Presentación de Juana Inés Casas

 

 

“El problema es que los finales y los comienzos se superponen, y entonces una cree que algo está terminando cuando en realidad es otra cosa la que empieza”. Eso dice la narradora de Mugre Rosa, la última y magnífica novela de Fernanda Trías.

 

Por algún motivo esta frase resuena en mí mientras escribo este texto y también mientras releo la obra de Fernanda, donde las imágenes y las visiones parecen tener la fuerza de concretarse en universos reales. Qué está antes: ¿la realidad? ¿la imaginación? ¿los sueños? ¿la ficción? Y a la hora de pensar mi lectura de sus libros ¿Está antes La ciudad invencible, el primer texto que leí de ella hace algunos años, y me marcó con escenas que conservo hasta ahora?

¿O las novelas que leí hace menos tiempo y que en cierta forma prefiguraban estos dos últimos años extraños y distópicos de la pandemia?

 

Hablo de La azotea, la novela que fue publicada por primera vez en 2001 y Mugre rosa, editada por Random House en 2020, libros que me interpelaron con preguntas fundamentales y antiguas sobre el amor, el miedo, la muerte, la supervivencia y esa necesidad a veces (o más bien casi siempre) imposible, de salvar a quienes amamos.

 

El tiempo, los comienzos, los finales, qué vino antes, qué debe ir después. También esas preguntas rondan la construcción de “Anatomía de un cuento”, parte del hermoso libro de relatos No soñaras flores, que fue publicado en Chile por la editorial Montacerdos en 2016 , y donde la narradora, que nunca termina lo que empieza, esboza el comienzo de un texto sabiendo que no le encontrará un final.

 

“Todo coexiste. La cronología es artificial, solo determinada por la emoción. Cuando resbalé por la escalera del bar, incluso antes de partirme el labio, ya estaba resbalando por la escalera de La Boca —las mismas botas, los mismos escalones de madera gastada— el día en que mi padre murió”, dice la protagonista de La ciudad invencible, el tercer libro de Fernanda, que yo primero leí en la versión de Brutas Editoras con el título de Bienes muebles.

 

“Todo coexiste. El artificio es cronológico”, repite esa mujer joven, que deambula por una Buenos Aires ruidosa, llena de locutorios y de personas solas, de puestos de flores abiertos en las madrugadas y kioscos enrejados, esa mujer que se va de la ciudad, para quedarse. Recuerdo haber leído ese texto, luego de dejar Buenos Aires yo también y pensar que sí, que esa mujer tenía razón y que, a veces, irse es la única manera que tenemos de quedarnos.

 

No hay cronologías, todo coexiste, pero aún así, debo marcar algún inicio y nombrar el país donde Fernanda nació: Uruguay, cuna de escritores como Felisberto Hernández o Juan Carlos Onetti, con los cuales comparte una tradición y una capacidad extraordinaria para observar la realidad. Y si nombro Uruguay, y hablo de comienzos, debo nombrar a Mario Levrero, su maestro y alguien que ella ha dicho fue clave en su formación como escritora, y con quien conversó de sueños, de síntomas, de fobias.

 

Luego de Montevideo, la historia de Fernanda, que es autora también del libro Cuaderno de un solo ojo, está marcada por la itinerancia. Al igual que las protagonistas de sus cuentos,  vivió en lugares como Francia, Estados Unidos, donde estudió una maestría en escritura creativa en la Universidad de Nueva York, y también en Berlín, en Buenos Aires y ahora en Bogotá, donde da clases de escritura creativa y donde aterrizó hace algunos años, de la mano de la publicación de La azotea en Colombia.

 

Y volveré entonces a esa novela intensa y atrapante escrita muchos años antes de marzo del 2020, el mes en que millones de personas se debieron confinar ante la amenaza del coronavirus. En La azotea, una mujer joven, Clara, su padre, su pequeña hija, y un canario deben convivir en ese universo asfixiante y delimitado que es un departamento. Como en esos días iniciales de la vida en pandemia,  el encierro en la novela se va haciendo cada vez más intenso, hasta que ya casi no hay posibilidad de escapatoria.

 

“Fingí estar tranquila pero la espalda se me puso rígida y sentí un tirón en la nuca, como si se me hubiera formado un coágulo de pensamientos y de palabras. Le habría querido decir que el mundo se hundía, que nosotros éramos el único mundo posible y que, de todas formas, terminaría por odiarlo. Pero me salió otra cosa, incontrolable y llena de furia:

—No hay rambla ni plaza ni iglesia ni nada. El mundo es esta casa”.

 

Leí esta frase y el libro entero en la edición que publicó la editorial Laurel en Chile a mediados del año pasado. Lo leí recluida en mi casa, ese privilegio que tuvimos quienes pudimos aislarnos en los meses donde las cifras de contagios y muertes se disparaban y todo era amenaza y miedo, al igual que en la novela. Sin ramblas, ni plaza, ni iglesia, ni nada. En el libro, la escritura logra construir un tejido asfixiante del que tampoco es posible salir, un universo atrapante en el que se vuelve difícil trazar fronteras. La realidad anticipada por un libro, la realidad construida en un texto. Imposible no volver a ese aspecto que ha sido destacado por periodistas, críticos y muchas notas de prensa: el poder premonitorio de los libros de Fernanda Trías para prefigurar tiempo antes lo que ocurriría después.

 

Al leer Mugre Rosa, aún inmersa en esta actualidad distópica, tampoco pude dejar de pensar en los múltiples vínculos entre nuestra realidad, algo extraña y extrañada por la irrupción de una pandemia y ese universo creado por la escritura de la novela, una escritura majestuosa, poética, hermosa, pero también pensada desde la inquietud por los efectos del capitalismo, el desastre climático y la voracidad de nuestros tiempos.

 

En la novela, que Fernanda terminó de escribir a fines del 2019 (antes que explotara la otra pandemia, la “real”)  hay tapabocas, tarjetas sanitarias, miedo al contagio, la “sensación de no tiempo” del encierro, días y meses indiferenciables, esloganes que se repiten,  controles, campañas sanitarias, “camiones blindados de policías” que patrullan la ciudad, e incluso escépticos ante la epidemia. Todo esto imaginó Fernanda antes de que la realidad se convirtiera en algo parecido a ese universo creado en la ficción.

 

“Yo siempre había creído que el misterio era aquello oculto que intuíamos pero que se nos escapaba; ahora sé que no. El misterio siempre estuvo en la superficie de las cosas”, dice la narradora de Mugre Rosa.

 

La escritura, pienso, la buena escritura como la de Fernanda, tiene el poder de acercarse a ese misterio y poner en escena lo que a veces creemos oculto. Tal vez por eso, a nosotros, los lectores, nos resuenan sus ficciones como espejos anticipados de nuestras realidades, tal vez por eso podemos vernos ahí en ese mundo construido por una mirada minuciosa que reconstruye cada objeto, cada ser vivo, da existencia a vientos rojos, nieblas, algas, peces muertos que parecen trocitos de “lata y vidrio arrojados por la marea”.

 

Pero también, y sobre todo, podemos reconocernos en esos personajes sumamente humanos y complejos, como Delfa, esa mujer entrañable que se transforma en una madre para una niña solitaria, o en el vínculo entre la narradora y Mauro, ese niño atravesado por un síndrome que lo lleva a devorarlo todo.

 

Podemos vernos y reconocernos en esos vínculos heridos, profundamente humanos que tienen sus personajes, de madres que no son madres y no madres que son madres, personajes que confunden el miedo con el amor,  “ese terreno inestable, esa zona de derrumbe”.

 

En esos territorios devastados hay espacio para la ternura y la belleza, como las risas de una niña ante el movimiento de la ropa “colgada en el techo vecino” en La azotea, o el regalo que escoge una madre para su hija en una mercería de barrio luego de 12 años sin verla en el cuento “La muñeca de papel”, o esa planta verde, limpia y brillosa que crece en un ambiente oscuro y saturado de nicotina en el relato “No soñara flores”. Fernanda Trías alcanza a dibujar esa vida que persiste en las tierras arrasadas, pero no como triunfo solemne “de la vida sobre la muerte”, sino como  una “simple ironía” o algo para lo cual no hay explicaciones simples o definitivas.

 

Porque, como dice la narradora de Mugre Rosa, intentar recordar causas o establecer principios y finales, es tan ingenuo como creer que la vida “es una línea”.

“El pasado, el presente y el futuro, todo revuelto en la misma máquina apachurradora de la memoria”.

 

Todo convive: los seres muertos y amados que se aparecen y nos rescatan en sueños, los recuerdos de un programa en la noche con alguien que nos hacía cariño en la cabeza, las voces de quienes no están pero aun nos hablan, lo que no fuimos, lo que somos, nuestra humanidad golpeada, imperfecta, pero también bella y entrañable, divertida o ridícula, como esas conversaciones en taxis que atraviesan las ciudades invencibles o derrotadas. Todo eso logra escribir Fernanda con una prosa impecable, envolvente y a los lectores nos deja en un estado de maravilla, de conmoción, con ganas de volver a leerla entre los escombros, tal vez porque nos podemos ver en esos personajes y sus universos en ruinas, y descubrir el amor y la belleza en escenas y gestos mínimos, tal vez porque esa lectura nos permite empezar a ver y a vernos entre toda la niebla que nos rodea, sin las certezas de los principios o los finales, ni las líneas rectas, sino en esos trazos erráticos y a veces, incluso, desesperados con los que se conforman nuestras vidas.

 

 

En nombre propio

Fernanda Trías

 

La bebé duerme. Mientras escribo esto, la bebé levanta una mano arrugada y vuelve a bajarla. Nadie sabe con qué sueñan los recién nacidos, qué parte del mundo están procesando en ese día infinito, circular, que no se rige ni siquiera por los ritmos del sol y la luna, sino por el hambre y el sueño. La bebé nació hace cinco días. Dice el certificado de nacimiento que es una niña, y dicen los lazos de sangre que soy su tía.

Poco más de veinticuatro horas luego de nacer, la tengo en brazos, apretada como uno de esos pañuelos donde los buscadores de oro guardan sus pepitas. Es tan liviana que debo mirarla constantemente para no olvidar que la tengo encima. Se ve tan vulnerable y expuesta como un molusco sin concha. Intento apartar de mi mente lo que ya sé: que ese certificado de nacimiento es también la constatación de que su vida será más difícil, que deberá abrirse camino a golpe de machete. Más aún: que durante mucho tiempo ni siquiera será consciente de esa desventaja, que deberá descubrirlo sola, quién sabe cuándo y quién sabe en qué circunstancias.

Ahora la bebé duerme, y su madre intenta hacer lo mismo. No ha podido recuperarse todavía de las veintitrés horas de trabajo de parto. Casi no ha dormido y le duele el cuerpo. Su cuerpo hinchado, su cuerpo herido, desgarrado, abierto, sangrante: su cuerpo húmedo. La he visto llorar de dolor y la he visto llorar de otra cosa imprecisa que podríamos llamar la vida, o tal vez la certeza de una pérdida que no va a hacer más que crecer y acelerarse. Mi hermano me dice que cualquier palabra se queda corta a la hora de describir el parto. Dice: “No podés imaginar lo que es”. Y no, no puedo, porque a mis cuarenta y cuatro años nunca he vivido ni viviré una experiencia similar. Pero él es un hombre de pocas palabras, y no se esfuerza en describirlo. Me deja así, en ese no saber, en ese no poder siquiera imaginar, en esa ausencia que me separa de la mayoría de las mujeres del mundo.

Todo indica que mi sobrina ha nacido con una desventaja. Si fuera una carrera, tal vez esa desventaja podría medirse en metros: diez, veinte o cien metros más atrás que otros corredores. En el ámbito del deporte, el sistema para asignar ventajas por medio de compensaciones entre los competidores se llama hándicap, pero en el idioma que será la lengua materna de ella, “handicapped” también significa discapacitado. ¿En qué consistiría esa discapacidad? El diccionario la define como “la falta o limitación de alguna facultad que imposibilita o dificulta el desarrollo normal de la actividad de una persona”. Cabría preguntarse, entonces, qué significa “normal”, porque lo normal, al igual que lo neutro, siempre se ha medido en masculino. Si el desarrollo de un niño varón es el patrón con el cual medimos “lo normal”, entonces las niñas siempre tuvimos una discapacidad, una limitación que imposibilita o dificulta nuestro desarrollo: menos oportunidades, menos libertad, y crecer con un horizonte más limitado de lo que se sueña posible.

Ahora la bebé duerme en su cuna, en la penumbra del cuarto por el que se filtran rayos de un sol brillante. Su madre se esmeró en comprarle ropa que no sea rosada, en decorar el cuarto con colores “neutros”, con elefantes en lugar de corazones, con hipocampos en lugar de princesas. Deliberadamente hemos elegido objetos azules, porque el cielo y el mar también son de las niñas. Allá donde se viaja, allá donde se va alto y profundo, lejos y ancho, con peligros y aventuras. Pero este simulacro solo funciona dentro de la casa. No bien ponemos un pie afuera es como sentir la presión del mundo exterior, la mano invisible que moldea el barro aún mojado girando rápido en el torno con el que se harán incontables vasijas idénticas.

“¿Qué es?”, preguntan en la calle.

La respuesta: “Una niña”.

En menos de una semana, es poco lo que sabemos de ella: sabemos que tiene un temperamento tranquilo, y sabemos que le han puesto un nombre, que en estos primeros días parece ser la única palabra que se pronuncia, la única palabra que tiene algún sentido. Nadie se ha detenido a pensar qué significa. ¿Qué cosa denotan esas dos sílabas? ¿Un cuerpo? ¿Un amor? Físicamente es igualita a la madre, pero daría lo mismo decir que es igualita a su abuelo materno. La cara de un bebé no tiene género, por eso la insistente pregunta: “¿Qué es?”.  Sabemos de dónde viene, pero no sabemos en qué va a devenir, ni en qué medida ese devenir tendrá algo que ver con su elección.

“Mia”, susurro, “Mia”.

Así se llama: Mia, para complicar las cosas. Porque su cuerpo será un territorio en disputa, y siendo que solo se pertenece a sí misma, ya es, por definición, de cualquiera que la nombre.

 

*

 

“Miro esta cuchara y no sé si ese pensamiento es mío o de él”, dice la protagonista de La ciudad invencible, novela breve que escribí en 2012. La narradora intenta sobrevivir a una relación de pareja con un hombre violento. La relación ya está terminada, pero la narradora descubre que el lazo que la une a su maltratador no es tan fácil de cortar, que ese lazo está tejido con las resistentes fibras del miedo. Le llevará aún más tiempo entender que ha internalizado la violencia, y que ya ni siquiera necesita que él ejecute el castigo: ella misma puede hacerlo. Se repetirá los mismos descalificativos, estará segura de no merecer nada, probará otras maneras de la autodestrucción. Es que él sigue ahí, aunque exista una “orden de restricción perimetral” que le impide allegarse a menos de diez cuadras a la redonda de la casa de ella. Si siempre quiso ocuparla, ahora él vive adentro de ella, de su propia cabeza, de sus propias manos, y ella comienza a intuir que el proceso de desalojo será arduo, tal vez imposible.

La protagonista de esa novela soy yo. Claro que nunca dije nada sobre una cuchara. Pero podría haberlo dicho. Y aunque al momento de publicar La ciudad invencible sentí tanto pudor que la llamé “novela de autoficción”, con los años pude asumir esa parte de mi pasado y me he sentido lo suficientemente cómoda como para no rechinar los dientes cuando alguien lo llama “ensayo” o incluso “diario”.

En agosto de 2012, acababa de llegar a Nueva York para empezar una maestría en escritura creativa en la Universidad de Nueva York. Sabiendo que había vivido dos años en Buenos Aires, Lina Meruane me invitó a publicar una crónica sobre la ciudad en Destinos cruzados, la colección de Brutas Editoras. Fue una invitación inofensiva, que me llevaría a enfrentar aquello de lo que más temía hablar, y que luego se revelaría como el texto que más necesitaba escribir.

Por supuesto, al principio estaba decidida a escribir sobre la ciudad y nada más que sobre la ciudad, como si una ciudad fuera algo objetivo, separado de la experiencia sensible de habitar en ella. Luego iba a entender que el mapa de mi Buenos Aires llevaba las huellas de la violencia, del mismo modo en que mi cuerpo había llevado las huellas de unos dedos, y que era imposible narrar la ciudad evitando ese gran elefante blanco que hacía equilibrio sobre una rueda en el centro de la capital federal.

Así que me había propuesto escribir sobre una de las ciudades más literarias del mundo, una ciudad que era casi un cliché, donde cada frase podía significar una zambullida en las tentadoras aguas del lugar común, y había descubierto que sobre esa Buenos Aires no tenía nada que decir, simplemente porque, para mí, esa Buenos Aires nunca había existido. La mía estaba hecha de unos ladrillos feos y para nada literarios. Al igual que otros temas “de mujeres”, como la maternidad, el maltrato dentro de la pareja tenía pocos referentes en nuestra región en 2012. Curioso, si pensamos que una de cada tres mujeres en el mundo ha experimentado alguna vez violencia física o sexual, y que esta cifra asciende al setenta por ciento, según la ONU Mujeres, si se incluye el acoso. Las escritoras no podíamos estar por fuera de esta estadística, y sin embargo los textos narrativos sobre el tema escaseaban, mucho más si eran crónicas o relatos autobiográficos.

A eso se le sumaba una segunda dificultad: cómo escribir mi historia sin caer en el exhibicionismo o en un tipo de morbo específico que rayara con la cholulería. Porque los dos éramos escritores: él, uno reconocido; yo, una casi desconocida. Durante la relación, parte del maltrato había atacado justo el centro de mi autoestima: erigido en representante de la Literatura con mayúscula, él (llamémosle R) sabía exactamente dónde radicaba mi mayor debilidad, y estaba decidido a martillar el clavo caliente en esa herida. Yo debía callarme porque cualquier intento de hablar de eso, mucho menos de escribirlo, sería inmediatamente interpretado como una manera de aprovecharme de su nombre.

¿Cómo apropiarme de mi historia?, ¿cómo nombrarla, y, en ese mismo acto, nombrarme a mí misma, sin sentir que me apoyaba en el escándalo?

“Hablar y escribir (…) son verbos que nos ha costado mucho apropiar y ejercer en el ámbito público”, dice Magela Boudoin en su ensayo Huevos de serpiente[1]. Tenía que hablar, pero no tanto por la necesidad de narrar la historia en sí, que ya había contado infinitas veces en la fiscalía, sino por la necesidad de entenderla. Al menos de intentarlo. Entender quién era yo y en qué me había convertido: ¿cómo había sido posible que todo aquello pasara?

 

*

 

En Enero, de Sara Gallardo, escrita en 1958, la autora narra el calvario de Nefer, una adolescente hija de peones de estancia en el campo argentino. Como resultado de una violación, que se cuenta en pocas frases, Nefer queda embarazada. No desea el embarazo, y la posibilidad del aborto se convierte en su única salida: “Ya nada le interesa más que esto que llena sus días y sus noches como un hongo negro y creciente”. Nefer visita a una vieja abortera, conocida por “arreglar” estos asuntos, pero no se anima a contárselo. Carga su hongo negro, que es una culpa muy grande, como un secreto imposible de confesar. En Enero, lo que más duele es el desamparo. Nadie ayuda a Nefer: ni la ley, ni la medicina, ni Dios, ni su propia familia.

En el cuento de Silvina Ocampo “Pecado mortal”, Chango, un hombre de confianza de la familia, viola a la niña mientras los demás están en un funeral, justo un poco antes de que ella tome su primera comunión. Ella no se anima a confesarse, y comulga “en estado de pecado mortal”. El nombre de la niña no lo conocemos durante el relato, porque todos la llaman “la Muñeca”. La niña no tiene la capacidad ni la voluntad para defenderse, y se deja hacer, como se dejan hacer los juguetes. Por eso, un momento antes de tenderse en el piso, ella también arranca con un peine el pelo de la muñeca con la que estaba jugando. Dos muñecas: una de carne, otra de plástico. Lo horrible paraliza, y aunque la puerta esté abierta y la familia unos pisos más abajo, “eso no facilitaría tu huida; además no tenías la menor intención de huir. Un ratón o una rana no huyen de la serpiente que los quiere, no huyen de animales más grandes”.

En 2007, Selva Almada publicó el libro de cuentos Una chica de provincia. “La chica muerta”, un relato breve que se parece más a una aguafuerte, cuenta el femicidio de Andrea Danne, una estudiante de San José, pueblo de la provincia de Entre Ríos. En 1986, a Andrea la asesinan en su propia cama, en la casa donde vivía con sus padres y hermanos, de una puñalada en el corazón. Luego acomodan el cuerpo para que parezca dormida.

En 2012 había circulado entre amigos la novela gráfica Beya (Le viste la cara a Dios), de Gabriela Cabezón Cámara. Beya propone una reescritura del cuento infantil de la bella durmiente, reelaborado como una historia de trata de mujeres, en la que la antiprincesa Beya es secuestrada por una red de prostitución. El cafishio quiebra la humanidad de esta mujer a base de violaciones, golpes y drogas. Ella descubre rápido que la única estrategia de supervivencia es la mansedumbre, y que el único alivio es narcotizarse. La historia, pensada originalmente como un cómic, tiene un final de cuento de hadas, si no feliz, sí de revancha imposible: Beya logra escapar, armada con una metralleta, y se venga de sus abusadores.

Estas violencias, sin embargo, aparecían representadas sobre cuerpos indefensos: niñas, adolescentes, mujeres pobres del mundo rural. En poco o nada se parecían a mi historia de treintañera fracasada, una historia secreta y mucho menos espeluznante, una historia sin épica, en la que me había sentido impotente y hasta cobarde. Porque a diferencia de esos personajes, yo había podido elegir, ¿o no? Yo era, cuanto menos, coautora de mi desgracia, y al igual que muchas mujeres que han atravesado experiencias similares, sentía que lo ocurrido era vergonzoso.

Oscilaba entre la negación y la incredulidad, pero la propia historia de la literatura uruguaya tenía antecedentes.

En 1914, la poeta Delmira Agustini es asesinada por su exmarido de dos tiros en la cabeza. Entonces Delmira tenía veintisiete años, y se trató del primer femicidio del país. El matrimonio había durado cincuenta y dos días, y Delmira también había sido la primera mujer de Uruguay en solicitar el divorcio “por sola voluntad de la mujer”, una causal incorporada hacía menos de un año a la ley original de 1907. Al otro día del asesinato, la prensa uruguaya y de Buenos Aires lo tildó de “crimen pasional”, y supo comprender al pobre hombre enloquecido.

Un siglo más tarde, la revictimización seguía a la orden del día. Basta con decir que las violaciones tanto de La casa del Ángel, de Beatriz Guido, como del cuento de Silvina Ocampo, “El pecado mortal”, fueron publicadas dentro de antologías sobre literatura erótica[2] en la década de los noventa, y a toda costa se evitó la palabra “violación”. En cambio, se presentaron como “la iniciación sexual de una niña”.

Escribir sobre mi experiencia era exponerme al escrutinio, al juicio, e incluso al escarnio. Yo misma me juzgaba. La culpa no tenía nada de excepcional, pero a raíz del tabú que existía en torno al maltrato y a la violencia contra las mujeres, yo no podía saberlo. En Mirarse de frente, Vivian Gornick escribe: “La vergüenza te aísla. El aislamiento era humillante. La humillación no soporta pensar en ella. Empezamos a concentrarnos en no pensar”.

El silencio es aliado del abusador, y si el sistema funciona tan bien, engranaje por engranaje, es porque corta los vasos comunicantes entre las mujeres, bloquea el acceso a las historias de las otras, y nos deja solas.

Yo nunca había hablado de estos temas con nadie, y no conocía a ninguna mujer que hubiera vivido lo mismo que yo. Nefer, la protagonista de la novela de Sara Gallardo, tampoco. La noche de la violación, Nefer va al casamiento de su hermana con la ilusión de encontrarse con el Negro, el hombre del que está enamorada. El Negro ni la mira, y Nefer lo culpa de la violación. Incluso llega a sentir que el hijo que espera es de él, del Negro, porque asume el castigo recibido como consecuencia de su deseo; la culpa es del Negro por haberla convertido a ella, Nefer, en un ser deseante. La culpa es del deseo.

Esa incapacidad para sentirse víctima del abusador yo la conocía bien. En mi caso, tenía que ver con la maraña de emociones contradictorias. Me había ido y vuelto tantas veces de la casa de R, que ya no le contaba a nadie cada vez que volvía a verlo. Se convirtió en mi secreto más humillante. No podía entender lo que me pasaba, y ese actuar errático me hundía en una perpetua desmoralización. No era dueña de mí misma. “¿Será que me gusta?”, pensaba a veces. Cualquier respuesta habría sido más comprensible que aquel vértigo de la locura: el estar convencida de que la misma persona que te maltrata es la única capaz de protegerte.

Si te quedás no es por miedo a él, sino por miedo a lo que está afuera. Primero te convertís en una niña, después te convertís en un animal. Buscás la mano que te dice “yo soy el único que te puede querer”, y te obligás a sentir agradecimiento.

 

*

 

¿Cómo representar la violencia contra las mujeres? ¿Quién debe y quién puede hacerlo? Yo solo conocía un antecedente de una narración autorreferencial, aunque escrita por un hombre, un testigo cercano, el propio hijo de la víctima. Se trata de El desierto y su semilla, de Jorge Barón Biza. El libro abre con la escena inmediatamente posterior al momento en que su padre, el escritor Raúl Barón Biza, arroja ácido a la cara de su esposa, Clotilde Sabattini.

Antes del ataque, en 1963, ellos habían tenido muchas separaciones y reconciliaciones, lo que en otro momento me habría parecido completamente inexplicable, y ahora, completamente natural. Esas reconciliaciones o nuevos intentos pueden entenderse como “recaídas”, una conducta común en cualquier adicción, que se define como un retroceso a los patrones de comportamiento y pensamiento típicos de la adicción activa, que se creían superados. En la enfermedad de la adicción, el adicto actúa por compulsión, y su pensamiento se sale de la realidad: lo que rige es el convencimiento mágico de que, contra todo pronóstico y contra toda evidencia, esta vez va a ser distinto.

Después de arrojar ácido en la cara, pecho y manos de Clotilde, Raúl se suicida. Para él termina ahí el calvario, para ella recién empieza. Por el resto de su vida, Clotilde sufre los dolores más atroces y se somete a incontables operaciones en Argentina y en Italia, que se cuentan con lujo de detalle en El desierto y su semilla. Finalmente, en 1978, Clotilde se suicida arrojándose por la ventana.

En la novela, Jorge Barón Biza describe de manera pictórica la transformación de la cara de su madre carcomida por el ácido, y una y otra vez el autor se estampa contra la imposibilidad de narrar lo inenarrable, lo obsceno: el hecho inefable de que aquello que debería estar adentro del cuerpo se encuentre expuesto: los huesos, los músculos, la carne, una calavera viva.

Mediante el acto de arrojar ácido, no solo se ataca la vanidad (una mujer para siempre incapaz de ser deseada por otro) y la identidad (esa cara conocida y nombrable), sino que directamente se procede a borrarla. Se borran los rasgos, que dejan de ser identificables no solo para los demás, sino también para sí misma. Según el autor, la intención de su padre había sido dejarla ciega, “y con la imagen de él grabada como última impresión”. Mientras está en el hospital, a la mujer le atan las manos para que no se toque la cara. Para que no se lastime, pero también para que no pueda hacerse una imagen táctil de su rostro. Se le niegan los espejos y se le niegan las descripciones. Ella ya no puede imaginarse a sí misma en tiempo presente. Dice el narrador:

 

“Sin poder verse, sin poder tocarse, solo podía pensar en su cuerpo como terreno de reparaciones, es decir, como algo que no existe, sino que está preparándose para existir”.

 

Aunque de otro modo, a mí también me interesaba narrar un terreno en reparación. No el maltrato en sí, sino el hueco que quedaba después. Esta fue una de las primeras preguntas estéticas que debí responderme. Sabía que, por más que narrara los hechos con el mayor detalle, no lograría acercarme a lo que realmente quería comunicar, eso que Mario Bellatin llamó “el alma de los hechos”. Porque decir no alcanza, y ante esa constatación, ante ese muro expresivo nace la necesidad de construir el aparato literario, el artificio. Jorge Barón Biza se había lanzado a describir de la manera más cruda posible la transformación de la carne, solo para descubrir que allí no habitaba el misterio.

¿Dónde habitaba?

Cuando su madre se suicida, en 1978, después de doce años de someterse a las más inverosímiles operaciones de reconstrucción facial, Jorge vuelve al apartamento que fue de su padre, desde cuya ventana Clotilde había saltado, y descubre que su madre jamás se había deshecho de las pertenencias de su agresor. No se refiere a los muebles, a los libros o incluso a un manuscrito inédito de Raúl, sino a los objetos más personales. Allí, en el cuarto donde Clotilde vivió los últimos años de su vida, estaban los objetos de tocador de su exmarido, estaba la hoja de afeitar, aún con pelos de barba del hombre que le había arrojado el ácido; en los placares, junto a los vestidos de ella, colgaban los trajes y las chaquetas que habían sido de él. Ése era el misterio. Una escena diez veces más inquietante que la escena que abre el libro. “¿Por qué?”, se pregunta el hijo, y nunca lo sabrá. Por eso leemos, no para encontrar las respuestas sino para asomarnos al abismo.

El terreno en reparación que me planteaba narrar implicaba una doble construcción: la de una identidad y la de una ciudad, ambas íntimamente ligadas. Cuando se sale de una relación violenta, la sensación general es de alivio, sí: lo peor ha pasado, dicen todos, lo terrible terminó: ahora, a seguir viviendo. Pero la verdad es mucho más compleja. Cuando el vínculo se termina, recién ahí comienza la delicada tarea de reconstrucción, de reaprender quién soy, quién fui y quién podré ser con estas cicatrices. De la negación completa de tu humanidad, a la que te fuiste acostumbrando, a un lento aprendizaje del autocuidado, y mucho más lejos, la posibilidad en apariencia inalcanzable de hacer de esos cimientos de dolor la base de tu fortaleza. Se trata de convivir con el pasado, no de dejarlo atrás. Se trata de transformar los escombros en ruinas, en el sentido de que la ruina tiene valor de monumento, de memorial.

 

*

 

A comienzos de 2018, en plena expansión del #MeToo, la periodista colombiana Claudia Morales generó polémica con su columna de El Espectador, que tituló “Una defensa del silencio”. En ella revelaba que había sido violada por quien en aquel momento era su jefe, y a quien se refirió como “Él”, con mayúscula, un pronombre personal que casi inevitablemente cualquier colombiano asocia con el expresidente Álvaro Uribe, un patriarca intocable cuyos nexos mafiosos, con el narcotráfico y el encubrimiento de asesinato de civiles están bien documentados. Claudia Morales describe la violación (“Ella, que siempre tiene fuerza, la pierde, aprieta los dientes y le dice que va a gritar. “Él” le responde que sabe que no lo hará”), y defiende su derecho a elegir no nombrarlo.  Entre el huracán de críticas que recibió, otra periodista, Paola Ochoa, dijo que Claudia tenía la “obligación moral” de decir quién era. Se dijo que su actitud constituía el peor retroceso del feminismo en Colombia. Se la tachó de inmoral, se la tachó de mentirosa, se la tachó de oportunista, se la tachó de hacer política de maneras poco éticas. Incluso se tildó de “irresponsable” al medio de comunicación por haber publicado la columna. En una entrevista que le hicieron a raíz del escándalo, Claudia Morales dijo que el tratamiento que se dio a su columna, desde los medios y desde las redes sociales, no hizo más que “reafirmar su miedo”.

¿Qué cambiaría para él, si ella lo nombraba? ¿Qué cambiaría para ella?

Las decisiones íntimas sobre la manera en que cada mujer procesa y revela sus experiencias de abuso y violencia son eso: íntimas. Habrá quien confunda valentía con temeridad, y quien se sienta en posición de juzgar los mecanismos de supervivencia a los que cada mujer echa mano. Quien no lo entienda, tal vez no lo haya vivido. Pienso: si no quedara ni una gota de miedo en mí, no necesitaría escribir este texto. La diferencia parece pequeña (una inicial, un nombre), pero es la distancia inmensa que hay entre huir del miedo y confrontarlo.

Porque R es él y es muchos: es otros. Así como yo soy ésta y soy todas: las que han hablado fuerte, las que se han atrevido a hacerlo a medias, desde el anonimato, y las que aún permanecen calladas. Hablar es, en estos casos, un proceso, y como todo proceso no permanece inmutable: se va transformando con el tiempo, según el momento vital de cada una y según las circunstancias, internas y externas. No se dice lo que se quiere, sino lo que se puede.

 

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Durante los meses que viví con R en Buenos Aires casi no salía de la casa. Era una casa grande, de esas antiguas, con claraboya, patio y azotea. Incluso yo tenía mi cuarto propio, que él me había cedido. En la otra casa que compartimos en Europa, también. Me había dado el estudio, mientras que él acomodó su máquina de escribir en la sala. Tal vez R no pudiera entender por qué, aun teniendo mi cuarto propio, todas las comodidades, yo no podía hacer nada. En las dos ciudades lo escoltaba a sus eventos, saludaba con timidez, guardaba muy dentro de mí el secreto de que “yo también escribía”, y en general nadie me dirigía la palabra, apenas me miraban. Quienes gravitaban en torno a R quedaban prendados siempre de su energía, su histrionismo, su humor ácido, esa pasión que él transmitía y que sus satélites sin duda querían absorber, o más bien solo desear, porque intuían que, para ser así, había que pagar un precio alto que ellos no estaban dispuestos a pagar. Él entretenía a todo el mundo como un juglar. Lo que los otros esperaban de él era una sola cosa: iban a presenciar un espectáculo, deseosos de que el espectáculo no los defraudara, pero también aliviados de que luego se retirarían a la paz de sus hogares.

Pero eso que otros admiraban en él, a mí me generaba parálisis. Su manera de entender la escritura, y hasta la vida, negaba la existencia de cualquier otra. Yo tenía un cuarto, pero no lo usaba, porque ese cuarto era una jaula, y para que un cuarto sea propio tenés que conseguírtelo sola. De ahí provenía la rabia hirviente e inagotable que me consumía y me llenaba de confusión. Lo que concluí, en cambio, era que R tenía razón: yo era incapaz, no tenía lo que había que tener para ser una escritora. Me empecinaba en interpretar esas dos consignas de la Woolf, el cuarto propio y algo de dinero en el bolsillo, de manera literal, cuando también había que entenderlas de manera simbólica. Hay que poder existir junto a la otra persona. Hay que poder ser cabalmente persona al lado de esa persona. Y no es el otro quien debe darte el espacio, como un regalo bien envuelto, un gesto magnánimo con el que se te perdona la existencia, sino vos misma.

 

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Si bien dije que El desierto y su semilla es el relato de un narrador testigo, ahora me retracto. Jorge Barón Biza es un narrador protagónico. No solo porque estuvo presente en el momento del ataque, y fue él quien condujo el auto hacia el hospital, sino porque durante años su vida estuvo dedicada a cuidar las heridas de la madre. Un hijo jamás podrá ser únicamente un testigo. Ahora pienso por primera vez en los hijos de R. Una vez, durante un ataque furibundo en su casa de Buenos Aires, su hijo adolescente dormía en la habitación sobre la cocina. El chico no asomó la cabeza, pero sin duda estaba despierto. No volaba ni una mosca en su habitación, mientras que a su alrededor la casa se caía abajo. ¿Qué tipo de cicatrices habrá dejado todo eso en él? Sin duda, Jorge Barón Biza, que en el momento del ataque a su madre apenas tenía veintiún años, fue una víctima colateral de la agresión, y el proceso de escritura del libro fue la manera en que él intentó entender no solo cómo alguien puede ser capaz de hacerle algo así a la persona amada, sino sus propios sentimientos hacia su padre. ¿Es posible amar a un monstruo? ¿Es posible extrañarlo? Y más: ¿es posible amar a un monstruo aun sabiendo que, como un zombi, llevo la mordedura que me podrá convertir en lo mismo?

 

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Cuatro meses de una precaria y lenta reconstrucción. Tenía un colchón, tenía una lámpara, tenía una mesita hecha con una caja de cartón. Como no tenía silla, me sentaba en un almohadón en el piso. Todo estaba al ras de la tierra. Dormía en el piso, comía en el piso, trabajaba en el piso. En el piso también estaba mi valija, abierta como un baúl, y la ropa doblada dentro. Esa antigua oficina, la había conseguido con ayuda de un amigo de R, y R mismo había firmado como garante. Después de eso, nos habíamos separado. Él se había ido a pasar todo el verano en otra ciudad, y esa distancia, aunque con alguna recaída, me había permitido sacar la cabeza del hoyo. Hice amigos, conseguí algunos trabajos.

A fines de marzo, R volvió. Después de un tiempo sin hablar, retomamos el contacto telefónico. Él quería verme; yo le daba largas. Lo que intentaba, sobre todo, era no hacerlo rabiar, evitar que echara abajo el castillo de naipes de mi vida. Con esa lógica torcida de la locura temporal, creía deberle algo. Él era el garante del apartamento; yo era una niña bajo tutela, y por eso mismo no me animaba a rechazar sus llamadas.

Una madrugada de principios de abril, R se apareció en mi casa. Yo estaba durmiendo, y el timbre me sobresaltó. “Soy yo”, dijo en el portero eléctrico. Le pregunté qué quería, aún atontada por el sueño: “No podés subir”. Me explicó que lo habían robado y que no tenía plata para volver a su casa. Era un martes o un miércoles, y ni una ventana seguía iluminada en el edificio. Dudé, pero finalmente le dije que me esperara abajo, que iría a darle plata. En piyama, con las llaves en una mano y el monedero en la otra, lo vi parado junto a la puerta de vidrio. No bien abrí, me alcanzó el vaho del whisky. Cerré la puerta de vidrio y los dos quedamos afuera. Fue en ese momento que R me empujó e intentó arrancarme las llaves de la mano. Yo cerré el puño, y forcejeamos un poco. Cuando logró quitármelas, salió corriendo por Paraguay hacia Salguero. Lo perdí de vista. En pantuflas, me quedé mirando la calle vacía. Los focos sobre la calle derramaban una luz amarilla entre las hojas de los árboles. En ese momento, no sospeché nada de lo que pasaría después, pero sí recuerdo una especie de resignación final, una especie de hartazgo que se había apoderado de mi cuerpo y que me mantenía en el lugar, sin ánimo de lucha.

Al ver que no lo perseguía, R volvió, y a la fuerza abrió la puerta y se metió al edificio. Yo lo seguí. Entramos juntos al ascensor. Con la cabeza embistió un par de veces la puerta corrediza de metal macizo, que quedó abollada como si hubiera recibido el impacto de un proyectil. Cuando llegamos a mi piso, usó la llave para entrar al apartamento. Él no lo veía desde que me habían entregado las llaves, cuatro meses antes, así que imagino que le habrá llevado un segundo reconocer el cambio: una pieza convertida en hogar. Desde el pasillo pude ver cómo abría los placares y cajones, revisando incluso entre la basura. Estaba dispuesto a arrasar con todo y devolverme a cero. De un solo manotazo arrancó el portero eléctrico de la pared; agarró la lámpara de vidrio y la tiró por la ventana; destrozó las páginas de los libros, que cayeron como confeti sobre el parqué; hizo añicos los CDs y sus cajas de plástico; arrancó las sábanas del colchón.

Yo no me interpuse. Por primera vez me importó más mi vida. Temí por mi cuerpo. En el apartamento había un enorme ventanal que daba al pulmón de manzana, e imaginé a R empujándome al vacío. Ni siquiera murmuré una palabra. Me quedé en el pasillo, esperando que él terminara su faena. Cómo había sucedido eso, no lo sé. Habrá sido ese medio centímetro de distancia que ahora me separaba del piso; habrán sido los ojos de mis amigas, la manera en que me miraron cuando supieron que yo había visitado a R en el Norte, en secreto, y luego me vieron volver con la mano vendada.

Desde la escalera del edificio, oía cómo R derrumbaba lo poco que yo había construido, oía sus gritos y sus insultos. En cierto momento, una puerta se abrió en el piso de arriba. Subí en puntas de pie, para no alertar a R. Un vecino asomaba un ojo a través de la rendija sostenida por la cadena.

“¿Qué pasa?”, dijo.

Y yo: “Llame a la policía”.

Eso fue todo.

Como si alguien lo hubiera alertado, dos minutos después R salió del apartamento, le dio una piña al timbre, que quedó hecho un hueco lleno de cables, se subió al ascensor y se fue. Casi enseguida después llegó la patrulla.

Caminé sola hasta la comisaría del barrio sintiendo la carne hundida en la cara, el frío en los brazos, el dolor en los huesos, mientras la ciudad se ponía en movimiento. Allí, ante otra mujer, la oficinista que me tomó la declaración, conté por primera vez mi historia.

 

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La ciudad invencible no es una novela sobre el maltrato, ni siquiera es una novela sobre las secuelas que la violencia deja en la psiquis de una mujer que intenta reconstruirse, sino sobre el miedo que se incrusta en cada pliegue de la vida, sobre el fracaso, y sobre el miedo al fracaso. Un miedo que se parece al deseo, que roza la tentación, tanto como el vacío llama al salto.

Cuando Nefer llega al rancho de la vieja abortera, entra, saluda, y no se anima a hablar. Ha perdido el ímpetu que la llevó hasta allí al galope, y se queda muda. El miedo a la condena social es peor que la muerte misma, y por eso Nefer fantasea con estar muerta, pero tampoco se anima a detener sus días. Paralizada, “no sabe cómo acabar con este miedo que come su comida y duerme su sueño”.

De todas las cicatrices invisibles, tal vez el miedo sea la más resistente. A comienzos de 2015, cuando La ciudad invencible ya se había publicado en España, recibí un mensaje de R en el que me felicitaba por la novela. No me estaba validando, sino que se trataba de un mecanismo de intimidación: me estaba diciendo que aún me vigilaba, que seguiría pendiente de lo que yo pudiera llegar a hacer o decir sobre él.

Recibí ese mensaje como si me hubiera alcanzado un rayo. La comparación es manida, pero casi literal: un shock, una electricidad fulminante me bajó desde los ojos hasta el estómago y me puso a temblar. Me temblaban las manos, me temblaban las piernas. El miedo como estrategia de domesticación. El miedo que acalla y domina. Mientras yo siguiera temiéndole, él seguiría teniendo poder sobre mí.

 

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En el prólogo a su antología de ensayo feminista[3], Liliana Colanzi dice que toda revolución nace con un acto de desobediencia. El acoso laboral y social se convirtió en una cruzada para R. En aquel momento yo trabajaba haciendo informes de lectura para grandes grupos editoriales y como prelectora en concursos literarios. Él envió correos a sus editores y otros gestores culturales diciendo que, donde me abrieran las puertas a mí, debían olvidarse de él. La comunidad literaria se dividió: muchos y muchas me apoyaron, y esa sanción social fue más efectiva para frenar el acoso que la orden judicial de no acercamiento.

El acoso y las amenazas de R tenían como fin que yo me fuera del país: “Esta ciudad es demasiado chica para los dos”, me había dicho. Quedarme se convirtió en mi acto de desobediencia. Conquistar esa geografía, convertir la ciudad de R en mi ciudad era una manera de apropiarme de mí misma. Pero la tentación del fracaso estaba siempre presente con su vuelo bajo, con su murmullo de motor en marcha. El fracaso de la escritura, también, de ese deseo y de ese otro cuerpo que es el texto, y, a través de él, como dice Hélène Cixous, el deseo de salir de mí misma al contacto con el otro. Para sentirme con derecho a decir algo digno de interés, digno de ese diálogo que solo se concreta en la medida en que llega a los ojos del lector, primero tenía que abandonar la mudez y convertirme en sujeto hablante.

 

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Hoy, que mi sobrina cumple veinte días de nacida, vuelvo sobre esa idea del hándicap, de la discapacidad definida como una limitación que impide el desarrollo completo y normal, y no puedo evitar unirla a otra definición, la que hace el sociólogo Johan Galtung de la violencia. Según él, la violencia está presente cuando los seres humanos se ven influidos de tal manera que sus realizaciones afectivas, somáticas y mentales están por debajo de sus realizaciones potenciales.

Romper el silencio ha sido, desde el movimiento feminista, una de las maneras de acortar esa desventaja. Decir, hablar, gritar, cantar en público. En su ensayo Escribir la rabia, Liliana Colanzi resalta el papel desestabilizador de la palabra, y la importancia de poner nombre a lo vivido: “Necesitan de nuestro silencio porque nombrar la violencia es desestabilizador, porque nuestra palabra los obliga a ver una imagen repulsiva de sí mismos que no están dispuestos a enfrentar, y que es el primer paso para que las cosas empiecen a cambiar. Por eso necesitan de nuestra complicidad. Y por eso precisamente es que debemos hablar”.

Nombrar es el comienzo.

Nombrar es reclamar para sí, apropiarse.

Estamos hablando, estamos escribiendo para construir un mundo más espacioso donde nuestro testimonio sea creído, no increíble; donde ser escritora no sea un sueño disparatado; y donde las mujeres tengamos un nombre propio.

Hoy el mundo se cae a pedazos, pero en alguna parte del globo una niña de veinte días acaba de lograr algo importante: levanta la cabeza, y el pequeño cuello tiembla por el esfuerzo. Todos contenemos el aliento. Mia. Mia Joyce. Somos testigos, pero no podemos hacer nada para ayudarla a acelerar el proceso. Es su logro personal, uno de los muchos hitos que irán marcando su desarrollo. Con la cabeza erguida y la frente arrugada, mira hacia arriba y hacia adelante. Un segundo más; luego descansa.

El mundo se cae a pedazos, pero solo con pedazos se construye algo.

[1] “Huevos de serpiente. Reflexiones sobre feminismo en cinco movimientos”, incluido en la antología La desobediencia. Dum Dum editora, 2019.

[2] El placer de la palabra: literatura erótica femenina de América Latina, y Antología del erotismo en la literatura argentina, respectivamente.

[3] La desobediencia, Dum Dum Editora, 2019.