Dossier 51
Giovanna Rivero
Patricia Poblete Alday
Patricia Poblete Alday: Lo siniestro, como tantos otros conceptos e ideas, ha sido definido y perfilado desde lo masculino. No por un hombre, sino por tres (dos de ellos psicoanalistas, lo menciono no como simple dato sino como agravante). Pero como el fantástico instala una lógica subversiva desde su mismo cuestionamiento a nuestras convenciones más básicas –lo real, lo normal, lo posible y lo deseable– me interesa plantear, brevísimamente, dos modos en los que lo femenino interpela y habita lo siniestro.
La definición más temprana de lo siniestro que conocemos pertenece a Schelling (1835): aquello que, debiendo haber permanecido oculto, sin embargo se ha manifestado. La segunda, de Jentch (1906), alude a la experiencia de lo confuso, incierto e indecible. Sobre ambas ideas, la última conceptualización de lo siniestro, aquella que recoge Todorov en su clásico estudio sobre lo fantástico, es la de Freud (1919): “aquella suerte de espantoso que afecta las cosas conocidas y familiares”.
Así triangulado, no cuesta comprender lo siniestro como todo aquello que queda al margen de lo racionalizable, lo reductible, lo manejable. El otro. La otra, sobre todo, porque si bien es cierto que cada época genera sus miedos y monstruos en virtud de sus formas específicas de conciencia, la otredad genérica se mantiene a lo largo de la historia cambiando de atuendo, pero no de intensidad. Brujas, madrastras, vampiresas, ogresas, viudas negras, medusas, sirenas, lolitas, salomés, amazonas, esfinges, histéricas, solteronas, rubias taradas, feminazis, locas de patio.
Pero ¿cuál es el relato que esta otredad hace de sí misma? ¿Cómo apalabrar en un sistema masculino experiencias y sensibilidades exclusivamente femeninas? ¿Cómo torcer ese lenguaje para que diga lo que no sabe decir? Estas preguntas, que orientaron la reflexión de las intelectuales feministas del siglo pasado, se han vuelto sobre sí mismas para interpelarse de forma crítica, evitando (re)caer tanto el esencialismo ingenuo como en el hermetismo arcano.
En el ámbito que aquí nos convoca, algunos críticos han subrayado la diferencia que existiría entre un fantástico femenino y un fantástico feminista: el primero se afincaría en especificidades estilísticas y formales todavía poco exploradas, mientras que el segundo no sería sino un uso consciente, político, de los recursos temáticos del género para criticar las formas tradicionales (masculinas, huelga decirlo) de representar la experiencia femenina.
La diferencia, creo, no tiene por qué ser dicotómica, y bien puede reducirse en cuanto planteamos la discusión desde la lógica del ejercicio escritural femenino: el de la loca ya no de patio sino del ático; aquella que, para narrarse a sí misma, primero debe descubrir que no es –que no debe ser, necesariamente– todo aquello que le dijeron que es (o que debe ser). Este proceso en sí mismo supone una suerte de desrealización, donde la autoimagen se desprende del relato heredado para ir mutando hacia formas desconocidas. Por ello la asociación entre lo femenino y lo monstruoso surge en esta narrativa de herencia fantástica ya no desde la lógica de una masculinidad amenazada, sino desde la fascinación ambivalente –maravilla y horror a la vez– que genera la imagen del propio yo metamorfoseándose, dejando de ser algo para empezar a convertirse en otra cosa.
En términos físicos, esta suerte de mutación se expresa de manera palmaria en el embarazo, experiencia esencial y exclusivamente femenina que revela en sus propias contradicciones la esencia de lo siniestro. Un hijo, una hija, es algo propio y ajeno a la vez, íntimo y desconocido; un otro ante el cual nuestra vulnerabilidad queda irremediablemente expuesta. La maternidad pone en jaque, también y ya desde lo corpóreo, el propio sentido del yo, y es aquí donde estas narrativas de lo siniestro femenino comienzan a sacar a la superficie los relatos velados por el mito mariano. La obra de Giovanna Rivero, en concreto, explora la oscura complejidad de una experiencia que es también proceso, institución, vínculo e identidad. Sus relatos muestran con ternura y sutil elocuencia maternidades padecidas, enfermas, fantasmales, negadas, vencidas. Monstruosas, en tanto se apartan de lo que, nos han dicho, es la norma.
En términos escriturales, podemos situar esta transformación constante que supone la gestación en lo que Sandra Gilbert y Susan Gubar denominaron “la ansiedad de la autoría”, esto es, el desafío de la mujer escritora de asumir el rol demiúrgico en un mundo posible y de tomar posición dentro del campo cultural de su época. En otras palabras: situarse con propiedad en un rol de poder. El concebirse creadora y no simple reproductora es un reto que atañe tanto a la maternidad biológica como a la autoría artística e intelectual; en ambos casos, además, implica (re)hacerse a sí misma en el proceso mismo de gestación. En ambos casos, por tanto, hace sentido el adagio de la narradora de “Pasó como un espíritu”, uno de los relatos de Para comerte mejor: “Eso soy. Una ofrenda total, un texto para escribirse. Una promesa de sanación”.
Un segundo aspecto relevante en este corpus de narradoras, en general, y en la obra de Giovanna Rivero, en particular, es la reapropiación crítica de textos canónicos que funcionan –sobre todo en el caso de las niñas– como relatos altamente normativos, en tanto expresan los mandatos culturales de manera muy simple, reduciéndolos a su paradigma esencial. Me refiero a los cuentos de hadas, filtrados por la perspectiva masculina ya sea del compilador (como Perrault y los hermanos Grimm), del autor (como Andersen), o del exégeta de turno (como Bruno Bettelheim). En ninguno de los casos se cuestiona la imposición social de roles y trayectos vitales según se trate de una niña o de un niño, lo que se ve reflejado en la limitación de las funciones femeninas a dos extremos funcionales para el desarrollo masculino: hada o bruja. Más aún, en los cuentos de hadas tradicionales es el hombre quien sale a enfrentarse con los dragones; las mujeres se quedan en casa en un rol supuestamente pasivo, como bellasdurmientes, porque –de nuevo desde la lógica masculina– el trabajo doméstico, como el de Cenicienta, en realidad no es trabajo sino servicio personal que se hace de forma voluntaria y por amor.
Por ello, cuando una mujer reescribe estos cuentos de hadas exhibe y cuestiona tanto su propio proceso de socialización como el canon y las formas literarias que lo han naturalizado. Esto es particularmente claro en el hecho de que el público del siglo XVII –según consignan los historiadores– identificaba la escritura del cuento de hadas como un ámbito femenino, y las escritoras, particularmente las francesas, formaron parte activa de un movimiento protofeminista que luego quedó olvidado bajo el peso de Perrault.
Es bien sabido que los cuentos de hadas clásicos tienen una poderosa raíz folklórica; esta última, sin embargo, es mayormente europea. Su reescritura e interpelación desde la especificidad latinoamericana es otro elemento subversivo característico de la obra de varias de estas autoras, entre ellas Giovanna Rivero: la cosmovisión precolombina se descubre como una fuerza poderosa y tenaz, que discurre de manera sibilina entre lo evidente, y se resiste a ser domada con finales felices. No se trata de señalar con espanto la otredad en lo ajeno ni de reconocerla con horror en lo familiar, sino de descubrir la propia capacidad, el propio poder, de generar esa diferencia y de nutrirla, de acogerla en tanto en su fragilidad como en su violencia.
Esto es lo que, me parece, está a la base de lo siniestro femenino y de la propuesta narrativa de Giovanna Rivero. “Búsqueda profunda, conocimiento peligroso, precipicio fascinante”, como dice una de sus narradoras. La sombra de un monstruo feliz y desesperado. Relato de formación en constante reescritura.
Giovanna, muchas gracias por estar aquí. Para empezar a conversar, me gustaría saber qué piensas de esta diferencia que plantean muchos colegas entre el fantástico femenino y el fantástico feminista. ¿Estás de acuerdo con esa distinción?
Giovanna Rivero: Antes que nada, quisiera dar las gracias por la invitación. Sobre tu pregunta, pienso que mirar un texto como gótico feminista es querer empujar otra vez a las locas al ático o al tercer patio, es decir que esta narrativa está instrumentalizando un género, usando los recursos retóricos narrativos alegóricos de ese género para instaurar una agenda ideológica en la lectura, y eso, por un lado, empobrece muchísimo el goce de quien lee, como si fuera un programa ideológico disfrazado de gótico, y por otro lado, es no ver la enorme complejidad de la creatividad de las escritoras.
Tengo mucho cuidado de no pretender encarnar una voz de legión, porque hablo desde mi camino y mi experiencia literaria, y desde ahí puedo encontrar puntos de coincidencia, pero siempre intento hacer esa salvedad, esa advertencia de que voy a hablar de lo mío, de cómo yo he vivido la escritura. Y el gótico estuvo siempre en mi sensibilidad, sin ser yo consciente de ello, por el tipo de lecturas que hice desde muy niña, por el tipo de leyendas orales que forman parte de cómo veo las cosas, cómo las siento. El gótico no es una adquisición a posteriori, no es un consumo que hice cuando ya había comenzado a escribir, sino que estaba en mi espíritu, sin que yo supiera que eso tenía un nombre y que encontraba raíces históricas en la plástica o en la arquitectura o en tradiciones literarias sobre todo europeas que América Latina, con su enorme capacidad de resemantización y relectura barroca, ha incorporado en su torrente sanguíneo. Entonces lo que yo puedo decir es que por lo menos mi gótico no nace de un compromiso ideológico, para nada, nace de una sensibilidad muy salvaje, muy intuitiva, y que coincide con algunos intereses por lo que Freud podría llamar un mundo psíquico femenino. Uno de ellos es la maternidad como un proceso de mutación tremendo en todo aspecto.
PPA: Es muy recurrente en tus cuentos esa inquietud que genera la maternidad y que se manifiesta de forma concreta en una monstruosidad, tanto del yo como del otro, del hijo. La figura de este niño monstruoso es una pesadilla recurrente con la cual, sin embargo, tus personajes femeninos aprenden a convivir y relacionarse sin espanto. ¿Cómo concibes esas contradicciones de la maternidad y cómo las encajas dentro de tu proyecto escritural?
GR: Yo creo que algunas de esas obsesiones que tengo con la maternidad nacen de cómo uno lee algunos acontecimientos en el primer laboratorio sociológico que tiene, que es la familia. La familia da algunas claves que luego uno hace crecer como un rizoma hasta convertirlas incluso en traumas adquiridos, que no necesariamente has vivido con el cuerpo o con la experiencia personalísima, pero sí con la mirada de ese mundo que es la familia. Un mundo que puede estar integrado por una sola persona, que puede ser la abuela, la madre, o, como en mi caso, por toda una tribu. Hay un relato que acompañaba mi infancia: mi abuela tuvo muchos hijos y en uno de los partos tuvo gemelos: uno de ellos vivió, pero el cordón de ese niño estranguló al otro, que murió. Mi abuela siempre lo contaba con una gran naturalidad, nos decía que el niño que murió ahorcado estaba ahí, apuntando al piso de un pasillo que conectaba el patio con el comedor.
Al principio yo sentía como si estuviera profanando un espacio sagradísimo que era el pasillo. Intentaba saltar sobre esa tumba bastarda. Ella me decía que a veces lo escuchaba llorar ahí, así que esta idea de que mi abuela seguía siendo madre de un muertito y que, por otro lado, la vida misma había tomado un curso a través de mi tío vivo, que la vida en toda su contundencia estaba ahí en mi tío joven estudiando y el muertito había quedado encerrado en una cápsula del tiempo (y en una cápsula real del pasillo), es la semilla fundacional de por qué veo la maternidad como esta dualidad que por un lado da vida y, por otro, también puede prometer la muerte, la clausura, el tener un cadáver encerrado. A partir de eso fui regando esta planta monstruosa de la percepción que yo tenía de que esa era la forma de ser madre, pero además esto fundó otra de mis obsesiones, que es la gemelidad.
Esto tiene que ver un poco con eso: una escena que me parece bellísima y a la que le he hecho pequeños homenajes secretos es cuando en la saga de Alien la teniente Ripley asiste el parto que está sufriendo la criatura alienígena, nace el bebé alienígena y ella se acerca. Esa escena me parece de puro instinto, podemos llamarlo maternal si queremos, pero también simplemente animal de preservación de cualquier especie, porque en esa escena el personaje le pone el dedo y esta criatura monstruosita lo toma en esta acción prensora que tienen muchas especies, de agarrarse a la vida, tal como el ser humano tiene el instinto de levantar el cuello para leer el mundo. Para mí esa escena ha sido una de las que me enriquece mucho y cuando escribo la recuerdo mucho.
PPA: Una de las cosas que me llama muchísimo la atención de tu obra es cómo se experimentan lugares, tópicos, incluso arquetipos clásicos de lo fantástico, como el doble, que está implícito en la gemelidad, pero también el espacio doméstico, la casa, como un lugar maldito u ominoso, y los fantasmas, los autómatas. Sin embargo, tus personajes los viven y los enfrentan sin esta característica del espanto, que era propio del gótico clásico, del primer fantástico, ese que teorizaron primeramente varones. En ese sentido, ¿te parece que esta relectura, esta nueva actualización del fantástico que hoy se está dando en Hispanoamérica, particularmente en la pluma de mujeres, es distinta del fantástico clásico más conocido, que fue aquel de autoría masculina? ¿Ves una diferencia allí?
GR: Sí, sin duda. Para mí un referente más canónico de un gótico que me interesaba explorar es el que leo en Juan Rulfo en general, pero en Pedro Páramo en particular, por supuesto: esta exploración que une la oscuridad con lo político, con la venganza por la tierra o una revolución fallida, me parece un gótico precioso que leí muy temprano y que es de donde bebo, además de los cuentos de hadas.
Pienso que sí es cierto que hay una coincidencia en este momento, un impulso, no diría generacional, sino histórico: un momento del siglo XXI en que pareciera que estos arquetipos hacen presencia y de repente, quizás (todo lo voy a decir como explorando un pantano, sin certezas) la mirada, la forma de leer de las escritoras mujeres ha estado más presta a escuchar esas voces arquetípicas, a esos fantasmas, porque estamos entrenadas, de alguna manera, histórica y culturalmente, para escuchar relatos que no son hegemónicos, o para leer entre líneas o para escuchar el pequeño relato del cotidiano, la leyenda oral. Ese entrenamiento tenía que explosionar y dar frutos, y en ese sentido pareciera haber una mediumnidad colectiva, que puede bajar del cosmos a la tierra de la letra estos arquetipos.
Sin embargo, siempre también me cuido de no leer en paquetes, intento buscar la singularidad de las escrituras, porque si no, creo que volvemos a caer en el error de la omisión, de la ceguera, del reduccionismo. En vez de decir que todas escriben este gótico intento buscar la singularidad, porque mi ambición, mi anhelo, es que también me lean desde la singularidad. Creo que al crear taxonomías muy abarcadoras se corre el riesgo de hacer lecturas pobres y de perdernos el secreto de cada escritura.
PPA: A propósito de las etiquetas que acabas de mencionar, dentro de este boom (que es otra etiqueta, ¿no?) de la literatura fantástica femenina, hay una subetiqueta que es la del gótico andino. ¿Te sientes cómoda con eso? ¿Te parece pertinente?
GR: Otra vez voy a enunciar mi postura desde mi caso muy particular. La sensibilidad gótica estuvo siempre en mí, o yo estuve siempre dentro de la sensibilidad gótica, nos contuvimos la una a la otra, de tal modo que cuando se puso de moda en la conversación cultural o del periodismo hablar del gótico con mucha naturalidad y, a veces, sin mucha reflexión, yo sentía que esa nominación había llegado un poco tarde para hablar de mi trabajo. Yo la habría aplaudido y me habría sentido súper agradecida hace una década, pero ahora siento que hasta me produce un poco de bostezo.
Una de mis luchas dentro de mi país ha sido proponer (aunque obviamente no la inauguré yo, ya que tenemos todo un costumbrismo dentro de la literatura del oriente boliviano y quizás lo mío se instaló en ese costumbrismo, sin yo ser consciente) otra vez el paisaje como una fotografía de estos mundos siniestros, de esta longitud de onda más oscura. Y no solo el paisaje andino, porque yo sentía y siento que en la literatura boliviana de algún modo hubo un poder andinocéntrico, que provocó que la literatura que se creaba en otros lugares, como es el oriente boliviano, de donde yo soy, fuera vista a menos o colocada en la estantería del mero costumbrismo, sin mucha capacidad o aura filosófica.
De modo que si alguien me dice que lo mío es gótico andino, yo me detengo a respirar un poco, porque me pregunto qué pasó con lo que yo he hecho, lo que he intentado. Y no es que no haya pasajes o paisajes o personajes andinos en mi trabajo, los hay, y muchos, porque también viví en una época muy porosa de la juventud en La Paz, cuando me fui a estudiar en la Universidad Católica en La Paz, entonces obviamente ese mundo también está presente en mí, pero no es el único. Por ejemplo, en Para comerte mejor tengo un vampiro que, después de hacer un recorrido secular por los milenios, recala a orillas del Mamoré, que es un afluente del Amazonas en el oriente boliviano. Yo quería que fuera a morirse de sudor: no es no más chupar sangre, es sudarla, entonces quería colocar a mi personaje en este lugar impensable para un vampiro. Por lo tanto, si alguien me preguntara si ese cuento es del gótico andino, sin duda tendría que decir que no. En todo caso si queremos adjetivar este paisaje donde se mueve este vampiro, tendría que ser un gótico amazónico o tropical o algo así.
PPA: Respecto al paisaje, ¿te parece que todavía sigue vigente esta etiqueta que alinea la sensibilidad femenina con lo natural, con lo agreste, esta visión decimonónica donde la mujer era una especie de Pachamama que había que civilizar y colonizar?
GR: Creo que era Hemingway el que decía que uno debería saludar a sus amigos en una carta contándoles cómo está el clima y, del mismo modo, uno debería empezar un cuento diciendo cómo está el clima, porque esto hace que tu personaje tenga una dimensión material en la cual experimentar su cuerpo. No es que yo tome eso como una máxima, pero me parece un síntoma al que siempre me gusta prestarle atención: entender dónde vive un personaje, qué ve todos los días o cómo es su línea del horizonte, si una montaña le impide ver otras cosas más allá o si está en una planicie tan enorme que parece un palimpsesto. Así que siempre me interesa la atmósfera material, no solo como manifestación de una tragedia climática, sino que la materia del paisaje como algo que integra también la formación ideológica de un personaje. Estar en el mundo es estar en un paisaje.
Sobre tu planteamiento, pienso que hay una especie de postromanticismo, o postpostromanticismo, o incluso un contrarromanticismo, porque el Romanticismo puso al sujeto en su primera individualidad contra el universo o el gran paisaje para experimentar el goce de lo sublime. Yo creo que ahora más bien se está generando, con un recurso similar, el efecto contrario: hay algo demoníaco en mí cuando miro el paisaje. A diferencia del sujeto sublime, lo que hay es un sujeto con una gran conciencia de su próxima extinción causada por sí mismo, y hay una gran galería de personajes que están en ese límite. Entonces, la mirada del paisaje ya no puede ser romántica, es la mirada de un condenado a muerte, alguien que sabe que este último vínculo con el estar en el mundo es súper frágil.
PPA: Hay un ejercicio que me parece que en tu literatura se hace con mucha ternura, tratas al monstruo con mucha ternura, lo que implica una cierta forma de sanación, en el sentido de reconciliarnos con nuestras propias partes rotas. ¿Te parece que eso puede permitirnos pensar quizá la escritura femenina de herencia fantástica como una especie de relato de formación?
GR: Sí, me gustaba muchísimo esta idea del relato de formación, de este bildungsroman de nuestra monstruosidad. Me parece una idea maravillosa y generosa porque nos permite hablar del tema desde muchos ángulos. Y me gusta también que hayas notado la ternura de mis personajes cuando tienen que resignarse, porque empieza por la resignación de decir: «he parido un monstruo», «soy un monstruo» o «me toca amar a un monstruo». Lo entiendo además como una resignificación del mundo, porque ¿qué otra cosa es eso, resignarse, sino volver a signar las emociones?
Esto también tiene que ver con una educación sentimental que es muy contaminada, muy profana, una educación sentimental que podría alimentarse tanto de leer un tratado de filosofía sobre el amor como de leer una novela rosa, de escuchar baladas, de escuchar leyendas de pueblo. Es una educación sentimental entrópica, que no tiene lugares de gran altura, de exquisita literatura, que se alimenta también de los relatos más profanos, más sucios, más pequeños. Y eso porque qué otra cosa es el monstruo sino una gran heterogeneidad. El monstruo se define por su enorme heterogeneidad, su desorden, su incapacidad de adscribirse a una sola mirada ideológica o a una armonía del mundo; al contrario, él es la disrupción del desorden. Entonces creo que para entenderlo, para generar esa empatía, es preciso venir de un lugar similar, un lugar de enorme entropía, donde no hay arriba y abajo, derecha o izquierda, porque todo tiende a explosionar. Quizá por eso el gótico me parece gozoso, porque por fin vuelve a dar cabida a una lectura del mundo que nos exige mirarlo así. El cientificismo y positivismo de los siglos pasados son lecturas que nos han hecho muchísimo más daño que bien.
PPA: En ese sentido, también es liberador, ¿no? En tanto nos permite acercarnos a ese mundo posible, pero sin miedo, sin angustia, sin terror.
GR: Sí, totalmente. Es liberador porque el supuesto rigor que muchas veces se exige en la ciencia, en la intelectualidad, o incluso a veces se aplica a los cuentos (cuando se dice que un cuento es redondo o es flojo, como si lo midiéramos con una vara), pasa por otro lado, tiene que metabolizarse y volverse pasión. Creo que la palabra rigor nos habla más bien de una pasión que fue reprimida por el capital, que dijo que debemos ser rigurosos porque hay que crear una industria del conocimiento. Pero quizás el rigor no es otra cosa que pasión, y es liberador poder, a través de la mirada del monstruo, desordenar ese rigor.