuando hace frío. Llegué a pensar, con frustración, que se había caído a propósito para reclamar nuestra atención. Mi perra Juli la observa, sacando la lengua bajo el sol. Durante uno de los varios periodos en que estuvo separada de mi padre se volvió monotemática y todas nuestras conversaciones desaguaban en su imagen. Aun así, durante una de sus varias separaciones, tal vez el 2011, aprendí a jardinear junto a ella, en el patio de la casa de Gluck, en San Joaquín. Me gustaba cuando nos invadía el silencio y las sombras de la higuera se proyectaban sobre los esquejes de las monsteras. El pasado dejaba de ser importante. Éramos solo dos personas rodeadas de matas. Tejíamos un orden alterno sin ambicionar ni siquiera la felicidad. Los jazmines trepaban el muro que nos separaba de la iglesia del barrio, y al caer la tarde mi madre se quitaba la tierra de las manos, se cepillaba las uñas quitando todo rastro de tierra de hojas, se cubría la cabeza con una gorra blanca y entraba en la pieza de los santos. En esa época había vuelto de su iniciación en Cuba. Aunque a ella no le está permitido hablar de estas cosas, he observado y he decidido qué es lo que quiero registrar desde el deseo de comprender.
La Regla de Ocha o Santería es una religión popular que surgió en la isla de Cuba durante el periodo colonial. Era una religión de esclavizados, que vieron en ella un modo de resistencia. Su sistema de creencias y rituales se basa en el culto de los catorce orishas del panteón yoruba africano. Estos orishas, entidades sobrenaturales, son todos manifestación de una deidad suprema, y se han enmascarado en santos católicos para sobrevivir a las persecuciones de los amos, caporales y sacerdotes cristianos. Así, Elegguá, uno de mis preferidos, el orisha de los caminos y el destino, fue sincretizado en san Antonio de Padua, patrón de los viajeros y conocedor del lenguaje de los peces, o en san Martín de Porres, el santo mulato que era capaz de armonizar al gato con el ratón.
Mi madre fue iniciada el 2009. G., su padrino, la contactó con una red de santeros domiciliados en La Habana. Allí pasó varios días para luego trasladarse al campo y vivir un proceso de iniciación velado por el secreto. Regresó coronada por el padre de todos los orishas, el que manda sobre todas las cabezas y vive en lo más alto de las montañas: Obatalá, la nieve que proviene del cielo. Estuvo un año entero vestida solo de blanco, el color de la pureza y el color del padre que la adoptó. Aunque no podía tomar alcohol, más de alguna vez la sorprendí apurando un corto del ron para sus santos. Se suponía que debía escupir y rociarlo sobre las figuras, pero se lo tragaba después de fumar el puro de rigor. Los neurodivergentes, los melancólicos, suelen ser hijos de Obatalá y mi madre, curtida por los humores de la bilis negra, es parte de ese linaje; muchas veces yo pensaba que también lo era. Su madre, en cambio, es Oshun, la deidad que saca su nombre del río que corre hacia el Atlántico en África occidental, actual Nigeria.
Oshun, diosa de la fertilidad, sensible a los dones del bronce. Alguna vez acompañé a mi madre a recoger piedras en el río Maipo para conformar su imagen y ya no sé cuántos chivos han sido sacrificados en su honor; porque sí, en esta religión, como en muchas otras, el sacrificio es un eje, abre caminos, restituye lo perdido, permuta dones. Aunque el sacrificio animal restaure el equilibrio en este sistema de creencias, es una de las razones por las que yo no podría ser parte. Me provocó rechazo y desconfianza acompañar a mi madre a la parcela de una cófrade, en las afueras de Santiago, dedicada a la cría de gallitos de la pasión, chivos y porcinos cuya sangre sería derramada por la red de santeros en Chile.
Aun así, G., su padrino, era uno de los pocos hombres buenos del mundo de mi madre, un universo en el que suelen ser egoístas, infieles, aprovechadores y crueles. G. vivía en el barrio Franklin. Había llegado a Chile en los años 90, durante el “período especial” en el que la población cubana sufrió el colapso de la Unión Soviética en la forma de una crisis económica, energética y moral sin precedentes. G. no se metía en política, era generoso, estaba convencido de que había un anciano alquimista que seguía mis pasos y velaba por mí, vestía de blanco, era homosexual de un país caracterizado por su homofobia; cada vez que podía volvía a Cuba para ver a su madre. Falleció hace algunos meses en la isla, acorralado por el cáncer.
El desarraigo tiene que ver con una ruptura con el propio pasado y linaje. ¿Cómo sobrevivir al desarraigo?, se preguntaba Roger Bastide, un antropólogo ya no tan contemporáneo, que estudió las religiones de matriz africana en Brasil. En pocos siglos fueron sacadas a la fuerza 12,5 millones de personas desde la costa occidental de África hacia las Américas en barcos en donde se juntaban individuos de distintos orígenes y lenguas. El capitalismo moderno es tan destructor como creador, decía Bastide. Si redujo a millones de hombres, mujeres y niños a la esclavitud, también produjo una recomposición cultural. Prácticas de resistencia cotidiana permitieron a millones de cautivos conformar sistemas de creencias propios para resistir el desarraigo y recomponer los vínculos desgajados. La brujería, la magia y la potencia de sus dioses disfrazados con ropajes occidentales eran el arma que les quedaba. Así, el sincretismo consiste en reunir fragmentos de los relatos míticos de tradiciones diferentes y ensamblarlos en un todo que se mantiene ordenado en el mismo sistema para sobrevivir.
La idea del ensamblaje me apasiona. Qué somos sino un conjunto de piezas ensambladas al calor del tiempo. Pensar en la memoria como un rompecabezas, como indicaba Georges Perec, en el que las piezas tienen que ser puestas en relación porque “considerada aisladamente, una pieza de un puzzle no quiere decir nada; es tan sólo pregunta imposible, reto opaco”. Esto es lo que intento hacer. Mi familia es un conjunto de recuerdos nebulosos que cambian según la necesidad y las ansiedades del presente. El viaje –ya sea el trayecto de la tierra perdida a la plantación o las fugas de la plantación al reino de los libertos– es un modelo narrativo que ofrece algún orden al caos: como el cosmos para guiar el curso de la navegación nocturna. Si escribiera mi vida tendría la forma de un viaje o de una investigación en la que los fragmentos, conformados por personajes aparentemente secundarios, ocuparían el centro.
La última vez que visito a mis padres es dieciocho de septiembre. Mi padre iza la bandera y recoge los limones caídos. Algunos, los que están partidos, se abren como heridas supurantes. Ha pasado los 60 años, pero insiste en encaramarse en el techo como cuando tenía 30. A través del reflejo de nuestra mirada, él rejuvenece. Tal vez vuelve a ser un hombre fuerte, incluso vuelve a ser el militar de la Fuerza Aérea que posa en una base antártica en el Fujifilm. La postura orgullosa, la cara alargada de mandíbulas coléricas. Me costó años aceptar que todo en la construcción de mi identidad iba a contrapelo de la suya, pero sin perder de vista la fascinación que me producía y me produce la masculinidad antediluviana: las pruebas, la fuerza en medios hostiles, las artes de la guerra y de la infamia. Cuando me pregunto por qué seguí este camino de libros y papeles polvorientos en archivos olvidados, pienso en el macho anciano en el que se convierte y se me hace patente la fragilidad que antes solo pensaba que era un atributo de mi madre, hija de Obatalá y Oshun, como si el porqué solo fuera a resolverse a través de la conciencia de este linaje opaco.
2.
Mis padres nacieron en la Araucanía, un país que a mí se me hacía real y tangible durante los fines de semanas largos, tricolores dieciochos de septiembre y otoñales semanas santas. Era una nación de plantas enormes, primos amistosos con acento extraño que hoy veo solo a través de las redes sociales. El verdor era absoluto y el gris del cielo, primordial. Mi abuela, encarnación del autoritarismo y del doble estándar, extendía su manto sobre el Wentemapu como el demonio sus sombras sobre el campo durante las noches de San Juan.
Desde Santiago, la travesía duraba por lo menos nueve horas. Alternábamos entre los huevos duros, las Pronto Copec y la textura velluda de las nubes. Entre Talca y Chillán, mis padres, deportistas del drama, cultivaban un silencio abrasivo que iba carcomiendo todo a su alrededor. Así, las primeras notas de una canción larga y mal entonada entre Temuco y Padre Las Casas finalizaba en un simulacro de tragedia en alguna de las ramadas en la parcela de los tatas.
Mi padre, que para mí en esa época era un dios aguerrido y temperamental, actuaba de un modo en que no lo hacía cuando estábamos solos. Si era callado y riguroso en casa, se volvía efusivo, entusiasta, populachero e incluso gracioso en el sur. Y esto era casi siempre el preludio de algo terrible. Antes de que la guerra se declarara, me asilaba en la casa de mis tíos y mis primos compraban fuegos artificiales para aterrorizar a los vecinos, y yo andaba a la sombra de mis primas.
Un día, mi madre apareció al volante del Kia, sin mi padre. El cielo podría haber estado estriado de nubes si mi recuerdo no fuera tan difuso. Me hizo tomar todas mis cosas y despedirme de mis primos sin entender qué había pasado. Luego, manejó casi nueve horas por la ruta 5 en un silencio solo interrumpido en dos ocasiones, para decir que mi padre era un imbécil y para contarme que mi abuela la había embrujado por intermedio de una machi. Hoy habría comprendido tales palabras en el contexto de su desesperación, pero de niño solía creerle todo.
La memoria de mi tribu es humilde y maleable. Mis padres, hijos de la Araucanía, hicieron su vida entre Punta Arenas y Santiago. Mis abuelos paternos, nacidos entre la actual región del Biobío y la Araucanía, llevaron su existencia entre Padre Las Casas y Temuco. Mi abuela paterna fue una esposa tradicional, mezquina de ternura, y la mayor cercanía que tuvimos fue una vez que me comentó que hasta que no fue mayor y casada no pudo mirar el cielo estrellado por temor a faltarle el respeto a Dios. Mi abuelo paterno era un suboficial de la FACh obsesionado con el orden y la disciplina que se volvió bondadoso cuando se hizo viejo. Mis abuelos maternos eran parte de un espectro similar. Él era funcionario de Ferrocarriles, alcohólico, infiel, carismático, y ella una esposa que dio luz a nueve hijos, con una profunda tendencia a la melancolía, pero afectuosa, y de cuyo mundo interior nunca supe nada. Y sus respectivos padres: campesinos, practicantes, artesanos –hacían pipas para almacenar vino–, y antes, el silencio. Tal vez cuando mi madre viajó a La Habana a iniciarse en la santería cubana intentó romper con la tradición familiar, alterar el orden de los hechos, y encontró en una religión de desplazados y esclavizados la promesa de su propia liberación.
Mientras mi padre está arriba del limonero, ella extiende la mano, me muestra las calas alrededor del tocón de la higuera. Este frondoso árbol, que se llenaba de loros en verano, y competía con el campanario de la iglesia, fue talado en mis años de ausencia. Sus raíces habían levantado el pavimento y amenazaban la estructura de la casa como si estuvieran gobernadas por una fuerza incontrolable que reclamaba mi presencia. Aun no sé si tomaron la decisión de cortarlo por este motivo, más bien racional o urbanístico, o fue porque la higuera estaba apestada y simplemente se murió, que fue la versión que me dio mi madre. Sea cual fuere el motivo, me he quedado solo con mi madre, me habla de Oshun y yo la escucho. Las raíces de la higuera muerta continúan levantando el pavimento como empujando de vuelta a la tierra, y me recuerdan que debajo anida el pulso de algo que no muere.
Punta Arenas, 1988. Es historiador del arte de la Universidad de Chile, máster en estudios literarios de la Universidad de Buenos Aires y doctor en lenguas y literaturas romances de la Sorbona. Ha publicado cuatro poemarios y la novela Crin (Overol, 2021). Hoy es investigador postdoctoral en College UC.