«Todas las familias felices se parecen –dice Tolstói al comienzo de Ana Karénina–; las infelices lo son cada cual a su manera.» Una frase que las mil páginas que siguen contradicen de manera patente. Porque en esta novela la felicidad de Lyovin es más inesperada y complicada que la infelicidad de Karénina, que nos interesa justamente por su falta de originalidad, porque podemos predecir desde el primer minuto su desgracia, que ocurre paso a paso, de una manera fatal.

Las familias infelices, las que cargan secretos terribles, las que se desangran y vuelven a desangrar ante nuestros ojos, se parecen entre sí tanto o más que las familias felices, solo que la previsible forma de su fracaso nos interpreta de una manera que nunca lo hará esa felicidad de la que no nos interesan los detalles, porque nos desafían, porque nos obligan a alcanzarlos, porque su felicidad vive justamente fuera del tiempo que contamos en desgracias y en secretos.

Las familias felices se parecen como se parecen los chinos para quien no tiene amigos chinos, o como se parecen los blancos para los negros de Haití. Si las conociéramos en detalle nos daríamos cuenta de lo distintas que son, pero dejarían también de ser felices, como los chinos de ser chinos, o los negros para quien vive entre ellos mucho tiempo. Las familias felices se parecen porque a nadie le importa o le interesa demasiado su felicidad, que tampoco les interesa explicar  a ellos (si su felicidad es auténtica). Las familias que no tienen secretos tampoco tienen nada que contar. Su felicidad consiste en eso, en que no tienen nada que esconder, o que eso que tienen que esconder está tan oculto que no pueden acceder ni ellos.

Las familias felices están cerradas en su propio teatro, hablan un idioma propio también. Son las infelices las que necesitan espectadores, las que estallan y florecen ante nuestros ojos para tratar de entenderse a sí mismas. Un intento que rara vez logran completar, pero que nos permite mirar de través con una distancia imposible nuestra propia tragedia, nuestra propia comedia, nuestra propia farsa familiar.

La desgracia de una familia es la forma de entrar en un mundo que, si no, estaría cerrado a nuestra mirada. Decenas de libros sobre Augusto Pinochet y su gobierno no lograron la sensación de proximidad, de compasión y de desprecio que sentí al terminar Doña Lucía, de Alejandra Matus. Pude ver a Pinochet como víctima de las obligaciones y mentiras de una mujer insaciable, pero también pude ver en esa mujer que odiaba su casa y que nunca logró que la comprendieran, ni dentro ni fuera de ese hogar, a su primera víctima. La cobardía que lo obligó a muchos actos de temeridad inesperados se explica en ese infierno íntimo que creó con su mujer, antes que en ninguna parte. Pinochet estuvo muchas veces a punto de ser otra cosa que el dictador sanguinario, astuto y gris que fue. Pero sabemos también que, desde el minuto en que sus ojos hambrientamente azules se encuentran con los ojos castaños de Lucía, la máquina infernal no puede más que producir esos monstruos perfectos que al no poder ser modestamente felices lograron ser mundial e históricamente infelices, por una eternidad de recortes de diarios y minutos de televisión.

Ese hombre de familia tan infeliz puertas adentro no dudó en hacer aprobar una Constitución, la de 1980, que empieza justamente consagrando a la familia como el órgano fundamental de la sociedad. La mente gris detrás de esa Constitución, Jaime Guzmán Errázuriz, buscaba en curas, mandatarios y dictadores al padre que se arrancó de la casa para intentar lo que esa Constitución se cuida de prohibir desde la primera línea: la posibilidad de ser solo y sin testigos uno mismo.

La familia, núcleo fundamental de ese fruto  que no quiere ni puede madurar, soluciona de una sola vez el abismo a los Pinochet y Guzmán, abismo al que la mayor parte de los chilenos más tememos: la soledad que, sabían ellos dos, era la consecuencia fatal de la libertad.

Ser solo y libre es una ilusión fatal de la que ambos querían librarnos. No somos solos ni libres ni siquiera cuando más creemos serlo. La familia nos liga con eso que somos antes incluso de ser alguien, una historia de abuelos, de bisabuelos, hasta el fondo del tiempo. La genética, que nos obliga a ciertos talentos y ciertos olvidos que no decidimos. La familia sabe eso, que no decidimos nada en la vida. Que a lo más podemos decidir elegir lo que ya fue elegido para nosotros. La familia nos obliga a la más difícil de las tolerancias: tolerar lo que sin ti es tuyo. Dialogar en un idioma que nunca aprendes del todo a descifrar porque es demasiado tuyo para ser comprensible.

En Nueva York puedes ver y oler la diversidad de los colores de piel, de religiones, de costumbres cruzando la misma vereda. Si con paciencia averiguas quiénes son esos extraños, encontrarás estudios, ideas, edades y condiciones económicas cada vez más parecidos. Como observa Chesterton, en la familia la diversidad es obligatoria, e inevitable. El abuelo va a morir, los parientes pobres conocen barrios que tú no cruzarías jamás si no fuera por tener que ir a verlos una vez al año. En una familia habitan bajo la máscara de un mismo origen todos los destinos posibles, unos destinos que el parentesco te obliga a asumir como propios. Las afinidades electivas, hijas de nuestra limitada imaginación, terminan donde esta termina. Nuestros sueños son siempre una versión simplificada de nuestra realidad. La fantasía empieza donde no podemos ni sabemos elegir. Los guionistas de telenovelas lo saben mejor que nadie. Cuando la pobre niña del campo se cansa de estar enamorada del hijo del patrón, cuando el amor empieza a deshilacharse de capítulo en capítulo, se descubre que la niña es hermanastra de su amado imposible. O un padre que nadie recordaba aparece, o los pobres resultan herederos de los millonarios y viceversa. La voluntad que da comienzo a las historias no logra que estas avancen hasta el final. Los secretos que importan, los que duelen, necesitan más de un guardián.

Los meteoritos nos espantan y fascinan mientras caen, pero al final nos importan más las constelaciones. El brillo de las estrellas nos atrae al principio, pero luego, muy luego, nos interesa más entender el espacio vacío que las mantiene colgadas, en distancias exactas, dibujando en el cielo los signos del zodíaco que al nacer nos dicen si vamos a ser testarudos, audaces, tímidos o peligrosos. La familia es justamente esas líneas que convierten las estrellas separadas en una serie de signos legibles. No sabemos si esos dibujos en el cielo dicen lo que leemos en ellos; solo sabemos que agruparlos en señales, que convertirlos en dibujos, es nuestra forma de leer el mundo. El periodista y el escritor de hoy apuestan a contarnos las estrellas separadas y solas en el abismo del universo. Se interesan como los astrónomos en los agujeros negros y en las estrellas muertas. Su investigación gana quizás en originalidad y patetismo, pero termina por alejarnos del cielo y sus estrellas. Termina por mostrarnos el universo como un capricho y a los seres humanos como impotentes voluntades que no cambian nada. El diario nos niega esa verdad todos los días. Sabemos al leerlo que la visión del mundo de Dickens o Balzac es insuficiente, pero sabemos también que es más vasta que la de Kafka o Flaubert, hombres que tuvieron la lucidez y la ceguera de no tener hijos, es decir, de quedarse fuera de esa cadena infinita de mentiras piadosas y verdades despiadadas que son las familias.

Desde el minuto en que los ojos hambrientamente azules de Pinochet se encuentran con los ojos castaños de Lucía, la máquina infernal no puede más que producir esos monstruos perfectos que al no poder ser modestamente felices lograron ser mundial e históricamente infelices, por una eternidad de recortes de diarios y minutos de televisión.

Las novelas, dice Elias Canetti, siempre hablan de metamorfosis. Y no hay metamorfosis mayor que esa que te hace cambiar de nombre y rango, la que te hace cambiar de una tribu a otra, en esa guerra secreta y perpetua que en plena paz sigue rigiendo los destinos del mundo. Proust, como Joyce, como Woolf, intentó él también escribir la historia de una estrella sola y distante perdida en el universo. Pero al querer contar esa historia completa, al tratar de conectarla inevitablemente con la historia de su país y época, no puede evitar contar una serie de secretos de familias que se cruzan y entrecruzan como en las teleseries o las epopeyas, de Homero en adelante. Porque los salones en el que cree que el mundo se divide son solo un escalón para ese salón final y definitivo que son las familias, esos ejércitos en sus cuarteles de invierno, primavera y verano que son los Guermantes en que madame Verdurin se convierte en duquesa y Gilberte Swann se convierte en madame de Saint-Loup.

Para contar la historia de una impotencia la familia suele estar de más; para contar la historia del poder el periodista, el escritor, el historiador se ven obligados a recurrir a la genealogía. Recuerdo cuando en los quioscos de Barcelona vendían cada semana un capítulo de la serie de la BBC Yo, Claudio. Traté de convencer a mi mujer para que la viéramos juntos. Los primeros minutos se burló de mi empeño.

«Es horrible, todo se ve pobre», exclamó ante ese grupo de ingleses que bajo la triste luz de un estudio de Londres jugaban a tener nombres romanos. «¿Esa es la abuela de Claudio?», me preguntó de pronto, impresionada por el grado de maldad de Livia, la esposa de Augusto. Sabía, cuando me hizo esa pregunta, que estaba tan enganchada como yo con la serie. Fue quizás el invierno más feliz de mi vida. Esperábamos anhelantes un nuevo capítulo de este culebrón familiar lleno de intrigas y secretos que eran al mismo tiempo la historia íntima del pedazo más sabroso de nuestra civilización. Robert Graves, el autor del libro en que se basa la serie, explicaba en sus entrevistas que no había hecho otra cosa que recortar y pegotear páginas de Tácito y Suetonio. Pero no es así: su trabajo era mucho menos inocente que eso. Tácito y Suetonio escribían la historia del imperio dividiendo sus crónicas en magistraturas, gobiernos, consulados. Robert Graves convirtió todo eso en la historia de una familia, los Julio-Claudio, que conspiran, se casan, se envenenan, se vuelven a traicionar, pasan de la demencia a la paranoia. Todo ello encerrados en los patios de una casa sin fronteras, en la que parecía ocurrir todo lo que importaba del imperio.

La serie no necesitaba detenerse en la crueldad de Calígula, Tiberio o Nerón. El sexo era apenas sugerido y no había gladiadores sudorosos por ninguna parte. Lo que la hacía apasionante no eran los emperadores sino Livia, la abuela de casi todos, la matriarca cruel que gobernaba a través de los secretos. Al morir ella, la intriga busca en Mesalina una heredera. Pero su voracidad sexual la hacía más cómica que temible. Solo Agripina, la madre de Nerón, volvía al final a cumplir ese papel, la de la matriarca de la que sus descendientes no pueden escapar, aunque saben que a su lado corren todos los peligros.

Muchos años después fuimos con mi mujer víctimas del mismo truco, aunque sin la coartada imperial que nos permitiera darle un barniz cultural a nuestro evidente voyerismo. En Los Soprano la madre, que no por azar se llama también Livia, volvía a ser el principal enemigo de Tony, el protagonista. Un enemigo que no podía eliminar de su vida como a los otros, un enemigo al que estaba atado para bien o para mal.

La muerte de Nancy Marchand, la actriz que interpretaba a la madre de Tony, obligó al creador de la serie, David Chase (que le había concebido como una forma de exorcizar sus propios demonios familiares) a buscar un nuevo centro de batalla en la propia casa de Tony, dentro de su familia nuclear. No hacía otra cosa que ampliar a niveles demenciales el abrazo que Michael Corleone le da a su hermano Fredo en La Habana, el Año Nuevo del 59, en El padrino II. Al Pacino, el actor que tuvo la desgraciada suerte de actuar esa escena que se traga toda las otras que ha filmado, gime en los brazos de su hermano, susurrándole:

You broke my heart

Y sentimos que es nuestro corazón de espectadores el que se rompe en ese segundo. A lo largo de la trilogía Michael viviría muchas traiciones, planeará muchas otras, pero lo que diferencia a esta de cualquier otra es que se sella con un abrazo lleno de un amor tan inevitable como es inevitable la venganza que le sigue.

La fuerza de la familia como centro dramático de una historia es justamente la imposibilidad que tenemos de romper con esos vínculos que no escogemos, sino que nos escogen a nosotros. Porque por más que quiera serlo a su modo, por más que abandone su papel de todas las maneras posibles, el padre sigue siendo –antes de ser esa cosa incierta que es él mismo– el padre. Y la madre es la madre, todas las madres y esta, y la hermana pequeña, el hermano mayor. Los coturnos y las máscaras que los actores griegos usaban para representar a Edipo quitándose los ojos, a Antígona desenterrando a sus muertos, a Orestes perseguido por las moscas, eran en el fondo representaciones realistas de nuestra vida dentro de la casa. Ahí, en ese lugar que creemos que  no tiene público, en ese templo que nos gustaría soñar tan privado, nos espera el más vertiginoso de los escenarios, la más pesada de las máscaras, los parlamentos más estudiados, las lecciones del coro y el final siempre inevitable.

Las tragedias griegas no contaban más que eso, secretos de familia que destruían a hombres y reinos de una sola vez. Misterios, parentescos, traiciones que no podemos vengar sin matar una parte nuestra. Historias puertas adentro en la que se mezclaba desde el Olimpo otra familia, la de los dioses. Los griegos inventaron la democracia y al individuo, pero cada cierto tiempo recordaban en sus teatros que el destino de quien nació de una mujer es cualquier cosa menos nuestro.

Ningún griego se sentaba a ver las obras de Sófocles o Esquilo sin saber de antemano el final de la historia. El placer que sentíamos mi mujer y yo al ver Yo, Claudio o Los Soprano tenía que ver con la repetición infinita de las mismas torpezas, los mismos errores, caídas, que eran también nuestras caídas, nuestras torpezas, nuestros errores y los de los que nos engendraron, en una cadena de seres mojados que se dan la mano en un muelle azotado por la tempestad.