Y va a caer, y va a caer, y va a caer y va a caer”, gritan los estudiantes. “Adelante, adelante, obreros y estudiantes”, corean y proyectan un futuro democrático que reemplace al gobierno de Pinochet. “El pueblo unido jamás será vencido”, rematan. Han nacido cerca del golpe militar: un poco antes, un poco después. Han crecido en dictadura y tienen miedo, pero no es el mismo pánico de sus padres, que han sido jóvenes en los 60 o fines de los 50. Es un miedo sin recuerdos propios. Un miedo que, lejos de paralizarlos, desdibuja sus nociones del peligro. “Uh, uh, qué calor, el guanaco por favor”, desafían los estudiantes a la represión. “A la calle los mirones, no se hagan los huevones”, increpan a los manifestantes más tímidos, que se quedan en la vereda y no bajan a la calle. La convocatoria es en Cumming con la Alameda, en el metro Los Héroes. Ahí, a pasos del Liceo de Aplicación, algún escolar se sube a la pileta de agua, da instrucciones a viva voz y desata la protesta. Decenas de adolescentes emergen de las esquinas, del bandejón central o de las puertas mismas del liceo con un objetivo común: detener el tránsito y marchar hasta el ministerio de Educación, en el metro Moneda. Pero a los pocos minutos los manifestantes son dispersados por el huáscar, un carro lanza agua con dos chorros y más potencia que el guanaco tradicional; decenas de bombas lacrimógenas; lumazos de carabineros corpulentos y balines disparados por civiles anónimos. Tomarse la calle, entonces, es entrar en la batalla.

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10 de abril de 1985. 7:55 am. Hemos sincronizado los relojes con El diario de Cooperativa. Nos juntamos en Plaza Ñuñoa, en las puertas del boliche donde, no hace mucho, hemos probado la malta con huevo y nos ha empezado a gustar la cerveza. Nuestros hígados todavía son resistentes. Tenemos entre quince y diecisiete años, fumamos cigarros y hemos probado la marihuana. Hemos comido queque de marihuana, incluso, y nos han dado unos ataques de risa incontrolables. Nuestros padres nos han prohibido ir a las tomas, pero aquí estamos. En las puertas de un liceo industrial con más hombres que mujeres, atentas al grito pelado que llegará en cualquier minuto. “¡Adentro, compañeros!”, escuchamos a las ocho en punto y obedecemos. Compañeros y compañeras, estudiantes de colegios públicos y privados, nos tomamos el liceo Chileno Alemán de Ñuñoa. Saltamos las rejas, corremos, cerramos las puertas con cadenas y candados, abrimos las mochilas y repartimos los panfletos que aluden al escaso financiamiento del Estado en la educación. Pero también al derecho de elegir centros de alumnos democráticos, a la rebaja del pasaje escolar al diez por ciento histórico y su extensión al Metro o a la gratuidad de la Prueba de Aptitud Académica. Los alumnos del liceo nos han estado esperando y ahora hacen lo suyo: bajan al patio, rayan los muros con spray, sacan pancartas gigantes. Los profesores están retenidos en una sala y hay estudiantes en el techo. Todo está alborotado, pero está lindo. Aunque lindo no es la palabra. Todo está en nuestras manos: eso es lo que nos parece entonces. “Seguridad para estudiar, libertad para vivir”, escribe alguien en un muro. Y más abajo: “¡No a la municipalización!”. Una consigna que no sabemos, no podemos imaginar entonces que 26 años más tarde, y sin dictadura en nuestras espaldas, seguirá intacta. Esa mañana de 1985 cantamos, gritamos y va a caer y va a caer, hasta que cae la primera bomba lacrimógena.

“La esquivamos. Pero a la cola vienen otra y otra y otra y el patio se transforma en un concentrado de gases y no podemos respirar y nunca hemos sentido esto. Nos acordamos en un pestañeo del terremoto ocurrido hace poco más de un mes. Sentimos, eso sí, un pánico distinto. Nos ahogamos. Corremos como ratones envenenados, de un lado a otro. Se acabó el entusiasmo: nos tapamos la boca con pañuelos o chalecos, nos ayudamos unos a otros, caemos al suelo, creemos perder la conciencia. O la vida. Escuchamos los llamados de los carabineros por altoparlantes. Que nos rindamos, ordenan, que van a entrar. Hay una pausa. Entre la humareda vemos que los dirigentes salen a dialogar con los uniformados. Después de un rato lo consiguen: saldremos del liceo y no nos detendrán. Ése es el acuerdo. Pero ocurre exactamente lo contrario: cerca de las once de la mañana salimos y nos agarran de las parkas, nos tironean de los chalecos o directamente de las mechas y nos meten a esos carros que entonces llamamos celulares. No tenemos celulares, teléfonos celulares, en esa época. Ni facebook ni twitter ni youtube existen. Ni correo electrónico, siquiera. Confiamos en que los compañeros que no entraron a la toma difundirán la noticia. Que llamarán a la radio Cooperativa, al Codepu, a la Codeju, a la Vicaría de la Solidaridad, si es necesario, que correrán la voz entre ellos. Uno de los dirigentes escucha que un paco le susurra a otro: “a estos pendejos hay que puro degollarlos”. Han pasado solo diez días del degollamiento de Manuel Guerrero, Manuel Parada y Santiago Nattino, luego de que los dos primeros fueran secuestrados de las puertas del colegio Latinoamericano de Integración, en Santiago. Nos dicen que a las niñas nos llevarán a la cárcel de mujeres. Nos aterramos. Pero nos hacemos las choras y ni se nos nota el miedo. No sabemos dónde estamos. Nos bajan a un sótano y nos desvisten, nos sacan fotos, nos toman las huellas digitales, nos preguntan de todo. Después nos vuelven a subir al carro, ya vestidas, y nos llevan a la comisaría número uno de Santiago, en la calle Santo Domingo. Son las ocho, nueve, diez de la noche de ese 10 de abril de 1985. Van llegando nuestros familiares a buscarnos. En algún momento nos empiezan a llamar de a una, nos van soltando. Estamos machucadas, pero vivas para contarlo. En la radio escuchamos al ministro de Educación, Horacio Aránguiz. Asegura que no habrá más tomas en el país. Que nunca más habrá una toma ni un paro ni una marcha. Que esto se acabó.

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“Y va a caer, y va a caer, la educación de Pinochet”, cantan los estudiantes en 2011. Pinochet cayó hace rato, parecen decirnos, pero su modelo educacional sigue vivito y coleando. Ni Patricio Aylwin, ni Eduardo Frei, ni Ricardo Lagos, ni Michelle Bachelet cambiaron el eje del sistema de mercado en la educación, reclaman. Y el actual gobierno de Sebastián Piñera, insisten, quiere profundizarlo aún más y terminar de consolidarlo. Ahora exigen un cambio constitucional para solucionar sus problemas de raíz. “A la calle los mirones, no se hagan los huevones”, vuelven a gritar con el mismo énfasis de 1985. Aunque hoy no necesitan repetirlo demasiado: son pocos los mirones y miles los que salen a la calle sin miedo. De Plaza Italia al metro Los Héroes, del Parque Bustamante al Parque Almagro, de Estación Central al Parque O´Higgins, en Santiago. Pero también en Valparaíso, en Concepción, en Arica, en Iquique, en Punta Arenas, en Puerto Montt, en Copiapó, en Castro, en Coyhaique, en Antofagasta. “Vamos, compañeros, hay que ponerle un poco más de empeño, salimos a la calle nuevamente, la educación chilena no se vende, ¡se defiende!”, corean hoy los colegiales y universitarios movilizados. Y también: “Lo que el pueblo necesita es educación gratuita”. Y sintetizando el conflicto que viene de los 80, que tuvo un resurgimiento histórico en 2006 (el pingüinazo, se le llamó) y un breve coletazo en 2008, y que hoy recrudece y saca chispas en las calles: “Fin al lucro”.

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Nos juntamos en Plaza Ñuñoa, en las puertas del boliche donde, no hace mucho, hemos probado la malta con huevo y nos ha empezado a gustar la cerveza. Nuestros hígados todavía son resistentes. Tenemos entre quince y diecisiete años, fumamos cigarros y hemos probado la marihuana. Hemos comido queque de marihuana, incluso, y nos han dado unos ataques de risa incontrolables. Nuestros padres nos han prohibido ir a las tomas, pero aquí estamos.

14 de julio de 2008. Tiene catorce años, un nombre atípico y arrojo. O rabia. O arrojo rabioso. María Música Sepúlveda es estudiante del liceo Darío Salas de la comuna de Santiago y ha participado en el levantamiento secundario que entre mayo y octubre de 2006 congregó a más de 600 mil escolares en las calles en demanda por el fin de la municipalización, el pasaje escolar gratuito y la eliminación de la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza, LOCE, heredada de Pinochet. El conflicto implicó la salida del ministro de Educación, Martín Zilic, y culminó con la instalación del Consejo Asesor Presidencial para la Educación, una mesa de trabajo mixta que dispuso el reemplazo de la LOCE por la Ley General de Educación, LGE. Sin embargo, los estudiantes estuvieron en desacuerdo con los resultados del Consejo. Y siguieron protestando. Eso ha ocurrido hace casi dos años y María Música ha sido detenida cuatro veces. Pero no piensa bajar la guardia. Este martes de julio de 2008 asiste a la Jornada de Clausura de Diálogos Participativos por la Educación Pública, en el hotel Crowne Plaza de Santiago. La ministra de Educación, Mónica Jiménez, habla sobre las reformas en camino. Un grupo de profesores interrumpe a la ministra y María Música aprovecha el minuto para acercársele. “Quería tener la oportunidad de hablar con ella, de contarle lo que está pasando”, dice más tarde por televisión. Y rememora: “Yo voy súper tranquila y le digo sabe qué, ministra, quiero decirle que a mí me golpearon… A mis compañeros los golpearon y fueron pasados a Fiscalía Militar por un montaje… Ministra, ¿me está escuchando? Pero ella sigue ordenando papeles y no me escucha. A mí me da pena y me da impotencia. Recuerdo a mis compañeros cuando ven el guanaco en el mismo liceo y llega y les tira agua. Entonces veo el jarrón”. Y entonces la niña procede. Agarra el jarrón y vacía el agua sobre la cara y el hombro izquierdo de la ministra de Estado. Al día siguiente la propia Mónica Jiménez bromea con la agresión: “Gracias por el jarro de agua, que debe ser menos fuerte que el guanaco”. A los estudiantes no les causa ninguna gracia la broma. Pero el movimiento secundario ya no tiene la fuerza que alcanzó en 2006, y el episodio de María Música queda como una descarga en suspenso. La institucionalidad diluye finalmente las demandas y la quietud vuelve a las calles por unos años. Tres años, para ser más precisos.

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4 de agosto de 2011. 14:00 pm. “Con el rugido del 85”, anuncia un lienzo colgado en el muro interior del liceo Arturo Alessandri Palma (A-12), tomado por los alumnos desde hace un mes, dos semanas y un día. La frase alude a la toma del 10 de julio de 1985, que provocó la renuncia del ministro de Educación, Horacio Aránguiz, y marcó el clímax del movimiento secundario en dictadura. El colegio, que cuenta entre sus ex alumnos a figuras como Carlos Caszely, Germán Correa y Ricardo Núñez, hoy depende de la municipalidad de Providencia. Y el ex coronel, ex boina negra y ex instructor de comandos Cristián Labbé, en su calidad de alcalde de la comuna, acaba de presentar un recurso de protección en contra de los centros de alumnos de los liceos tomados en Providencia para que se permita su desalojo. “El mundo está al revés”, se queja Labbé. “Puros cabros chicos poniendo condiciones a las instituciones del Estado”. “Labbé es en serio” (así, sin coma) dice otro de los lienzos instalados por los escolares en las rejas que dan al Parque Forestal. Y una docena de pancartas grafica las diferencias históricas entre aquel rugido del 85 –que exigía “seguridad para estudiar, libertad para vivir”– y las genuinas demandas de los secundarios en democracia: “Somos la generación que nació sin miedo”, reza un cartel. Y otro: “Si no nos dejan soñar, no los dejaremos dormir”.

La movilización de los alessandrinos es en serio, y esa mañana han votado masivamente por seguir con el paro. Pero es una seriedad distinta a la de sus antecesores de los 80. Es una seriedad con aire festivo, antisolemne. Anoche organizaron una tocata hip-hop y en un rato más tendrán una clase masiva de relajación. Ahora sintonizan el noticiero del mediodía en un televisor chiquito que han instalado en el gimnasio y ven los resultados de la encuesta del Centro de Estudios Públicos: el 72% de los chilenos apoya el movimiento estudiantil, el 80% se opone al lucro en la educación y solo el 26% apoya la gestión del presidente Piñera. Luego se ven ellos mismos en las noticias. Ellos y otros miles de secundarios que desde las diez de la mañana han intentado sin éxito llegar a Plaza Italia para marchar por la Alameda. Imposible. Un contingente de mil carabineros los ha dispersado y los seguirá dispersando durante el día. En la tarde hay una marcha convocada por la Confederación de Estudiantes de Chile, Confech, y ellos piensan asistir. Todavía no saben, aunque lo sospechan, que tampoco podrán hacerlo. Que el parque Bustamante será una batalla campal hasta la noche entre manifestantes y uniformados.

Pero ahora hay una tregua y los escolares, de entre catorce y dieciocho años, aprovechan de almorzar, revisar el correo electrónico, jugar una pichanga o al taca taca, repasar el documento con la última propuesta educacional del gobierno o limpiar las tres salas adaptadas como dormitorios. Son treinta o cuarenta los que pasan la noche en el establecimiento desde que partió la movilización. Durante el día vienen los demás alumnos y hacen turnos de cocina, aseo, seguridad y comunicaciones. “Nosotros agarramos la experiencia del 85, pero ése fue otro tiempo… Supongo que era muy difícil tomarse un colegio con los milicos en la calle”, especula uno de los voceros, apodado Tonno. Está echado en una colchoneta, con un notebook sobre las piernas y la fotocopia de la propuesta gubernamental a un costado. Lo acompañan otros cuatro estudiantes: uno ha hecho el turno de la noche y ahora ronca en un saco de dormir, otro toma apuntes en un cuaderno y los dos restantes escuchan y de vez en cuando comentan la opinión del vocero y hacen como si no existieran los ronquidos del compañero. Han nacido entre 1993 y 1995, tienen cuentas de twitter y facebook, vivieron su primer terremoto en 2010, abrigan sus reparos con el movimiento estudiantil de 2006 (“por cansancio, terminaron aceptando un cambio superficial de la LOCE a la LGE”, dicen) y quieren inscribirse en los registros electorales para votar nulo. “Ustedes, los del 85, pelearon por la desmunicipalización y no se pudo, y ahora ése es nuestro eje central”, opina el del cuaderno. “Quedaron botadas muchas banderas de lucha y a nosotros nos tocó agarrarlas”, agrega el más callado. Hay un silencio breve. Un silencio inestable que a nosotros, los del 85, nos despierta otros recuerdos. “Yo nací en democracia, yo no conozco la dictadura”, rompe el hielo el vocero. Y remata: “Esa democracia por la que ustedes lucharon a nosotros nos parece mala, enferma, porque no se hace respetar”.

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Mayo a septiembre de 2011. Se besan masivamente en la Plaza de Armas; bailan coordinadísimos y disfrazados de zombies el clásico Thriller, de Michael Jackson, en la Plaza de la Constitución; simulan un suicidio colectivo en el Paseo Ahumada; organizan un funeral de la educación chilena, vestidos de negro y con el rostro pintado de blanco, y lloran durante varios minutos; marchan semidesnudos porque, dicen, “la educación nos tiene en pelotas”; tejen una manta de lana con mil ochocientos cuadrados de diez por diez centímetros que contiene diecisiete letras: e-d-u-c-a-c-i-ó-n-g-r-a-t-u-i-t-a; levantan una playa artificial frente a La Moneda cuando el gobierno adelanta las vacaciones de invierno en los colegios de la Región Metropolitana, en un fallido intento por frenar las movilizaciones. No se quedan quietos, los estudiantes: trotan con una bandera negra con letras blancas que dice “Educación gratuita ahora” alrededor del Palacio de Gobierno, en una posta de corredores que cubren la manzana de Agustinas, Teatinos, Alameda y Morandé durante mil 800 horas continuadas. Ésa es la cifra necesaria en millones de dólares, según el economista Marcel Claude, para enfrentar la crisis de la educación chilena. Y eso equivale a setenta y cinco días sin parar. Se toman el humor con energía, estos nuevos manifestantes. Se desmayan en masa, se disfrazan de carabineros de Fuerzas Especiales o del guanaco mismo, arman muñecos gigantes de políticos y los insultan o los aporrean en público. En vez de gritar cantan, corean, aplauden, tocan trompetas, pitos, tambores, guitarras, cacerolas, flautas, bombos, maracas, lo que encuentren. Se ríen, bailan y saltan al ritmo de “ésta es la escoba, ésta es la escoba”, la bullanguera canción de Chico Trujillo.

Los estudiantes que protestan hoy en Chile son más libres, muchísimo más libres que sus antecesores. Están lejos de los dogmas y las orgánicas partidistas, prefieren las vocerías antes que las presidencias y desconfían del poder. Más que una ideología a secas, parecen expresar una sensibilidad ciudadana común. No viven con urgencia ni con miedo. Y saben que deben lidiar, además, con los frecuentes grupos de saqueadores al final de las movilizaciones, que vienen a graficar las consecuencias de un sistema excluyente y segregador. Un sistema que valida la pelea individual por sobre el compromiso colectivo: el sálvense quien pueda, aplaste al del lado, al de abajo y al de arriba. Gane y demuéstrelo. Gane, gane, gane. Los estudiantes están en la calle también por eso. Porque piensan que la educación no se limita al conocimiento; que la educación es esencialmente una práctica de la ciudadanía. Porque piensan que sus demandas pasan por un cambio estructural del sistema. Y porque la democracia les dice poco si no hay una política cultural que la sustente. “En Chile está mal pelao el chancho”, escriben en sus pancartas. Ellos lo tienen muy claro y lo dicen y lo gritan y lo escriben y lo divulgan en las redes sociales, en los muros o en las chapitas que portan en sus bolsos: “lucrar con un derecho social es robar”, “por estudiar estoy endeudado”, “nuestros padres nos devolvieron la democracia, nosotros les devolveremos la educación”. Y con sus consignas, que en el fondo no son tan distintas a las de los secundarios de los 80, cambian el formato de la protesta, hacen de la calle un carnaval, con globos, serpentinas, murgas y batucadas, y desacralizan las antiguas consignas o las entonan como cantos de barra brava. “El pueblo, unido, avanza sin partidos”, corean. “Uh, uh, qué calor, que el guanaco tire ron”, canturrean al ver al carro lanzaagua. Y muy sueltos de cuerpo, con ritmo colectivo, los estudiantes de Chile se lanzan a correr y van abriendo la Alameda.