Yo pasaba períodos más o menos largos en la calle Maipón, donde mi tía me invitaba a pasar las vacaciones. La casa era grande, desastrada y, para mis años, bastante misteriosa. Estaba plagada de objetos inútiles, de viejos recuerdos, de enormes roperos heredados por generaciones. Infinitos artículos importados que nunca nadie utilizó se perseguían en un desorden proverbial que me producía una admiración silenciosa. La casa había sido ampliada muchas veces, y parecía tener piezas escondidas tras cada una de sus puertas que, en aquellos tiempos, me daban la impresión de no terminar jamás. Siempre quedaban rincones que mis ojos tan curiosos como tímidos no alcanzaban a ver. Para la simpleza y frugalidad en las que nosotros vivíamos –fui educado en la máxima de orden y limpieza, donde todo seguía un ritmo exacto y regular–, ir a casa de mis tíos era algo así como una aventura interminable.

Me tocaba dormir en el segundo piso. Era una especie de mansarda mal encajada que tenía tres habitaciones: dos muy grandes y una pequeña, donde dormía. Para mí era el Olimpo, pues en Valparaíso compartía la pieza con mis hermanos mayores, que ejercían un despotismo poco ilustrado. No podía leer de noche (les molestaba la luz), no podía tocar sus cosas, no podía entrar si ponían llave y, sobre todo, no tenía derecho a voz. Sería mucho decir que en la calle Maipón era el rey, pero esa pieza apretada servía de reino: podía leer hasta tarde, escuchar música, o simplemente dejar la luz prendida sin arriesgar golpes. Como si eso fuera poco, mi tía me llevaba huevos a la copa cuando me despertaba.

Las otras dos piezas de la mansarda tenían sus puertas siempre cerradas. En una de ellas, entraba mi tía con telas o cajas. Parecía que tuviera algo así como un taller, pero no permanecía en ella más de quince o veinte minutos. Nunca me dijo nada, y nunca le pregunté. En verdad, mi atención se dirigía más bien a la otra pieza, a la izquierda. Allí entraba mi tío, muy temprano en la mañana (lo escuchaba mientras me daba vueltas en la cama, negándome a despertar), y bajaba a almorzar en horarios extraños e imprevisibles. Volvía después de su siesta, y salía muy tarde en la noche. Yo trataba de quedarme despierto para sentirlo bajar, pero pocas veces lo logré. Supongo que a veces pasaba toda la noche encerrado. Con el tiempo, fue despertando en mí una curiosidad obsesiva por saber qué podía esconderse allí dentro. Pasé muchas tardes espiando, tratando de verlo entrar en la tarde, después de su siesta. Quedaba atento durante largo rato en el pasillo, en actitud sospechosa, esperando que subiera. La suerte no me acompañaba: mi tía me llamaba justo en el momento, mi tío simplemente no subía, o abría y cerraba la puerta con desconfianza, de tal forma que yo no alcanzaba a ver nada. Mi curiosidad llegó a tal punto que decidí vencer ese temor reverencial que tienen los niños frente a lo prohibido, y entrar en la pieza en un momento oportuno. Una noche mi tío salió, esperé que todos durmieran, me levanté en silencio, prendí mi linterna (siempre viajaba con una) y –gesto de suprema valentía– giré la perilla. Nunca había pensado que la puerta podía tener llave.

Siguieron días un poco grises, calurosos (el clima veraniego en las mansardas chillanejas es particular), y no lograba discurrir modos de entrar en la pieza misteriosa. Mi tía no decía nada, y si alguna vez le pregunté de modo indirecto, no respondió. Muchos años después, comprendí las razones de su silencio. Como sea, empezó a sospechar, pues pasaba largos ratos en el pequeño pasillo del segundo piso, haciendo nada. Una tarde me recriminó –dolor agudo en el pecho: debe haber sido la única vez que me levantó la voz– y tuve que cambiar mis rutinas, olvidar mis obsesiones, y hacer lo que un niño normal. Jugar fútbol, ver teleseries y pasear con el perro: ¿qué diablos hace un niño en verano en Chillán?

Pero la espera tuvo su recompensa. Un día me crucé con mi tío en el pasillo y me preguntó, sin decir agua va, si quería conocer su biblioteca. La sola palabra me maravilló o, mejor, me pasmó. Nunca había imaginado que en una casa podía haber algo así como una biblioteca. Yo solo conocía la de mi colegio, que tenía libros un poco aburridos, y de acceso burocrático. En las casas había dormitorios, baños, clósets, comedores, salones, perros, pasillos, sillones y cocinas. Incluso bodegas, adornos y salas de juego. Cualquier cosa antes que una biblioteca. Podía haber, con suerte, un mueble con libros, pero no una verdadera biblioteca.

No atiné a responder. Me sonrió, abrió, y me dejó mirar desde la puerta durante uno o dos minutos, que para mí fueron eternos, totales. Vi cientos y cientos de libros arrumados, acumulados unos sobre otros en infinitas estanterías, de todos los colores y de distintos tamaños. Daba la impresión de que todo se iba a derrumbar de un minuto a otro; un poco como las casas que, para no caer todas al mar, se afirman entre ellas en los cerros de Valparaíso. En el centro, había una pequeña mesa donde, supongo, mi tío trabajaba, leía, escribía. Cuando quise dar un paso hacia delante, para descubrir ese mundo sin bordes,mi tío cerró abruptamente la puerta dejándome fuera, con la impresión de haber vislumbrado, por un instante, algo realmente importante, lo único importante.

Pasaron los años, crecí, y dejé de ir a Chillán. Mucho tiempo después, cuando la vieja casona de Maipón era poco más que un recuerdo olvidado, y cuando yo mismo me había convertido en un tipo distinto, en las viejas librerías de Pedro Montt descubrí por casualidad que mi tío era escritor y que había publicado varias novelas. Compré, a precios ridículos, todos sus libros, y los leí con devoción, casi diría que los palpé. Sus novelas me ayudaron a completar algunos puzles familiares que me atormentaban en mi juventud. Traté de averiguar a través de mis padres, con preguntas indirectas e indagaciones más o menos vagas. No me dijeron nada, o casi. A esas alturas, un manto de silencio ya rodeaba la existencia de mi tío. Al parecer, nadie se había dado el trabajo de leerlo. Conocían la existencia de sus novelas como algo remoto: no les interesaba leerlas ni saber de qué trataban, ni nada. Para la familia, mi tío era un tipo más bien complicado, de religiosidad estrecha, que había amargado la vida de mi tía y de sus hijos encerrado en una biblioteca a la que nadie podía entrar. Mucho tiempo después, cuando recuerdo los esfuerzos de mi madre por hablarme sin hablarme, por explicarme sin decirme nada, no puedo dejar de recordar la torre de mi admirado Montaigne.

En esos años, mi tío estaba ya muy enfermo, se movía con dificultad. Lo vi una vez más, en una reunión familiar ampliada, pero no fui capaz de abordarlo y contarle cómo bullía mi cabeza tras descubrir sus libros. La noche anterior había imaginado múltiples escenarios por los que podría discurrir nuestra conversación, pero mi timidez crónica me impidió decirle una palabra. La lista mental de preguntas, elaborada minuciosamente, quedó ahí. Quise preguntarle todo,  pero apenas lo saludé. Digamos que las relaciones humanas siempre me han sido un poco enigmáticas, y miro con asombro y admiración a esa gente que de la nada puede entablar una conversación. ¿Cómo pueden encontrarse dos personas que nunca han hablado, cómo se produce el contacto? ¿Dónde se enciende la chispa que permite que ocurra algo así? Me sentí estúpido al no dirigirle la palabra; tal como me sentía estúpido cada vez que quería hablarle a una mujer.

Mi tío murió poco tiempo después. Sus últimos años, si entiendo bien los pocos comentarios de mis padres, fueron solitarios y tristes. Pocos días después del funeral, como para cerrar un capítulo, mi primo me invitó a Chillán, a la vieja casona que abrigaba tantos recuerdos de mi infancia. Me atemorizó el contraste, siempre ingrato, entre la memoria y la realidad. Sin embargo, me decidí a ir, como quien paga una deuda que no prescribe. La casona de la calle Maipón estaba como siempre: desordenada, laberíntica, infinita. El tiempo se había paralizado, y me parecía escuchar a mi tío subiendo las escaleras después de su siesta. Costaba avanzar entre los artefactos que todavía la poblaban, y los recuerdos que nos perseguían. Visitamos cada rincón, brindamos entre lágrimas con un vino de origen desconocido, y hablamos sobre la familia, la vida y la muerte. Al caer la tarde, subimos al segundo piso. Subí lentamente, como queriendo alargar un momento especial, irrepetible. Solo puedo decir que no me sentí traicionado por mis recuerdos: la biblioteca era de verdad. Debe haber tenido al menos unos diez mil volúmenes, en completo y radical desorden. Yo los quería revisar todos, uno por uno: no quería dejar libro sin acariciar, sin olfatear, sin palpar y recorrer.Mi primo, que nunca entendió el amor inmoderado por los libros, me tuvo una paciencia infinita, como se la tuvo a su padre. Pasé horas  y horas tocando los libros que, años atrás, me habían descubierto el mundo en que elegí vivir. Pero si la primera vez me había maravillado, ahora sentía la angustia de quien comprende que la vida no alcanza para leerlo todo, y que de hecho ni siquiera me alcanzó para conversar con mi tío. Me creía inteligente y culto, pero ese lugar me transformaba en un perfecto ignorante. Había continentes enteros que no había escuchado nombrar, y que nunca tendría tiempo de conocer. Peor, mi tío ya no podría ayudarme a descubrirlos. Allí estaba Proust, junto con una montaña de comentarios. Estaba luego todo el teatro francés y español. La tragedia griega al lado de Chéjov y, un poco más allá, algunos libros autografiados de Jorge Teillier seguidos de unos tomos gruesos de Poe y en seguida García Lorca. Los mundos se iban desparramando así, unos sobre otros, en una anarquía que solo mi tío debe haber comprendido: al final, el modo singular en que cada uno ordena sus libros refleja el orden de la propia vida, y da cuenta de la educación sentimental que cada uno recibió. Mi primo no me ofreció libros, tampoco se los pedí. Estaba demasiado anonadado. A veces me arrepiento de no haberme llevado alguno: los Ensayos, o las obras completas de Corneille en bilingüe, o una vieja edición de Wilde que mi tío solía leer haciendo ruido con los dedos mientras esperaba el almuerzo. Sin embargo, también pienso que, al abrirme su puerta durante dos breves minutos, de algún modo me los regaló todos. Su biblioteca escondida me mostró que la lectura puede bastar para llenar una vida.