En cierto modo, todo es espera. Embarazos, tacos, elecciones, esperar la micro, la sala de espera en la clínica o en el dentista con ese típico olor, la espera que desespera al insomne que quiere quedarse dormido, al desvelado que quiere retornar al sueño. La escritura es espera, la cocina a fuego lento lo es también, Nicole canta «Esperando nada», mi hija cada vez que le pido algo me dice con la mano en alto «espera». Los vivos esperan. La muerte no espera. Pero hay categorías de espera, unas de corto alcance, ligeras, de las que saldremos más o menos pronto. No alteran la rutina, incluso son parte de ella. No gatillan la ansiedad. De tan anodinas podemos querer matar el tiempo de esa espera, eliminando imágenes del celular, por ejemplo. Porque es un tiempo inútil, aunque en verdad ningún tiempo es inútil. Pero hay otras esperas, más intensas y definitivas, como actos de resistencia, esperas en que la vida queda suspendida de tal manera que después todo parece cambiar un poco, o mucho, porque la espera ha pasado a ser la vida, lo más vivo de ella, y el resto es algo que corre mudo por el lado. Nos llenamos de inseguridad en ese tipo de espera porque no sabemos lo que viene. No sabemos si todo será un seguir esperando.

Recuerdo una primera gran espera. Debo haber tenido siete años, iba al colegio en la jornada de la tarde. Estaba parada en el portón de salida donde recogían a los niños –cada vez quedaban menos–, hasta que ya no quedó ninguno. Todavía daban vueltas algunas profesoras que pronto también se irían. El silencio iba ganando terreno. No me moví del portón hasta que la inspectora cordialmente me invitó a moverme y me llevó al segundo lugar donde debía esperar, al espacio de las largas esperas. Por un camino de cemento llegamos al hall de entrada de la casa que era entonces ese colegio de barrio. Nunca me había tocado esperar ahí, como nunca había tenido la visión de un colegio vacío. El patio, los juegos, las salas en la espera del día siguiente. Todo fuera de lugar. La espera es estar fuera de lugar, fuera del lugar en el que solemos estar anímica y materialmente. Estamos en el lugar de la espera, en ese nudo. La inspectora me dejó sentada ahí, en una banca de madera. Entró a buscar sus cosas para irse, y se fue, pasando antes su

mano por mi cabeza con total naturalidad. Me quedé estática, siempre sentada con la mochila en los hombros. Como Vladimir y Estragón en el centro de un escenario mirando al fondo en silencio. Esperando. Atada a ese momento de espera. Resistiendo esa espera. Ahí seguía, ahí estaba otra vez para los ojos de cualquiera que pasara. Pero ya nadie pasaba, nadie quedaba en el colegio salvo la directora. Yo seguía aferrada a la ilusión de que apareciera mi mamá o mi papá por ese largo pasillo de cemento, para ir corriendo y dejar caer mi cuerpo de lana en sus brazos por fin. La espera cansa, porque en ese trance nunca bajamos la guardia. El tiempo no debe haber sido mucho, pero lo suficiente para que el atardecer bajara lentamente su telón de colores azules. No recuerdo sonido más que el de las tripas de los propios pensamientos. Miraba los zapatos, los volvía a mirar. El espacio mental se me iba llenando de acotaciones teatrales: Silencio en cursivas, Pausa entre paréntesis, Gestos entre paréntesis y cursivas. Por suerte no era invierno. Por suerte. Aunque en ese tipo de espera siempre es invierno, siempre es de noche, todo es para siempre. La directora, una austríaca de fija melena ceniza, salió y me dijo que entrara. Nunca había estado en su oficina. Era un lugar oscuro, viejo, lleno de polvo y de archivadores, lejos de la pulcra oficina que había imaginado. Una especie de cueva donde lo único que brillaba era la tela del sillón donde me senté. La imagen de la espera es sentada. Tomó el teléfono y llamó a mi casa. Contestó mi mamá, su voz sonaba al otro lado en un dominó de frases que pude imaginar desesperadas: que venía llegando, que se había descoordinado, que iría corriendo.

Que por favor la esperara un poquito.