Hace unos días busqué datos sobre la oscuridad, información sobre cómo reacciona la pupila cuando no hay luz.

Tenía insomnio, y para profundizarlo traté de imaginar de dónde venía esa dificultad para ver todo radicalmente negro. El negro es un valor tonal mucho más esquivo de lo que aparenta. En lugar de él, nuestro sistema nervioso envía señales: destellos, ruidos blancos y negros que terminan en la composición de un gris inestable. Este color que percibimos cuando mantenemos los ojos cerrados o estamos a oscuras es denominado eigengrau [eigen (propio) y grau (gris)], palabra en alemán que se traduce como «gris propio», «gris intrínseco» o «en su propio gris».

De la misma manera que en la oscuridad no podemos acercarnos a un negro «puro» o absoluto, traducirlo al castellano es imposible en una sola palabra. Imagino a las personas que traducen inmersas en este espacio a oscuras, tratando de equilibrar el color para dar con un tono preciso. Y por más que se acerquen al sentido o sonido del texto, la traducción seguirá en ese plano gris.

Traducir implica una resignación permanente. No intervenir el texto original, y luego entregarse a la imprecisión. Como dice Paul Ricœur, en traducción existe cierto salvataje y cierta aceptación de la pérdida. La salvación se vincula con las ganas de compartir lo que me maravilla, lo que para mí tiene sentido puede tenerlo para otras personas también, y se completa al asumir la derrota: «La felicidad de traducir es una ganancia cuando, sujeta a la pérdida del absoluto lingüístico, acepta la distancia entre la adecuación y la equivalencia, la equivalencia sin adecuación. Allí reside su felicidad. Confesando y asumiendo la irreductibilidad del par de lo propio y lo extranjero, el traductor encuentra su recompensa».

Disfruto y padezco, al mismo tiempo, la actitud de quien se apropia del texto y esquiva el calco, y a través del desajuste se acerca a una música, a un ánimo, a una forma a la que es imposible llegar a través de la traducción literal, sobre todo si se trata de poesía. ¿En nieve o en la nieve? ¿Pájaro trueno o pájaro del trueno? ¿Baúl con cajones o cómoda? ¿Siempre, para siempre o por siempre? ¿Atronador o estruendoso?

Algunos impulsos por traducir vienen de un afán reivindicativo. Volver a comunicar de mejor manera lo que ya fue traducido y no solo provocó insatisfacción –palabras que te sacan–, sino que traicionó a su original. En resumen: no le hizo justicia, no atendió a su literatura.

A veces no voy a las traducciones en busca de fidelidad, me quedo en ese puente y paso por alto lo que me molesta, dejo de lado la sospecha –trato–, e intento encontrar algo que, bien o mal traducido, me interpele. No me importa si ese hallazgo viene del original. Al modo de un oráculo, dejo que algo de lo que se está formando ahí, hechizo o no, me encuentre. El texto original está entre las penumbras, y como en un juego, yo trato de pillarlo.

Traducir me parece una tarea pesada: «No explicar lo que el autor del original no explicó, no aclarar, resistir la tentación de mejorar. Lo que suena dudoso en el original debe seguir sonando raro en tu traducción». Este consejo que recibió Tamara Tenenbaum de una colega me interpreta. Con el tiempo, tras leer y editar manuscritos, se vuelve difícil resistirse al impulso de proponer; a riesgo de ser insolente, al enfrentarse a cualquier libro aparece un modo de leer parecido al del consejo odioso que nadie pidió. Y es un trabajo sacárselo de encima; suele ser un trabajo sacarse de encima el trabajo. Por ello, prefiero asistir a la experiencia de la traducción como un perro a una persona ciega, que trata de acompañar sin certeza del terreno que van a explorar.