No es posible hablar de Pepo sin mencionar de inmediato a Condorito. Difícil tratar de apartar de la vista aunque sea un poco al pajarraco para intentar apreciar la obra y el talento del hombre que lo creó. Es obvio el porqué. Ya no existe Pepo, el acuarelista excepcional, humorista político, pícaro o deportivo, brillante comentarista social, y nada nos une al mundo en que desarrolló sus habilidades… salvo el personaje que lo sobrevivió, por transformado que esté en sus afanes de globalización. Y aunque Condorito no sea ahora más que un remedo de aquella creación cincuentera, el hecho de que aún respire indica que remeda algo robusto, algo que podríamos llamar la esencia del arte de Pepo, una fuerza de genuina honestidad y sarcástico deleite que se cuela aquí y allá en los chistes pasteurizados que ahora pueblan sus páginas.

Topaze

Pepo, o René Ríos Boettinger, era un artista de aquella época de oro del dibujo nacional, es decir, no era un artista. Era un artesano, un obrero, un humorista, que utilizaba su arte como los cómicos su voz estrepitosa, sin demasiada conciencia de su obra ni nada parecido, en un mundo –los años 30, 40, 50– en que los dibujantes existían porque tenían que existir, sin mediar para ello la más mínima nostalgia o gran valoración estética. El dibujo, simplemente, era. Los dibujantes, para la industria editorial, eran absolutamente necesarios. La fotografía era un lujo escaso, e ilustrar noticias y publicitar productos fueron tarea natural para los trabajadores del pincel por décadas. Por otro lado, una tradición cómica madurada a finales del siglo XIX, daba a los dibujantes una responsabilidad aún mayor. Eran ellos los que llevaban el peso de la sátira política y social. Sin televisión, con la radio en sus albores, las revistas y periódicos y las caricaturas que los poblaban dominaban ese espacio, estaban en boca de todos, provocaban escándalos, carcajadas y furias. Eran, por lo demás, más sencillas de entender y más atractivas de consumir en un país semianalfabeto.

Pepo irrumpió en escena a los 21 años, en julio de 1932, un buen año para un joven dibujante de talento: poco antes el legendario Jorge “Coke” Délano había creado la que sería la revista de sátira política más famosa de Chile, Topaze. Pepo fue reclutado –a 80 pesos la semana– amén de mostrar sus dotes, mayores de las que tenía, al parecer, para su abandonada carrera de Medicina. Allá en Concepción, dibujaba desde pequeño e incluso había publicado algunas cosas. Lo primero fue la caricatura de un canillita que su mismo padre llevó, henchido, al diario El Sur. Era una humorada, claro. El dibujar no era bien visto, menos para el hijo de un doctor reputado. “No es una profesión seria. Es algo destinado a la risa”, decía, refiriéndose al joven Pepo, Las Últimas Noticias: “Y una cosa que causa risa en nuestra ciudad de Santiago, es algo que no da una posición social, ni una fortuna”.

Al principio de su carrera en Santiago, los dibujos de R. Ríos B. o “Ríos”, como firmaba por entonces, eran planos, simples y con un aire tosco, como los de la mayoría de sus colegas. “Sí…, no está mal, no está mal”, dice que le dijo Coke, “pero falta que ejercites más, que sueltes tu mano…” Evidentemente imitaba el estilo de su jefe, que era un buen caricaturista pero, como los años dirían, de ostensible menor habilidad que su discípulo. Para perfeccionarse, se metió a estudiar Bellas Artes.

Como casi todos los dibujantes de Topaze, Ríos tuvo que encargarse usualmente del legendario Verdejo, el Cantinflas chileno por entonces, un personaje desdentado y vestido con harapos que Coke describía así: “Juan Verdejo es el roto aniñado que sufre pellejerías y siempre ve la vida bajo un prisma alegre. Es el roto ocurrente y dicharachero que se mete en todo y que se ha colado de rondón en nuestra revista, con las manos en los bolsillos y silbando una canción popular”. Una descripción que, poco menos de 20 años después, encarnaría perfectamente Condorito, convirtiendo al tal Verdejo en mero material de museo. Pero aunque éstos debieron ser sin duda los primeros ensayos de Pepo con un tipo condoritiano, es obvio que su obra posterior no es un robo. El “roto aniñado” es un mito necesario en todos los rincones de Latinoamérica pero, como veremos, Pepo daría al suyo un contexto más grande, profundo e interesante que lo que nunca logró Verdejo en aquellos chistes de corte político.

Caricaturas y acuarelas

Pero en Topaze, Pepo estaba lejos aún de su más famosa creación. Era, más bien, un ilustrador prolífico –mientras más producía, más le pagaban– que comenzó a destacar en dos disciplinas. A medida que desarrollaba su estilo, se hizo evidente en él la facilidad para la caricatura propiamente dicha, el arte, digamos, de resumir un rostro exagerando sus rasgos esenciales. No todo dibujante es buen caricaturista. Esta cualidad habla del hombre que fue Pepo, de su curiosidad respecto al mundo que lo rodeaba. Siempre andaba con su lápiz y su block, y en cada comida o reunión tomaba apuntes de los rasgos de los hombres públicos. Copiar una fotografía no le bastaba. “No le agrega alma al asunto”, decía. Era, realmente, un insuperable observador de tipos humanos, no se le escapaba una nariz, mentón, corrida de dientes, forma o calidad del cabello. Esta capacidad de reducción cómica no se restringía, por cierto, a los rostros. Pepo era un espléndido caricaturista de cuerpos, posiciones, gestos, actitudes. Y lo que rodeaba a sus personajes no era para él simple fondo. Podía caricaturizar una calle llena de hoyos o una casa poblacional tan brillantemente como al presidente González Videla.

Otro arte que Pepo aprendió fue el de la acuarela, un medio indispensable para los ilustradores de antaño. Su economía y rapidez de secado la hacían favorita para quienes debían llenar páginas lo más veloz y estilosamente que pudieran. Pepo dominó ese medio, realmente, más allá de su deber. Ver una de sus acuarelas en alguna portada de la revista Pingüino o, con suerte, un original, es siempre una experiencia para quienes aprecian estas cosas. Esas hermosas pinturas cuyo único objetivo es ilustrar un más bien cándido chiste cochino, son verdaderas obras de precisión. El dinamismo del movimiento, la magnífica utilización de luces y sombras, la espontaneidad y viveza de los rostros resultan casi irritantes. ¡Sólo se trata de una revista picarona, y ahí tienen una, dos, diez, cien acuarelas magistrales!

Pepo llamaba a los políticos las “víctimas” de Topaze. Bautizó a su versión de Pedro Aguirre Cerda como “Don Pedrito” o “Don Sonámbulo”, y se encargó de dibujarlo porque nadie más quería, “era tan feíto, el pobre”. Cuando le tocó el turno a Gabriel González Videla, “Don Gabito”, se dedicó a dejar en evidencia la poca solemnidad del radical y su predilección por los viajes y las fiestas. Videla estaba feliz. “Me capta tan bien, que logra mostrar mis más reservados propósitos”, declaró una vez.

Los presidentes

Para sus primeros esfuerzos en las lides del cómic, Pepo usó a los presidentes de turno como personajes. Cuando, durante el gobierno de su tío, Juan Antonio Ríos, realizó una historieta de cuatro viñetas denominada, en honor al mandatario, “El Jefe”, estaba creando lo que se considera la primera historieta política nacional. Ríos se ofuscó tanto por las aventuras que su sobrino le atribuía, que estuvo a punto de relegarlo a Chiloé por un chiste aparecido en la revista Saca Pica, cuya edición completa mandó retirar. Lo paradójico es que Pepo no estaba demasiado interesado en la política y odiaba estas polémicas, que muchas veces eran resultado de los guiones de Jenaro Prieto, Santiago del Campo u otros escritores que colaboraban en la revista.

Pepo llamaba a los políticos las “víctimas” de Topaze. Bautizó a su versión de Pedro Aguirre Cerda como “Don Pedrito” o “Don Sonámbulo”, y se encargó de dibujarlo porque nadie más quería, “era tan feíto, el pobre”. Cuando le tocó el turno a Gabriel González Videla, “Don Gabito”, se dedicó a dejar en evidencia la poca solemnidad del radical y su predilección por los viajes y las fiestas. Videla estaba feliz. “Me capta tan bien, que logra mostrar mis más reservados propósitos”, declaró una vez. Los dibujos de Pepo comenzaron a hacerse conocidos en revistas extranjeras, como Bon Humor de Sao Paulo, Em Paris e Interamerican de Estados Unidos. El Círculo de Periodistas le entregó en 1948 el Primer Premio a la Mejor Caricatura Política. Sin embargo, algunos de sus personajes secundarios empezaron a llamar la atención por sobre todos los demás, y no precisamente por su acidez política: las mujeres.

Mujeres

Si Pepo podía rescatar en pocos pincelazos la postura de algún senador, las curvas de sus modélicas Evas producían en el público un efecto aún más apreciable. No hubo nunca en Chile un dibujante que hiciera de las mujeres una delicia tan estética y curvilínea, tan certera y cuasipornográfica como Pepo. Las mujeres nacidas de su pluma siempre sorprendieron por ser demasiado atractivas como para sólo estar dibujadas. No es raro que dirigiera y dibujara la primera revista picaresca nacional, Pobre Diablo, donde estrenaría a Vivorita, no sólo una mujer implacable con sus amigas, sino que, y sobre todo, la más mina de las minas de las revistas para hombres con que haya contado Chile. Esta villana despampanante, que tuvo hasta programa de radio, desapareció de nuestra memoria casi por completo. Pero algo de ella se las ingenió para sobrevivir en su gemela, la dulce Yayita, la mujer más deseable del universo de Condorito.

En la mayoría de las revistas, cualquiera fuera su temática, los dibujantes se repetían, y a nadie parecía importarle el escandaloso cambio de tono que asumían de una a otra. Pepo fue arrestado una vez por atentar “contra la moral y las buenas costumbres” como director de Pobre Diablo, y eso no impedía que dibujara para niños en otros lados. Parece, de hecho, haber estado en todas. Sus acuarelas lo habían convertido en predilecto ilustrador de portadas, desde El Peneca hasta El Pingüino. También dibujaba publicidades, como los grandes carteles de la Polla Chilena de Beneficencia. Ilustrando o fundando revistas, compartió créditos con los más notables artistas de la época, Themo Lobos, Nato, Vicar, Fantasio. Condorito nació, por cierto, en un ambiente superpoblado de personajes, todos simples, la mayoría con poca gracia, que generalmente llevaban en el nombre su única dimensión. Quevedo (el ciego), Deportino, Calcetinera, Insolencio, Agua de Boldo, Macabeo, en fin. Fue en la revista Okey, en medio de novelas y cómics seriados, que Pepo presentaría a su “roto chileno”, en 1949. Fue un alivio que el personaje prendiera de inmediato. Su autor ya no soportaba el mundo político.

El Pajarraco

La creación de Condorito era, por lo tanto, más o menos lógica. Un personaje entre tantos, con características de roto chileno, una versión de Verdejo que además era el cóndor del escudo patrio. Lo realmente ilógico es su duración en el tiempo. Mucho, creo yo, es atribuible a su calidad de animal antropomórfico, algo escaso en el cómic criollo y nunca visto en la trayectoria del dibujante, que a lo más había dotado de vida a la armadura de un castillo en su algo extraña tira cómica Don Rodrigo. Si hemos de creer la leyenda de la creación de Condorito (otros dicen que fue un encargo, o algo que se inventó en una reunión), Pepo estaba enfurecido con Walt Disney por haber puesto en su película sobre Hispanoamérica Saludos amigos a un avioncito miserable y tímido como el representante de Chile. Entonces creó a su cóndor nada más que como una respuesta literal a Pancho Pistolas, gallo que representaba a México y José Carioca, loro que hacía otro tanto por Brasil en aquellas aventuras que intentaban ganarse al público latino luciendo versiones locales del notable Pato Donald. Ni siquiera tuvo dudas de usar el huemul: este asunto se resolvía entre aves.

Disney había aprendido hacía tiempo que los animales humanizados derribaban barreras, eran más fáciles de aceptar y más obvios de querer que los humanos. Pepo lo descubrió poco después, pero siempre se ufanó de una notable diferencia: Condorito se desenvolvía en nuestro mundo y no entre sus emplumados congéneres. Esta mezcla era realmente curiosa, pero bastante esperable. Pepo era un dibujante de humanos, y no tenía intenciones de renunciar a sus habilidades cambiando tan violentamente de formato. Aquí estaba experimentando, pero no tanto. Tras su fachada disneyana, más propia de las historietas para niños, no había en el pajarraco nexo alguno con el mundo de los cuentos. Sólo su imagen era distinta, lo suficiente para quedar en la retina de sus lectores y distanciarse del resto.

Su figura de cóndor solucionaba también el problema esencial de la unidimensionalidad de los otros personajes dibujados. “Quevedo” por ejemplo, era sólo un ciego y sus chistes rondaban tal condición. “Alaraco” carecía de verdaderos matices. “Toribio el náufrago” vivía en una isla, donde pasaba siempre algo absurdo. “Insolencio” estaba obligado a mostrar su incombustible mala educación al final de cada historia. En cambio, Condorito era sólo un cóndor sin ninguna característica de cóndor, tal como el pato o el ratón de Disney sólo lo eran en forma: simplemente representaba a un hombre cualquiera. Podía, notó Pepo, ser ciego, alaraco, náufrago e insolente cuando le diera la gana. Era pobre, pero si era necesario podía transmutar a doctor, taxista, carabinero o loco de remate. Pepo lo consideraba, en el fondo, como “actor”. Y de todas las cosas, esa es la que más aportó a salvarle la vida cuando Toribio y los demás se hundieron en el mar del olvido.

Lo que le faltaba al cóndor, por supuesto, era más Pepo. Ahora podía el artista desplegar libremente la hábil mirada que había desarrollado. Es imposible no reconocer en los secundarios de Condorito la cantidad enorme de fenotipos y fealdades que Pepo tenía registradas de sus compatriotas. Ya no debía restringirse al mundo político, ahora podía salir a la calle a buscar personajes. La mayoría, si no todos, son caricaturas de gente específica que jamás conoceremos. Don Chuma era el propio compadre de Pepo, Comegato era un pescador de Caldera que se alimentaba de gatos, cuya cara, según el artista, se felinizó debido a su dieta, y Huevoduro, un funcionario de la Embajada de Canadá “tan blanco que parecía no tener sangre”. Gente en la que reconocemos rasgos imposibles de inventar, que provocan una sensación única, distinta a la que experimentamos cuando vemos la cara de la Pequeña Lulú o de Mafalda, que son dibujos provenientes de una mente más que de un ambiente.

La gracia de Condorito

Uno de los mitos más difundidos sobre Condorito es que, en esos primeros años, era divertido, genial, y ahora no. Incluso la editorial Televisa ha acogido la necesidad de los nostálgicos publicando “chistes viejos” en una colección. Éstos sólo evidencian, por supuesto, que Condorito fue siempre bastante fome. Su humor era ya entonces elemental y predecible. De suegras y caníbales, por resumirlo de algún modo. No más aburrido que el resto de la oferta, por cierto. Pero es imposible atribuir a su sola comicidad la gran penetración del personaje en el alma nacional. En esa empresa, creo, tuvo mayor participación la absoluta autenticidad del mundo retratado por Pepo.

El “chalet” de Condorito, con sus zincs sujetos con piedras y neumáticos, el amable cartel en su pandereta de “dentre sin gorpeal”. Las desastrosas calles de Pelotillehue, los transeúntes feos y narigones, los curas gordinflones, los restaurantes de medio pelo, los hoteles de mala muerte, la rivalidad con el pueblo vecino “Buenas Peras”, brindaban un contexto único a un grupo de personajes no menos genuinos, por dentro y por fuera. El compadre que siempre da una ayudita sin pedir nada a cambio, el pelotudo Cortisona y sus ansias de cazar a la nunca decidida Yayita, la suegra gordinflona y su marido en camiseta. Aunque hay rivalidades, no hay villanos en el mundo de Condorito, no puede haberlos. Simplemente relaciones cotidianas aliñadas por una mirada gentil y a la vez sarcástica.

El encanto del arte de Pepo proviene de su poder de reducir sus hábiles observaciones a dibujos cargados de honesto humorismo. Eso explica que Condorito sobreviviera a la avalancha de cómics extranjeros, liderada por el propio Pato Donald, que en los años 50 hizo tambalear al dibujo chileno con su oferta más atractiva, su eficiencia más industrial y la economía que representaba para los editores comprar material envasado. Fue su completa coincidencia con el entorno real de Chile lo que hizo que Condorito siguiera siendo concebido como una necesidad. Nada pudo evitar que entre su universo y el nuestro se formara una complicidad inquebrantable.

La marca Pepo

En 1955, la popularidad del personaje y, posiblemente, la necesidad de neutralizar a los “comic books” gringos con un producto nacional, llevó a Pepo a publicar las aventuras de Condorito en un compilatorio. Pronto éste se convirtió en el medio natural del personaje, la catapulta a la fama internacional y la fortuna, y el artista tuvo que reclutar a otros dibujantes para asumir la gargantuesca tarea. Fue un paso decisivo en la carrera de Pepo, el momento en que su seudónimo pasaría a ser una marca. Ríos lo había adoptado como un recuerdo de su niñez, cuando era tan gordo que lo llamaban “pipón”, un barrilito. Por las mismas razones que su antiguo némesis Disney, Pepo decidió mantener la sensación de que era él quien dibujaba toda la revista. La firma de Pepo se convirtió en un timbre al final de cada chiste, aunque los dibujos cambiaban de calidad y estilo de una a otra página. Incluso las tiras cómicas de hoy, cuando todo el mundo sabe que murió, son firmadas milagrosamente por “Pepo”. Aunque siguió produciendo acuarelas y dibujos para otras revistas, e incluso dirigió una publicación picaresca tan tarde como en 1965 (Can-can), su nombre empezó a ser asociado únicamente con el de su famosa ave.

Condorito cruzó pronto nuestras fronteras, y diversos países comenzaron a adoptarlo como propio. A medida que el tiempo pasaba Pepo dibujaba menos, pero su presencia era incuestionable. El mejor ejemplo es sin duda el inolvidable graffiti “muera el roto Quezada”, que aparecía en las paredes de Pelotillehue cada tantos chistes en venganza por una insolencia cometida contra su mujer. No está claro en qué momento Pepo se retiró finalmente de la revista, pero hasta principios de los 90 aún el peso de su influencia se reflejaba de uno u otro modo. Debido a su sostenida internacionalización, el personaje se le fue yendo de las manos. Se fue suavizando, dejó de fumar, comenzó a expresarse con cada vez menos chilenismos. La venta a Televisa apresuró los cambios, antes y principalmente después de la muerte del autor el año 2000. Se eliminó la cordillera para evitar el localismo, Pelotillehue dejó de ser pobre, se eliminaron referencias políticamente incorrectas, se agrandó la letra, se simplificaron los dibujos. Esos simples chistes faltos de gracia quedaron solos, al fin, desnudos. Así y todo, algo sostiene a Condorito, que es indestructible aunque ahora cante raps y enseñe inglés, sin ningún humor, en desalmadas enciclopedias. Una honestidad incrustada en él por Pepo en el momento de su creación lo hace querible pese a sus innúmeras cirugías.

Y aunque Pepo, bastante antes de morir, había dejado Condorito, la revista mantenía la leyenda de que daba los vistos buenos a las portadas y los chistes, e incluso que dibujaba, a los 88 años, sufriendo del cáncer que se lo llevaría. Aunque infantil y absurdo, era necesario ese mito, porque Pepo ya no era Pepo, ese genio de las pinceladas que se había hecho famoso a punta de su generoso talento y multifacética presencia en los medios nacionales. Pepo era una firma, el reverso de Condorito, otra caricatura, el resumen de todas las famas de los artistas cuyas creaciones crecen a escalas industriales. Si es poco común comentar su extensa obra y sus asombrosas habilidades, es porque ellas son, a la postre, menos interesantes que lo que sucedió con su personaje. Simplemente no hablaríamos de él si no fuera por Condorito. Es una rara manera de sobrevivir, pero al parecer la única. Pepo hubiera desaparecido del recuerdo como la mayoría de los dibujantes de antaño, tanto o más talentosos que él. Pero es en honor del buen arte del dibujo que resulta interesante, aunque sea de vez en cuando, considerar al artista tras la firma famosa.