Hernán Díaz es el autor de una de las mejores novelas latinoamericanas publicadas en los últimos años. Apuesto por ello. La novela se llama In the distance, está escrita en inglés y apareció en 2017 por Coffee House Press, una editorial independiente de Mineápolis. Hasta ese momento era más bien un académico, el autor de varios artículos y de Borges: Entre la historia y la eternidad, un estudio que lee la historia y la política en Borges. In the distance lo cambió todo. Fue finalista del Pulitzer y del PEN/Faulkner, dos de los premios más importantes en los Estados Unidos, recibió varias distinciones que sería largo enumerar y una insólita atención de los medios.

En casi todas las entrevistas que se puede leer en inglés In the distance aparece como una variación del western gringo, y claro que lo es. Cuenta la historia de Håkan Söderström, un niño sueco que viaja a los Estados Unidos allá por 1850. Junto a su hermano Linus quiere llegar a Nueva York, como muchos europeos de la época, pero se pierden muy temprano, en Inglaterra, cuando Håkan se equivoca de barco. El que toma no llega a Nueva York sino a su opuesto del Pacífico, San Francisco, en plena fiebre del oro. Gran parte del relato se trata del esfuerzo solitario y casi sobrehumano del protagonista por llegar a Nueva York para encontrarse con Linus. Håkan se propone cruzar en soledad ese continente enorme que no conoce y cuya lengua ignora.

En 2020 la editorial española Impedimenta publicó In the distance en una traducción estupenda de Jon Bilbao con el título de A lo lejos. La leí con enorme felicidad y también con enorme tristeza, luego escribí una reseña larga para la revista Santiago y la discutí con un grupo de brillantes estudiantes de postgrado. A diferencia de lo que había leído en la prensa de habla inglesa, me pareció una novela muy latinoamericana, es decir, un texto densamente literario que aprovecha, como bien recomendaba el propio Borges, toda la cultura occidental como cosa propia. Hay citas clarísimas al Martín Fierro, al Quijote, a Sarmiento, en fin, un repertorio que me era cercano y familiar.

Y claro, en ese momento Hernán Díaz era para mí un escritor latinoamericano, algo que, entiendo ahora, habría que discutir. Nació en Argentina en 1973, pero muy luego se exilió con sus padres en Estocolmo, escapando de la dictadura militar. Allí aprendió el sueco, que habló en el colegio y en la calle. Pudo volver a Buenos Aires a los nueve años, y luego estudió Letras en la UBA. Al terminar hizo un máster en Londres y un doctorado en la Universidad de Nueva York. La trayectoria de un latinoamericano que trabaja en los Estados Unidos, como varios que hemos conocido.

Estaba bastante equivocado. Quiero decir: pese al escepticismo del propio Hernán Díaz, sigo creyendo que A lo lejos es una novela latinoamericana, y por cierto puedo entender que In the distance sea un western. Pero después de conversar con él veo que se trata de algo más complejo y difícil de describir. Lamentablemente las condiciones que impone la pandemia han impedido un encuentro más estrecho de Díaz con los lectores hispanohablantes. «Hice una pequeña gira en España, que fue maravillosa. Pero, bueno, después se acabó el mundo, llegó el Apocalipsis. O sea que no sé cómo fue recibida en Latinoamérica. Estuve en un par de festivales online. Sé que la novela fue reseñada en diferentes países, más en algunos que en otros y en general fue bien recibida, pero me cuesta un poco sentirle el pulso a esa recepción.»

En la conversación que sigue, que tuvimos vía Zoom, hablamos sobre esa recepción. Discutimos sobre la cualidad doble de la novela, sobre su experiencia como migrante y varias otras cuestiones. Mis preguntas parecen saltar de un tema a otro sin mucha ilación, y es que he pensado mucho en la novela y no quiero que el curso de la conversación nos aleje de los temas que creo importantes. En sus respuestas, me consuelo, es posible entrever la complejidad del proyecto en el que Hernán Díaz está embarcado.

–En los Estados Unidos se leyó A lo lejos como un western, y tengo la sensación de que tú también la escribiste como un texto dentro de esa tradición estadounidense.

Llegué al western, pero esto no surgió como un western. El proyecto pasó por una etapa muy abstracta que tenía que ver con la soledad, la deso- rientación y una especie de extranjería radical. Estaba viviendo en Londres en ese momento, y por puro azar leí en rápida sucesión una serie de novelas que suceden en el desierto. Una novela gauchesca que me encanta, Hormiga negra, de Eduardo Gutiérrez, muy menor, pero genial. Un par de novelas rusas que transcurren en las estepas. Leí también a T.H. Lawrence, es decir, el desierto árabe. No me acuerdo qué leí norteamericano o si leí algo norteamericano. También El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati. Todos estos eran desiertos y supuestamente el desierto es la nada, ¿no?, la falta de contexto absoluto. Pero todos estos desiertos eran diferentes: eso fue lo primero que me interesó. Si el desierto es la nada, ¿cómo puede haber nadas tan diferentes? Sé que suena muy académico, pero te juro que es la verdad: la novela empezó un poco así: ¿qué pasa si pienso al cowboy en Tartaria?, ¿qué pasa si pienso al beduino en la Patagonia?, ¿qué pasa si pienso al gaucho en California?

Después sí me metí con el western, pero lo que me interesó de él es que, por un lado, es un género altamente político –si te metés con ese género es un imperativo lidiar con su dimensión política– y por otro lado es un género abandonado. Un ejemplo elocuente de ello es que a un escritor fundamental del siglo XX, John Williams, recién el mes pasado lo canonizaron en la Library of America [la colección que publica a los autores ineludibles de la tradición estadounidense]. O que la primera compilación de novelas del Oeste haya salido allí hace un año o dos. Es un género que ha sido intencionalmente, programáticamente marginalizado. Eso también me gustaba, que fuera un paria.

–Pero por otro lado, una de las cosas que maravilla en A lo lejos es su tramado de citas literarias, muchas de ellas muy latinoamericanas. ¿Es algo consciente o algo que simplemente pasó mientras escribías?

Hay muchas citas que son conscientes. Martín Fierro está ahí, Martín Fierro y la relación con Cruz. Está Sarmiento. Está Gutiérrez, como te decía. Está también Mansilla, Una excursión a los indios ranqueles. En borradores iniciales mantuve algunos de los nombres, y pensé que sería divertido poner nombres de los indios ranqueles en el Oeste. Lo único que quedó de eso es el nombre del caballo de Håkan, que es Pingo, la palabra gauchesca para caballo. También pensé en Rivera, en La vorágine, esa relación de ser devorado por un paisaje, que es lo que sucede en la novela. Pensé muchísimo en Rulfo, que para mí es un escritor muy importante, y esa desolación desértica es algo muy rulfiano también. Pero también están Mary Shelley, Edgar Allan Poe y una pila gigante de escritores norteamericanos.

–Termina siendo como un juego. Nosotros, lectores latinoamericanos, no podemos seguir las citas norteamericanas, y tus lectores estadounidenses no conocen las latinoamericanas.

Sí, y también te da una gran impunidad en ambos hemisferios. Puedo pretender un alto grado de erudición en ambos lados del Ecuador sin que sea verdad.

–Quisiera profundizar, si te parece, en uno de los temas centrales de la novela, la soledad. ¿De dónde arranca esa experiencia tan radical, tan intensa?

Por un lado, tiene que ver con ciertas cuestiones biográficas que no me interesa demasiado discutir. Para qué tomarse la molestia de transformarlas en otra cosa si al fin y al cabo uno va a presentarlas en su naturaleza más cruda. Con una experiencia de mi infancia, con mudarme de países varias veces, y con cierto período de mi vida en el que tal vez tenía más en común con ese personaje que ahora. Hay algo ahí que es muy mío, de cierto período bastante largo de mi vida, que tal vez en este momento resulta un tanto irreconocible.

–Lo pongo de otro modo: Håkan tiene una experiencia radical de soledad que es prácticamente inenarrable, pero el narrador de la novela, sin embargo, la puede narrar.

Lo más difícil de escribir fue eso, narrar esto que, con un poco de suerte, el lector debiera sentir como inenarrable, pero también tiene que ver con cierta soledad radical que todos compartimos. Hay un punto de contacto entre ese costado casi ontológico de la novela y la trama de aventura. Ambos costados, el más metafísico e introspectivo y el de la aventura, tienen un punto en común, que es la muerte. Todo relato de aventuras, para mí, tiene un aspecto si se quiere filosófico u ontológico (odio todas estas palabras porque son muy altisonantes y pretenciosas), en el que hay, de un modo muy abierto, una negociación constante con la muerte. Eso es lo que está en juego en el relato de aventura: la vida, y de un modo mucho más fuerte que en otros géneros. Me interesó ese contacto entre lo que solemos llamar novela de ideas, que trata cuestiones de la conciencia, la existencia y demás, y estas novelas que tienen una reputación un poco más frívola porque son más entretenidas, las novelas de aventuras.

–El capítulo veinte, en el que se empiezan a repetir los párrafos y se pierde la noción del tiempo, a mi juicio, es el momento en el que esa experiencia está más densamente expresada.

Ahora es un poco menos, pero solía recibir varios mails por semana sobre ese capítulo, que decían «qué linda tu novela, pero deberías decirle a tu editor que hay un error en el capítulo veinte». Lo que me interesaba ahí era tratar de expresar materialmente esa desorientación temporal, más que simplemente enunciarla. Hacer que el lector o la lectora pudiera sentir lo que sentía el personaje. Uno viene leyendo y dice: Hey, ¿no leí esto hace un par de páginas? Y acá está la segunda cosa que quise lograr con esto, que es una respuesta física: que el lector tenga que físicamente volver atrás, y ver y comparar. Y después otra vez. Provocar una respuesta corporal del lector en ese punto era algo que me resultaba muy interesante.

–Ocurre. Uno revisa el libro, se pregunta si está bien editado, hasta que entiende.

Volviendo a la pregunta sobre la soledad: si algo funciona en torno a la soledad, creo, es la cuestión lingüística. Mi interés principal era generar una situación de claustrofobia verbal, y esto en dos sentidos. Por un lado, el personaje está aislado lingüísticamente, no entiende qué es lo que sucede en su entorno, qué es lo que se dice, y el punto de vista de la narración, si bien es en tercera persona, es muy estricto: el lector tampoco entiende lo que se dice a su alrededor, vemos todo como por sobre su hombro. También me interesaba generar una especie de claustrofobia a nivel material. A nivel sintáctico, a nivel de ritmo, que tiene que ver con cierto uso de la puntuación, a nivel morfológico. No sé cómo se dio esto en la traducción, pero hay varias oraciones que están escritas en inglés sin ningún verbo conjugado, por ejemplo. No es un experimento modernista, es algo que se puede hacer en inglés con un poco de paciencia y no llama la atención. Son todos gerundios, son todos infinitivos, son todos participios. Eso también genera una sensación de suspensión en el lenguaje: no hay un sujeto de la enunciación, no hay un tiempo de la enunciación. Y también cierta densidad en términos de cadencia. Me interesaba que el lenguaje se tornara por momentos casi viscoso. Es algo que he aprendido con cierto entrenamiento que viene de leer filosofía y teoría. El modo en que la lengua se ralenta cuando uno lee, qué sé yo, a Adorno.

–En la novela hay una amistad íntima entre dos hombres, una forma del amor también, la relación entre Håkan y Asa. ¿Cómo la pensaste? ¿Por qué no se la define nunca?

Es una relación de inmenso amor. Creo que es el único amor que el protagonista conoce en toda su vida, la única experiencia de amor real. Hay una cosa fugaz con Helen, la chica que es asesinada en el ataque a la caravana, pero esta es una relación de amor adulto y muy profunda. Asa es alguien que al fin y al cabo se sacrifica por él. Lo que me interesaba de eso era, tal cual, tratar de escribir acerca de una relación de amor sin definirla, que fuera amor en primer lugar.

Después está la discusión con una especie de anacronismo moral del que tengo varios ejemplos que se me ocurren a medida que te hablo. Mirar el siglo XIX con esta óptica del presente como para tratar de ser inclusivos. Es un esfuerzo loable, pero me genera muchas preguntas el lugar desde donde se está narrando y el tipo de relación con la historia que tiene ese tipo de narración.

El modo en que yo lo pensé es que esto era algo innombrable, algo inconcebible. No sé si era una opción en esa época. A ver: seguramente para un montón de personas sí, y era absolutamente nombrable y era identificable, y vivían sus vidas como personas queer, homosexuales, como lo quieras llamar, con inmensa dificultad pero con plena conciencia de quienes eran. Eso lo creo mil por ciento, siempre fue así. Pero también creo que antes de que fuera algo más aceptado existía otra posibilidad, la de gente que sentía este tipo de afectos y no tenía una estructura que los hiciera reconocibles. El mundo del Oeste, por todo lo que leí escribiendo esta novela, era un mundo esencialmente masculino. Durante la época de las migraciones de las caravanas la expectativa de vida, me dijo una historiadora, era de veintiséis o veintiocho años. O sea que eran todos hombres y eran todos jóvenes. Es absurdo pensar que todo se dio como en las películas o las novelas, estas familias comiendo tarta de manzana rumbo a la tierra prometida. Seguramente hubo infinidad de relaciones homosexuales a lo largo de esas trayectorias que, por motivos totalmente obvios, no son visibles. Han sido borradas.

Me gustaba la idea de estos dos cuerpos encontrándose en el medio de la nada, y esta cuestión tan elemental del calor. Del calor físico y el emocional, que no estaba disponible de ningún modo. Hay también una asimetría: como decía antes, había un montón de gente que sí podía identificar esa sensación y otra que no. Creo que Asa sabía exactamente quién era y qué le pasaba con Håkan. Håkan, por otro lado, es alguien que lo descubre estando con Asa.

–Políticamente eres bastante activo en los temas de inmigración a los Estados Unidos, ¿hay algo de tu propia experiencia migrante en A lo lejos, un trabajo literario sobre ella? ¿Hay una lectura política de la novela que interesaba subrayar?

Cuando decís que soy activo en la cuestión de la inmigración, creo que soy activo porque soy un inmigrante. Un inmigrante privilegiado: llegué a los Estados Unidos con una beca doctoral, nunca estuve en ningún campo de detención, nunca fui indocumentado. De ningún modo quisiera apropiarme de narrativas de otros que sí han sufrido realmente. Me mortifica mucho cuando da la impresión de que me alineo con ese tipo de narrativas. Me parecería obsceno.

Por otro lado sí, soy un migrante. Me llamo Hernán Díaz, un nombre que nadie puede terminar de pronunciar, tengo cierto acento en inglés, hay un montón de cuestiones que siento como no nativo. Y diría que sí, que soy activo, en el sentido de que es algo sobre lo que escribo constantemente. En mi próxima novela los inmigrantes italianos tienen una presencia fuerte. Soy mucho menos activo que otra gente que tiene presencia en organizaciones comunitarias, que escribe notas de opinión, notas políticas, cosas que yo he decidido no hacer. Ni siquiera estoy en redes sociales. Soy activo literariamente. Es un lugar común espantoso, pero toda literatura es política siempre. Creo que la intervención política más fuerte que puede hacer la literatura es en el nivel de la forma, más que en términos de denuncia abierta y tópica, temática. Mi intervención política tiene que ver con la intervención en el género: más que apuntar el dedo hacia contingencias presentes que están en el diario todos los días, creo que mi gesto tiene que ver –espero, es la ambición, no creo que lo logre– con pensar en los modos en que los Estados Unidos, que es un tema que me interesa y sobre lo que me encuentro escribiendo recurrentemente, narra su propia historia. Las capas tectónicas de ideología que constituyen este relato. Tratar de hacer un corte ahí y ver cómo están organizadas y luego tratar de subvertirlas de algún modo. Me interesa la ideología sedimentada, precipitada, osificada, petrificada, para seguir con metáforas geológicas, a lo largo de la historia. Mucho más que lo que está en la tapa del diario hoy. Esa es mi intervención.

–Además de vivir en varios lugares, has transitado al menos por tres lenguas, y decidiste escribir A lo lejos en inglés. En una entrevista con Hinde Pomeraniec dijiste que hacerlo, a fin de cuentas, había sido un acto de amor. ¿Por qué?

Hay algo irresistible e inexplicable. Podría darte una lista de por qué amo a mi esposa, por ejemplo. Cada ítem sería absolutamente cierto, pero esa totalidad de la lista no reflejaría la sensación. Es imposible, sería una lista siempre insatisfactoria.

–Lo entiendo, pero la experiencia que cuentas en A lo lejos es muy dura. Uno diría que la experiencia migrante no necesariamente produce el amor por esa lengua que recibe.

Pero mi relación con el inglés empieza mucho antes. Antes de vivir en los Estados Unidos viví en Inglaterra, por casi dos años, y antes de eso, desde mi adolescencia, hablaba y leía muchísimo en inglés. Esa relación antecede a mi emigración, por decirlo rimbombantemente. Creo que también la cuestión del amor tiene que ver con cierto aspecto sensual que tiene la lengua en general, pero también la lengua inglesa en particular. Algo sensual, físico, algo que no tiene que ver con el costado intelectual o con aspectos lingüísticos sobre los que podría hablar horas. Esto lo he dicho antes, pero se me ocurre que es como preguntarle a un escultor por qué trabaja con bronce o yeso o madera o acero. Por qué ese material y no el otro. Hay una serie de respuestas que tienen que ver con el proceso: es un material más maleable, más duro, más resistente, lo que sea. Y después hay otra cosa que es la sensación de moldear ese material y no el otro. No soy un escultor, pero lo imagino. Qué sé yo, no sé, no lo puedo explicar. Tengo esos dos materiales, pero este, no sé, me atrae.

–¿Cómo se han llevado en tu cabeza (y en la práctica) el desarrollo académico en literatura y el de creación? Muchos escritores latinoamericanos del presente son al mismo tiempo académicos o circulan entre la academia y la creación de una manera más fluida que antes. ¿Cómo te funciona?

Ahora funciona bien, pero fue un viaje largo para llegar a este estado de armonía relativa. Mi inicio en la literatura, de adolescente y de niño, fue como escritor y lector. Siempre escribí cuentos, de toda la vida. Después, bueno, en la Argentina en ese momento no había esa profusión de talleres literarios y de escritura creativa. Había algún taller por ahí, pero si uno hacía algo relacionado con la literatura simplemente era escritor o estudiaba Letras. Por lo menos en mi mundo, por ahí otros tuvieron otras experiencias. Entonces estudié Letras, la licenciatura en la Universidad de Buenos Aires y bueno, sentí una afinidad muy grande con la teoría literaria durante muchos años. Fui profesor de teoría literaria y es lo que leía incesantemente. Después hice una maestría en Londres, después este doctorado en la Universidad de Nueva York, que elegí en gran medida porque Jacques Derrida daba clases ahí.

Esta inmersión absoluta y profunda en la teoría y en la filosofía destruyó completamente mi escritura literaria. Hay una oscuridad voluntaria en ese tipo de discurso que ahora miro con bastante sospecha, pero que practiqué durante muchísimo tiempo. Fue un gran esfuerzo desandar ese camino y tratar de volver a una prosa que no fuera abstrusa. En general se confunde en la escritura académica oscuridad con profundidad. Yo no fui inocente de eso, es algo que hice durante muchísimo tiempo y después, bueno, me interesó escribir de otro modo. Tampoco reniego de eso. Por un lado, creo que de mi experiencia académica desarrollé una concepción de la literatura que es tal vez más rica que la de alguien que no haya pasado por esa experiencia. Por otro lado, creo que después de muchos años en la academia aprendí a hacer trabajo de archivo de un modo serio. Es algo que aprecio muchísimo y que hago en mi día a día como escritor de ficción. En tercer lugar, volviendo a esta oscuridad que decíamos de A lo lejos, creo que también haber estado expuesto a ese tipo de discurso me ha dado un entrenamiento y una temeridad, abrazar ciertas formas que no son demasiado amables con el lector, ciertas velocidades de lectura y de escritura que retengo. Hay algo de la experiencia de leer a Heidegger o de escribir sobre Heidegger que para mí es valioso como escritor de ficción, aunque no me interese demasiado Heidegger hoy. Ese tipo de tono y de densidad sí me interesan.

–¿Podrías contarnos algo de Trust, tu próxima novela, que va a salir pronto?

Es muy muy diferente, transcurre en la ciudad de Nueva York, principalmente durante la década del veinte y del treinta, alrededor del crash bursátil del 29. También transcurre en gran parte en los ochenta, y la novela como que mira hacia atrás desde allí. Trata del capital financiero en los Estados Unidos. Esta noción de capital y de riqueza es central en la idea de la identidad norteamericana desde su fundación, con los peregrinos calvinistas que vienen aquí con la idea de la predestinación y de que la riqueza material en este mundo refleja un bien trascendental en el otro mundo. Es decir, desde la concepción misma de este país, antes de que se consolidara como nación, la idea del capital es central. Y es curioso que no exista una novela sobre el capital en los Estados Unidos. Muy pocas, y han sido, como los westerns, en gran medida olvidadas. La novela trata de este tema y de cómo una gran fortuna distorsiona por completo la realidad de quienes la rodean. Fue escrita durante los años del último Presidente y se pregunta qué es la realidad, una pregunta que fue tan importante durante esos años. La realidad como un bien de lujo, algo que está a la venta si uno tiene los medios suficientes para comprarla. Son cuatro libros escritos por cuatro personas y cada libro es de algún modo una respuesta al libro anterior. Hay una gran falta de estabilidad, y por eso el título. Tiene también que ver con la confianza del lector en el autor o los autores, y cuál es el estatuto de la realidad.

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Por la pantalla puedo ver la portada del libro, que saldrá en inglés por Penguin Random House. Ya está contratada su traducción al español. Esta vez la publicará Anagrama en la colección de tapa amarilla, esa que Herralde reservaba para los autores de otras lenguas. Se me ocurre que Hernán Díaz –afectuoso, interesado por el campo literario chileno– es un escritor latinoamericano diferente de los que solemos leer. Un escritor latinoamericano que es más bien norteamericano, si es que pudiera decirlo así, y que escribió una de las mejores novelas de los últimos años. Apuesto por ello.