Pensando con Julio Ortega

Presentación de Arturo Fontaine

Julio Ortega es un animal literario. Es un humanista a tiempo completo. Ha trabajado la poesía, el cuento, el teatro, la crítica, el ensayo. Es un autor y profesor de múltiples facetas y dimensiones. Como intérprete cuesta encontrar hoy a alguien que tenga su visión propia, ductilidad y sutileza.

Su libro The Art of Reading (Julio Ortega, The Art of Reading, 2007) es un libro al que aspira todo escritor. Es una antología breve (en este caso en inglés) que recoge poemas suyos, cuentos y hasta una obra de teatro. En estas páginas encuentro mucho de lo que de verdad inquieta a Julio Ortega. En el cuento que da título al libro “El arte de la lectura”, el narrador está en Austin con Borges, de visita en la universidad. El relato es una conversación borgeana con Borges. Hay un momento en el que Borges viejo se encuentra con Borges joven. Borges joven quiere ser Borges viejo y Borges viejo, el joven. Todo allí es relectura y reescritura. La figura ejemplar para el narrador parece ser Pierre Ménard, ese escritor que descubre que el creador es el lector. Y en su poema “Autorretrato en Toledo” el drama del yo se desenvuelve ante una pintura del Greco.

¿Cómo se ve lo nunca visto?

¿Es posible realmente ver algo que no se ha visto nunca? Por ejemplo, ¿cómo describir un animal que nunca se ha visto antes a quien todavía no lo ha visto? Esta es una pregunta que interesa a Ortega. Sarmiento de Gamboa describe así a los guanacos que ve por primera vez en la Patagonia: “…cabeza y ojos de mula, cuerpo y pescuezo de camello, piernas de siervo y cola de caballo”. El manuscrito de un francés que acompaña a Francis Drake habla de los “moutons de Perou”, los corderos del Perú, para aludir a las llamas. Ortega, en ese luminoso y apasionante libro que es Transantlantic Translations (2006), se detiene en la belleza de este trabajo en que el dibujante y comentarista que viaja con el corsario que asalta, saquea y mata, va fijando con admiración y candor plantas, frutos y hierbas, pero también costumbres, en lo que se trasluce una cierta nostalgia europea por un mundo arcaico y comunitario, primitivo e inocente. Como se sabe, el hombre del Nuevo Mundo a menudo será visto como el buen salvaje de Diderot y Rousseau. Y la naturaleza del Nuevo Mundo será un resto del Paraíso terrenal. Para otros, ocurre lo inverso: el dominico Gregorio García considera que las llamas son seres monstruosos, derivados del camello. Para Magallanes las fogatas de Tierra del Fuego eran un indicio de que por ahí estaba la boca del Infierno.

Otro ejemplo: el fraile milenarista Francisco de la Cruz enseñó que los indios eran en verdad una tribu de Israel, es decir, se trataba de un pueblo bíblico que en su lengua tenía restos del hebreo antiguo. Además pensaba que la Iglesia de Roma había caído en la abominación, que el arzobispo de Lima debería ser el Sumo Pontífice y que los indios eran el pueblo elegido depositario de la promesa de redención. (Estas interpretaciones del Nuevo Mundo a partir de las profecías del Apocalipsis molestaron a la Inquisición y el hombre fue quemado en la hoguera por “heresiarca de astucia diabólica” en 1578).

Se ve lo nunca visto a partir de lo ya visto. Este es el punto. El encuentro con lo jamás imaginado es posible desde lo ya imaginado, lo inédito se encuentra a partir de lo editado. Lo que emerge es un “nuevo mundo” inevitablemente transaccional, vincular, mestizo. Diría que este “nuevo mundo” es lo que interesa a Julio Ortega. Diría que esto vale para cualquier escritor que se adentre en un terreno no transitado. El “nuevo mundo” de una novela siempre es imaginado desde lo ya imaginado, siempre es el resultado de un entrecruce, de un mestizaje.

Lo nuevo es una mixtura.

En el caso de nuestra América esta intermediación se da también desde el lado de lo indígena. Sería el caso de Guamán Poma y del Inca Garcilaso de la Vega. Guamán Poma escribe en castellano aunque en su castellano resuena el quechua. Es decir, el rescate del mundo indígena previo al cataclismo que significó la conquista se da a través del idioma del conquistador y desde un paradigma conceptual inficionado de categorías europeas. La primera obra de Garcilaso es su traducción desde el italiano del Discurso del amor de León Hebreo, un libro de vertiente neoplatónica. Tanto Guamán Poma como Garcilaso apelan al cristianismo. En otras palabras, ese salvataje del mundo anterior y ese enjuiciamiento de la abusiva violencia de la conquista se dan desde una perspectiva mestiza. La lengua y escritura del conquistador pueden convertirse en denuncia y condena y, por otro lado, en depósito de la memoria ancestral herida. “Guamán Poma comprende que la escritura en manos de su pueblo es su arma más poderosa”, cree Ortega: “La cultura nativa habría prácticamente desaparecido ante la violencia colonial. Sin el quechua, los españoles no habrían podido mantener una civilización nueva que refractaba la identidad hispánica a través de la otredad andina”. Garcilaso, sostiene Ortega, “en lugar de presentarse como una mera víctima… crea estrategias para un diálogo, las que se irán radicalizando por la vía de sus demandas y propuestas…” Su libro “emerge de la desilusión causada por la ruptura de la conquista y de la esperanza puesta en sus súbditos potenciales, los mestizos. Estos son imaginados como hermanos y creados como lectores”. (Ortega, 2006, pg. 91)

A mi juicio, subyace a esta exploración de Ortega una diferencia con la visión de Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Para Ortega, Paz representa un caso paradigmático de “autodenegación”, donde la “identidad traumática” tiene que ver con el origen. “…La conquista nos hizo nacer de la violencia. La vida colonial nos destina al simulacro…” “Vivimos en “la carencia de autenticidad: no somos nosotros mismos y queremos ser otros”. Estas tesis sobre los hijos de la Malinche… convierten la identidad en una errancia de sentido, y en un programa de redención”. No es esta la concepción de Ortega. Su tesis es que el lenguaje ha permitido una “reapropiación que pone a trabajar a los signos de la otra cultura en la propia, con lo cual esta crece, aun para explicarse y si es preciso, humanizar la violencia” (El principio radical de lo nuevo). Sería el caso ya de Guamán Poma y de Garcilaso.

Ortega defiende la visión de un Andrés Bello que se empeña en conservar la lengua castellana como lengua de “la nación hispanoamericana”. De no ser por ese esfuerzo y el de otros muchos que toman ese camino ni Vallejo ni Neruda ni García Márquez habrían escrito en castellano y sus lectores serían muy pocos. Gracias a ese empeño hoy el castellano es una de las lenguas más universales del mundo y para la nación latinoamericana, una promesa de unidad que es su esperanza.

En su comentario a la poesía de Bello, Ortega encuentra que su realización, como arte, “se encontrará en la realización política de la sociedad”. El proyecto poético de Bello, entonces, se emparentaría, me parece, y esto es inesperado, con el de Pablo Neruda; con el de Neruda de Canto General, aunque, por cierto, el proyecto político de cada uno sea diferente.

Las indagaciones de Ortega lo llevan a ofrecer lecturas propias y diferentes de numerosos autores. Veamos algunos de sus juicios.

Diamela Eltit: “En una era en que la literatura como entretención se revuelca en la mitología del consumo global, el proyecto de Eltit, con sus heroínas marginales y sus héroes radicalizados, logra rebajar sistemáticamente las representaciones dominantes y los clichés de la consolación.” Estamos, en los metarrelatos de Eltit, como Mano de obra, ante “un Sujeto no ya de la rebelión y la resistencia sino de la lucidez agonista de una sobrevida”… Esto puede ser leído como una alegoría, “como el peregrinaje de una comunidad (similar a una comunidad cristiana primitiva) desamparada por el lenguaje”. Carlos Franz: la clave de la novela El lugar donde estuvo el Paraíso está en la intención soterradamente polémica de la narradora; “la hija en verdad rememora los hechos veinte años después, cuando ya todo ha concluido (o recomienza, en su turno), pero lo hace no para exculparse o redimirse sino para combatir con la otra lectura de los hechos, la de su padre”.

Alberto Fuguet: “Gracias a su desenfado irónico, talento satírico y vivacidad analítica, es muy capaz de ‘rebobinar’ el archivo latinoamericano, y de escribir… esa novela que comienza con la historia de su escritura que está por hacerse. Esa novelización que cultiva hace a Fuguet el narrador chileno más novelesco”.

Roberto Bolaño: “Lo fascinante de su caso es esa conversión de la literatura en biografismo. Al escribir las biografías de los poetas, escribía, en verdad, sus necrologías. La muerte termina siendo una edición corregida por la vida”. A su juicio, las páginas de Bolaño leídas en inglés “no solo son muy literarias y minuciosas, apasionadas y brillantes; son, sobre todo, vitalistas.” Eso habría favorecido la llegada de su obra entre los lectores norteamericanos, dada la fuerza de la tradición vitalista en Estados Unidos. Jack Kerouac, por ejemplo.

Gabriel García Márquez: “Pienso que el notorio éxito de Cien años de soledad radica en el hecho de que su evidente calidad es también un largo elogio del lector. Esta es una novela que exige y obtiene lo mejor de cada lector”. “Cien años de soledad quiebra la razón, excita la fantasía, transparenta la sensibilidad, exige el humor, convoca la piedad…”

Sobre Del amor y otros demonios de García Márquez, obra que analiza en profundidad en Transatlantic Translations, afirma con entusiasmo de lector que sigue joven y capaz de entusiasmos que “otra cualidad milagrosa de la novela (este tratado acerca del arte de narrar) es que cada página es mejor que la anterior”.

Carlos Fuentes: “Es el caso extraordinario de La muerte de Artemio Cruz (1962) escrito en los albores de la revolución cubana pero exactamente como su revés: los comienzos de la promesa revolucionaria son vistos desde el fin de la experiencia revolucionaria mexicana, y así los tiempos del comienzo se leen, se descifran, en los tiempos del fin”.

Mario Vargas Llosa: “Ha explorado el asombro del dolor… es un fuego de la tribu que alumbra esta noche negra”.

Ortega ofrece una lectura muy original de Pedro Páramo, una lectura política, según la cual la novela “es una metáfora del fin de mundo (o del mundo puesto patas arriba) producido por la ideología”. “Cuando la ideología”, sostiene Ortega, “postula una realidad literal (como si la una fuera el mero mapa de la otra) genera solo una vasta alienación”. En Pedro Páramo dos fuentes tradicionales del reconocimiento social –la propiedad y la legitimidad– se desmoronan. El viaje en busca del padre es una búsqueda de una huidiza identidad que para Juan Preciado quedará siempre postergada. “La madre muere y la novela comienza”, escribe Ortega: “el padre muere y la novela termina”. Con Rulfo, “el primigenio Jardín del Edén” –que imaginaron en el nuevo mundo tantos europeos– se ha transformado en un desierto terminal y el paraíso patriarcal se ha hecho infierno sin memoria: la aldea natal es un cementerio”.

Un rasgo que a mí me apasiona en esta novela es que, para decirlo en palabras de Ortega, “la novela recobra el mundo justo en el momento de su desaparición”. Como si la verdad que somos, si la viéramos, nos matara.

Sin embargo, en uno de los ensayos iniciales de su libro El principio radical de lo nuevo (1997), Julio Ortega defiende lo que llama “la práctica de la identidad, que instaura un espacio procesal, haciéndose”. Alude a Carlos Fuentes que se pregunta “¿Cuál es nuestra identidad? La que tenemos ahora mismo, porque no se trata de una búsqueda del origen, que es ilusorio, ni una apuesta por el futuro, que restaría sustancia al presente.

La identidad es procesal pero su contenido es actual”. Ortega es un intelectual de cepa y se mueve como pez en el agua en las correntadas profundas, aunque a veces engañosas, de grandes teóricos como Bajtin, Althusser, Lacan, Foucault, Barthes, Derrida, Jameson, Lyotard, Spivak, entre otros. Ortega no se deja apabullar y los discute en su mérito.

Desde su perspectiva la identidad no es, claro, una cosa, un objeto, sino un tejido de relaciones variables y conflictivas que van transcurriendo, y se fracturan recomponiéndose, y se configuran y desfiguran en un relato. Creo que Julio Ortega encuentra en las novelas de Alfredo Bryce Echenique una exploración particularmente viva de lo que sería la cuestión de la identidad.

En la interpretación de Ortega el hallazgo de la escritura transitiva, tragicómica y episódica de Bryce Echenique radicaría en su manera de desarrollar un yo dialógico en el habla, un devenir poroso e inestable que va fluyendo en la conversación de los amigos. Porque “no es la historia de un yo lo que las novelas elaboran, sino los discursos con que otro yo se representa como forma narrativa”…. “El narrador se dice yo pero se designa como él, se habla como tú y es hablado por el acto mismo de narrar”… “El yo es una reflexión del tú”… “El tú de un yo zozobrante”… (Julio Ortega, “Julius en su mundo”, prólogo de Un mundo para Julius, edición conmemorativa, Alfaguara, 2010). Por eso Ortega ha sugerido que el yo de Bryce se escriba como y/o, es decir, como conjunción y alternativa.

Creo que es adecuado concluir estas palabras evocando una novela que es ya un clásico de la lengua y cuyos 40 años celebramos recién el año pasado. El relato oral y el humor permiten y validan la emotividad (“Julius es un verdadero tratado de las emociones”). Porque el relato es un cuento contado por la nostalgia de una comunicación plena”, dice Ortega en el prólogo ya citado, “aquella donde todos fuésemos el yo de alguien…” En este novelista “la confesión no es un desnudamiento”, entonces, sino “un devoramiento” del mundo, pero en veta cómica. Para Bryce en realidad siempre “lo genuino es cómico”. Ese narrar conversando de Bryce Echenique, su estar en eso, “reafirma”, dice Ortega, “su fe en el diálogo, en el asombro compartido”.

Hacia una biografía del relato latinoamericano

Julio Ortega

Les propongo el diseño inicial del work in progress, en verdad todavía un talk in progress, porque trabajando sobre lo que ha dicho generosamente Arturo Fontaine de mi visión crítica de la cultura latinoamericana, he llegado a algunas hipótesis que, en primer lugar, buscan articular mi diálogo, de distinta intensidad y frecuencia, con escritores como Cortázar, Arguedas, Borges, Fuentes, Donoso, Sarduy, Bryce, entre otros, y mi lectura de sus obras. Pero en lugar de unas memorias de un crítico literario que concibe la crítica como escritura, pensé que podría elaborar un relato sobre la relación especulativa entre la escritura y la biografía de un autor, y postular que quizás la literatura, finalmente, es una biolectura: lo que alguien escribe tiene la forma de su propia vida leída. Es una hipótesis bastante tradicional esta de leer la vida en la obra y la obra en la vida, que a veces resulta en un abuso de confianza; pero mi hipótesis pretende ser algo novedosa y plantear que, al final, no conocemos ninguna de las dos. La postulación no sería conocer más y mejor al autor por su obra, o al revés; sino, más bien, comprobar que su desconocimiento, ese leve asombro de una puesta en abismo, nos permite adelantar articulaciones posibles en la lectura de un relato en construcción.

Trabajando sobre Rubén Darío entendí que su poesía que es, en sí misma, inexplicable, y que solo cabe asumir como un milagro de la lengua española, es del todo incomprensible desde su biografía. No tuvo tiempo, como Borges, de escribir su vida a la medida de su obra. Y descubrí que Darío había escrito casi todo reaccionando a la lectura de algún lector. Escribió Azul para forjar un lugar a su lectura del mundo desde Chile, pero rehizo la segunda edición para poder incluir el prólogo de su primer gran lector, Juan Valera. Ya en su etapa de “poeta niño”, un profesor suyo le reprochó la métrica y Darío le respondió con un poema acusándolo de “muchachicidio” y dándole una lección de métrica clásica. Me temo que a Rodó le dedicó Darío, sin mencionarlo, cautelosamente, varias respuestas. Incluso cuando le llegó la noticia de que Vargas Vila había muerto escribió, a pesar de la feroz enemistad del colombiano, una elegante necrológica; pero resulta que el otro seguía vivo y al leer el tributo del poeta publicó una carta de admiración. No es el mejor modo de recuperar la amistad, pero la lectura hace milagros. La poesía de Darío se construye, quiero decir, como una biografía de la lectura. Incluso inventa a Machado y a Juan Ramón Jiménez, sus mejores discípulos y lectores, al imaginarlos como lo que serían en este espacio de la lectura mutua, que Borges culminará como la poética moderna de una América Latina capaz de leer a su modo la tradición y forjarle otro orden, otra música, otra inteligencia.

El horizonte de la lectura está hecho de varios espacios, interpuestos y sucesivos, que postulan la operatividad de un lector. Cuando alguien dice “yo” en realidad postula un “tú”. Nadie escribe “yo” como una mera reafirmación, sino como la hipótesis de un interlocutor. La gran literatura, así, inventa a sus lectores, los precede, anuncia y constituye. Y es fascinante ver cómo trabajan los varios “yo” en una obra, en el proceso de construir sus varios interlocutores. El cronista andino Felipe Guamán Poma de Ayala, por ejemplo, habla desde un repertorio de primeras personas: el yo príncipe, que es el que se dirige al rey; el yo quechuahablante, que se dirige a los sabios para mostrarles que hay más lenguas; el yo dibujante, que ilustra su enciclopedia para los que no saben leer; el yo étnico, que organiza la memoria del control ecológico, para que no haya hambre… Y cada “tú”, o sea cada interlocutor implícito, decide el posicionamiento distinto del “yo” que escribe, organiza, recuenta, denuncia y diseña el porvernir. Lo mismo pasa con José María Arguedas en Los ríos profundos, donde habla un “yo” antropólogo que pone notas y nos explica lo que postula la comunicación en quechua; el “yo” del narrador adulto, que se pone en el punto de vista del lector; y el “yo” del adolescente, que es el que actúa, recuperado en el presente del relato. No en vano advertía Roland Barthes que decir “yo” es entrar en la ficción. Y Derrida, siguiendo a Borges, que decir “yo” es decir “yo soy mortal” porque no se puede ser sino en el tiempo. Nadie podría decir yo soy inmortal sin aburrirse para siempre, como sucede en “Los inmortales” de Borges. Esta biolectura del “yo” me parece más importante por el “tú” que por el yo mismo.

Ahora bien, para comenzar por el principio y ofrecerles a ustedes algunas metáforas en progreso, diré que el lector en América Latina se construye como un sujeto moderno. En América Latina, desde los comienzos, desde el Inca Garcilaso y Sor Juana Inés de la Cruz, se comprueba la elaboración de un “tú” a partir de un “yo” para un diálogo moderno, que en la apoteosis colonial de los protocolos, sea un diálogo constitutivo de la diversidad introducida por lo más moderno, el principio cultural de la mezcla. El diálogo, que por definición es democratizador, ya que establece una relación horizontal entre los interlocutores, es de genealogía clásica, pero entre nosotros requiere de un escenario barroco. El ágora se nos torna elocuente y la polis performativa: nuestros espacios de interlocución exigen legitimaciones, mediaciones, antes de acordar el espacio público. De la polis ya solamente nos queda la policía, pero el mito constitutivo de la polis sigue funcionando, disputando hoy lo que se llama la esfera pública, que es la política en el espacio de las comunicaciones, una de las grandes promesas modernas.

Repasemos ahora, brevemente, los sujetos interlocutores que postulan los grandes clásicos latinoamericanos, que son los fundadores de nuestra versión de esta modernidad conflictiva que nos ha tocado debatir. José Martí vivió catorce años en Nueva York, a la que dedicó sus maravillosas crónicas de paseante asombrado. Su paseo favorito era el Central Park, pero cuando caminaba por la Quinta Avenida veía a esa muchedumbre que caminaba con una gran convicción, como si todos supieran a donde se dirigían. Este no era el París de Baudelaire, sino la avenida del siglo XIX estadounidense. El capitalismo protestante construye a un sujeto fáustico, el hacedor, que cree en la ética de la acción. Entonces, al verse en medio de esa muchedumbre fáustica Martí volvía inmediatamente a su piso a seguir trabajando. Pero en el vértigo de la ciudad, imaginó que el sujeto latinoamericano, el sujeto de la república, sería un hombre que saldría del campo, porque la ciudad produce egoísmo y frivolidad, y hace difícil construir una comunidad, mientras que en el campo hay una decencia fundamental, la austeridad y la comunidad del bien. En cambio, Sarmiento construyó esa terrible metáfora de civilización o barbarie, que Walter Benjamin pondría al revés al pensar que todo documento de civilización conlleva uno de barbarie, porque lo moderno avanza entre ruinas. Sarmiento pensaba que el hombre del campo era cliente de la barbarie, de Rosas por ejemplo, y que los dictadores existían porque estos hombres del campo no sabían leer. El sujeto republicano, por lo tanto, saldría de la ciudad. Nuestro siglo diecinueve se preguntó reiteradamente por el progreso de los Estados Unidos, que entusiasmaba a Sarmiento y alarmaba a Martí. Cuando fue presidente buscó aplicar el modelo (migración, educación, ferrocarriles), pero hizo el balance y le atribuyó a la raza su fracaso.

Otro modelo del sujeto republicano fue elaborado por Andrés Bello, un filólogo refugiado en Londres, que no creía en la guerra. Vivió en Londres muchos años, pobremente, haciendo casi solo la gran Revista Americana. Fue amigo de Blanco White (se puso White para sonar menos español) que era un gran rebelde y favorecía la emancipación americana, y con Bello pretendía buscar un príncipe desocupado que pudiese gobernar las repúblicas americanas. Bello, como gran humanista y filólogo, debe haber encontrado que la historia creada a caballo era incómoda. Bolívar le había ofrecido sumarse a las tareas republicanas, pero Bello declinó. Estaba dedicado a algo extraordinario, que era la edición de El Cid. Se había dado cuenta muy temprano de que Italia tenía como textos fundadores al Petrarca y al Dante; Inglaterra, el Beowulf; Alemania, el Cantar de los Nibelungos. En cambio, España no tenía ninguno. Su lectura del pasado no consagraba un porvenir. La filología del siglo XIX elaboró la legitimidad de los estados nacionales, justamente proveyéndoles sus textos fundadores. Bello creía que las guerras de la emancipación no deberían romper nuestros vínculos con la cultura española, dado el lenguaje común. Y, más bien, temía que la división en tantos países pondría en peligro la necesaria unidad de la lengua. El Cid era considerado un poema bárbaro pero Bello descubre que es más bien un poema refinado, cuya métrica se ha forjado en el romance. No extraña, por lo mismo, que Bello creyera que el sujeto republicano, ese lector que nos descifraba desde el futuro, iba a surgir de las instituciones. Sin instituciones no tendríamos un verdadero sujeto. Esas instituciones eran el Estado, la educación, el código civil y el sistema jurídico. En Chile, que lo contrató como organizador de su Estado moderno, Bello logró, como sabemos bien, construir las bases de lo que fue uno de los primeros estados-nación de América Latina. Por eso, se puede decir que Chile es una creación del discurso jurídico, a veces interrumpida, pero recuperada con entusiasmo.

Pero luego tenemos que la construcción de este lector moderno, que prosigue en la literatura nuestra, propondrá que el sujeto de la república saldrá de las regiones. No de los estados, ni siquiera de las instituciones, sino de las regiones étnicas y excéntricas, que no han acabado de negociar su lugar en la sociedad nacional. Quizás el más grande exponente de esta visión es José María Arguedas. Su lengua materna fue el quechua y a los ocho años empezó a aprender el español. Cuando era joven vivió el dilema de en cuál de sus dos lenguas escribir sobre el mundo indígena, que hablaba mayoritariamente en quechua. Se resistía a representar a los indígenas en español, pero estaba preocupado porque en la literatura de los años 30 los indígenas hablaban, descubrió él, como sirvientes. Finalmente, en Los ríos profundos (1958) Arguedas encontró una

fórmula extraordinaria. En esta novela de formación, el protagonista es un niño que está en proceso de construirse como sujeto lector. Arguedas encontró la manera de escribir en español con el quechua como substrato. Pero este no era un problema lingüístico, porque habría sonado falsa una imbricación de dos lenguas; o en el mejor de los casos, folclórica. Lo que hizo Arguedas fue interpolar el quechua y el español, aunque todo aparecía escrito en español. Leemos en español y podemos reconocer que detrás está el quechua, pero no están mezclados, están interpolados, porque la sintaxis quechua es aglutinante, como la de todas las lenguas tradicionales, desde el griego. La sintaxis es el orden de las palabras en la frase, pero más importante aún: es el orden del mundo en el lenguaje. Así, en un mundo regional multicultural podemos hablar dos o más lenguas; pero si vamos a escribir sobre esta imbricación tenemos que inventar una sintaxis narrativa. Gracias a la matriz sintagmática, aglutinante del quechua, esa lengua forjada es capaz de sumar las cosas. Es por eso que dios no tiene ningún problema en quechua: rápidamente se alineó al lado de los dioses indígenas. El castellano, en cambio, es una lengua más bien discriminatoria. Si cree en un dios elimina a todos los otros. Lo que hace Arguedas, al final, es escribir en una lengua española inventada por él. Solo que esta sería la lengua que todos los peruanos hablaríamos en el futuro si fuésemos bilingües. Es una formidable resolución poética. Nadie habla la lengua de Arguedas, pero él forjó una metáfora utópica dentro del lenguaje, que es donde se rehace la materia del mundo, donde se construyen los sujetos y donde lo real se hace legible, habitable.

Como todos los grandes escritores, Arguedas se plantea la extraordinaria hipótesis de por qué al escribir, un escritor tiene que empezar expulsando a la lengua española de la escritura. Ocurre que casi todos los escritores que han querido hacer una obra radical, han tenido que empezar expulsando lo que se llama la lengua general y han debido explorar y recuperar la lengua hablada. Algunos, incluso han debido forjarse un idioma paralelo. Darío tuvo que irse al francés para escribir en español; Borges, al inglés; Nicanor Parra, al lenguaje de las matemáticas; otros, a la lengua coloquial o al demótico popular. Arguedas radicalmente se fue al quechua: para escribir en español hay que escribir desde el quechua, esa es su tesis. Esa tesis postula que la lengua del sujeto americano, que está creándose desde los albores de la República y quizás antes, desde la trama colonial, solo puede ser plurilingüe. Tiene razón: es un menoscabo que la mayoría no hable quechua y es un privilegio que todavía unos ocho millones de peruanos lo hablen. No hablar una lengua original, cuyas fronteras son otras, supone una carencia: nos han arrancado de raíz una rama del lenguaje.

¿Cuál es el ciudadano que imagina esta hipótesis de una “fábula de las regiones”, como dijo Alejandro Rossi? En primer lugar, el sujeto que intermedia desde su espacio simbólico, ya sea regional o emigrado, y nos recuerda que buena parte del universo geosocial latinoamericano todavía debate su lugar en el mapa nacional, en el orden decidido sin su participación, y muchas veces, sin su representación. Este es el gran tema subterráneo de toda la obra de Gabriel García Márquez. Pero, en segundo lugar, este sujeto de las regiones no está, necesariamente, al margen de la sociedad nacional, sino que está en tensión con ella desde dentro de ella. Por eso, Los ríos profundos responde a cada uno de los capítulos de los siete ensayos sobre la realidad peruana, de José Carlos Mariátegui, donde se estudian los problemas nacionales que son las Grandes Tareas (como le gustaba decir a Carpentier) del Estado nacional, los cuales son: el indio, respondido por Arguedas; la educación, uno de los ejes de su respuesta; la tierra, que es central a la organización del espacio en su novela; y la religión, que esta vez trabaja para el lado indígena de la nación. Lo otro es que en la construcción de este sujeto, Los ríos profundos reproduce el espacio sintagmático, la sintaxis diríamos, narrativa y lingüística, pero también la sintaxis del espacio: la novela ocurre en un pueblo que está dentro de una hacienda, lo que no quiere decir que el pueblo sea parte de la hacienda, es independiente, pero está incluido como un espacio conflictivo. Y dentro del pueblo están los espacios del Estado: la escuela, la iglesia, la familia, pero también un espacio extraordinario, que es el mercado.

¿Qué ocurre en el mercado? En primer lugar está dominado por las mujeres, que tienen puestos de comida y bebidas, a los que concurre gente de todas las regiones de la geografía serrana del sur, donde se cantan todos los cantos, se hablan todas las variantes del quechua y se celebra lo específico, lo material: la comida, la música, el diálogo. El gran drama de este mercado es que el Estado es monopolista de la sal, y la sal se convierte en la metáfora central del intercambio: sin la sal, no puede haber una sintaxis. Se destruye el lenguaje por la falta de la sal, y las mujeres se rebelan en una gran sublevación. Eso solamente puede ocurrir en una concepción hecha desde el quechua, en la cual desde el mercado, que es la feria (una metáfora de la plaza pública, de la comunión y la comunidad) brota una rebelión; porque la sal es un elemento de conservación, que preserva los alimentos y sin el cual no existirían las culturas excéntricas. La postulación de Arguedas es que este sujeto parece el más tradicional, porque es semiindígena, mestizo, pero es el más moderno, porque está hecho por la mezcla. Lo moderno es la mezcla; lo tradicional es el autoritarismo.

El español que hemos recibido, postulan estos escritores, viene de un sistema autoritario y la lengua que hablamos está cargada de machismo, racismo, xenofobia y autoritarismo, porque es una lengua que no ha vivido espacios democráticos, tiempos democráticos, incorporaciones democráticas. En América Latina es una lengua mezclada, mixta, que sí ha vivido muchas épocas democráticas, a pesar de las grandes dictaduras, y es una lengua más permeable, a pesar de las grandes verticalidades en su uso. El castellano en América Latina es un lenguaje que se ha hecho en su historia intervenida, confrontada, reescrita. Es, al final, más parecido al quechua que al francés, digamos. Se trata, qué remedio, de una lengua regional. Lo han demostrado Borges, Cortázar, García Márquez, Cabrera Infante, Donoso, Vargas Llosa, Bryce, Luis Rafael Sánchez, Eltit… Nadie habla como ellos, cada uno habla un español imaginario.

En el archivo de Carlos Fuentes encontré una carta de Julio Cortázar en la cual le agradece a Fuentes un artículo que ha escrito sobre él, pero le dice: me has puesto al lado de Carpentier, que es un gran escritor, pero me siento incómodo al lado de Carpentier porque él se acuesta con las palabras, yo me peleo con ellas. Esta es la gran lección cervantina, cuestionar el lenguaje natural para crear un lenguaje otro, que la literatura simplemente saca de las entrañas de ese lenguaje natural y postula como una metáfora de libertad, diálogo y modernidad. Cervantes será para siempre el escritor más moderno que tenemos, quizás con Borges, porque para decir la verdad se requiere de un loco, y ello es un gesto crítico de las instituciones y de la verdad dominante. Esta función del loco viene de las epístolas de San Pablo, que tienen una retórica maravillosa: “Para que me crean, hablando en locura diré…”. O sea, la verdad está fuera del lenguaje de la representación. Lo que también retoma Arguedas en su último libro, El zorro de arriba y el zorro de abajo, donde el loco habla desde los extramuros de la Biblia.

Muchos hombres y mujeres alucinando hablan en nuestra mejor literatura, como portadores casi bíblicos de una verdad improbable pero desafiante. Uno, muy próximo, es el Cristo de Elqui, que pone el lenguaje de la clase media exactamente al revés, como una comedia de la verdad improbable. Nicanor Parra, como Arguedas o como Juan Rulfo, ha desentrañado la lengua española para recuperar la temporalidad viva del presente del que habla. Lo ha hecho también Alfredo Bryce Echenique en el esperpéntico lenguaje de una clase social en desaparición cómica. Y lo ha hecho Diamela Eltit, cuyas madres e hijas son voces que reverberan en el purgatorio urbano, ocupando la calle y desocupando el orden social incólume.

Todo o casi todo empezó con el loco que sale de La Mancha, quizá sabiendo que ese nombre viene del árabe quiere y decir “lugar seco”. O sea, el lugar de lo literal, allí donde el lenguaje no puede construir un espacio imaginario. El Quijote, por lo tanto, es el héroe del lenguaje crítico y solo puede aparecer como una licencia del discurso dominante y la verdad única. El español no pasó por la Reforma, más bien inventó la Contrarreforma. Mi tesis es que Cervantes, siendo un humanista de formación erasmista no puede sino tener como héroe a un loco y a un analfabeto. Porque nada puede ser más valioso para un humanista que un hombre que no sabe lo que dice, aunque sabe mucho, y otro que no sabe leer, aunque todo lo lee. ¿Qué puede hacer con Sancho la novela, ese instrumento privilegiado de la modernidad? Pues enseñarle a leer. Y en la novela, en efecto, Sancho Panza aprende a leer. Hay un momento crucial en la Ínsula, cuando se cree gobernador (es una burla de los crueles duques que le han construido este aparato del poder iluso) y juzga varios casos. Y cada caso es como una novela italiana que él lee como un gran lector. Y es el mejor lector, el lector justo, o sea alguien capaz de leer la humanidad de la verdad. Esos dos lectores estrafalarios inauguran la biografía de la lectura, que hemos dado en llamar novela, literatura, crítica, diálogos del mutuo reconocimiento, entre las muchas orillas de un idioma que todos los días nos imagina como mejores lectores.