No sé si pueda elegir mi columnista favorito. Es más, creo que el género de la columna invita a la variación. Los temas que pueden llegar a tocar una crónica son tan diversos, que hay días en que son unos y días en que son otros los que prefiero. Por lo general, eso sí, descarto a los especialistas. Me atraen más esos asuntos comunes a la mayoría. Esos aspectos sobre los que todos tienen algo que decir. No se trata necesariamente de una selección en los temas, sino en sus aspectos. Hasta en el más recóndito de los estudios científicos hay una puerta por la que entra cualquiera. Entiendo que la columna es un género literario, y por lo tanto prefiero a todos esos que las escriben a tientas. Nada peor que una columna militante. El mismísimo Hermógenes a veces consigue perderse en el encanto de lo dicho sin plan, y asoma en sus textos una ironía, una provocación y un humor que habitan en las antípodas literarias de su fanatismo. Recuerdo una columna suya sobre el miedo en la derecha, es decir, sobre sus propios miedos. De Roberto Merino me gusta justamente esa capacidad de deambular por los territorios comunes, siempre desde una óptica personalísima. Lo suyo son relatos para nada ajenos a la contingencia, como a algunos les gusta decretar, sino ajenos a la política. Tienen la cadencia de las vidas privadas y, valga decirlo, hoy por hoy son esas experiencias las que están decidiendo el tipo de gobierno. Rafael Gumucio tiene siempre la capacidad de sorprender. Se atreve a tener posiciones cambiantes y a exhibir el flanco extraño de lo que sea. Debe haber pocas cosas más aburridas que la búsqueda de la opinión correcta. Los columnistas que prefiero escriben siempre desde un yo impajaritable. De Gallagher me impresiona la facultad para oficializar interpretaciones novedosas. Debe ser porque como la derecha es la dueña del pastel, sus acotaciones frescas le mejoran el gusto, mientras que hay otras opiniones frescas que al caer fuera de la torta no alcanzan a saborearse. En todos disfruto de la prosa limpia, de las ideas claras, de la complicidad establecida cuando el que escribe quiere darse a entender. Una cosa son las ideas difíciles y otra dificultar las ideas. Pero no son sólo ideas lo que uno busca en las columnas, sino también tonos, miradas, experiencias, preguntas. Leo a Matías Rivas cuando escribe sobre lo que lee, porque lejos de intentar solucionar los libros los comenta como un paseo. Y lo mismo me sucede con Alejandro Zambra. Ambos se adentran en las páginas de lo que sea, y cuando más me seducen es cuando aciertan en el rescate de lo que otros dejarían pasar para distanciarse. Por lo general prefiero los amores y odios moderados, aunque de vez en cuando las pasiones desatadas llegan para revivir a la naturaleza. Sinceramente no me importa demasiado si las columnas de opinión dan en el blanco, mal que mal, el trayecto es lo que vale. Lo que me interesa es la honestidad, la distancia tomada de cualquier impostación, de cualquier altura pretendida, de cualquier supuesta autoridad. Si algo ha vuelto a la crónica el género más vivo de los que rondan, es que ha roto el concepto de escritor. La crónica da sorpresas, quizás porque al no exigir un libro permite la entrada de aquellos que jamás harían de la escritura su profesión. Y como puede referirse a cualquier cosa, cada cual tiene su ámbito de competencia.

Es interesante eso que sucede al interior de las columnas de opinión: la columna amiga no necesariamente es la que piensa igual, sino la que comparte antes que nada una forma de diálogo. Ya sean libros, historias callejeras, relatos rescatados, películas, programas de televisión, hechos políticos o anécdotas domésticas, las buenas columnas se instalan unas separadas de las otras, firmes en su individualidad, en el entendido de que entre ellas hay otras muchas transparentes y, sobre todas, un techo común. Quizás sean parte de la literatura de la democracia. ¿Por qué han proliferado tanto en el último tiempo? Especulo que porque el relato por construir ya no es posible en manos de unos pocos iluminados. Ahora se trata de una historia polifónica, donde personajes y personas coinciden, o sea, donde ningún autor puede fingir con propiedad la voz ajena, sin encontrarse con la indignación de la voz fingida. Nadie tiene derecho a representar la voz del otro, sino apenas la propia voz, ésa que cada vez es más plural e irrepresentable. Se me quedan varios nombres de actuales cronistas en el tintero. Seguramente los que han escrito algunas de las crónicas que más me han gustado. Intuyo que es por los vericuetos de este género quiltro que la literatura chilena de los últimos ratos está buscando más seriamente su derrotero.

Patricio Fernández es escritor, director y editorialista de The Clinic. Ha publicado la novela Ferrantes (2001) y el volumen de crónicas Escritos plebeyos (2003).