Parte de la relación que tenemos con los días está determinada por la decisión de usar o no pantuflas sin esperar que caiga la noche. Palabra que suena como un suspiro, un descanso. La pantufla es el relevo del zapato y, como dice Wikipedia, «calzado suave de uso doméstico». La pandemia volvió todo doméstico. Las pantuflas ganaron el quien vive, y su uso los orientales siempre lo han tenido presente.

Reconozco cuando mi vecina viene a pedirme o a dejarme algo por el sonido de sus pantuflas en el pasillo, grandes orejas de perro cuelgan de sus pies. Hay versiones de pantuflas para adultos asociadas al mundo infantil, mezcla de inocencia y ridiculez: desfilan en pies que calzan 37, 39, 41… Antes las abuelas las tejían, o distinguidas pantuflas de cuero se asomaban en la vitrina de zapaterías que ya no existen. Habría que pensar un posible emprendimiento en esa distinción y calidad. Las Crocs o sus derivadas más económicas en goma eva ahora conforman la modernidad de la pantufla, como un tránsito intermedio antes del zapato o zapatilla. ¿Quién lleva sus pantuflas a los viajes?

Hay quienes no ocupan pantuflas por considerarlas el vestuario de lo decadente, lo mismo pasa con el buzo, pero es necesario reconocer que el buzo y las pantuflas han sido los más fieles acompañantes durante la pandemia. Un amigo me dice que siempre ha imaginado la hache de la palabra «humillación» vestida con una bata sin espalda y blancas pantuflas con el logo de una clínica o de un hospital. Él no usa pantuflas, por cierto, necesita suela gruesa y firme para pisar, dice que se siente más constituido. Otrxs preferen andar descalzxs por la casa para estar con los pies en contacto con la tierra. Mi mamá durante la cuarentena se paseaba por el patio de su edificio en pantuflas; después las lavo, decía. Atuendo poco sexy, pero ya ha dejado de pensar en la imagen que proyecta, renunciando a algunas formalidades.

En las ardientes noches de verano mejor dejarlas guardadas en el velador, la casa que alberga a las pantuflas, y podemos reemplazarlas por las chalas o la chancla que deja libre los dedos y el talón. Con la chancla te voy a dar, decía en broma la señora que me cuidaba de niña. En México a la vagina le dicen pantufla, y en mi adolescencia a un amigo le decían «el Pantuflo» por la forma de su cara.

Es posible que lxs que sentimos debilidad por la cama seamos más proclives al uso de la pantufla y sus derivados.

Las pantuflas tienen la deferencia de durar mucho tiempo. ¿Y cuándo se renuevan? Cuando ya se han aplanado tanto por el uso que parecen una pura suela y la separación entre el suelo y los pies es casi imperceptible, se vuelve a sentir el frío del piso. O cuando en el lavado al cambio de estación sus bordes comienzan a deshacerse y se pulveriza como un peluche que pierde el relleno en nuestras manos.

Recuerdo a un señor que vivía con su madre, cada mañana ella esperaba sentada al borde de la cama que le calzara las pantuflas. Luego comenzaba a desplazarse por el departamento arrastrando sus pantuflas como una lija por el piso enchapado. Nadie me quita la idea de que a su hijo le irritaba tanto ese sonido que llegó a quedar sordo de un oído; quizás se activó en su cuerpo un mecanismo de defensa que bloqueó la entrada a todo ruido, como si se bajaran los tapones de un tablero eléctrico. Lo gracioso es que ahora él no se saca sus pantuflas escocesas, y, para verse más formal, los domingos se pone un pijama también escocés. Al morir su madre lo único que conservó fueron sus pantuflas, como una forma de trazar una línea del tiempo y de preservar –ahora en silencio– su andar por la casa.