En el proceso de colonización de la América destinada a ser «española», los misioneros católicos eran los encargados de someter ideológicamente a los nativos. A los ojos del Estado colonizador, lo que obstaculizaba la capitulación definitiva de los autóctonos era su religión o, como ellos lo expresaban, su «idolatría». Había, por lo tanto, que «evangelizarlos» y, en primer lugar, extirparles el recuerdo de sus tradiciones. En tanto metáfora, la extirpación –como, en el siglo XX, el lavado de cerebro– ilustra gráficamente la violencia que implica una operación que el escritor y antropólogo peruano José María Arguedas (1984, 41-47), en su poema quechua «Huk doctorkunaman qayay» [Llamado a algunos doctores], describió con la fórmula huk umawansi umaykuta kutichinqaku: «Dicen que (…) nos han de cambiar la cabeza por otra».

«Extirpar» las idolatrías significa borrar el recuerdo de las tradiciones y prácticas ancestrales de los nativos para poder colocar en su lugar la ideología del colonizador. El primer paso que había que dar para neutralizar su «idolatría» –o, más exactamente, para extirpar las raíces de la identidad ancestral– era investigarla en detalle. Muchos misioneros y otros actores de la conquista y colonización se transformaron en antropólogos avant la lettre,1 observando en detalle los rituales y documentando –en español o en lenguas nativas– las tradiciones orales de los indígenas. En Mesoamérica, los misioneros, reconociendo que la destrucción de los libros antiguos fue un error, encargaron su recreación a los depositarios-documentalistas de los saberes antiguos. Los nuevos códices, coloniales, acompañan las inscripciones glíficas con explicaciones en náhuatl, en otros idiomas mesoamericanos o en español. El conjunto de estas iniciativas desembocó en una extensa biblioteca de monografías, de «historias» de tal reino o de tal población.

Quien con mayor pasión se dedicó a un trabajo de esta índole fue sin duda fray Bernardino de Sahagún, en México. El fraile franciscano pasó varias décadas interrogando a los depositarios de todos los saberes nahuas antiguos para construir, a partir de sus testimonios y con la ayuda de sus discípulos del Colegio de Tlatelolco, una enorme enciclopedia bilingüe e intercultural de la cultura nahua, materializada en los doce libros del famoso Códice florentino.

También en los Andes centrales, en el área de lo que fue el imperio inca, varios historiadores o antropólogos improvisados –entre ellos Cieza de León, Juan de Betanzos, Polo de Ondegardo y Cristóbal de Molina– se dedicaron a recoger las tradiciones mítico-históricas locales y a investigar las religiones autóctonas. A diferencia de sus colegas que trabajaban en Mesomérica, ellos no disponían de documentos autóctonos escritos; su fuente única eran los depositarios de las tradiciones orales, entre ellos los famosos kipukamayuq, los especialistas de los kipus.

En el área andina, contrariamente a lo que sucedió en Mesoamérica, los agentes españoles del rescate escritural de las tradiciones narrativas orales autóctonas (siglos XVI-XVII) no parecen haberse preocupado de archivarlas en las lenguas de sus informantes. Por eso mismo, el famoso manuscrito quechua de Huarochirí (Arguedas, 1966; Urioste, 1983; Taylor, 1987; Salomon, 1991) llama mucho la atención de los estudiosos. Procedente de una zona relativamente cercana a Lima, muy alejada del Cusco en términos geográficos y culturales, este texto de comienzos del siglo XVII fue redactado, sin lugar a dudas, por un letrado indígena, un escriba al servicio del famoso «extirpador de idolatrías» Francisco de Ávila, cura de San Damián. El texto ofrece toda una serie de relatos míticos protagonizados por huacas –héroes míticos o divinidades– como Cuniraya Viracocha, Pariacaca o Chaupiñamca. También presenta una etnografía de Huarochirí que enfatiza la persistencia de los cultos ancestrales. Los párrafos liminares del manuscrito sugieren que su redactor, sin dejar de cumplir con la tarea de revelar la persistencia de la idolatría indígena, perseguía también otro objetivo: el de archivar las tradiciones locales para las futuras generaciones de «indios». En estos párrafos se expresa, en efecto, el desconsuelo ante la erosión de la memoria indígena y la voluntad de conservarla para que no se siga perdiendo la experiencia (kawsasqa: la «vida») de los antiguos. Podemos afirmar que, en ellos, un «indio» se está dirigiendo a otros «indios». Si, por el empleo del quechua y su enunciación marcadamente oral, este texto resulta mucho más «indígena» que cualquiera de los que confeccionaron los historiadores-antropólogos españoles improvisados, no se puede soslayar que sus rasgos básicos, en términos comunicativos, son semejantes. Basado en una información indígena, el relato del redactor anónimo de Huarochirí, letrado indígena al servicio de un extirpador de idolatrías, se destina, en efecto, a las autoridades coloniales o, más concretamente, a los extirpadores de idolatrías.

Otro tipo de documentos que a veces dan un espacio relativamente importante a las cosmovisiones y a la palabra de los autóctonos son las Relaciones que «Su Majestad» mandó hacer a partir de 1577 en todas las provincias de su imperio americano.2 Particular interés tienen las respuestas a la pregunta n. 14 del cuestionario que sirve de base a esas relaciones: «Cuyos eran en tiempos de su gentilidad, y el señorío que sobre ellos tenían sus señores y lo que tributaban, y las adoraciones, ritos y costumbres, buenas o malas, que tenían» (Acuña, 1986, 16; cursivas mías). En algunos casos particulares, por ejemplo el de Tezcoco (México), la respuesta a esa pregunta toma la forma de un pequeño tratado –casi 40 páginas en una edición moderna– de la religión y la ritualidad local.

Autor de la relación aludida es Juan Bautista Pomar, un letrado mestizo descendiente, por línea materna, del rey de Tezcoco Nezahualpilli. Ejemplo de una respuesta más expeditiva a la pregunta n. 14 es la que encontramos en la «Descripción de la provincia de Vilcas Guamán» que redactó Pedro de Carbajal en 15863 y que contiene observaciones interesantes sobre la religión y la ritualidad inca –en particular los sacrificios de niños– en Vilcashuaman, provincia del actual departamento de Ayacucho:

… aqui esta fundada una plaza muy grande que pueden caber en ella muy bien mas de beynte mill ombres. La qual mandó el ynga hacer a mano y cegó una laguna muy grande que alli abia para este efecto. En frente desta cassa del sol esta un terraplén o cercado de cantería de cinco estados de alto y tiene su escalera de piedra muy bien hecha y labrada a manera de teatro donde el ynga en persona salía a ser visto y encima estaban dos sillas grandes de piedra cubiertas entonces de oro donde el ynga y su muger se sentaban como en tribunal y de alli adoraban el sol (…). Los sacrificios que hacía era en esta manera. Que al hacedor de todas las cossas que llamaban ticsi Vira Cocha Ynga ofrecía dos criaturas muy limpias sin mancha ni lunar y muy hermosas y escogidas y estas se las trayan muy conpuestas, y adereçadas a su usança con lindos bestidos ofrecíanlas como [ilegible] y matábanlas degollándolas. Y luego hacían sacrificio al sol con otras dos criaturas en la misma forma y luego a la tierra, que llamaban pacha mama, a las dos criaturas por la misma orden. Y luego offrecían al rrayo, que llamaban catoylla y por otro nombre illapa [transcripción y cursivas mías].

La información que contiene este fragmento no se basa en la observación directa, puesto que en 1586, dos generaciones después de la irrupción de los españoles, los sacrificios humanos descritos por Carbajal, si es que alguna vez existieron, no pueden ser sino un recuerdo algo remoto en la memoria de los informantes o un elemento de una narrativa tradicional. Además, y esto quizás sea más importante, el autor de la relación de Vilcashuaman, siguiendo la orientación que el virrey Toledo impuso a partir de 1572, enfatiza constantemente la naturaleza tiránica, violenta y «usurpadora» del gobierno inca. La afirmación de una práctica de sacrificios humanos por parte de los incas contribuye a justificar a posteriori la conquista española y, también, la necesidad de «extirpar» una religión que supuestamente patrocina semejante barbaridad.

En el Perú, los catecismos y otros manuales compuestos a partir del Concilio limense de 1583 fueron un instrumento fundamental para operar el «cambio de cabeza» de los autóctonos. Es significativo que la producción de libros impresos en el Perú comience con una obra como Doctrina cristiana y catecismo de los indios (1583), un trabajo que no oculta la índole coercitiva de la evangelización.4 En la parte segunda del «Símbolo» que figura en esta obra hay un juego de preguntas y respuestas; de hecho un juego monológico porque el que pregunta es el mismo que el que contesta –en rigor la Iglesia católica; las preguntas no sirven sino para justificar la exposición del dogma cristiano. Una pregunta típica –y central– es la siguiente:

P. Pues el sol, la luna, las estrellas, el trueno, las cumbres de los mo[n]tes, y los rios, fuentes, [el «agua hirviendo»] y tierra fertil, y las otras cosas, que adorauan los Indios viejos no son Dios?

P. Ma chayca, inti, quilla, coyllorcuna, catoylla,5 apachitacuna, mayucuna. Pucyucuna, timpuc yacu,6 camacpacha, llapa ymaymana machuy quichiccuna muchasca, chay chaycunaca manachu Dios? (Doctrina 1583, 31)

La pregunta parece corresponder a la sorpresa manifestada por un representante de la tradición andina cuando se le insinúa que los elementos listados podrían no ser «divinidades». Sin embargo, al ser planteada por quien la va a contestar, no pasa de ser una pregunta retórica. La respuesta, perfectamente previsible, es que los elementos mencionados –«divinidades» del cosmos andino– no son Dios, y que Dios –el único, el de los cristianos– los creó.

En otro texto eminentemente monológico que figura en el Símbolo catholico indiano, en el qual se declaran los misterios de la fe […] de Luis Hierónymo de Oré (Lima, 1598), el personaje que contesta las preguntas hechas por él mismo se dirige retóricamente a las «divinidades» andinas:

O tu sol hermoso, luna clara y resplandescientes estrellas, soys vosotros, por ventura, Dioses?
Altos cerros, ydolos y guacas, dezidme soys Dioses? (107r)
Yau çumac inti, canchac yurac quilla
Coyllurcunapas, ñichic, Dioschu canqui? Orcocunapas, huaca, vill[c]acuna7
Camchu Dios canqui? (112v)

Aquí también, la respuesta, perfectamente previsible, es no. Hay un solo Dios, y es él quien creó todos los elementos del cosmos natural. En cuanto a las o los huacas (waka) o huillcas (willka), designaciones que aluden –simplificando mucho– a las manifestaciones en el paisaje de los antepasados míticos fundadores de linajes, se trata, según el catecismo, de creaciones del diablo, personaje que los misioneros designan en quechua con el nombre de supay, originalmente el dios andino del inframundo. En otro pasaje del Símbolo de Oré, el blanco del discurso extirpador son los mitos de origen incaicos o andinos:

Por ventura nascen de las piedras hombres? o nasce[n] por si mesmos en las quebradas o en los valles? o por ventura las piedras engendran hombres? o las cueuas paren hombres? o suelen ser produzidos sin tener padre que los engendre, y si tener madre q[ue] los conciba y pàra? suelen nascerse ellos por si mesmos? Claro està que no, y que dezir esto no es verdad sino cuento y mentira, y fabula sin fundamento, dicha por algunos viejos hechizeros y desatinados. Pero la verdad desto es, que todos somos hijos de dos personas, de Adam y de Eua y todos procedemos dellos (107r).

Rumimantachu runa pacarinman?
Huaycumantachu, runa llocsimunman?
Maycan runapas, rumip yumascanchus
Cauçarimunman?
Runacunaca, cacap huachascanchus?
Mana yayayoc pay camalla cacchus?
Mana mamayoc mana pip huachascan
Ricurimucchus?
Manam checachu, llulla simim chayca:
Umup simin, laycap rimayninmi,
Machup yuyascan, rucup muspascanmi
Chay villakuyca
Checan simica, checan rimaycaymi:
Diosmi rurarcan, caricta, huarmicta,
Yscayninmanta Adam Euamantam
Tucuy miranchic.

(113v-114r)

A través de sus preguntas retóricas, el hablante –la Iglesia– pretende desmontar el mito de origen inca. Todas sus versiones conocidas, aunque no coincidentes en cuanto al lugar donde se originó la estirpe inca, lo describen como un lugar rocoso: las ventanas de Tambotoqo, en el Cusco, o la piedra Titiqaqa en la Isla del Sol, en medio del enorme lago conocido, hoy, como el lago Titicaca. A ese mito andino, la Iglesia opone el mito judeocristiano. Pero no se trata de una mera sustitución de mitologías sino de esa operación que el hablante poético en el poema de Arguedas califica de un «cambio de cabeza» y que podríamos calificar, también, de lavado de cerebro. Al abandonar su cosmovisión ancestral a favor del mito cristiano, los autóctonos terminan transformándose en «colonizados»: en un colectivo dispuesto a someterse definitivamente a los nuevos señores.

En 1564, dos décadas antes de la publicación de los dos catecismos peruanos que acabo de mencionar, Sahagún, en la Nueva España (México), ayudado por cuatro de sus alumnos nahuas del Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, redactó los Colloquios y doctrina christiana con que los doze frayles de San Francisco enbiados por el Papa Adriano sesto y por el Emperador Carlos quinto conuertieron a los indios de la nueva Espanya en lengua Mexicana y Española. Se trata, supuestamente, del protocolo de un encuentro formal, en 1524, entre, por un lado, los doce franciscanos enviados por la corona española y el Vaticano para la evangelización de los nativos y, por otro, los principales de México. Si la historicidad de este encuentro está en discusión,8 el diálogo hispano-nahua que pone en escena sí tuvo lugar. La mayor parte del texto está dedicada a la exposición, por parte de los franciscanos, de los fundamentos históricos y teológicos de la doctina cristiana, pero en dos capítulos se cede la palabra a los principales mexicanos y a los «sátrapas» de la religión autóctona para presentar su cosmovisión y la dificultad que experimentan para abandonarla, de la noche a la mañana, a favor de la religión importada por los españoles:

Aueisnos dicho que no conocemos a aquel por quien tenemos ser y vida y que es Señor del cielo y de la tierra. Ansí mismo dezís que los que adoramos no son dioses. Esta manera de hablar hácesenos muy nueua y esnos muy escandalosa; espantámonos de tal decir como éste, porque los padres antepasados que nos engendraron y que nos regieron no nos dixeron tal cosa; mas antes ellos nos dexaron esta costumbre que tenemos de adorar nuestros dioses, y ellos los creyeron y adoraron todo el tiempo que biuieron sobre la tierra; ellos nos enseñaron de la manera que los abíamos de honrar; y todas las cerimonias y sacrificios que hazemos ellos nos eneseñaron; dexáronnos dicho que mediante esto biuimos y somos y que estos nos merecieron para que fuésemos suyos y los seruiésemos en innumerables siglos antes que el sol començase a resplandecer ni a aver día ; ellos dixeron que estos dioses que adoramos nos dan todas las cosas necesarias a nuestra vida corporal: el mayz, los frisoles, la chia etc; a estos demandamos la pluuia para que se crien las cosas de la tierra (Sahagún, 1949, 62).

El coloquio hispano-nahua puesto en escena por Sahagún puede parecerse, hasta cierto punto, al juego monológico de preguntas retóricas y respuestas que se halla en los catecismos peruanos, pero, a diferencia de estos, el discurso nativo, tal como está reproducido o recreado en el documento nahua, dialoga con el de los misioneros católicos, si no de igual a igual, al menos sin caricaturización previa. El intelectual, aquí, conserva las prerrogativas que siempre suele reivindicar, en particular la de ser dueño de la verdad, pero autoriza, sin censurarla, una mínima intervención del «otro».

Para «reeducar» a los que aceptaban la sumisión, su transformación en colonizados, los misioneros se servían de la enseñanza, repetida hasta el cansancio, de la cosmovisión, la mitología, el ritual y la iconografía del cristianismo católico; un método que hace pensar en el famoso masaje mediático del semiólogo norteamericano Marshall McLuhan. La obra más popular de MacLuhan iba a llevar un título que resume su contenido: The medium is the message, «el medio es el mensaje». Pero sucedió, como lo explicó Eric McLuhan, el hijo mayor de Marshall, que el tipógrafo, por error, tecló The medium is the massage, «el medio es el masaje». Encantado con esta fórmula que expresaba perfectamente su pensamiento, McLuhan la dejó como título de su obra.9 Los textos –catecismos, «símbolos», etc.– usados en las campañas de evangelización, la coreografía bizantina descrita en detalle por Luis Hierónymo de Oré y las imágenes que decoran las iglesias católicas en la América hispánica10 podrían haberle servido de ejemplo para explicar el sentido del concepto de masaje mediático.

Estos textos, esas coreografías y esas imágenes, en efecto, tienen como función preponderante la de «masajear» el imaginario y el propio cuerpo de los autóctonos hasta que estos se hayan compenetrado del todo con el medio cristiano colonial, sin importar en definitiva el «mensaje» preciso vehiculado por ese medio. Lo que permite afirmarlo es que muchas tradiciones orales indígenas posconquista muestran que los indios supuestamente cristianizados, si bien se sometieron al masaje cristiano, no solían prestar gran atención al sentido original de los discursos verbales, coreográficos e icónicos. Un pequeño ejemplo de ello es el mito quechua de Adaneva que Alejandro Ortiz Rescaniere descubrió en Vicos (Áncash) en 1965. Como los nombres de Adán y de Eva, en los catecismos quechuas, aparecen casi siempre yuxtapuestos,11 la tradición de Vicos hizo de ellos un personaje único, un dios: el teyta Adaneva. En este mito, Adaneva rapta, enamora y embaraza a la Virgen Mercedes, engendrando así a Mañuucu, dios hijo de dioses (Ortiz Rescaniere, 1973, 7-12). El mito de Adaneva aprovecha, sacándolos de su contexto original, nombres y motivos del Antiguo y del Nuevo Testamento para combinarlos, como acabamos de ver, no arbitrariamente pero a su manera.

Había, sin embargo, grupos irreductibles que no cedían al masaje de los «intelectuales orgánicos» de la Iglesia católica. Contra esos grupos, precisamente, se dirigían las campañas antiidolátricas más represivas, más inquisitoriales. Mucho antes de que se vuelva común hablar de «extirpación de las idolatrías», la represión violenta de los cultos ancestrales ya estaba a la orden del día. Un caso famoso es, en el virreinato del Perú, la campaña de represión contra el taki onqoy («enfermedad del canto y la danza»), un movimiento de los años 1560 protagonizado por sacerdotes-bailarines que «resucita», a pocas décadas de la ocupación española y paralelamente a la resistencia de los incas de Vilcabamba, las deidades andinas tradicionales, las/los huacas (waka). Casi toda la información que existe sobre el taki onqoy se encuentra en las probanzas realizadas en 1570, 1577 y 1584 a raíz de las solicitudes de promoción jerárquica del ambicioso clérigo Cristóbal de Albornoz. A los testigos movilizados por el solicitante –básicamente amigos o colaboradores suyos– les tocaba enfatizar el insigne mérito que ganó en tanto visitador eclesiástico en la campaña de aniquilación de esa «secta» o «idolatría». Muy repetitivos, los testimonios se apoyan en términos de contenido e incluso de formulaciones concretas a lo que sugiere, en su versión inicial, la pregunta nº 4 de esas probanzas: «… si saben quel dicho Cristóbal de Albornoz (…) descubrió entre los dichos naturales la seta y apostasía que entre los naturales se guardaba del Taki Ongo, por otro nombre Aira, que hera que muchos de los dichos naturales predicavan que no creyesen en Dios ni en sus mandamientos y que no creyesen en las cruzes ni ymágenes ni entrasen en las iglesias, y que se confesasen con ellos y no con los clérigos (…) y que ellos venían a predicar en nombre de las guacas Titicaca, Tiaguanaco y otras setenta, y que ya estas guacas avían vençido al Dios de los cristianos y que ya era acabada su mita…».12 Enfatizando que ese movimiento no era simplemente la continuación, en secreto, de la religión campesina tradicional, sino una forma nueva de la misma, el clérigo Luis de Olvera declara en el Cusco en 1577 que

las dichas guacas ya no se encorporaban en piedras ni en árboles ni en fuentes como en tiempo del Inga, sino que se metían en los cuerpos de los indios y los hacían hablar. Y de allí tomaron a temblar diciendo que tenían las guacas en el cuerpo, y a muchos de ellos los tomaban, y pintaban los rostros con color colorada y los ponían en unos cercados, y allí iban los indios a los adorar por tal guaca e ídolo que decía que se le había metido en el cuerpo, y les sacrificaban carneros, ropa, plata, maíz y otras muchas cosas; los cuales predicaban grandes abominaciones contra Dios Nuestro Señor y contra nuestra religión cristiana, que por su prolijidad no se escribe aquí; lo cual este testigo sabe porque en la dicha provincia de Parinacocha lo vió y entendió ser ansí y lo haber corregido por su parte el año de sesenta y cuatro, donde hizo informaciones y entendió el dicho error y apostasía haber cundido por todo el reino….13

La novedad más llamativa del ritual del taki onqoy es el fenómeno del trance y la posesión que Olvera evoca a su manera. En vez de manifestarse (o incorporarse) en ciertos elementos del paisaje (piedras, manantiales, árboles), las huacas, metiéndose en los cuerpos de sus sacerdotes danzantes y hablando a través de sus voces, se hacen portátiles, facilitando así la difusión espacial de su «mensaje». En 1570, en la ciudad de Huamanga, Gerónimo Martín había declarado

que adorando las dichas guacas y haciendo las cerimonias que los dichos inventores y maestros de las dichas guacas les decían que hiciesen, les iría bien en todos sus negocios y ternían salud ellos y sus hijos, y sus sementeras se darían bien, y si no adoraban las dichas guacas, y hacían las dichas cerimonias y sacrificios que les predicaban, se morirían, y andarían las cabezas por el suelo y los pies arriba, y otros tornarían guanacos, venados y vicuñas y otros animales, y se despeñarían desatinados, y que las dichas guacas harían otro nuevo mundo y otras gentes, y que esto verían ellos cómo sucedía así volviendo ellos a las dichas guacas Tiaguanaco, Titicaca y a las demás que los habían enviado, cuyos mensajeros ellos eran.14

Las declaraciones de Martín permiten entender que el taki onqoy era un movimiento mesiánico anticolonial; un movimiento que ofrece similitudes con otros análogos que surgieron en África en el siglo XX, en la época de la descolonización. Las autoridades españoles estimaban –con razón– que el taki onqoy amenazaba con anular todo lo que habían conseguido con su fatigoso «masaje» evangelizador: transformar a los autóctonos en «colonizados».

En cuanto a los campesinos de la región, tanto los misioneros católicos como los sacerdotes del taki onqoy les prometían el paraíso (si seguían sus órdenes) o el infierno (si las ignoraban). Los autóctonos se encontraban, pues, «entre dos fuegos». En la región donde surgió este movimiento, básicamente la que tenía Huamanga (Ayacucho) como capital, parece que la mayoría de la población optó por seguir a los líderes mesiánicos locales. Lo pagaron sufriendo castigos ejemplares. Los indios comunes, y citaré un ejemplo concreto, «fueron encoroçados y açotados y condenados a que sirviesen perpetuamente a la yglesia de su pueblo de Morocolla, y que junto a ella hyziesen sus casas, y truxesen señales de colores que fuesen cruzes, los ombres en las mantas y las mugeres en las lliquillas [llikllas: mantas], y que los curas los yndustriasen en las cosas de nuestra santa fe católica».15

Cuando los «reos» eran caciques o principales, eran condenados a cierta cantidad de azotes, a pagar una multa, a participar, con su gente, en la construcción de una iglesia y a costear la armazón de madera, las puertas, etc., del edificio.16 Además de estos y otros castigos semejantes, se les quemaron, rompieron o rasgaron todos sus objetos de culto (sus «inmundicias», como consta en algunas probanzas): huacas, huillcas, illas, guaquillas, llamayllas, ocollaguaca, caquias, charpas, mamasaras, illapas, usnos, «Guamán inga, que es una pluma de halcón», etc.17 A los «takiongos» les esperaba, por lo tanto, la destrucción de su patrimonio sagrado y toda una serie de castigos que amenazaban su salud y/o su reputación: la deportación y asignación a residencia, los trabajos forzados, el lavado de cerebro, la obligación de llevar un signo distintivo (como los judíos en el Tercer Reich). Los autóctonos entendieron a su manera los objetivos que tenía la persecución española. En las actas de un juicio antiidolátrico de 1656 en Cajatambo, por ejemplo, leemos que los testigos indígenas afirmaron que temían que «los Viracochas españoles (…) les quitasen sus muelas» (Duviols, 2003, 188).

El cronista quechua Felipe Guamán Poma de Ayala, habitualmente un crítico feroz de los abusos constantes cometidos por los hombres del evangelio, alaba a Albornoz (con quien parece haber colaborado en la época del taki onqoy) por su honestidad y su lucha inquebrantable contra los enemigos del cristianismo:

Cristóbal de Albornós, vesitador general de la santa Iglesia: éste fue bravo juez y castigó a los padres cruelmente, a los soberbiosos, y castigó a los demonios, guacas, ídolos de los indios, y lo quebró y quemó, y corozó a los hicheceros indios-indias, y castigó a los falsos hicheceros y taqui oncoy, illapa [rayo], chuqui ylla [talismán de oro fino], guaca bilca, zara ylla [talismán del maíz], llama ylla [talismán de la llama], chirapa [lluvia con sol], pacha mama [tierra madre], pucyo yaycusca [enfermo por haber entrado a un puquial], uaca bilca macascan oncoycuna [id. por haber golpeado huacas o huillcas], sara ormachisca [id. por haber hecho caer maíz], papa urmachisca [id. por haber hecho caer papas], ayap chasca [id. por un cadáver]. De todo castigó este bravo juez (Poma, f. 676 [690])

Guamán Poma, defensor de los indios y gran crítico de la actuación de la mayoría de los eclesiásticos en el Perú, apoya –así lo sugiere el pasaje citado– la campaña de «extirpación de las idolatrías» (que todavía no se llama así)18 que va realizando Albornoz, aunque no ignora que este trabajo lleva fácilmente a prácticas corruptas como en el caso de Juan Cocha Quispe, «yndio bajo Quichiua», quien destruyó, por mandato de Albornoz, todas las huacas y otros objetos sagrados de los demás, pero escondiendo «lo suyo». A partir de ese acto de colaboración (con el enemigo) se hace curaca, principal, rico y poderoso, pudiendo incluso pasar su mando a sus hijos.

Creador del hashtag «extirpación de idolatrías» parece haber sido el «doctor» Francisco de Ávila, personaje muy controvertido y ejemplo, para Guamán Poma, de un eclesiástico abusivo y explotador. Conversando con tres ancianas que se quejan, ante él, de todos los abusos cometidos por ese extirpador de idolatrías por excelencia, Guamán Poma escucha y transcribe la conclusión que a estas señoras les inspira la actividad del «doctor» e, implícitamente, de todos los misioneros:

Las dichas tres viejas responde y dijo: «Señor, digo que mis agüelos antepasados deben de ser idúlatras como gentiles, como españoles de Castilla y los romanos, los cuales se acabaron, aquéllos. En esta vida somos cristianos y bautizados. Y ansí agora a culpa del dotor adoraremos a los cerros o, si no, todos iremos al monte hoídos, pues no hay justicia en nosotros en el mundo, no tenemos quien se duela. Quizá se dolerá nuestro Inca que es el rey»…

En otras palabras, las «tres viejas», cristianas «en esta vida» pero víctimas de los abusos y excesos del «extirpador», culpan a Ávila por el hecho de no haberles dejado ninguna alternativa al retorno a la religión tradicional, cuyas divinidades máximas son los espíritus de los cerros, llamados según la región wamani(s), apu(s) o achachila(s). La frase «todos iremos al monte hoídos, pues no hay justicia en nosotros en el mundo, no tenemos quien se duela» se volverá a escuchar, en los años 1980-1995, en las comunidades quechuas que vuelven a encontrarse «entre dos fuegos» que son, esta vez, el grupo supuestamente maoísta Sendero Luminoso y el ejército peruano. Interesante la mención, en este contexto, del Inca: «Quizá se dolerá nuestro Inca que es el rey». Tal vez estemos aquí ante una temprana alusión a un relato semejante al que conocemos como «mito de Incarrí» (Inca Rey), un mito según el cual el Inca (decapitado por los españoles) volverá cuando llegue su tiempo.19

En 1621, Joseph de Arriaga publica Extirpación de la idolatría del Pirú (Lima, Geronymo de Contreras), el manual clásico para la erradicación de los sistemas religiosos ancestrales. Además de sus instrucciones detalladísimas para la investigación de la idolatría, este texto, especialmente en su «Edicto contra la idolatría», muestra con qué medios se espera acabar por siempre con las culturas ancestrales:

Item de aquí adelante por ningún caso, ni color alguno, ni con ocasión de casamiento, fiesta del pueblo, ny en otra manera alguna; los Indios, y indias de este pueblo tocarán tamborinos, y bay- larán, ny cantarán al vso antiguo, ny los bayles, y cánticos q’hasta aquí an cantado en su lengua materna; porque la experiencia a enseñado, q’en los dichos cantares invocavan los nombres de sus Huacas, Malquis, y del Rayo a quien adoravan, y al Indio que esta costitución quebrantare le serán dados cien açotes, y quitado el cabello con voz de pregonero que manifiesta su delito, y si fuere Cacique el que baylare, o cantare como dicho es; el Cura y Vicario de este pueblo escribirá la causa, y la remitirá al Illustríssimo Señor Arçobispo, o a su Provisor, con el dicho Cacique culpado para que le castigue.

No hay nada verdaderamente nuevo en las prácticas represivas de Ávila o en el manual de Arriaga. Como hemos visto, Albornoz, según los testimonios recogidos, ya procedía del mismo modo. La novedad de las campañas de «extirpación de las idolatrías» es su sistematicidad, provocada, según Antonio Acosta, por la necesidad de ofrecer un empleo, un campo de acción a los clérigos sin trabajo o, más exactamente, sin una doctrina que pudieran explotar (Acosta, 1987). Las llamadas «visitas de idolatrías» desembocarían, en las décadas sucesivas, en un gran número de juicios contra quienes seguían practicando las religiones y la ritualidad del pasado prehispánico.

Bibliografía

Acosta, Antonio (1987). «La extirpación de las idolatrías en el Perú. Origen y desarrollo de las campañas. A propósito de Cultura andina y represión, de Pierre Duviols», Revista Andina 5(1), 171-195.

Acuña, René, ed. (1986). Relaciones geográficas del siglo XVI: México, t. III [contiene «Relación de la ciudad y provincia de Texcoco», ms. de San Gregorio, copia – por F. de A. Ixtlilxóchitl – de la relación perdida de Juan Bautista de Pomar, 21-113]. México, UNAM, nº 8.

Arguedas, José María (1984). Katatay/Temblar. Lima, Horizonte.

Arriaga, Ioseph de (1621). Extirpación de la idolatría del Pirú. Lima, Geronymo de Contrera.

Betanzos, Juan de (2015). «Suma y narración de los Incas». En Rodolfo Cerrón-Palomino y Francisco Hernández Astete, eds., Juan de Betanzos y el Tahuantinsuyo. Nueva edición de la Suma y narración de los Incas. Lima, PUCP, 107-440.

Carvajal [Carbajal], Pedro de (1586). Doctrina christiana y catecismo para instrucción de los indios, compuesto por auctoridad del Concilio prouincial, que se celebró en la Ciudad de los Reyes, el año de 1583 (1584). Ciudad de los Reyes, Antonio Ricardo.

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1 Es en este contexto que nace, en tanto ciencia al servicio del colonizador, la antropología moderna. La afirmación de una práctica de sacrificios humanos por parte de los incas contribuye a justificar a posteriori la conquista española.

2 La instrucción pertinente se encuentra, por ejemplo, en Acuña (1986), 13-19.

3 AGI, Patronato, 294, n. 16, f. 27.

4 El impresor es el italiano Antonio Ricardo (cuyo apellido verdadero era Ricciardi).

5 En el fragmento de la «Descripción de la prouincia de Vilcas Guamán» de Pedro de Carvajal que reproduje más arriba se explica que catoylla –igual que illapa– es el rayo. En el quechua actual, qatuylla designa el planeta que conocemos con el nombre de Mercurio.

6 El original en español de esta pregunta no menciona el timpuq yaku que figura en la versión quechua. Podemos suponer que fue agregado por alguno de los informantes que colaboraron con los misioneros para formular las respuestas a las preguntas previamente determinadas. Timpuq yaku se llama –en quechua «chanka» o «ayacuchano»– a las aguas termales; como lo dice un cuento quechua actual del valle de Sondondo (Lucanas, Ayacucho), existe la creencia de que esa agua es capaz de comerse a los bañistas incautos.

7 En los discursos de la evangelización y la extirpación de las idolatrías, huaca (waka) suele formar pareja con huillca (willka). Estos términos remiten, simplificando mucho, a los ancestros míticos. Para los misioneros, son «ídolos».

8 Ver Klor de Alva (1982).

9 «Actually the title was a mistake. When the book came back from the typesetter’s, it had on the cover ‘Massage’ as it still does. The title was supposed to have read ‘The Medium is the Message’ but the typesetter had made an error. When Marshall saw the typo he exclaimed, ‘Leave it alone! It’s great, and right on target!’ Now there are four possible readings for the last word of the title, all of them accurate: ‘Message’ and ‘Mess Age’, ‘Massage’ and ‘Mass Age’». Eric McLuhan, www.marshallmcluhan.com/common-questions.

10 Sobre este tema, ver el excelente libro de Teresa Gisbert (1999), El paraíso de los pájaros parlantes.

11 Es el caso, por ejemplo, del texto apenas citado: Diosmi rurarcan, caricta, huarmicta / Yscayninmanta Adam Euamantam / Tucuy miranchic. Dios es quien hizo al hombre, a la mujer; / A partir de ambos, de AdanEva, / Multiplicándolo todo.

12 Millones (1990), 63-64. Mita (quechua): tiempo, período.

13 Íd., 176-177.

14 Íd., 129-130.

15 Íd., 260.

16 Íd., 268-269.

17 Ver en Millones (1990), «Relación de la visita de extirpación de idolatrías», 255-296.

18 Cristóbal de Albornoz le propuso a Cristóbal de Molina, famoso quechuista, acompañarlo en una visita en tanto «lengua que fuese una red barredera que no quedase cosa de hechizería e ydolatría que no se destirpase». Pedro M. Guibovich Pérez, en Millones (1990), 28; cursiva mía.

19 Este mito fue descubierto por Óscar Núñez del Prado en Qero (Cusco) y publicado en 1955. Un año más tarde, José María Arguedas publicó otra versión del mito que había podido recoger en Puquio (Ayacucho).