Vivimos en una época asidua a decretar muertes prematuras. El cine, el libro y la pintura, por ejemplo, ya han sido declarados cadáveres decenas de veces. Se dijo que el cine en celuloide estaba muerto, que la llegada del formato digital iba a destinar el material fílmico al olvido, para crear imágenes y para proyectarlas. Si bien hubo bastante de cierto en aquella premonición fatalista, el formato fílmico –película, fotogramas– se sigue usando, tanto en películas de Hollywood como en el cine experimental. Por el lado de la exhibición es distinto.
En Chile, por ejemplo, no hay cines comerciales que cuenten con proyectores activos para cintas de 35 o 16 milímetros. Salvo un par de preciadas excepciones (la Cineteca Nacional y el cine de la UC), en Santiago no hay proyecciones en este formato. En regiones hay dos instancias, el Festival de Cine de Valdivia y el Festival de Cine Recobrado de Valparaíso, que proyectan material fílmico año a año. Detrás de las copias que se proyectan en dichos festivales está el mismo archivo, la Cinemateca del Pacífico, de Jaime Córdova, cuyo trabajo de restauración e investigación ha sido crucial para mantener la cultura fílmica del país y parte de su patrimonio. Fue él, por ejemplo, quien encontró el primer dibujo animado de la historia de Chile, una sátira política sobre la llegada a la Presidencia de Alessandri Palma. Pero no solo del país, porque el germen de esta entrevista no fue una película chilena sino una reliquia norteamericana dirigida por un tal John Ford, que se creía totalmente perdida hasta que apareció en Chile, en una bodega llena de rollos que iban a ser tirados a la basura, como ha pasado tantas veces con el patrimonio fílmico mundial.
Medios internacionales como El País y La Nación recogieron la noticia, el hallazgo fue comparado con “encontrar un Botticelli” en El Español, y el mismo Córdova se refirió a La gota escarlata como su santo grial en entrevista con EFE. Exagerado o no, la película de Ford logró llenar el auditorio del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA) un miércoles de enero como el plato principal de la primera versión de la Semana del Cine Recuperado, empezando una gira internacional que tendrá proyecciones en Italia, Francia y Estados Unidos.
Para el público asiduo al cine a los dos lados de la cordillera, Jaime Córdova es un personaje que le suena de oídas, generalmente gracias a las joyas de su archivo. Además es docente de la Universidad de Viña del Mar y dirige el Festival de Cine Recobrado de Valparaíso desde hace más de veinte años. En Argentina, el archivista de cine más importante del continente, Fernando Martín Peña, lo nombra cada vez que proyecta alguna copia que ha intercambiado con él, lo que es frecuente. Hace un tiempo, Peña mandó un flete lleno de películas de Buenos Aires a Mendoza, donde Córdova, que viajó desde Valparaíso, esperaba con un auto cargado de otras tantas. Allí, en una esquina, se hizo el traspaso pactado y cientos de rollos cambiaron de manos. Una escena propia del siglo XX, algo que en teoría ya no ocurre, pero esta entrevista y la vida de Córdova se constituyen de eso, de imágenes perdidas, recobradas y atesoradas. Aquí hablamos de la película de Ford, del difícil resguardo del pasado, de la lucha contra los hongos y de la acción del vinagre y la vaselina, del intento por traspasar un saber y un placer que el cambio de siglo intentó sepultar, sin lograrlo.
–Lo primero que me gustaría decirte es que no me considero un coleccionista. Tampoco considero que el material que tengo sea parte de una colección. Yo lo llamo archivo, la palabra “coleccionista” tiene una connotación bastante peyorativa, porque el coleccionista es una persona extraña, que hace lo imposible por juntar material, siendo capaz incluso de cometer atrocidades o ir contra la ética para tener algo en su posesión y satisfacer una necesidad o una carencia a partir de esos objetos que solo él tiene y nunca comparte ni comunica. Eso para mí es un coleccionista, una persona oscura. Esto, mi archivo, es otra cosa, es transparente y está hecho para compartir, para rescatar de la pérdida, del olvido, y poner en valor películas que no han circulado.
Para eso es necesario acondicionar la película y dejarla en condiciones óptimas para ser proyectada en la pantalla. Yo creo que esa es la máxima satisfacción que uno puede tener. Arrebatarle al deterioro, al tiempo, a la humedad y a la temperatura esos rollos de película que no se han visto en mucho tiempo. Yo creo que esa es la misión que siempre he tenido, una búsqueda no siempre consciente, desde la infancia –porque esto se remonta a mis cuatro años de edad–, de compartir lo que uno ama.
–¿Por qué empezaste a construir un archivo, y qué necesidades tiene un archivo como el tuyo?
–Por un afán de protección. Está cerca de donde vivo, controlado, en condiciones de temperatura y humedad estables, que es lo más importante. La humedad tiene que ser baja (20 a 40%) y la temperatura, entre 15 o 20 grados. Guardo los rollos con una bolsa de silica gel para evitar que tengan humedad dentro de la caja, así evito los hongos, y constantemente estoy revisando el material, dándolo vuelta y preocupándome sobre todo de que las películas de nitrato no vayan acumulando gases. Hay que ventilarlas constantemente y colocar, solo en el caso del nitrato, pastillas de alcanfor para que la película se mantenga y no se encoja. Además, con un paño se coloca una fina capa de vaselina líquida en los bordes de la perforación, así la película se mantiene flexible y humectada, porque si se seca empieza la hidrólisis y se descompone el nitrato. Por suerte no tengo ninguna descompuesta, pero hay que vigilar todo el tiempo. También el síndrome del vinagre, que es propio de la película de acetato –posterior al nitrato–, que ya no es inflamable pero es mucho más sensible a los cambios bruscos de temperatura. Hace que la película se descomponga químicamente y suelte el ácido acético, que es el famoso olor a vinagre que uno siente y que corresponde al plástico de la película; es decir, el plástico empieza a reblandecerse, se deforma y cristaliza porque pierde el acetato, que es lo que le da su textura a la película. Además el síndrome del vinagre se transmite por el aire, así que si hay algún rollo contaminado es urgente aislarlo.
–¿Cómo fue la historia del encuentro de La gota escarlata, la película perdida de John Ford?
–Un hallazgo total. La película se va a mostrar en la Cinemateca Francesa, en el Festival de Cine Recobrado de Bolonia, en el BAFICI de Buenos Aires. La anécdota no tiene mucha profundidad en sí misma: un amigo mío recibió un dato de una persona que tenía una tienda en Providencia con una bodega que iban a demoler, y que tenía varios rollos de película que se los habían regalado y, como no sabía qué hacer con ellos, pensaba tirarlos a la basura. Eso fue el 28 de diciembre del 2022, y el 3 de enero del 2023 yo estaba ahí en la bodega, porque el 4 de enero comenzaba la demolición. Así que en esos días conseguí un flete desde Valparaíso a Santiago y fuimos con un alumno a descargar el material: eran 300 latas de película que había que bajar cuatro pisos sin ascensor.
Como siempre después de estos hallazgos, los días siguientes son de catalogar, ordenar, ver qué hay. Estaba todo muy caótico, mal etiquetado incluso. Meses después, cuando ya estaba todo más ordenado, me fijé en esa película muda sin rótulo: tenía tres de los cuatro rollos, y la proyecté. Para mi total sorpresa identifiqué a Harry Carey, el actor fordiano de la época muda (hicieron 26 películas juntos) y le mandé un mensaje a Fernando Peña con Harry Carey enmarcado en el umbral de una puerta. Su respuesta fue “¡Esto es Ford!”, porque era innegable que lo era: estaba su actor fetiche y sus encuadres característicos, pero ni él ni yo sabíamos qué película era.
Seguí revisando los rollos y en un momento hay una placa con los nombres de los personajes. Harry Carey aparece haciendo el rol de Kaintuck Harry Ridge y hay muchos personajes que tenían el apellido Calvert. Con esos datos fui a buscar a internet y encontré que era Scarlet Drop, La gota escarlata, película de 1918 que se daba por perdida. Solo Getty Images tenía algunos fragmentos de la película, pero que no ha sido vista, porque además Getty Images nunca dijo si tenía esos fragmentos o no. Así que esa es la historia, una película perdida que fue encontrada… Y hay pocas cosas que me alegren más que colaborar en cierta medida al esclarecimiento y a la reconstrucción de la historia del cine, tal como hizo Fernando Peña con Metrópolis. La mostramos por primera vez en el Festival de Cine Recobrado de Valparaíso el año pasado, con el Teatro Condell lleno.
–¿Cuál es la historia del festival, del que eres director?
–Lo creó el profesor Alfredo Barrera Troncoso, crítico de cine que hizo clases en varias universidades. Empezó el festival en 1997, justo cuando Valparaíso estaba postulando a ser Patrimonio de la Humanidad en la UNESCO, y coincidió también con la creación del Teatro Municipal, que era el ex cine Velarde, en calle Uruguay con Pedro Montt, a una cuadra del Congreso. Me integré al proyecto el año 2000, primero como espectador y luego trabajando con Alfredo, viendo temas técnicos de proyección en fílmico. Recién en 2014 asumí la dirección. Hacemos cosas muy lindas, mostramos solo fílmico, a veces con orquesta de cámara incluso.
–¿Qué crees que se pierde sin la experiencia de la proyección de película tradicional?
–Hay que aprovechar cada recurso y oportunidad para mantener esa cultura. Acá en Valparaíso tenemos hace casi tres años un cineclub recobrado, que se hace el último miércoles de cada mes durante todo el año, y lo hicimos para poder encontrarnos con las películas aparte de la semana del festival. Van en promedio unas cuarenta personas e intentamos recuperar algo de esa experiencia, de los cortes, de las rayas, de los saltos entre medio, del cambio de rollo, todo lo que antes era común en la experiencia de ver cine y que hoy sucede en muy pocos lugares.
Por otro lado las plataformas, el streaming, las redes sociales y el internet mataron la experiencia de ir al cine, muy poca gente sigue yendo, y es imposible combatir esa industria a la que parece no importarle que cada vez haya menos gente en la sala de cine. Imagino incluso que en los próximos años ya ni se van a usar proyectores, porque las pantallas mismas van a ser LED y todo el mundo de la proyección va a empezar a quedar obsoleto, tal como pasó cuando a mediados de los 2000 empezaron a desmontar los proyectores de 35 mm en todo el mundo. Imagínate, hace más de diez años que no se fabrican copias de exhibición en fílmico, dependemos exclusivamente de archivos como la Cineteca o privados, y de las dos o tres instancias donde podemos mostrar las películas, porque para que se preserven también es crucial mostrarlas. Acá hay poca cultura fílmica, por ejemplo lo de La gota escarlata no le importó a nadie hasta que salió una nota en El País y una en EFE; ahí recién hubo gente que se interesó acá, pero no se le toma el peso.
–¿Se termina alguna vez el archivo?
–Nunca. Te voy a dar una primicia a medias. En ese mismo lote en que encontré la de Ford había una película alemana que también estaba perdida. Actúan Conrad Veidt y Emil Jannings juntos, en una película de la cual se conservan apenas cuatro fotografías y un afiche. Es de un director alemán que también trabajó en Estados Unidos, y fue producida por la UFA en 1925. Vamos a exhibirla en el festival con música en vivo, a cien años de su estreno. [Podría ser Liebe macht blind (El amor es ciego), de Lothar Mendes. Es verdad, se presume perdida.]
Esperemos que los fantasmas del cine mudo sigan apareciendo. Córdova me recuerda que el 85% del cine mudo de Estados Unidos y el 75% del resto del mundo está perdido. Que hallazgos como el de Metrópolis o La gota escarlata ocurran en este rincón del mundo es una señal de que hay muchísimas películas en bodegas y archivos privados que no han sido catalogadas ni difundidas. Mientras aparecen, Córdova continúa revisando, rollo a rollo, el botín de aquella bodega de Providencia a punto de ser destruida.
1995. Es editor de la revista Oropel, escritor y cineasta. Su primera novela Litoral (Alquimia, 2023) ganó el Premio Roberto Bolaño en 2020. Vive en Buenos Aires.