UNO La historia de las vidas privadas de los individuos (así, en plural) se tiende a confundir con la noción y la experiencia de la intimidad, y ésta, a su turno, mantiene una estrecha relación con el secreto, acostumbrado a alojarse en su interior. Pero los secretos –cualquiera lo sabe– no siempre se cultivan a solas. Hay secretos absolutos, guardados bajo siete llaves e inmunes a la huella, incluso a la conciencia, y hay otros relativos, esos cercos de seguridad con filtraciones, esos secretos a voces que se rigen por la ley del silencio compartido y del disimulo, que nutren el rumor y las formas aleatorias de la complicidad que a veces trama la maledicencia. Secretos del oficio, del barrio, de la familia, del partido político, intercambiados en el mercado negro de la información. Salvo excepciones, ese trueque está compuesto de palabras en el aire que, aun siendo escandalosas, muy rara vez se aposentan en textos impresos. Esos relatos para iniciados constituyen un patrimonio clandestino y, a la vez, colectivo.

DOS A fines de los 90, me pasé meses leyendo y releyendo memorias o textos autobiográficos que cubrieran todo el siglo XIX y, ojalá, las primeras décadas del XX. En su mayoría, los autores pertenecían a la élite chilena o rondaban sus territorios. Esos textos me abrieron las puertas de los salones de las casas patricias, pero nunca las alcobas. Había que mirar subrepticiamente por el ojo de la cerradura (un diario personal, una carta, un texto de desagravio o de denuncia, un indicio capaz de alimentar una conjetura) para interiorizarse del meollo de la vida privada de una persona. Porque aquellas memorias ofrecían textos cautos, retraídos, discretos, en cuyas páginas las pulsaciones de la psique y el registro emotivo dormían anestesiados por el recato. Esos autores escriben de sí mismos evitando exponerse. Tampoco suelen referirse a la intimidad de otras personas. Narran sucesos dignos de ser recordados de acuerdo a una idea altisonante de la historia; todo sucede como en la escena de una obra de teatro montada para distraernos del verdadero espectáculo, menos almidonado, que transcurre tras bambalinas. Registran encuentros con personajes eminentes, aunque usualmente en el plano de una sociabilidad ritualizada, envarada, sin confidencias, sin indiscreciones. Eluden el núcleo candente de la vida íntima o personal; nunca se queman; celan a la vez que instauran las fronteras del decoro. De la exhibición de la vida privada, poco o nada, por lo menos a primera vista.

TRES Las escrituras del yo o los documentos del ego, si así puede llamarse a esa circunspecta literatura testimonial, velan al sujeto bajo el imperativo de los roles y los códigos sociales, al tiempo que lo inmovilizaban entre el follaje de los árboles genealógicos.

CUATRO El uso y abuso de los seudónimos como un baile de máscaras donde es lícito decir lo inadmisible en otras circunstancias. Irse de lengua no es sólo sacar a la luz pública lo oculto pero cierto; también supone poner en acción la política del chisme que tumba reputaciones y destila resentimiento.

CINCO A propósito de seudónimos: Inés Echeverría, a la hora de asumirse como escritora, adoptó el nombre de Iris, la enviada de los dioses. En su caso el seudónimo no es una máscara sino una protuberancia del ego. En sus memorias, póstuma y parcialmente publicadas, se va de lengua con una candidez encomiable. No actúa como Carlos Vicuña Fuentes, quien hizo de la prosa vituperadora un arte ciudadano del ajuste de cuentas con el bestiario político chileno. Iris expone a sus víctimas al escarnio, pero sin medir sus palabras. Se nota que no calibra su efecto, o, antes bien, que escribe para sí misma: buena parte de sus memorias se apoyan en la narrativa discontinua de sus diarios de vida.

SEIS Luis Orrego Luco escribió la novela Casa grande, retrato cáustico de la élite plutocratizada del 1900. Por lo que recuerdo, abundaron quienes, con razón o sin ella, la leyeron como un relato en clave, como un texto cifrado con historias íntimas resguardadas por un pacto de silencio. Esos secretos son transportados por la ola del rumor, y ésta muda de forma mientras se desplaza. El secreto, organismo vivo, prolifera en historias que se traslapan sin nunca coincidir plenamente. Cada cual, prisionero en esa red de equívocos, descifra la novela a su manera. Varios se sienten aludidos; un mismo personaje porta los rasgos de más de una persona; la fuente del agravio es singular pero, en las estribaciones del imaginario, se ramifica. Leída con avidez, Casa grande le acarreó malestares a Orrego Luco. Le hicieron el quite, casi como a un apestado; como a un traidor, le quitaron el saludo. No reveló un secreto de vida o muerte; sencillamente sacó provecho literario de secretos a voces, de verdades inhibidas, que los enterados juzgaban propiedad exclusiva de un círculo selecto de la oligarquía.

SIETE Iris cuenta cosas como las confidencias amorosas de su íntimo amigo Jorge Huneeus, cuya madre había muerto producto del estallido accidental de una granada, mientras lo sostenía a él en brazos. Asedia a una mujer, Sofía, al parecer casada con un italiano e italiana ella misma. Decir que la corteja sería un eufemismo; la ronda como un halcón de caza. Dispone un coche de alquiler a la salida de su casa, esperando por días hasta que ella, inadvertidamente, cae en la trampa. Retenida a la fuerza en su interior, es llevada a la quinta del secuestrador. Jorge al contarme el episodio no veía, dice Iris, con un dejo de impavidez, lo que yo descifraba en mi calidad femenina, dentro del corazón de la pobre criatura. Ella se había entregado indefensa a la potencia del macho, odiándolo con toda su alma. Huele a violación incluso a cien años de distancia. Esa misma noche, Sofía prendió fuego al edificio de la quinta.

OCHO Augusto Orrego Luco fue un médico eminente que diagnosticó con ojo clínico los padecimientos de la sociedad chilena a manos de una modernización predatoria. Martina Barros, traductora en su juventud del clásico feminista de John Stuart Mill, The Subjection of Women, también fue autora, en su avanzada vejez, del libro Recuerdos de mi vida. Ahí narra el origen de su relación con Augusto, su marido de toda la vida, una historia cruzada por la pasión compartida por la lectura. Al recuento de su vida marital le infunde la luz continua de un amor fortalecido por la camaradería. El asunto es que Augusto tenía una amante, algo nada fuera de lo común, pero, a diferencia del resto de los hombres infieles, sostuvo abiertamente esa relación, al extremo de viajar a Europa en su compañía. Esa desfachatez o autenticidad le significó el ostracismo social y profesional, dada la renuencia de las almas piadosas a consultarlo, siquiera, como médico.

NUEVE Los secretos a voces son la trama oculta de la historia de una generación. Circulan en su interior, a la vez libres y cautivos, y se extinguen con ella o se perpetúan subrepticiamente, a través de napas subterráneas, a menos que alguien ceda a la tentación de difundirlos, o tenga el coraje o el desatino de irse de lengua.