El centelleo de otros lugares

Presentación de Rodrigo Rojas

No puedo explicarlo muy bien ahora, pero cuando comencé a preparar esta breve presentación de María Negroni, por alguna razón terminé leyendo sobre María Sybila Merian. Se trata de una naturalista del 1600. Mujer adelantada para su época, dibujante, inquieta, gran observadora, que se aburre de su matrimonio y abandona Inglaterra para instalarse en Amsterdam como ilustradora botánica. Allí pasa varios años dibujando las diferentes especies que exploradores y mercaderes traían de vuelta de América. Trataba de darle vida a esas flores lánguidas que llegaban a sus manos después de meses de haber sido arrancadas de América.

A los cincuenta y dos años –imagínense qué significa ser mujer de esa edad en el 1600– ella toma a sus dos hijas y se traslada a la selva de Surinam. Recorrió la selva por dos años observando, tomando notas. Una vez concluido su viaje vuelve a Amsterdam a producir un hermoso libro en el que retrata la vida salvaje con una especial atención a los insectos. Entonces se pensaba que estos eran una creación del diablo, que solo podían nacer en la carne podrida. Fijarse en estos seres endemoniados fue muy osado, pero ella puso atención al ciclo de vida completo, animales reproduciéndose, huevos de araña, insectos alimentándose, yacarés luchando con serpientes de coral. Su ojo atento y su interés tan diverso logró capturar artística como científicamente la abundancia de la selva.

Su obra sin embargo ha permanecido inclasificable pues no es reclamada como suya ni por la botánica o la zoología, mientras que las artes no terminan por comprender esa migración de géneros que ella propone en sus acuarelas.

Ahí está, esa es la palabra, migración, por eso llegué a María Sybila Merian cuando en realidad quería hablar de María Negroni, justamente por esa capacidad de instalar su escritura como un puente entre géneros y medios. No podría decir que su interés como autora esté circunscrito a bichos o a criaturas endemoniadas, pero sí, desde el ensayo, desde su poesía, su novela, poema dramático y también libro infantil, ella ha ensayado un ojo prolífico que se fija en lo que los demás descartan.

Además, ese gesto de migrar para expandir su obra, para salir de un circuito y descubrir la vida natural de primera mano en algo se parece a María Negroni. No quiero decir que Nueva York o que Buenos Aires es una selva, pero sí, hoy en día, salir del propio país es una forma de encontrarse con la lengua, salir de una tradición rica, pero que se mira a sí misma, viajar es distanciarse para acercarse de otro modo, renovar la mirada.

Hace dos años, en una entrevista con Daniel Gigena en La Nación María Negroni hizo una distinción entre estas dos ciudades que me llamó mucho la atención. Habla de sus hallazgos, dice que la misma ciudad es el hallazgo.

«[La ciudad] es una especie inagotable de imágenes, y allí [en Nueva York] siempre tuve una sensación muy rara que  en Buenos Aires no me pasa. Acá hay muchas cosas en el ámbito cultural, es una ciudad muy viva, pero allá podías ir a ver algo al teatro que te volaba la cabeza pero salías del teatro y veías que la sociedad iba adelante del arte. Acá no. Tengo un recuerdo de haber visto en los años 80 en Buenos Aires una obra de Tadeusz Kantor en el San Martin, en la que hablaban Polaco, algo extraordinario. Uno salía del teatro y la sociedad se hallaba atrás de esa obra. En Nueva York no tenía esa sensación». (La Nación 27/11/2016)

Ese es el punto de unión que seguramente vi entre María Sybila Marie y María Negroni. Ambas sentían la necesidad de desplazarse para vivir por delante del arte, no esperar que los mercaderes les trajeran insectos atravesados por agujas o flores mustias para pintar.

Pero en ese desplazamiento ambas, la artista del 1600 y nuestra invitada de hoy, la artista del 2019, quedan con una suerte de extrañamiento. Buscar el lugar donde la vida se sitúe por delante del arte significa también asumir una opción en que la no pertenencia es constante. Ya nunca más se pertenece totalmente, porque se asume que el sacrificio que exige es la ceguera parcial. Ese modo de no pertenencia es también un modo leve de orfandad. Que como toda orfandad, aunque se haya asumido, aunque se le haya transformado en un motor de vida, aún así es una herida. Lo interesante es que toda herida exige compensación. En buena hora creo que la de María Negroni es la abundancia, el ser prolífica. Digamos en otros términos, como hablamos de orfandad por extrañamiento, que la compensación es una obra vasta en forma de un gran mapa. A este tipo de orfandad de lugar, se le compensa entonces con el centelleo caleidoscópico de otros lugares, que es como Georges Didi-Huberman describe al atlas portátil.

Es necesario aclarar que el extrañamiento, esa fractura que atañe a la pertenencia, es también una característica de la creación artística. El arte se esfuerza por observar al mundo de manera transformadora, nada se presenta tal como se le ha visto siempre, busca otro camino para entrar en un contacto más significativo con lo que observa. Ese es un proceso de extrañamiento, de distancia. Por ejemplo, a raíz del poema Lengua bajo el trapo, publicado aquí en 1991 por Cuarto Propio y reeditado por Ediciones la Palma en 2014, la escritora María Moreno señala que «Negroni hace gala, en este largo poema de amor, de una distancia samurái, oponiendo a la crítica intrauterina de Luce Irigaray en Jamás la una sin la otra.» Me entretiene mucho esa síntesis de María Moreno, que representa ese desapego o distancia de observación como una posición estratégica de lucha. El samurái en este caso marca un lenguaje y también una diferencia sigilosa y armada con Luce Irigaray.

Nunca me he sentado en una de sus clases, pero intuyo que sus alumnos deben tener suerte de toparse con alguien como ella. En su obra es posible ver una conciencia del lenguaje que sin duda debe transmitirse en los ejercicios y consejos que es capaz de ofrecer a nuevos escritores. Imagino sus alumnos en el magíster de escritura creativa de la UNTREF, programa que ella dirige, así como sus alumnos de la Universidad de Nueva York o los del Sarah Lawrence College, siendo empujados por ella hacia la autonomía y a la exploración.

Ese es quizás el mejor regalo que le puede hacer una persona a otra, más aún si se trata de individuos que buscan una voz para transformarse en autores. Porque en el caso de la creación artística esa autonomía es un estado de conciencia. Materialmente es muy lento llegar a una autonomía, por lo general se llega por medio de un trabajo de día y una vida de autor después de horas. Es un estado de conciencia porque esa autonomía no puede depender del reconocimiento de pares, pues este suele ser esquivo o tardío. La autonomía justamente depende de una conciencia. En El arte del error, ensayo publicado en Madrid en 2016 con Vaso Roto, señala que «la literatura es el arte por excelencia de preguntar.» De este modo la interrogación sería el estado mental. La posición desde donde se mira el mundo, no para entregar certezas, sino para ahondar las preguntas. En este sentido existe cierta hermandad que late entre María Negroni y nuestra escuela. Ella fundó en Buenos Aires un proyecto que habla nuestra misma lengua, que se propone orientar lecturas como las hacen los escritores, que es distinto a como las afronta un crítico o un investigador literario. La ambigüedad, por ejemplo, en la lectura como la hace un escritor, es un elemento que no debe ser necesariamente despejado o resuelto, sino que evaluado como un nodo del texto que puede acumular la mayor potencia expresiva. Otro punto de unión claro está en su labor como traductora. Ella entiende que para un poeta la traducción es una escuela donde pulirá también sus próximos poemas. Con especial aprecio quisiera mencionar Carta al mundo y otros poemas, traducción de la poesía de Emily Dickinson publicados el 2016 por Editorial del Zorro Rojo.

 

La posesión de la orfandad

María Negroni

 

Muy temprano, mucho antes de intentar escribir, cuando todavía el placer de la lectura lo colmaba todo, me llamó la atención que casi todos los libros fundacionales de la literatura occidental y oriental, repetían un mismo esquema narrativo: en ellos, un héroe, indefectiblemente masculino, se embarcaba en un viaje saturado de riesgos, enfrentaba aventuras y pruebas, y al fin desembocaba en un conocimiento difícil. A la Muerte, es decir al Tiempo que había sido su Maestro, le correspondía un papel fundamental en estas epopeyas, pero, en cambio, era todo suyo el mérito de haberse expuesto a la intemperie, sin medir las posibles consecuencias: el atrevimiento, en suma, de arriesgarlo todo, de entregarlo todo, de perderlo todo.

A esto lo llamamos épica. Sin duda, porque el viaje se identifica, tarde o temprano, con el agon, ese enfrentamiento con las circunstancias que, sabemos, son siempre adversas. No necesito agregar que fui lectora voraz de esos textos y que encontré en su carga de duelo y desarraigo, el camino hacia las preguntas que importan.

El tópico del viaje era, sin duda, astuto. Incluía, por añadidura, el exilio y también el silencio que reclamaría más tarde la conocida fórmula de Joyce. No hay, por lo demás, mejor metáfora para la vida o la escritura. Tanto en una como en la otra, lo que importa es el presente continuo del verbo, el estar yendo, no la meta.

«Que el camino sea largo», pidió Kavafis. «Ithaca te habrá dado el viaje.»

Fue recién a fines de los 80, mientras hacía un doctorado en Nueva York –y tenía a mi disposición la biblioteca entera de la universidad de Columbia (aún no había internet)—que empecé a preguntarme si existían épicas protagonizadas y escritas por mujeres.

La pesquisa no dio resultados memorables.

En realidad, lo único que por entonces encontré fue un libro de la norteamericana Hilda Doolittle que hilvanaba, en un collar de poemas islas, algunos episodios de la Ilíada, desde la perspectiva de la troyana Helena. La existencia de ese libro, titulado Helena en Egipto (pero que H.D. llamaba sus Cantos, en obvia competencia con Pound, que había sido su primer novio), me entusiasmó de tal modo que lo traduje enseguida para una editorial venezolana.

Años más tarde, tuve yo misma el descaro de incursionar en esos territorios con mi libro Islandia.

Se sabe que Islandia, como espacio de insumisión y caldero de sagas y poetas pertenece hoy, de algún modo, a la tradición argentina, gracias a la literatura de Borges. También, que todo empezó cuando un puñado de noruegos prefirió lanzarse al mar, a la intemperie y al cansancio, con tal de no someterse a Harald el de la Cabellera Hermosa, que pretendía unificar el reino.

En ese universo huérfano o Última Thule, instalé una ambigüedad, una suerte de enfrentamiento en sordina entre dos voces bien diferenciadas: una grave, trágica y distante –que reescribe, en prosa, el gesto indócil de esos hombres–, y otra –escrita en verso– plagada de arcaísmos, plagios e insolencias, perpetraban una suerte de glosa irónica y desentonada, por donde se cuela la voz ácida de un sujeto femenino contemporáneo. No necesito aclarar que ese dúo tonal era también un duelo por la tenencia del lenguaje y una pregunta sobre la pertinencia, posibilidad y riesgos que conlleva, para lo femenino, dejar atrás la intimidad para exponerse a las tarimas del poder, la historia y la violencia.

Salí de la escritura de ese libro felizmente confundida. Es cierto, había logrado plasmar en un tapiz de grandes dimensiones una suerte de debate lingüístico y político (al estilo de los debates medievales) pero, en cambio, tengo que decirlo: la pericia insegura de esos hombres, sus constantes incursiones a la muerte, me habían seducido por completo. Es cierto que los gestos del saqueo y la ironía de la voz femenina servían de contrapunto, iluminaban aspectos ocultos, volvían posible la crítica, pero en cambio, no alcanzaban, no todavía, para dar con esa música mayor que llega cuando nos damos por vencidos y no esperamos nada. Había que empezar por otro lado.

Pasó mucho tiempo antes de que descubriera en Venezia una tela de Vittore Carpaccio, titulada Sogno di Orsola, donde una joven dormida recibía la visita de un Ángel que le traía una pluma para escribir en la mano. La escena me pareció una Anunciación de la Escritura y empecé a averiguar quién era la agraciada.

La historia de Úrsula, descubrí muy pronto, forma parte de la Legenda Áurea, un verdadero bestseller medieval, lleno de parábolas, milagros y etimologías fantásticas que compiló hacia 1250 el genovés Jacobus da Voragine. Allí Úrsula –hija primogénita y heredera del rey de Cornwallis– recibe de improviso una indeseada propuesta de matrimonio. El padre vacila (Aetherius, el pretendiente, es poderoso). Úrsula protesta, ruega, se enfurece. Un ángel se le aparece en un sueño y le sugiere una estrategia para postergar (y, acaso, evitar) los esponsales: que pida al pretendiente barcos, 11 mil vírgenes y tres años para hacer una peregrinación a Roma. El pretendiente acepta. Úrsula junta naves, provisiones, y una vez que tiene con ella a las mujeres, pone en marcha el cortejo de barcos, remonta el Rhin, hace escala en Colonia, Bingen, Basel, cruza los Alpes con las vírgenes a pie, se hace bautizar en Roma, y emprende el viaje de regreso. Al entrar por segunda vez a Colonia, la interceptan las huestes del bárbaro Atila. Ese día, la masacre se adueña del paisaje: mueren todas.

No lo pensé demasiado. Úrsula no era, en la Leyenda Dorada, la única mujer. Pero sí la única viajera. Contaba, a mi favor, con varios ciclos pictóricos (el de Carpaccio y el de Memling, entre otros), con numerosas versiones, todas contradictorias, anacrónicas e inverosímiles (¿a quién se le podía ocurrir un viaje emprendido por mujeres solas en épocas en que la noche era regida por lobos, no solo humanos?), y, sobre todo, con la dicha de que ese viaje, atónito y maravilloso, inspiraría, siglos más tarde, a la gran mística y compositora Hildegard de Bingen.

¿Me tomé demasiadas libertades? Puede ser. En mi relato, las mujeres que acompañan a Úrsula no son vírgenes. Tampoco son once mil, apenas once. Cada una trae su pequeño cargamento de horror y de culpa, de afrenta pasada y temor futuro, de ambición y decepción estética, amorosa y política, y se lo entrega a Úrsula para que ella teja con eso algo parecido a un signo. Quién sabe: si logran persistir en el desorden y tolerar su propia noche, tal vez puedan poseer (no padecer) la orfandad que las consume.

Como si armaran un friso, esas mujeres dicen su parlamento: Cordula, alegre y frívola. Ottilia, con su belleza ajada. Isegault, que goza de ser rechazada. Senia y su secreto. Saturnia, atada al odio y la derrota. Saulae, envidiosa y competitiva. Sambiatia, que escribe poemas como catedrales. Marion, la traidora. Brictola, tan lúcida que duele. La suave Marthen. Y Pinnosa –cuyo nombre alude a Spinoza– en su nave redonda, en busca de la Cifra.

Entonces dice Úrsula: no hago más que hacer planes para mi demencia. ¿Por qué la ausencia es voluptuosa? Y después calla o delira, o tal vez baja a las criptas de algún monasterio y reza como quien dice Dios es esta desaparición.

Cosas así.

Úrsula, digamos, realiza su propia catábasis. La navegación es su descenso. No es Aetherius de quien huye, al menos no tan sólo. Aetherius es un signo: ha llegado para enfrentarla a un enigma, el más difícil, el que cifra su propia vida. Durante el viaje, el pretendiente no ha dejado de escribirle cartas. Confía en mí, le dice. No es un suntuoso maritagium lo que yo quiero darte sino aquello que no tengo… O bien: Úrsula, estás en mí y no estás en mí. Me ausento y el deseo me persigue. Me acerco y no me curo. La noche larga me impacienta tanto como la breve. Estoy cansado de no ser. Por eso, navego al revés. Me guían tus pasos asustados. No temas, juntos aprenderemos a vivir. Ojalá me tuvieras encerrado.

Son cartas excesivas: amorosas. Y, en ese vaivén que el viaje instala, en esa conversación callada entre distancia y deseo, Úrsula vacila. Empieza a buscar a Aetherius por el río, a buscar eso, humano y más que humano, que podría rescatarla.

«El amor» escribió María Zambrano, «es el agente de destrucción más poderoso que existe, porque al descubrir la inadecuación y a veces la inanidad de su objeto, deja libre un vacío, una nada aterradora. Y al destruir de ese modo, como fuego que depura, da nacimiento a la conciencia, y exige, en realidad, hacer del propio ser una ofrenda, eso que es tan difícil de nombrar hoy: un sacrificio, el sacrificio único y verdadero, que anticipa la muerte, pues el que de veras ama, muere ya en vida».

Privilegio paradójico el amor: todo lo da, todo lo quiere. Por eso Úrsula, también ella hija absoluta y novia imposible como Antígona o Ifigenia, se dirige como una sombra diáfana (tan diáfana que carece de imagen) al centro del ser, donde la espera una suerte de reconocimiento o anagnórisis.

Más cerca del «quedéme y olvidéme» de San Juan de la Cruz, la épica femenina tiene, si se quiere, un atributo único, la desnudez. Con él, abre un tiempo y un espacio de germinación que, a partir de un silencio hermético, encuentra su palabra muda. Y con esa palabra, que gira hacia el adentro, (e incluso más adentro del adentro), inaugura una disposición de escucha donde tal vez sea posible formular la pregunta por el sufrimiento y su sentido, por la inasibilidad de lo real, y en última instancia, por nuestra condición efímera.

Como dice Pinnosa: Completamente ida, Úrsula, completamente ida, completamente abierta… Amada en el Amado, Anima Mundi. Que luego esa impronta alcance para derribar los muros de la razón, los archivos del poder, las mayúsculas del día y sus violencias, es secundario. Está en juego algo mucho más grande: la posibilidad de abrirse a una mínima promesa de vida verdadera.

Una última observación. También la poesía, demás está decirlo, se para ante el mundo así. También postula el asombro y la perplejidad como caminos y se opone, por definición, a cualquier variante del autoritarismo, empezando por el lenguaje mismo.

Escribir, podría decirse, equivale a suprimirse. En el sentido más desesperado.

Saber que el poema no sirve para nada pero, aparte de eso, es una casa o un aula o un cofre que, como una clavis universalis, incluye la dialéctica, la eterna imagen del Amado, la posibilidad de perder la propia vida, los Remedia Amoris de Ovidio y cualquier otro enigma memorable.

Desde la publicación de Islandia (1994) y El sueño de Úrsula (1998) hasta hoy pasaron más o menos 20 años. En ese lapso, viví, escribí muchos libros, dejé de lado la pregunta por la épica femenina, o acaso, más bien, comprendí que las sagas «masculinas» me seducían porque los héroes, incluso proyectados contra los grandes telones del prestigio, el coraje y la astucia, eran vulnerables y también fracasaban y ese fracaso era hermoso y traía en las manos un don. A eso le llamaba yo la música mayor. A ese enfrentamiento que no ocurría en las batallas sino en la más ardua soledad, cuando la pregunta por la existencia y el sentido nos acucia y nos sume en el pavor y el desconcierto.

Podría, incluso, complejizar aún más la discusión proponiendo una hipótesis del todo imprudente: que la literatura y el arte, en general, son intrínsecamente femeninos. ¿No nacen, acaso, de intimar con la noche, el cuerpo, la muerte, el deseo, el sueño o la locura, todos elementos que han sido desde siempre identificados con el principio de la femenino? Pero no lo haré. Esa discusión me distraería de defender la soledad, y sus secretos alimentos. O bien, me demoraría para llegar a ese lugar que todavía no conozco, donde se nace del todo y el corazón puede ponerse entero porque ahora morir es su casa.