Sólidos y fluidos, construcciones y filtraciones: un comentario sobre la última novela de Cynthia Rimsky 

Poco antes de dejar la casa donde vivía, hubo en la cocina una filtración. El calefón llegaba a encenderse con el tirón que daba el agua caliente sin que hubiera ninguna llave encendida. Era la fuga, que como dije estaba en la cocina, pero ese saber fue tardío, llegó después, mucho más tarde. Con el gásfiter que fue a ayudarme pasamos horas sentados tomando café y fumando, analizando el comportamiento del agua y la posible ubicación de la rotura en las cañerías. La idea no era picar el suelo de la casa completo, por supuesto, sino identificar con la máxima certeza el perímetro de la sospecha. El caso es que mientras añadíamos inferencias y deducciones a nuestros razonamientos el gásfiter, ya pronto mi amigo, me hablaba de su inmensa pena de amor. Su mujer lo había dejado y él estaba desesperado. No lograba hacerse a la idea de una vida sin ella. Por eso fumaba y tomaba café de esa manera. Por eso, decía, se dedicaría en adelante únicamente a trabajar, para olvidar. Y mientras transcurrían los minutos, las horas, en este ambiguo afán, yo mitad lo escuchaba mitad pensaba que tal vez la presión que había habido en esa casa, que era mía, había acabado por reventar las cañerías. Era mi teoría del dolor. El gásfiter tenía la suya. Nuestra tarea era la misma: resolver, a como diera lugar, la filtración.

Anoté esta historia en la primera página de la novela Clara y confusa, de Cynthia Rimsky, mientras la leía. La recordé, seguro, porque también el personaje principal de esa historia es un gásfiter, o plomero, que tiene una pena de amor, aunque hace caso omiso de ella, y cuyo movimiento inicial es salir de casa por encargo de Ovidio, su maestro de oficio, quien le pide visitar a un vecino que oía agua correr en su dormitorio, tras la medianera.

Era un día de tormenta. Sin embargo, Salvador, el plomero iniciado en el uso del estetoscopio siguiendo las enseñanzas de su maestro, intenta des-escuchar lo que cree que suena, para solo entonces oír lo que realmente suena. Estamos casi a inicios de la novela y Cynthia Rimsky parece deslizarnos de entrada una invitación a hacer precisamente eso con lo que leeremos: des-escuchar nuestras creencias, nuestros pensamientos, nuestras ideas, para adentrarnos en la escucha de lo que la novela misma llama, muy sugerentemente, “filtraciones fantasmas”.

No es una imagen casual esta del agua, del agua que cae, gotea, fluye y se filtra en las casas que se repiten en la obra de Rimsky, y que en cierta forma enlazan esta novela con otros dos o tres libros suyos, particularmente En obra y La vuelta al perro. No me parece una imagen casual porque el modo en que se comporta el agua en estos relatos es, además de un tema más o menos central, que va de la pesquisa de una gota de agua en la medianera al agua que se empoza en el entretecho sin que nadie pueda identificar su procedencia; del agua que se filtra entre el caño de la salamandra y la plancha de zinc a aquella que lisa y llanamente corre por dentro del caño hacia el interior de la estufa; de aquella que no alcanza a subir la napa y llenar el pozo a aquella que se escucha, subterránea, a lo largo de una historia entera (El futuro es un lugar extraño es el tercer libro que no mencioné). Además de estar presente, como presente se vuelve a veces esa dimensión casi inconsciente de los lugares que habitamos y de los que poco, en realidad, queremos saber (he imaginado las tuberías que surcan mi casa como un entramado invisible por donde corren, subterráneas, las emociones que nos recorren), el agua y su singular e “ingrato” comportamiento parecen esbozar algo del orden de los procedimientos narrativos que Cynthia Rimsky explora, con especial énfasis en su última novela.

Martín Kohan ha escrito recientemente de Clara y confusa a partir de la palabra fluido. “¿Qué sucede –se pregunta– cuando la virtud de la fluidez (o la fluidez vuelta virtud) se potencia en un determinado texto hasta volverse su procedimiento dominante: la base de su construcción formal?” Es lo que pienso también de esta novela, que de recorridos narrativos muy finos, muy sutiles, que tienden a pegarse a las cosas, como he observado que sucede con el agua, que prefiere no ir sola, no seguir jamás los caminos principales –“la anarquía del agua se resiste a la forma”, observó alguna vez Joseph Brodsky–, pasamos de pronto a sentirnos arrastrados por una verdadera corriente de personajes y acontecimientos que se multiplican, fluidos, en la página. Hacia el final de la historia el mismo Salvador se siente un poco así: “Tres años después Ovidio está muerto. Lísbert con Ventura, y a mí me lleva la corriente. Me pregunto quién le imprimirá una dirección. Los puestos deben estar desbordados y nosotros, obligados de por vida a circular”.

Pero me apuré hablando del agua, de la fuerza de adhesión del agua en lo que parece un estilo, un procedimiento narrativo. Pensándolo mejor, antes habría que hablar de las casas. Porque, en rigor, en Clara y confusa y los otros libros vinculados a ella es la casa el espacio donde el agua se filtra, gotea, se escurre, aparece, socavando, en cierto modo, la seguridad estructural en la que basamos nuestras formas de habitar. Y acaso, por qué no, de narrar.

Cynthia Rimsky ha explorado ya varias veces el lenguaje de la construcción, del levantamiento de estructuras frágiles que sostiene una casa. Esa búsqueda suya arranca, posiblemente, con la novela El futuro es un lugar extraño, que se levanta a partir de los daños que ha dejado un terremoto en las paredes, los techos, los suelos secretamente ahuecados, como si tras las fachadas más o menos presentables todo estuviera, en verdad, destrozado, agrietado, agujereado o en problemas; en suma: lleno de tensiones.

No son esas, de momento, las mismas tensiones que hemos podido conocer a través de las casas de la ficción, como decía Henry James, que atraviesan de una u otra forma nuestra tradición. José Donoso, por poner un ejemplo, fue varias veces explícito al señalar las razones de la presencia central de la casa en sus novelas: “La casa son las reglas, el afuera es la libertad”, dijo en una entrevista. Y más adelante, a inicios de los noventa, precisó: “La novela como una casa a mí se me presenta constantemente. Todas mis novelas son obras de casa, ¿no es cierto? El jardín de al lado, El lugar sin límites, Casa de campo, El obsceno pájaro de la noche, no hay ninguna de esas novelas en que el centro no sea una casa. Y si tú miras un poco, la mayor parte de mis novelas están construidas como casas”.

Para José Donoso, lector de Henry James, la metáfora de la casa de la ficción con un número incontable de ventanas que permiten mirar hacia el exterior, cada una de las cuales representa una “forma literaria distinta”, es decir, un punto de vista específico sobre el asunto a narrar, es sin embargo una casa completamente permeable, que se deja invadir por el exterior o que al menos confunde y desquicia el lugar del observador: lo que está adentro sale afuera y lo que hay afuera ingresa, bajo la forma del miedo, lo ominoso, hacia el interior.

Con todo, intuyo que en la ruta de este imaginario, en el que podrían situarse también poéticas de interior como las de María Luisa Bombal o Marta Brunet, según la lectura que la misma Rimsky ha hecho en la antología que hace poco preparó; en la órbita de ese imaginario, la obra de Cynthia Rimsky ocupa un lugar levemente desplazado. O no tan levemente: haciendo de sus novelas también “obras de casas”, como quería Donoso, diría que la suya rebasa con mucho el juego de miradas desde o hacia el interior, o el exterior, fijando la vista, por el contrario, en la casa misma, al margen de cualquier valor o referencia metafórica: es la casa la que es contemplada en cuanto obra, más aun, en cuanto obra viva. Interrogada como tal, la casa aparece en su estado de en obra, en su dimensión eminentemente material, en permanente construcción. O destrucción.

Con ocasión de la publicación de su reciente novela, la autora afina el contorno de semejante tensión: “Me interesaba esta idea de estos plomeros que están en contacto con lo que no se ve de la casa, los tubos y todo lo que hace funcionar una casa que no se ve, que hoy día, no sé por qué, está ocurriendo y tengo la sensación de que está siempre fallando. Hay algo dentro de las casas que está permanentemente fallando”. Doble tensión, habría que decir entonces: entre lo que es estructural y lo que falla, por una parte. Entre lo que se ve y lo que no se ve, por otra; es decir: entre lo que existe y aquello que permite que eso que existe exista o deje de existir o exista, finalmente, solo un poco. A medias. Nunca cabalmente. Existiendo.

Que la casa de la ficción sea una casa que nunca termina de construirse, medio en estado de abandono, convierte la ficción misma en un espacio en el que no nos orientamos con claridad, lleno de recovecos inesperados, en permanente organización. En haciéndose. Que no es lo mismo que decir “en proceso”, porque no hay complemento para ese proceso, no hay fin. Su fórmula elemental, su carácter, esto es, el modo en que afronta la realidad de lo que toca, es el ensayo, si por ensayo nombramos una escritura que rodea su objeto, rozándolo, creándolo, hasta perderse en él.

A lo mejor en razón de ello los oficios se vuelven, en la obra de Rimsky, creadores, y, más aun, pensadores. Plomeros, fleteros, albañiles. Herreros, ventaneros, durleros, pintores. Todos trabajan, como el amor, con un velo de no saber. “Durante todos estos años –leemos en La vuelta al perro– los oficios intentaron decirme que no hay respuestas lógicas”. Lo que hay, añadiría, es invención, “invención de procedimientos”, como describe César Aira la tarea a la que se da en cada una de sus novelas. Procedimientos como el que inventaba Ovidio, en Clara y confusa, al optar por convencer a los clientes de que era más barato hacerse un tratamiento en los oídos para dejar de percibir los sonidos de la supuesta filtración que entrar a picar paredes. (“El sonido del agua se interrumpe, queda un silencio como nunca antes se escuchó”, es la línea final de El futuro es un lugar extraño). O como el que inventamos esa vez con mi amigo gásfiter: dejar el orificio de la cañería intacto y, sin necesidad de identificar el lugar exacto donde se encontraba, hicimos –él hizo– un bypass, un desvío de la tubería. La rotura quedó. La obra fue encontrar nuevos caminos para el agua. Establecer puentes, pasar por otro lado, tomar un atajo. Pero también conectar, a fin de cuentas, lo que no estaba conectado. Juana Bignozzi decía que la poesía es eso: establecer conexiones donde no las había. El orificio original no desaparece, permanece allí. Con ese orificio, con ese vacío, trabaja en ocasiones el arte.

Lo que hasta ahora he querido decir podría resumirse más o menos así: el imaginario de Cynthia Rimsky abunda en oficios y obras en construcción que funcionan como una suerte de correlato poético de su escritura. Tan frágiles son los rudimentos que levantan y hacen que una casa funcione como son aquellos a los que acude la literatura para que una narración fluya, digamos, sea capaz de contener y dirigir el curso de las aguas. Tan inacabados, siempre, los resultados, que únicamente despiertan el deseo de seguir, de esperar un próximo libro que permita entender “acabadamente” lo que “quiere hacer” la escritora. Pero eso que la escritora “quiere hacer” retrocede, en la obra de Rimsky, frente a lo que la escritura “hace”: cambia de lugar las cosas, nos desorienta, nos pone y se pone a sí misma en situación de ensayo y desvío permanente. Y es que la escritora es aquí, ante todo, alguien que lee el presente y por lo mismo va a saltos abriéndose camino en él, apegándose, como el agua, a cada una de las imágenes que del mundo emanan, en su continuo desborde.

Parece mentira, pero mientras escribo esto hay de nuevo dos gasfiteros trabajando en mi casa, que ya no es la de antes ni ellos son los mismos. Son otros, dos maestros desconocidos. Acá el problema es exactamente inverso: lo que antes era una fuga de agua, producto de una excesiva presión mezclada con la fragilidad que el tiempo había impreso en las cañerías, es acá una baja de presión tan grande que apenas enciende el gas. El tiempo en vez de adelgazar las tuberías ha engordado sus paredes hasta casi taparlas. Lánguido, el hilo de agua que por ellas pasa está a punto de desaparecer. Y bueno, veo cómo los hombres fracasan. Destraban las cañerías pero el agua, que antes era poca, ahora simplemente no sale. Me temo que el problema pudo haberse resuelto con un interruptor que encontré, que enciende una bomba cuya existencia desconocía. Prefiero no pensar en eso. Mientras, los oigo en una especie de convención, llaman por teléfono a un jefe, le abren la puerta, deciden abrir el calefón, mueven y remueven flexibles, se ríen de asuntos que desconozco.

Parece mentira, o tal vez no. Los comportamientos del agua son imprevistos, en efecto. Un poco como las emociones. Lo que no significa que sean casuales. “No es casual que esta historia llegue a sus vidas –me repite Cynthia Rimsky riéndose en mi oído–. Significa que están preparados para entender que ningún copo de nieve cae en el lugar equivocado”.

Macarena García Moggia

(Viña del Mar, 1983) es doctora en Filosofía con mención en Estética y Teoría del Arte por la Universidad de Chile. Dirige la editorial Mundana y ha publicado la novela Maratón (2017), el libro de poemas Aldabas (2016) y los ensayos La transparencia de las ventanas (2022) y Ensayos de una casa (2024).

Skip to toolbar