Que los jóvenes históricamente han sido motores de los cambios sociales no es novedad. Desde el Mayo del 68 en París, las protestas en Tiananmén el 89, hasta la reciente rebelión en Hong Kong y el último movimiento en Chile han sido protestas impulsadas por jóvenes. Más allá del contexto y razones políticas, todas han sido expresión de un distanciamiento entre los objetivos y formas que sustentan las nuevas y las antiguas generaciones; una separación entre las metas y modos de quienes tienen el poder y de quienes lo cuestionan. ¿Es este distanciamiento generacional determinante en el acontecer político? ¿Es esta falta de cercanía entre grupos de personas nacidas en épocas distintas un factor que define el curso de la política? Alguien dijo que la incomprensión entre las generaciones se correlaciona con la magnitud de los cambios entre una y otra. Suena lógico. Pero no es claro que las diferencias generacionales sean un factor principal en la política real. No en aquellos espacios donde, al menos hasta hoy, se toman las decisiones: el gobierno y el parlamento. En política, todo se trata de poder. Poder para tomar decisiones en función de ciertos objetivos. Los propios. Y las relaciones también se definen en términos de poder. Para decirlo de manera brutal: si tienes una correlación de poder favorable, no requieres acercar posiciones ni hacerte entender. Porque el diálogo y acercamiento a tus eventuales adversarios –generacionales o de otra índole– solo son necesarios si sirven a tus objetivos. Después de nuestra última elección, casi un 20% de los diputados pertenece a la generación Y, los milenials. No es poco. ¿Ha habido un cambio en el funcionamiento de ese poder del Estado? Ellos dicen que sí. Que quizás no han cambiado las estructuras de poder pero sí hay avances en las formas: más presencia de organizaciones sociales en las comisiones de la Cámara, un trato más horizontal, menor formalidad en las relaciones.

Podríamos pensar, entonces, que vamos encaminados hacia un acercamiento de posiciones entre generaciones de políticos. Que tras estas nuevas formas subyace un cambio en el fondo, una lenta pero real transformación de las estructuras de poder. Pero la historia de la política tiene numerosos ejemplos de transformaciones que en la práctica no alteran el esqueleto del poder de manera esencial. Los cambios en las formas pueden ser expresión de un avance real en el entendimiento, o un intento por ganar votos, impulsado por asesores de marketing o especialistas comunicacionales. Existe una diferencia entre los cambios externos e internos.

O, hablando del Congreso, entre los cambios extramuros e intramuros. La Revuelta de Octubre podría ser un ejemplo de ello. Las demandas ciudadanas expresadas por años no fueron consideradas hasta que se puso en jaque el poder de las instituciones. Casi de inmediato escuchamos una rápida y fácil comprensión del problema, mea culpas por la falta de sintonía, y acelerados anuncios de soluciones. Después de décadas de incomprensión, de una obstinada incapacidad para la empatía y de no hacerse cargo del distanciamiento y descrédito de la política –realidad que las encuestas han evidenciado desde hace más de una década–, ahora todos entienden. Incluso dicen ya haber cambiado. Más allá de que efectivamente exista un distanciamiento generacional en el Congreso, no es lo determinante. No para la toma de decisiones. El sistema siempre mostrará capacidad de adaptación, en tanto no se toquen los verdaderos cimientos del poder. Para una mejor democracia y una mejor sociedad, se requiere respeto real por el otro, por el ser humano y sus necesidades, deseos y sueños. Y estar dispuestos a cambiar, independientemente del año en que nacimos.