De pequeño Jon Lee Anderson se escapaba de su casa en Liberia, para ir a recorrer la selva o la sabana africana. En esas jornadas dormía en medio de la nada, rodeado de un mundo que comenzaba a formarse en su cabeza, de animales salvajes y de un entorno del cual no se podría escabullir el resto de su vida. Jon Lee volvería dos décadas después a Monrovia, a comprobar cómo el dictador Charles Taylor había desangrado Liberia. El periodista escribió la crónica del criminal para The New Yorker, la influyente revista estadounidense para la que trabaja. En la versión que entregó a Etiqueta Negra, Jon Lee terminó su artículo deseando la muerte a Taylor.

Lo que para algunos puede ser un lujo autoral que erosiona las bases del periodismo purista, para Anderson es humanidad. Su historia está marcada por un periodismo comprometido con su entorno y con la tragedia humana. Por eso, con su credencial de independiente, Anderson ha llevado su mirada a América Central, Sri Lanka, Cuba, el Medio Oriente y la Nueva Orleans que dejó el huracán Katrina, tras su colérico paso.

No sólo The New Yorker ha llenado sus páginas con las crónicas y perfiles de Anderson. También Harpers, The Nation, The Guardian, El País y The New York Times. Ha escrito siempre o casi siempre bajo su propia responsabilidad, con su marco teórico y sin la presión de editores corriendo contra el tiempo. Eso le permitió dedicar toda su energía entre 1992 y 1997 a reportear y escribir Che Guevara: una vida revolucionaria, probablemente la mejor biografía sobre el líder guerrillero. Jon Lee se trasladó a Cuba y vivió tres años en la isla, para lograr meterse en la gloria y tragedia del Che. Y sólo pensó en salir cuando sus hijos que aún no llegaban a los cinco años comenzaron a sentir devoción revolucionaria por la Cuba de Fidel.

 El espíritu de Jon Lee Anderson recuerda a los periodistas que dieron forma a la Rolling Stone de los 70 y comienzos de los 80, que sacudían la Guerra de Lyndon Johnson y Richard Nixon en Vietnam, recordaban el renacer del rock, la lucha de los Panteras Negras y la tragedia del buque Exxon Valdés, que derramó su sangre negra en las puras aguas de Alaska.

Parte de ese espíritu lo ha dejado en sus alumnos del taller que realiza en la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano de Gabriel García Márquez, a quien perfiló con una distancia crítica que seguramente el Premio Nobel miró con cierto desagrado. Una de esas escalas formativas y justo después de lanzar su último libro, “La caída de Bagdad”, permitió que a fines del 2005 los alumnos de Periodismo de la Universidad Diego Portales escucharan parte de las lecciones que Anderson da. No como tópicos de manual, sino como experiencia repartida en cientos de carpas de observación, que en general huelen mal, porque están hechas de guerras, genocidios, traiciones y poder.

A pesar de las tragedias que han registrado sus notas, Anderson no habla de la muerte. Es su forma de espantarla. Pero es imposible que el entusiasmo de los estudiantes y el suyo le impidan revivir su milagrosa huída por las calles de Bagdad en medio de un tiroteo, la emboscada que vivió a las afuera de San Salvador, la mujer torturada por la guerrilla Tamil que intentó salvar, las infidelidades del Rey Juan Carlos (que ni siquiera El País quiso reproducir por respeto al monarca) y los entretelones del perfil de Augusto Pinochet que publicó en The New Yorker una semana antes de la detención del dictador en Londres. La mitología dice que fue esa nota la que alertó al juez Baltasar Garzón.

Quizás escuchar a Anderson sea la única manera de entender que alguien que cree que el periodismo tiene una misión de humanidad en sus espaldas, se transforme en un observador de guerras. Él prefiere ese camino. Habla sobre la guerra, sobre su guerra. Enseña sobre periodismo, sobre su periodismo. Jon Lee Anderson, mejor que nadie, sabe de qué está hecho el hombre, casi como una comprobación científica. Y eso se lo debe a sus instintos, los mismos que lo sacaron de su casa en la capital de Liberia para internarse en África.

¿Dónde están tus instintos hoy? Dices que quieres volver a África, hacer algo en América Latina, pero es difícil. Estados Unidos está en guerra e Irak se ha convertido en tu centro de operaciones.

Hay que entender que el periodismo es la forma que yo utilizo para comunicarme con el mundo. Soy una persona interesada en lo que pasa alrededor mío; siempre he tenido el afán de entender el mundo y lo hago a través de mi profesión. El periodismo me da la posibilidad de indagar problemas, de entender cosas que me afectan e interesan. No creo saberlo todo, de hecho desconfío de ese tipo de periodista, pero sí busco una manera de incidir en la opinión pública. Estados Unidos es el país más influyente en el mundo y genera la mayor cantidad de noticias. Entonces, mi responsabilidad como periodista es investigar en lo que esté implicado mi país. Incluso siento que a veces mi rol es mediar, ya que no sólo soy norteamericano, sino ciudadano del mundo. He vivido en 14 ó 15 países durante toda mi vida. Entiendo a mi país como estadounidense, pero también como si fuera de Chile o de Inglaterra. Mi mayor preocupación como persona o como periodista es definir racionalmente la coyuntura en la que estamos, porque a diario tendemos a alejarnos hacia un mundo incierto, sólo de percepciones. Tenemos un mundo en colisión: decirlo y enseñarlo es también nuestra función. Así siento mi trabajo, en especial en estos momentos.

¿A qué te refieres con ser un mediador?

Hay personas que creen saber mucho y hablan de otra gente sobre la base de falsas teorías de conspiración o simplemente porque están adscritos a una fe. La situación es peor aún si sumamos a las tecnologías, que tienen el terrible potencial de hacer pensar a la gente que sabe cosas sobre otros, sin que realmente tenga conocimiento de los hechos o los fundamentos de esos hechos. Ese es uno de los grandes problemas que veo en este mundo virtual, lo que obliga a tomar el rol de mediador. Mi periodismo no se basa en creencias, sino en lo empírico, en lo experimentado. En lo que veo y muestro. Y me siento mediador, porque intento trasladar e interpretar esa realidad al mundo, más allá, para que otros lo comprendan. Por ejemplo, trato de hacer entender a un norteamericano que alguien en Irak es bastante parecido a él. Con diferencias culturales, por supuesto. Pero muy parecido.

¿Cómo se hace para que esta mediación no se transforme en manipulación? En especial cuando ves que el mediador está rodeado de un proceso muy fuerte de manejo de información.

Es una preocupación, sin duda. Estoy más consciente de la palabra mediación después del 11/9, cuando Irak y Afganistán entraron en la agenda mundial. Después del ataque a Estados Unidos apareció un grupo de gente con ideas muy fijas de lo que significa ser norteamericano o ser occidental, y es muy difícil hacerlos cambiar de opinión. A eso iba con el mundo que cree tener conocimientos amplios y no son más que teorías de conspiración y juicios culturales y religiosos. En mi país tenemos muchos políticos que inciden de forma violenta y determinante en muchas otras culturas, y para lograrlo predican un integrismo propio, lo que implica un retorno a la Edad Media. Ante esa situación, creo que es un deber social de nosotros los periodistas influir en otras personas y en ese sentido me siento un mediador. Escribo para The New Yorker, un medio norteamericano que se dirige a una élite, pero que también tiene relevancia en otras clases sociales y en otros países, donde lo siguen y respetan. Estoy consciente de que lo que escribo puede tener repercusiones y eso conlleva a una responsabilidad mayor. Sin duda que cualquiera de nosotros puede ser manipulado y es uno de los peores riesgos que tenemos hoy en día. Y quizás, como nunca antes.

Entiendo mi país como estadounidense, pero también como si fuera de Chile o de Inglaterra. Mi mayor preocupación como persona o como periodista es definir racionalmente la coyuntura en la que estamos, porque a diario tendemos a alejarnos hacia un mundo incierto, sólo de percepciones. Tenemos un mundo de colisión: decirlo y enseñarlo es también nuestra función. Así siento mi trabajo.

¿Por qué?

A veces los intereses del gobierno reflejan los intereses estrechos de un grupo de poder, o de un magnate de un país que a su vez es dueño de un medio. Los periodistas son, al fin, empleados y, por ende, están sujetos a esos intereses. Gracias a los nuevos instrumentos tecnológicos, ha aumentado la posibilidad de que los medios se transformen en armas de doble filo. Hace 50 años, los periodistas hablaban de la guerra desde la óptica exclusiva de los ejércitos de sus países. Ahora no. En las últimas décadas, desde Vietnam, se ha abierto el campo de acción de los periodistas en las guerras. El público espera más amplitud de cobertura, no siempre desde una óptica patriótica; quieren conocer la verdad de lo que ocurre. Esto representa una amenaza real para los bandos en conflicto, que antes solían controlar la información a través de periodistas leales. Ahora son muchos los que te dicen estás con nosotros o no estás. Han aumentado los secuestros, los asesinatos y la agresión a los periodistas en todo el mundo. Las presiones vienen desde los protagonistas de los hechos. Por eso la importancia de no dejarse tentar por la manipulación y darle un objetivo mayor a lo que uno hace como profesional. Por otro lado, los periodistas siempre corremos el riesgo de ser manipulados por el editor, el dueño del medio o los protagonistas de la noticia. Hay veces que uno sabe qué debe reportear y de qué forma, ya que se puede ofender a tal y cual, y uno pierde el trabajo. Esa es una experiencia para muchos periodistas en el mundo donde la prensa no es verdaderamente independiente. Es algo que ha existido y existirá siempre. Más aún cuando hay conflicto. Por lo mismo, la necesidad de tener valor ético es más relevante hoy que nunca.

Otra forma de manipular es acotando los temas. Decir que Darfur en África es un hecho sin relevancia, a pesar del genocidio de 50 mil personas. Lo mismo ocurrió en el caso de Ruanda y Bosnia. La forma que tienen los dueños de “mediar” en la información es diciendo, por ejemplo, Latinoamérica no tiene ninguna importancia en la agenda mundial. Esto finalmente puede desanimar a muchos periodistas. Incluso a ti, que te interesas por esta parte del planeta.

Cuántas veces he escuchado a los dueños de los medios decir que a nadie le interesa Latinoamérica. Y he visto a mucho periodistas frustrarse y sentirse abandonados. Pero ese no es el tema. También estos periodistas tienen una opción si lo creen verdaderamente importante. Pueden abandonar estos medios, independizarse y escribir sus propios libros o revistas, o participar de un grupo activista de derechos humanos. Hay muchas alternativas para los periodistas agobiados, aunque siempre sea más difícil. Los recursos económicos son parte de esas barreras. Algunos tienen 35 años, tienen hijos y se acomodan a una vida sin problemas. Otros se frustran. De joven yo escribía para Time desde El Salvador. Si bien la revista me apreciaba como periodista, no le gustaba lo que yo estaba enviando desde ese país porque, según su editor, era muy cruento. Debido a la tendencia política del director de ese momento muchos de mis artículos nunca salieron a la luz, porque lo que yo reporteaba no ayudaba a su causa preferida. Entonces, mi recurso fue contar a otros colegas algunas de las cosas que descubría. También hice algunos trabajos freelance. En otros casos dejé chorrear información a organizaciones de derechos humanos o en algunos casos yo tenía información que implicaba la diferencia entre la vida y la muerte de algunas personas, y no podía sentirme ser humano si simplemente la guardaba y me quedaba callado. Así, a pesar de lo sofocado que me sentía, pude mantener la integridad ética y moral.

Se suele criticar mucho a la prensa estadounidense. Quizás porque representa un referente histórico de la independencia editorial y hoy se le ve jugando un rol más tibio, en especial frente al gobierno de George W. Bush. Muchas publicaciones de importantes universidades de ese país afirman que la luna de miel de la prensa con la actual administración, después del 11/9, fue muy larga y que en estos años la prensa se dejó manipular por el gobierno republicano.

Es cierto lo que dices en torno a las percepciones críticas, y me preocupa tremendamente. Encuentro tanta similitud en las opiniones de gente tan distante como puede ser un ciudadano en Venezuela, otro en Irak o uno en Francia. Tanta gente que cree lo mismo: que los judíos fueron los que bombardearon las Torres Gemelas. O inclusive que fue una conspiración de Bush, porque así podía invadir Irak sin problemas. Parece descabellado, pero lo que ocurre con las teorías de conspiración es que siempre tienen un grado de similitud. Hay un germen de verdad y sobre la base de eso se construye toda una creencia, todo un folklore que se extiende desenfrenadamente. Estas teorías de conspiración son bastante difundidas en el mundo, porque la gente no quiere tener dudas y prefiere el blanco o el negro, antes que los grises, que es verdaderamente el lugar para encontrar la verdad. La gente refiere escuchar o leer que hubo una entrega total de la prensa estadounidense a la administración Bush. Pero la verdad es que la gente conoce muchos hechos muy indignos para la administración Bush, gracias a la mismísima prensa norteamericana. ¿Cómo saben de Guantánamo? ¿Fue un periodista paquistaní quien lo contó? No, fue gracias a la prensa norteamericana. ¿Quién reveló Abu Grahib? ¿Fue acaso la prensa europea, de Arabia Saudita o de Turquía? No, fue un periodista de The New Yorker. ¿Cómo sabemos de los líos dentro de la administración Bush o del Pentágono? Definitivamente no por los profesionales de Rusia ni de China. La noticia de la muy sonada masacre de civiles en Haditha, Irak, cometida por unos marines norteamericanos que se reveló hace poco, es otro caso. No fue un notición de la prensa chilena ni egipcia, sino de la norteamericana, y es más, de la muy mainstream revista Time. Todo eso que se sabe o se dice saber sobre Estados Unidos es gracias a los medios de mi país. La prensa estadounidense puede tener errores. Pero si se ha formado la impresión de una prensa norteamericana endeble o tibia, como has dicho, es debido a la libertad de prensa de mi país. Porque lavamos la ropa sucia en público, a diferencia de muchos otros lugares. Por eso todos tienen fijación sobre esa prensa. Esa es la diferencia central entre una nación con libertad de expresión y los que no la tienen de verdad. Después del 11/9 hubo casos de cercanía con la administración Bush por parte de periodistas e inclusive algunos medios fueron obsecuentes. Pero nuestro sistema está hecho para autocorregirse constantemente. Y así fue.

¿No tuviste problemas en The New Yorker por tus notas?

No. Dos semanas antes de la invasión de Irak yo publiqué una crónica en The New Yorker poniendo las voces y los testimonios de iraquíes que afirmaban que si bien Saddam no era un santo de su devoción, tampoco estaban de acuerdo con la invasión que se aproximaba. Y hablé acerca de las dificultades que tuvo la invasión de Gran Bretaña en Irak hace 80 años. Un poco como advertencia e intentando explicar que Estados Unidos no estaba considerando las consecuencias.

El director de The New Yorker, David Remnick, se declaró públicamente a favor de la guerra en un artículo de opinión. Aunque la filosofía de la revista no cambió, hizo que sectores progresistas de Estados Unidos llegaran a denunciar que la revista se había vendido a la Casa Blanca. ¿Cómo viviste ese momento?

Él tiene la libertad de escribir lo que piensa en la editorial. Como The New Yorker tiene una diversidad de opiniones, David estaba en su derecho de dar la suya. Pero eso no quiere decir que fuera la opinión de todo el equipo editorial de la revista. De hecho no lo fue. Y sí hubo discusiones, por supuesto. Si bien David Remnick tuvo esa opinión -aunque yo no la compartiera- al menos tuvo el profesionalismo de no comprometer el trabajo de la revista, ni me pidió que yo reporteara lo que él quisiera desde Irak. Lo que hizo fue una especie de reseña de un libro que se llamaba The Threatening Storm que convenció a mucha gente por la forma en que estaba escrito de que había una amenaza real en Irak y que era necesario invadir. Kenneth Pollock, el autor, desde hace un año ha pedido disculpas públicas por el texto y el efecto que tuvo.

¿Cómo te explicas que a pesar de que las revistas están pasando (como negocio) por duros momentos, The New Yorker mantenga un nivel de fidelidad del 85% entre sus suscriptores, más de un millón de lectores, y que en los últimos años incluso muestre utilidades?

No hay otra experiencia similar como esta revista. Es genial en el sentido de que hay algo ahí para todos. Siempre se publica un tema muy ecléctico y otro de interés masivo. Por ejemplo, en el último número hay un artículo acerca de la Corte Suprema, otro sobre un licor prohibido, otro sobre las políticas de Bush en contra de los científicos. Hay críticas de teatro, cine, de todo. Además, ha logrado mantener una mística gracias a David Remnick, que le ha dado contemporaneidad, sin perder las líneas de fondo, lo que significa que debe estar bien escrita.

¿Te imaginas trabajando en otra revista?

Con dificultad.

En general siempre muestras dos facetas. Tanto en tus clases como en tus textos podemos apreciar al periodista y al escritor. A Kapuscinski se le critica que se sale del periodismo para hacer más literatura o que agranda fenómenos para acercarse a un estilo más literario. ¿Cómo manejas que el Jon Lee escritor no se coma al Jon Lee periodista?

Mi oficio es ser periodista, pero mi ojo es de escritor. No creo que uno sea mejor que el otro. Incluso a veces me aflijo, porque no me son naturales algunas cosas que le resultan naturales a un periodista. Si estoy en un juicio, por ejemplo, a veces estoy más maravillado con el tipo de madera que cubre el tribunal que con lo que dice el abogado. El periodista está pendiente de anotar todo lo que ahí se dice. Yo a veces me siento bastante cojo al momento de reportear un escenario que para un periodista de una agencia de noticias sería algo muy sencillo. A mí me cuesta. Siempre estoy más en el aire, buscando algo que me haga sentido, que me dé contexto. Escribir una crónica bajo premura o presión no me da tiempo para digerir esa parte subconsciente que uno descubre al investigar esa parte creativa. En ese sentido, me siento un pintor.

Al escribir, ¿te planteas la misma disyuntiva?

Siempre me siento un poquito frustrado al escribir. Puedo ver una crónica mía de 10 mil palabras y lo que yo recuerdo es sólo una línea o una frase del texto, de la cual me enorgullezco mucho, porque sé que esa frase me salió del alma. Generalmente es una descripción o algo que viene de la intuición, no de mis notas. Si soy un buen o mal escritor no lo sé, pero sí hago un esfuerzo para ser un buen periodista. Si estoy escribiendo periodismo hay una línea muy clara entre lo que es imaginación y lo que puedo constatar. No escribo sobre cosas que no me constan. El mundo es tan fantástico tal cual, que no creo que haya que inventar nada. Por eso me asombro de los periodistas que son descubiertos por falsificar o tratar de mezclar episodios de la vida real con su imaginación. Como lo que pasó con Jason Blair en The New York Times. Después de que son descubiertos, estos tipos siempre terminan como novelistas de cine o guionistas… o las dos cosas. Algo parecido a ese problema de los transexuales. Nacieron mujeres y después quieren ser hombres. Yo no creo que tenga ese problema.

 En el artículo sobre el huracán Katrina lograste transmitir el entorno, la descripción de escena, tal como lo haces en tus libros.

Todo depende de cómo lo vives. Con lo que absorbí durante los tres o cuatro días que recorrí las destruidas y anegadas calles de Nueva Orleans, no podía ponerme a hablar de política. No tenía potestad ni experiencia para escribir sobre las causas administrativas del desastre. Eso es más bien para los diarios. Yo tenía que ir y tratar de experimentar y hacer que la gente experimentara conmigo lo que estaba ocurriendo ahí. Y todo mi entorno era muy dramático. Lo sentía en todo mi ser. Si eso logró plasmarse en la nota es porque lo sentí. No me sentía frío ni neutral. Así es como reacciono en las guerras también. Si me preguntan cuál es la mejor arma de un periodista, es la humanidad: realmente sentir lo que otros sienten.

¿Cómo ves tú el futuro del periodismo? Existe una generalizada opinión de que la tecnología va a dominarlo todo. Las universidades están discutiendo que los jóvenes no leen diarios y las acciones de los periódicos más importantes se van a pique en Wall Street. Jean Francois Fogel, director del lemonde.fr cree que las audiencias van a controlar los contenidos en tiempo real. ¿Cómo ves estos cambios?

Sin duda la audiencia es muy importante. Mi amigo Jean Francois lo cree así. Pero si seguimos su lógica y la de las audiencias, todavía tendríamos ajusticiamientos públicos en Inglaterra, pues todo el mundo iba. Era a gusto de muchos una tremenda fiesta, pero a través del tiempo la sociedad se civilizó en algo. Si vas a Texas y le preguntas a los granjeros qué harían con los mexicanos que cruzan la frontera, probablemente respondan que sería bueno ahogarlos a todos en el río Grande. Por las audiencias masivas tenemos hoy día Gran Hermano y todos esos morbosos realities que apelan a los bajos instintos de los ahorcamientos en público. Es un argumento un poco extremo, diría Jean Francois. Pero si nos apegamos al gusto de las grandes masas consumidoras y lo convertimos en canon, perdemos algo intrínseco de nuestra cultura.

Yo utilizo el internet también, pero la lectura profunda la hago sobre papel. No me imagino leer un libro en un e-book o e-paper. En fin, lo que es cierto o apropiado para algunos, para otros no lo es. Para algunos el periodismo, tal como lo conocemos, está en jaque por el auge de internet y sus genialidades, que nos permiten adquirir información de una forma mucho más instantánea que la tradicional. Estamos en el momento que eso implica un reto para los medios tradicionales y muchos están viendo cómo hacen para incidir en las nuevas tecnologías. Yo no puedo pronosticar qué va a pasar de aquí a 50 años. Quizás no tendremos diarios en papel. De todas maneras, si igual es un diario, qué importa si es de papel o no. ¿Cuál es el asunto? Pero no creo que el papel deje de existir. Ni que yo como periodista vaya a tener que regir lo que yo haga debido al estado de opinión impuesto por unos bloggers. No olvides que a veces lo que se abandona por la fiebre de lo moderno vuelve luego a aparecer, si es útil y valioso, o al gusto de la gente. Hay ejemplos. A la gente le gustaba escuchar música en tocadiscos: desaparecieron del mercado por 10 años, pero reaparecieron porque a la gente les gustan, aunque haya cd’s. Los discos de vinilo volvieron para quedarse, aunque sea para una minoría. En Inglaterra los diarios se van achicando hasta ser pequeñitos. No está mal. Y si logran ser rentables unos pocos diarios chiquitos y además tener internet, está bien.

¿Qué importancia le das a la enseñanza del periodismo? ¿Es una vocación? ¿Es una manera de transmitir este espíritu humanista que dices debe tener el periodismo?

Ambas cosas. No tenía ninguna expectativa antes de comenzar a hacer clases, pero resultó que me sentí bastante bien. Lo gocé mucho. Por una parte me gustó estar en compañía de colegas, de jóvenes, me gustó que otros pensaran que yo tenía algo que compartir. También disfruté la posibilidad de salir de mí mismo por un tiempo. Siento que soy alguien que sigue explorando, que tiene mucho mundo todavía que descubrir. Además, como los alumnos me hacen preguntas, me obligan a pensar en lo que hago. Pienso que hay bastante talento entre los jóvenes y si hay errores que yo puedo compartir ayudo a que otros no los cometan. Uno no puede estar siempre solo en el mundo.