La académica dedicó su conferencia en la Cátedra Abierta a la figura del zombi en la ciencia ficción caribeña

 

Volver al futuro
Presentación de Javier Guerrero

 

En uno de sus más recientes libros, Expuesta a la muerte: Escritos acerca de la pandemia, publicado por la editorial chilena Metales Pesados, la teórica feminista argentina Rita Segato expone una novedosa poética de su trabajo crítico a partir de una reflexión profunda acerca de la crisis del Covid-19. Esta poética produce una nueva tecnología de la teoría política gestada por Segato, cuando da cuenta de cómo viejas formas críticas deben ser reemplazadas para entonces poder activar una renovada lectura del mundo. Rita Segato concibe una suerte de manifiesto que marca una nueva arquitectónica de la historia: “Prefiero el trayecto al proyecto, el camino al destino, el tránsito a la llegada, el proceso al producto, el intento al resultado, […] la re-existencia a la resistencia, la pregunta a la respuesta”, y finalmente “el horizonte abierto a la utopía”. Este manifiesto de Segato da cuenta de que toda llegada resulta transitoria y que la incertidumbre constituye a fin de cuentas la gran lección de la pandemia. Por lo tanto, la antropóloga concluye que la única utopía que ha sobrevivido a los sucesivos fracasos revolucionarios –porque de acuerdo con la autora todas las revoluciones han fracasado y por lo tanto se distanciaron de sus apuestas iniciales– es la absoluta condición impredecible del futuro: no sabremos hacia dónde soplará el viento de la historia.

El más reciente libro de Emily Maguire, Tropical Time Machines: Science Fiction in the Contemporary Hispanic Caribbean, da cuenta de la tecnología crítica a la que hacía referencia Rita Segato, tecnología producida en los dispositivos literarios que Maguire rastrea en una zona geopolítica signada por las retóricas del tiempo y la temporalidad: el Caribe hispanohablante. Este libro re-imagina con sofisticación aquellos aparatos significativos gestados en las tradiciones literarias de tres territorios caribeños emblemáticos: Cuba, República Dominicana y Puerto Rico, los cuales parecen apuntar a nuevas configuraciones caribeñas a propósito de la rica tradición de las islas. Allí, afirma Maguire, acontecen nuevas desorientaciones de la historia, memoria y, sobre todo, se experimenta con una nueva futuridad siempre marcada por un incierto porvenir.

Porque Tropical Time Machines confirma que la ciencia ficción, como onda expansiva o huracán de las últimas décadas en muy variados territorios del mundo globalizado, opera en el Caribe como un dispositivo de tiempo que pone en crisis las concepciones caribeñas de temporalidad e historiografía y su percepción. Es decir, lejos de ser entendido como un proyecto escapista que veladamente inscribe el malestar general ante el futuro truncado de toda una región acechada por las catástrofes naturales, el autoritarismo y la colonialidad, para nombrar solo tres variables, la ciencia ficción caribeña confirmaría la  posibilidad de imaginar nuevos futuros, siempre subrayando el porvenir de las fallas del presente, unidas a la especificidad de territorios profundamente marcados por una condición siempre problemática del tiempo. Tiempo que, insiste la autora, está profundamente dislocado, confundido con la ya muy compleja noción de territorio.

En este sentido, el libro de Emily Maguire enfatiza en proponer una valiosa reflexión sobre la idea de ciencia ficción, más que de literatura especulativa, porque encuentra que la intervención desde el Caribe se produce sobre referentes locales y globales que ocupan el género literario con el fin de quebrar las ideas petrificadas de tiempo y espacio de esta región imaginada. Porque, a fin de cuentas, los referentes literarios de la ciencia ficción global son usados de manera ingeniosa por la brega de estas comunidades que desisten de continuar circulando por la maldita circunstancia del agua por todas partes. En este sentido, el libro también da cuenta de la profunda relación de la literatura, como dispositivo para pensar el mundo, con las concepciones de tiempo que han prevalecido tanto en la región caribeña como en el resto de América Latina. El realismo mágico, por ejemplo, activa una nueva concepción de tiempo regional que estas ficciones parecen retomar para radicalmente desorientar en una nueva arquitectónica de la historia, la memoria y sobre todo el futuro marcado por una revisión formal de la utopía. Por lo tanto, aquí prevalece la discusión tanto del capitalismo y el libre mercado como de los regímenes autoritarios de izquierda que –por ejemplo, en el caso de Cuba– han marcado una ruta inalterable para el último estadio de la historia como “destino cerrado y preconcebido de futuro obligatorio”. Maguire, entonces, descubre un grupo de tropos o más bien de hipervínculos reforzados por todo un imaginario digital que se anima en la paradoja electrónica de nuestra región caribeña. Es decir, se activa en una zona, por un lado hiperconectada, en sintonía con las epistemologías y retóricas de la ciencia ficción global, los films y novelas distópicas, así como de la ficción especulativa mundializada, en línea; y, por el otro, en islas acechadas por la precarización de la banda ancha submarina, las fallas eléctricas, y por la conexión electrónica siempre desigual con el resto del mundo. Se trata de la paradoja que instalan manifiestos y trabajos críticos regionales y globales como el cine imperfecto de Julio García Espinoza, la poética relacional de Eduard Glissant, la tardomodernidad de Jesús Martin Barbero o la imagen pobre de Hito Steyrel. Maguire, y retomo aquí lo que ya anuncié, encuentra tres figuras que funcionan como continuum del género literario de la ciencia ficción de la región, tres “estudios de caso” diferenciados que indagan en cómo la temporalidad se altera o reconfigura en lo que la autora define como tres subgéneros distinguibles de la ciencia ficción caribeña: el ciberpunk, las ficciones de zombis y las narrativas postapocalípticas.

Asimismo, como la autora ya nos tiene acostumbradas en su riguroso ejercicio crítico, Tropical Time Machines trae de vuelta una sofisticada revisión de esos laboratorios experimentales que entienden estos territorios insulares como temporalidades que tuercen, desorientan y reimaginan tanto la tradición como el futuro siempre ocupando la compleja caja de resonancia que constituye la literatura. Por ello, el libro sugiere una crítica cuir de la temporalidad, por lo cual el pensamiento de un crítico latinx como José Esteban Muñoz subyace en los fondos marinos de este libro. De acuerdo con la autora, el trabajo de Muñoz de manera oblicua resonaría en la interrupción que perpetran nuevas temporalidades a propósito de su diferimiento en el tiempo. Maguire concretamente cita a Muñoz en un fragmento que establece un paralelismo en la revisión crítica de estas máquinas del tiempo: “Queerness is essentially about the rejection of a here and now and an insistence on potentiality or concrete possibility for another world”, un nuevo mundo que se encuentra por delante de la historia, en el quizá de un porvenir improbable, pero que no representa, y allí el poder de las ficciones recogidas en el libro, un cambio hacia un futuro más justo y por lo tanto cuir.

Eso sí, Tropical Time Machines, aunque volcado al porvenir, insiste en cómo estas ciencias ficciones ponen el dedo en la llaga de que aquello que no está cerrado, de aquellas heridas abiertas que necesariamente vuelven con escenarios distópicos como síntomas. Se trata, sin duda, del retorno de lo reprimido, de la historia colonial caribeña expresada en distintas gradualidades en los tres territorios seleccionados, incluyendo el caso excepcional de Puerto Rico, el radical anacronismo de Cuba y la espectralidad de República Dominicana, en cuyo reverso aparece la república de Haití. Es como si entonces el libro produjera una arqueología ya no del pasado sino de un futuro cuya condición inimaginable fuera objeto de las máquinas del tiempo. Para decirlo más claramente y citando un imaginario fácil: se trataría de volver al futuro, como lo instaló el filme de 1985 que predijo para el público masivo lo que estos artefactos harían más adelante. Maguire entiende que estos dispositivos del tiempo retornan a un futuro tan reconocible como inimaginado.

A fin de cuentas, Tropical Time Machines concluye con una frase reveladora que me gustaría desglosar. El epílogo del libro discute el relato de la escritora puertorriqueña Yolanda Arroyo Pizarro “Mûlatresse”, publicado en Prietopunk: Antología de afrofuturismo caribeño. Maguire concluye que en el relato “she leaves us on the threshold of a world in which new and compelling post-human relationships may be just beginning to take hold, in which the actions of both a human protagonist and her robot companion might just open space for something new and previously unimagined” [ella nos deja en el umbral de un mundo en el que nuevas y atractivas relaciones posthumanistas podrían comenzar a afianzarse, en el que las acciones tanto de una protagonista humana como de su compañero robot podrían abrir un espacio para algo nuevo y nunca antes imaginado]. Esta concluyente oración del libro, que anticipa el punto final, no solo da cuenta de la deriva posthumanista, de los nuevos materialismos que ocupan las revisiones de nuestro presente difícil, sino de la compleja articulación de estas máquinas del tiempo: a fin de cuentas se trata de lo imaginado o, más aun, de lo inimaginable como síntoma del pasado-presente volcado a un futuro impredecible, al futuro abierto de la historia que instalan las capsulas tropicales del tiempo que nos brinda este maravilloso libro.

Emily Maguire es profesora asociada en el Departamento de Español y Portugués de la Universidad Northwestern, en Chicago, donde se especializa en literatura del Caribe hispánico y sus diásporas. Es autora de Racial Experiments in Cuban Literature and Ethnography (publicado en 2011) y, por supuesto, de Tropical Time Machines: Science Fiction in the Contemporary Hispanic Caribbean, publicado en 2024 por la University Press of Florida. Asimismo, es coeditora, junto con Antonio Córdoba, de Posthumanism in Latin(x) American Science Fiction (publicado en 2022). Traductora, crítica literaria y cultural, profesora con PhD en la Universidad de Nueva York, Maguire es asimismo una de las coordinadoras de la edición del Congreso de LASA de 2025 titulada Poner el cuerpo en Latinx America (23-26 de mayo, San Francisco, Estados Unidos). Es un verdadero placer darle la bienvenida a mi colega y amiga Emily Maguire a la Cátedra en Homenaje a Roberto Bolaño de la Universidad Diego Portales.

 

 

Máquinas tropicales del tiempo: Ciencia ficción e historias caribeñas
Emily Maguire

 

En las dos últimas décadas se ha producido un notable aumento en la presencia y visibilidad de la ciencia ficción en el Caribe hispanoparlante y sus diásporas. Ha proliferado la producción de novelas y cuentos de ciencia ficción –tanto impresos como en línea– junto con la aparición cada vez más frecuente de elementos de ciencia ficción en películas, videos musicales y arte visual y digital. Si en el pasado la ciencia ficción se consideraba un fenómeno literario aislado, en la actualidad forma parte de un paisaje mediático mucho más amplio y generalizado en las islas y en sus comunidades diaspóricas.

El Caribe no es la única región donde ha aumentado la popularidad de la ciencia ficción y sus subgéneros. El género está floreciendo en todo el mundo y ha sido especialmente popular en contextos hispanoparlantes, gracias en parte a la ampliación de acceso a Internet y a las nuevas formas de publicación digital, que han facilitado la comunicación tanto entre creadores como entre creadores y consumidores. Asimismo, las formas digitales de producción de películas y videos han reducido los costes de producción y han permitido compartir contenido a través de numerosas plataformas. A medida que se ha diversificado la distribución de estos distintos medios, la ciencia ficción ha ido rebasando las limitaciones populares de la “ficción de género”, superando las comunidades de aficionados así como las fronteras nacionales para situarse dentro de la corriente cultural dominante y generando así una mayor circulación de literatura y cine de ciencia ficción entre lectores y espectadores de lengua española (y portuguesa). Sin embargo, la importancia de esta creciente presencia de la ciencia ficción en la producción mediática general varía según la región o país. En Cuba, la ciencia ficción no se implantó hasta la década de los sesenta, y sólo ha ganado una presencia reconocible en Puerto Rico y la República Dominicana en las dos últimas décadas. Sin duda, los escritores cubanos, dominicanos y puertorriqueños que han optado recientemente por emplear la ciencia ficción dialogan con sus predecesores en el Caribe y en otros lugares. No obstante, el reciente auge del género en la región es algo más que una variación sobre un tema anterior o un “siguiente paso” progresivo en una literatura regional. Con frecuencia, la narrativa caribeña de los últimos cuarenta años se ha asociado al realismo mágico, que se detiene en el pasado de la región, o, más recientemente, al “realismo sucio”, que fetichiza la pobreza o marginalidad en el presente. La introducción de la ciencia ficción en la producción cultural dominante, claramente una decisión consciente de parte de sus creadores, marca una nueva dirección dentro de esta producción cultural.

¿Por qué los creadores caribeños han gravitado hacia la ciencia ficción como modo de narración? Esta pregunta constituye un enfoque central de mi investigación desde hace varios años, y mi charla de hoy considera cómo el género habla de la experiencia de la región caribeña en nuestro momento actual, especialmente en Cuba, Puerto Rico y la República Dominicana. A pesar de sus historias políticas divergentes, estos países comparten ciertas características en el mundo del capital globalizado, luchando en las últimas décadas con la reestructuración económica y con el impacto significativo, a veces trágico, del cambio climático en los entornos insulares. En los tres países se ha creado una creciente dependencia en el turismo como principal fuente de capital. En cada uno de ellos se ha impulsado el crecimiento de poblaciones de la diáspora que tanto se identifican con las anteriores narrativas de identidad nacional como las impugnan. Y en cada uno de estos países se ha visto surgir una comunidad de escritores, artistas y creadores de medios de comunicación que participan en lo que Jossianna Arroyo denomina “su propio diálogo crítico con las narrativas de crisis, excepcionalidad mediática y subjetivación”.

La ciencia ficción se ha convertido cada vez más en una herramienta para abordar este paisaje caribeño contemporáneo. Si otros géneros e iteraciones anteriores de la producción cultural caribeña han posicionado a la región como un contexto excepcional fuera de las estructuras temporales occidentales, que ocupa un tiempo repetitivo o estático, incluso anclado en el pasado, la ciencia ficción como modo de narración rompe este ciclo, estableciendo una relación diferente no sólo con el futuro sino con la comprensión global de la historia, la temporalidad y la interconexión. Este futuro posible interviene en los artefactos culturales anteriores para poner de relieve el estancamiento temporal, hacer visibles sistemas anticuados que siguen operando en el presente, ofrecer visiones alternativas (tanto utópicas como distópicas) de la realidad caribeña y defender nuevas formas de concebir tanto el futuro sociopolítico como los cánones literarios sobre los que se construyen las identidades y las historias nacionales. En última instancia, estos textos funcionan como máquinas de tiempo que intentan sacar al lector de sus propias ideas estancadas del tiempo y el espacio caribeños.

Para revelar la diversidad de formas en que la ciencia ficción caribeña reciente impugna las temporalidades actuales y propone perspectivas alternativas, mi libro Tropical Time Machines, del que se extrae esta charla, explora cómo la temporalidad se ve alterada o remodelada en diferentes aspectos o subgéneros de la ciencia ficción: el ciberpunk, las ficciones de zombis y las narrativas postapocalípticas. Mi argumento es que estos tropos, que no se han asociado necesariamente con cuestiones de tiempo, funcionan como dispositivos temporales en un contexto caribeño, construyendo espacios narrativos temporalmente separados, señalando la presencia persistente del pasado en el presente y perturbando las relaciones de causalidad narrativa. En mi charla de hoy me gustaría enfocarme en sólo uno de estos tropos: la figura del zombi.

“Todos los zombis son inherentemente remakes”, observa Sarah Juliet Lauro en su estudio The Transatlantic Zombie. Esta afirmación puede entenderse de dos maneras: como seres humanos que han sido separados de su conciencia humana (pre o post mortem), los muertos vivientes son literalmente rehechos de humanos anteriormente vivos. En términos más metafóricos, el zombi es ahora un ícono internacional con un vasto corpus literario y cinematográfico, cada nuevo ejemplo del cual necesariamente se inspira y/o responde a los modelos precedentes. El renovado interés por los zombis no ha dejado de generar estos remakes; tan solo en la última década han aparecido cada vez más películas, series de televisión, novelas y novelas gráficas en lugares tan diversos como Hong Kong, Corea, Pakistán, Noruega, India, Indonesia, Colombia y aquí en Chile. Está claro que el zombi como figura popular viaja bien; cada remake puede operar simultáneamente dentro de ámbitos de significación tanto internacionales como regionales.

El Caribe no ha permanecido inmune a la moda de las narrativas sobre muertos vivientes. En el caso del Caribe, sin embargo, la (re)aparición del zombi no es una llegada, sino un retorno; la conexión histórica de la figura con la región confiere a su flexible liminalidad un significado añadido. El concepto moderno del zombi procede del folclore haitiano enraizado en los sistemas de creencias africanos mencionados por Ackerman y Gauthier. El zombi haitiano, un cuerpo recién fallecido reanimado por arte de magia para servir a un amo habita “esa zona brumosa que divide la vida de la muerte”, como escribió Métraux, en completa sumisión a la persona que lo creó. Aunque abogo por leer el zombi en la producción cultural del Caribe hispanohablante como un tropo de la ciencia ficción, los orígenes caribeños del zombi y su importante historia significan que los muertos vivientes que aparecen en novelas, cuentos y películas cubanas, puertorriqueñas y dominicanas no pueden evitar hacer referencia a aspectos de estos otros zombis anteriores de la región. En los textos caribeños, los zombis funcionan, desde el punto de vista de la ciencia ficción, como “un lugar de alteridad radical del statu quo mundano”, como escribió Freedman, al mismo tiempo que señalan críticas específicas de las circunstancias históricas y culturales de la región.

A diferencia de los artefactos culturales que examino en otras partes de mi estudio, los cuales adoptan la ciencia ficción como un modo de imaginar nuevas formas de ser, las narrativas de zombis emplean a los muertos vivientes como un haunting –o presencia espectral– temporal, que se inmiscuye en el mundo del texto como un recordatorio físico de historias, mentalidades o sistemas que (todavía) no han sido desechados en el intento de crear nuevos futuros. Como seres radical y artificialmente separados de los ritmos de la vida y la muerte biológicas, los zombis ocupan un estado de suspensión temporal, un destiempo, con respecto a los humanos que les rodean; no evolucionan, no envejecen, no pasan por la vida ni avanzan hacia la muerte. Lauro y Karen Embry nos recuerdan que el zombi es un objeto a la vez óntic y hauntic, óntico y espectral; es decir, una presencia tanto real como simbólica. Por consiguiente, la conexión metafórica con la muerte ha ayudado a conectar al zombi con el pasado, y en concreto con el pasado de Haití. M. Elizabeth Ginway observa que los zombis “son la máxima expresión de un estado intermedio”, ya que en su condición de no muertos “encarnan la paradoja de un presente atormentado por un pasado encarnado”. En su disyuntiva temporal, los zombis caribeños encarnan los restos del pasado y señalan el tiempo desarticulado dentro de su alteridad radical.

La disonancia temporal que encarnan los zombis en los textos en los que aparecen no es muy distinta de las disyuntivas temporales que el crítico de cine Bliss Cua Lim ha observado en las películas filipinas con elementos fantásticos o sobrenaturales. Para Lim, la presencia de lo fantástico revela la fractura entre una cosmovisión dominante (occidental, colonial) y otra que aún no ha sido subsumida o subordinada. Sostengo que los zombis en los textos caribeños, al igual que los elementos sobrenaturales que analiza Lim, también son prueba de “tiempos inmiscibles”. Sin embargo, a diferencia de los elementos del cine filipino, estos zombis no evocan formas temporales precoloniales. Más bien, son una prueba de lo que ha quedado atrás de esos mismos procesos coloniales. Como símbolos del estancamiento temporal, ideológico o discursivo, ponen de relieve algunas características fundamentales de las sociedades caribeñas y sus efectos persistentes. En concreto, hacen referencia a la relación histórica de la región con la esclavitud, así como a las historias de explotación laboral y exclusión social racializada que han surgido como secuelas de la esclavitud.

Como un ser obligado a servir a otro, el zombi haitiano es a la vez un símbolo y una metáfora de la experiencia de la esclavitud, un reflejo del sistema de plantaciones que estaba en su apogeo en la Saint Domingue colonial antes de la Revolución Haitiana. Partiendo de la caracterización de Orlando Patterson de la esclavitud como una forma de muerte social, Natalie Belisle sostiene que el zombi es “la representación más icónica de la muerte social”. Los zombis haitianos eran descritos como entes enviados a realizar tareas indeseables, a trabajar en horarios extraños o hasta altas horas de la noche, encarnando así los efectos deshumanizadores de la esclavitud. El destiempo del zombi es parte integrante de su conexión con la esclavitud. Como ha observado Saidiya Hartman, para las sociedades posteriores a la esclavitud que nunca han asumido plenamente el peso de esa violenta historia y el dolor que engendró, el pasado sigue estando muy presente, sobre todo para los descendientes de los que fueron esclavizados: “El ‘tiempo de la esclavitud’ niega la intuición de sentido común del tiempo como continuidad o progresión; el entonces y el ahora coexisten: somos coetáneos de los muertos”. Este es el estado del ser que Christina Sharpe ha descrito como “in the wake” [en la estela]: el de “ocupar y ser ocupado por el presente continuo y cambiante del despliegue aún no resuelto de la esclavitud”. El zombi caribeño es una encarnación de este pasado espectral que no es el pasado, que no está completamente vivo pero que sigue arrastrándose de todas maneras.

La conexión histórica del zombi con la esclavitud en el Caribe también lo convierte en una figura inherentemente racializada. Aunque, como veremos, los zombis caribeños contemporáneos no siempre están explícitamente codificados racialmente, la aparición de los muertos vivientes en textos caribeños a menudo tiene algo que decir sobre los sistemas racializados de estratificación social, tanto presentes como pasados. Como cuerpos humanos que se consideran “no humanos”, los zombis iluminan diversos tipos de fronteras sociales excluyentes. Si los monstruos generalmente señalan lo biopolítico, como sostiene Mabel Moraña, el zombi, en palabras de Aaliyah Ahmad, “sigue siendo redolente de lo subalterno”, a pesar de sus muchos viajes y transformaciones. En su representación de la “vida desnuda” biológica, también pueden representar a quienes carecen de agencia dentro de un sistema vigente. Como observa Gerry Canavan, “los zombis son siempre otras personas, lo que equivale a decir que son Otras personas, lo que equivale a decir que son personas que no son del todo personas”. La función del zombi como marcador de la (no) vida biopolítica desnuda ha sido útil para los escritores y directores caribeños, que han utilizado las ficciones de zombis para revelar las formas en que los sistemas coloniales de exclusión racial siguen activos en el presente.

A través de su conexión con la figura del esclavo, el zombi ofrece una crítica poscolonial que vincula este sistema laboral fundacional en el Caribe con modelos posteriores de explotación laboral en la región. Como nos recuerda Kerstin Oloff, “la continua relevancia del zombi como figura que codifica la alienación tiene sus raíces en la experiencia haitiana de la aparición del capitalismo moderno, que dependía de la explotación de las colonias y fue impulsado por ella”. En su docilidad controlada, el zombi se ha visto como un trabajador literalmente incapaz de resistir. Al mismo tiempo, como mito asociado al único país de América fundado como resultado de una exitosa rebelión de esclavos, el zombi haitiano también mantiene una conexión con la resistencia contra la esclavitud. En este sentido, el zombi en el Caribe se habla paradójicamente tanto de muerte social como de modos de supervivencia.

Para mostrar cómo las ficciones caribeñas utilizan la liminalidad temporal del zombi y su conexión con los sistemas fundacionales de explotación para criticar las situaciones actuales de inmovilismo y poner de relieve la persistencia de prácticas excluyentes o explotadoras, en lo que resta de esta charla voy a explorar dos narraciones recientes sobre zombis: el cuento de Erick Mota “Este zombi es de Fidel” relata una epidemia zombi en Cuba como forma de poner de relieve la fricción entre la vida cotidiana de la isla y el discurso revolucionario estatal. El cuento “Golpe de agua”, de la autora puertorriqueña Pabsi Livmar, nos ofrece una versión despojada del zombi que a la vez devuelve esta figura a la esencia del trabajador esclavizado y elimina las fronteras que separan al humano del zombi. En estas narrativas, la “otredad” temporal y biopolítica del zombi lo convierte en un vehículo flexible y visible para poner de relieve las conexiones entre los traumas históricos y las fronteras sociales contemporáneas –en particular las asociadas a la raza y la etnia– y las estructuras neoliberales de poder. En su “atasco” liminal, nos muestran lo que a su alrededor tampoco ha podido avanzar.

Desde que George Romero estrenó su revisión a la figura del zombi en La noche de los muertos vivientes (1968), los zombis, sobre todo los que aparecen en pantalla, a menudo se han considerado ejemplos del género de horror más que de la ciencia ficción, y no cabe duda de que las divisiones entre ambos géneros populares pueden ser difíciles de analizar. En uno de sus primeros ensayos, Bruce Kawin afirma que “tanto el horror como la ciencia ficción abren nuestro sentido de lo posible”, pero establece una diferencia entre ambos géneros al observar que “la mayoría de las películas de terror se orientan hacia la restauración del statu quo más que hacia una apertura permanente”. De hecho, las películas de apocalipsis zombi que siguen el modelo de Romero ejemplifican en gran medida la afirmación de Kawin de que “al terror le fascinan las transmutaciones entre lo humano y lo inhumano (hombres lobo, etc.), pero las características inhumanas obligan decisivamente a la destrucción”. Sin embargo, la primera definición de Kawin se basa en las diferencias que observa entre el cine clásico de ciencia ficción estadounidense y las películas de horror de los años cincuenta. Posteriormente, en su obra sobre el género de horror, Kawin reconoce que una película puede encajar en el subgénero “cruzado” o “compartido” de la ciencia ficción de horror “[s]i existe una sólida premisa de ciencia ficción y si el peso de la imagen resulta inducir al horror”. Los relatos de zombis caribeños que analizo aquí parten de una premisa de ciencia ficción, pero complican el intento de distinguir entre ciencia ficción y horror de otras maneras. Aunque algunas de estas ficciones tratan de una “invasión” o un “apocalipsis” zombi, la mayoría de ellas no presentan un claro retorno al statu quo (asumiendo que la identidad de lo que constituye el “statu quo” sea siquiera clara o alcanzable). De hecho, a menudo señalan una corrupción fundamental del cuerpo político; no hay un cuerpo sano –o tiempo de origen– al que volver. Además, estas narrativas muestran que la postura de «”nosotros contra ellos” no es, en última instancia, ni exitosa ni, en cierto modo, posible de mantener. De hecho, como cuerpos caribeños autóctonos, los zombis de estas ficciones problematizan la división entre cuerpos nacionales y otros cuerpos, entre el yo y el otro, y entre realidades pasadas y presentes. Mientras señalan la incapacidad de ir más allá del trauma fundacional o de la inmovilidad temporal y el continuado compromiso con los sistemas de explotación, los muertos vivientes hacen visible la interminable temporalidad de las distopías caribeñas contemporáneas.

El relato “Este zombi es de Fidel” de Erick Mota presenta una Cuba idéntica a la real salvo por la presencia de zombis, “muertos vivientes” productos de un supervirus contagioso. Sin embargo, esta invasión zombi no ha provocado un caos y una destrucción generalizados; aunque el texto nunca aclara exactamente cuánto tiempo ha pasado desde el brote del virus, los zombis han existido el tiempo suficiente para haber sido tolerados por la población en general y para haber sido asimilados en la burocracia cubana y en la vida cubana. El relato de Mota se sitúa en una Habana marcada por la propagación del virus Z, donde el narrador anónimo trabaja como investigador en el CIDZ, un centro gubernamental que intenta encontrar una cura para la enfermedad. Cuando, al principio de la historia, el narrador ve a un zombi solitario deambular por la calle, observa que esta visión solía ser inusual, ya que antes los zombis debían ir acompañados de una escolta humana. Termina observando: “Desde entonces, las cosas se han relajado, como siempre…. Ahora los zombis vagan libremente por las calles y nadie les teme. Todo seguirá igual en este país: un desastre”. Lo que primero fue una crisis se ha convertido en una parte aceptada del statu quo. O más bien, como da a entender el narrador, el statu quo es y ha sido la crisis, de modo que la adición de los zombis aparentemente supone poca diferencia. Los cubanos se han adaptado a los muertos vivientes, igual como se han adaptado implícitamente a otras dificultades sociales. Algunas personas, como Panchito, el hermano del narrador, incluso han empezado a fingir ser zombis para que la familia pueda optar a la ración extra de carne reservada a aquellas familias con miembros no muertos.

El retrato que hace Mota de una Cuba posterior al brote del virus Z ofrece un escenario diferente de cómo responde el estado revolucionario a un novum (un nuevo elemento de ciencia ficción). El gobierno no ha respondido a la epidemia zombi por medio de intentar matar a todos los zombis; más bien, como observa el narrador, la Revolución ha intentado “asimilar el problema zombi dialécticamente”, buscando encontrar formas de incorporarlos al proyecto revolucionario. Los científicos del CIDZ, entre los que se encuentra el narrador, han desarrollado un suero que suprime el impulso de los zombis de comer carne humana, lo cual ha logrado hacer que los zombis puedan realizar ciertas tareas básicas, en particular cosechar caña de azúcar. Se han convertido en miembros productivos de la sociedad, aunque sigan necesitando una escolta humana y el papeleo adecuado. Resulta difícil ignorar el paralelismo entre el lenguaje utilizado para describir la domesticación de los zombis y la forma en que los escritores del siglo XIX y principios del XX describían la esperada asimilación de los africanos esclavizados y sus descendientes a la sociedad cubana. A través de este proceso de aculturación química y control social, los zombis cubanos han sido devueltos a la condición de esclavo de los antiguos zombis haitianos –para trabajar en los campos de caña, nada menos–, sólo que en este caso están trabajando “para la Revolución”.

A medida que los zombis se integran gradualmente en la población activa, la propia sociedad cubana experimenta lo que sólo puede describirse como un proceso de transculturación. Incluso cuando el suero del CIDZ permite a los zombis (re)adquirir algunas funciones mínimas similares a las humanas, los residentes del barrio del narrador empiezan a comportarse cada vez más como miembros de los muertos vivientes. Panchito observa que los vecinos que juegan al dominó en la esquina de la calle “tienen la mirada perdida y se mueven raro…. Todos estaban en un silencio sepulcral. Un silencio de tumba, hermano”. Además de portarse como zombis, algunas personas empiezan a adoptar una estética zombi. Los adolescentes que pasan el rato en la calle G se disfrazan de muertos vivientes. Los zombis ya no son peligrosos; la estética zombi se ha vuelto cool.

Resulta evidente que tanto los zombis como el virus Z que los produce están evolucionando en respuesta a su entorno, igual como los humanos parecen adaptarse a los zombis. Tras una misteriosa fuga biológica en el CIDZ, el narrador y la mayoría de sus colegas son enviados a casa con instrucciones de permanecer allí. Algún tiempo después, llama a la puerta un “hombre mosquito”, un inspector de sanidad encargado de asegurarse de que los residentes de la ciudad tomen las medidas adecuadas para eliminar los lugares de reproducción de los mosquitos. Hay algo raro en el inspector: camina de forma extraña y su modulación vocal es demasiado plana. El narrador sospecha que el inspector puede ser un zombi, así que pone a prueba la humanidad del visitante respondiendo a una pregunta de un modo que un zombi no puede procesar; el inspector pierde inmediatamente la compostura y ataca a la familia al más puro estilo zombi, revelándose como uno de los muertos vivientes. Horrorizado, el narrador se da cuenta de que el virus Z ha seguido adaptándose de tal forma que permite a los zombis adoptar –o más bien conservar– características más humanas. Irónicamente, el suero del CIDZ es responsable indirecto de este desarrollo. Al cambiar la química cerebral de los zombis, el suero “acabó dando al virus Z las herramientas para adaptarse a nosotros”. Al identificar a los humanos como “depredadores” de los zombis, el virus Z desarrolla la capacidad de hacer que sus huéspedes (los zombis) sean cada vez más indistinguibles de los humanos.

Irónicamente, el descubrimiento de que los zombis se parecen cada vez más a los seres humanos precipita un creciente estado de descomposición social que no hace sino acelerar el parecido entre ambos grupos. El narrador afirma: “Ya no nos bañamos. Sólo salimos a hacer recados y a recoger la ración de carne de Panchito en la carnicería. Nuestros movimientos son lentos. Nuestras palabras, monosilábicas. Igual que el tendero, el carnicero, la policía y los rufianes del barrio. Ahora todos son zombis. O fingen ser zombis para sobrevivir. Como nosotros”. Zombis y humanos son mutuamente depredadores. Al igual que los zombis se han vuelto más parecidos a los humanos, los humanos empiezan a actuar de manera más zombi, como medio de autoprotección. El yo y el otro son cada vez más indistinguibles; ya no es posible distinguir quién es humano y quién es zombi. La diferencia entre los dos grupos puede llegar a ser sólo una cuestión de biología o semántica.

La visión de Mota presenta la aproximación de los zombis y los humanos bajo una luz ambivalente. Desde un punto de vista capitalista, los zombis cubanos pueden ser explotados por la Revolución, pero por su falta de resistencia a esta explotación se convierten en sus soldados. En un sistema que no deja lugar al concepto de explotación –todo trabajo individual es una contribución al bien del conjunto– los zombis son los “voluntarios” por excelencia, verdaderos ciudadanos modelo. Como observa el narrador: “No les importa hacer horas extras, no se resisten a los autobuses abarrotados, no exigen que se les pague en dólares, no escriben blogs disidentes, no organizan disturbios”. Conformistas absolutos, los muertos vivientes son literalmente incapaces de comportamientos egoístas que puedan sabotear el sistema. Las condiciones actuales del sistema social revolucionario cubano, sugiere la narración, son insostenibles para los humanos sin alguna forma de escape o resistencia. Resistirse a la conformidad es subvertir el sistema, ceder al desorden, pero también es negar convertirse en uno de los “muertos vivientes”. Como ejemplos de estasis biológica, los zombis no sólo defienden la fijeza revolucionaria, sino dan un paso más. De hecho, al final de la historia no queda claro si alguno de los dirigentes del gobierno sigue siendo humano.

Al final, la infiltración de los muertos vivientes en la sociedad cubana obliga a la población humana a volverse cada vez más conformista como medio de autodefensa. Sin embargo, vivir “como zombis” obliga a los cubanos humanos a una existencia estática, casi no-muerta, y amenaza con colapsar la separación entre el horizonte interminable del tiempo revolucionario y los ritmos de la vida cotidiana en el país. En la última escena del relato, el narrador y su abuela ven desfilar a un ejército de zombis en una transmisión de la televisión nacional: “No se cansan, no sudan, no pierden el paso… Los cubanos nunca hemos hecho nada con tanta precisión. Podría decirse que este Período Zombi es nuestro momento de gloria”. Un desfile militar zombi podría ser visto como la completa toma de control no-muerta del sistema cubano. (Por supuesto, es imposible saber si los manifestantes son todos zombis o una mezcla de zombis y humanos conformes.)

El relato de Mota ejemplifica la observación de Michael Löwy de que el “punto de vista crítico” de gran parte de lo que Löwy denomina narrativa “irrealista” “suele estar relacionado con el sueño de otro mundo imaginario, idealizado o aterrador, opuesto a la realidad gris, prosaica y desencantada de la sociedad capitalista moderna”. En este caso, sin embargo, el desencanto no tiene que ver con la sociedad capitalista, sino con la revolución socialista. Aunque no se sitúa con respecto al tiempo histórico, “Este zombi es de Fidel” puede verse como un comentario sobre el momento postsoviético en Cuba, en particular el periodo de transición del liderazgo cubano, cuando Fidel Castro le entregó el poder a su hermano Raúl. ¿Qué le ocurre a una mentalidad revolucionaria cuando el horizonte de futuridad se ha cerrado? En la distopía de Mota, la infiltración de los zombis en el aparato revolucionario expone la extemporaneidad del tiempo revolucionario, revelando la propia Revolución Cubana como una especie de espectro. La vida bajo los zombis ralentiza el paso del tiempo, pero entonces –sugiere la narración– la Revolución también ha sido (ya) una forma de detener o ralentizar el tiempo. El hecho de que los muertos vivan bajo este espectro, ¿revela un triunfo total de la revolución de una forma nueva y aterradora, o expone la fragilidad de su fachada?

Podría argumentarse que los zombis, a medida que asumen estos papeles en el espectáculo socialista, liberan a los cubanos humanos de tener que hacerlo. Dentro de unos límites, la toma del poder por los zombis ha creado un espacio para que los cubanos comunes piensen más allá de la revolución. Sin embargo, dentro de los confines del espacio insular, encerrada al menos en la imitación del servilismo, esta libertad es ilusoria.

La visión de Mota de una invasión zombi parece explorar las implicaciones de una epidemia zombi al estilo de George Romero más que conectar a los zombis cubanos con una historia zombi caribeña. Sin embargo, la idea de los zombis como conformistas, expuesta en “Este zombi es de Fidel” al igual que en la película cubana Juan de los muertos, así como la idea de la conformidad como una especie de esclavitud (idea particularmente notable en el relato de Mota) establece una fuerte –aunque indirecta– conexión con el zombi haitiano y la cuestión del trabajo. El relato corto de Pabsi Livmar “Golpe de agua”, de la colección Teoremas turbios (2018), también se centra en las conexiones del zombi con el trabajo y el capital. Explotando las crisis económicas y ambientales actuales como material para imaginar traumas futuros, el relato de Livmar despoja a la figura del zombi de su herencia y significado social, reduciéndola a sus elementos más mínimos para producir un escenario nuevo e impactante todavía basado en particularidades del contexto puertorriqueño. El remake de los muertos vivientes en “Golpe de agua” utiliza la abyección de la figura zombi para subrayar la tenue naturaleza de las fronteras que separan a los humanos de los muertos vivientes.

El cuento de Livmar comienza en un Puerto Rico postapocalíptico de un futuro cercano, al menos tal y como lo viven algunos de sus habitantes. Al igual que en muchos relatos postapocalípticos puertorriqueños, la historia de la formación de esta isla casi futura está anclada en la realidad de la reciente crisis de la deuda: “En el 2015 comenzó propiamente la debacle. El gobernador de entonces anunció que la deuda era impagable y, como efecto dominó, las acciones de los bancos puertorriqueños dieron una caída bochornosa en Wall Street”. Estas declaraciones se refieren claramente a lo sucedido en 2015, cuando el entonces gobernador, Alejandro García Padilla, informó al gobierno de Estados Unidos de que Puerto Rico era incapaz de pagar su deuda, valorada en 72.000 millones de dólares, ni sus 49.000 millones de dólares en obligaciones de pensiones públicas. En el cuento de Livmar, la crisis financiera resultante conduce –como ocurrió en la vida real– a un éxodo de puertorriqueños, al mismo tiempo que se anima a los estadounidenses ricos a comprar propiedades en Puerto Rico. El cuento también recrea las condiciones de sequía que padecieron las islas en 2015, reflejo del cambio climático igual como lo fue el huracán María, que azotaría la isla dos años después. En el relato de Livmar, sin embargo, el esfuerzo del gobierno de resolver el problema de la sequía para satisfacer a los ricos compradores de propiedades tiene resultados desastrosos: los productos químicos utilizados para una siembra de nubes se combinan con dos cepas de virus distintas, produciendo una combinación tóxica y mortal. Los humanos expuestos a la lluvia tóxica e infectados por los virus sufren una infección vírica en dos fases; el primer virus ataca y destruye los órganos vitales, mientras que el segundo, que en esencia “no es otra cosa que un reanimador de cadáveres”, convierte a los infectados en zombis. Identificados únicamente como “trabajadores”, estos zombis se convierten en mano de obra: “… hasta que sus cuerpos se quebrantan, mantienen la isla funcionando… para el uso y deleite de quienes reciben el agua purificada del ciclo hidrológico”. En un eco de otras crisis históricas, como la del huracán María, la población nativa sufre físicamente el coste de esta estrategia. Como señala la narradora de la historia, las lluvias contaminadas son dirigidas cuidadosamente de las zonas ricas hacia otras partes de la isla: “Las aguas infectadas cayeron sólo en zonas poblacionales específicas”. Aunque nunca se dice de forma explícita, el “golpe de agua” del título del relato parece referirse a los efectos devastadores del agua contaminada. Los más afectados, en su mayoría puertorriqueños de clase trabajadora, se convierten en vidas prescindibles, sacrificadas voluntariamente por el gobierno a cambio del capital necesario por parte de los residentes más ricos (más blancos).

La existencia de los “trabajadores” y la magnitud de la degradación de la isla no son inmediatamente evidentes para el lector. La narración de Livmar comienza en una especie de campo de refugiados poblado por personas que han logrado evitar ser completamente infectadas por la lluvia tóxica. En su refugio hermético (que cuenta con un invernadero), el grupo sobrevive hirviendo repetidamente el agua y evitando estar al aire libre cuando llueve. Sin embargo, a pesar de todas las precauciones, se cometen errores que se pagan con la vida. Al comienzo de la historia, la narradora y su hermano asisten a un terrible proceso, preparándose para matar a un niño enfermo antes de su inminente conversión en zombi. El sacrificio se lleva a cabo de forma violenta, aunque ritual: la madre del niño lo apuñala, tras lo cual el hermano de la narradora le corta la cabeza y el pie derecho con una espada. La observación de la narradora, “Había ayudado a matar a otro niño”, indica que la cualidad ritual de la muerte se debe a la práctica; no es la primera vez que han tenido que sacrificar a un miembro de la comunidad, ni será la última.

La naturaleza emocionalmente escalofriante de esta escena inicial apunta a la profunda ironía de la situación de los refugiados; al unirse, la comunidad ha podido evitar convertirse en zombis, pero sus propias estrategias de supervivencia empiezan a borrar las características que los separan de los no muertos. Los miembros de la comunidad no tienen nombre; la mayoría de los personajes sólo se identifican por sus iniciales, y la narradora-protagonista nunca se identifica de ninguna manera. En la única escena en la que pregunta el nombre de otro personaje, la narradora le dice a una adolescente rescatada: “Lo que no se nombra, no existe”. Sin embargo, la chica no da su nombre completo, sólo una inicial, K. Este anonimato aparentemente intencionado implica una especie de existencia a medias; los refugiados no han dejado completamente de formar lazos, pero tampoco existen el uno para el otro como individuos plenamente realizados con historias personales. De hecho, antes de que podamos saber nada de K. esta revela al narrador que ya está infectada por el virus, y la narradora se ve obligada a matarla antes de que se transforme completamente en zombi. La relación que había empezado a formarse entre K. y la narradora termina antes de que pueda florecer.

Mientras intentan sobrevivir en una situación que les permite un movimiento limitado, los miembros de la comunidad de refugiados recurren a alimentarse de maneras que también empiezan a difuminar las fronteras entre ellos y los zombis. Aunque intentan cultivar en su invernadero tanta comida que puedan, sobreviven en parte gracias a la ingesta de la carne humana que “rescatan” de los compañeros humanos sacrificados. El primer atisbo de este comportamiento viene en la primera escena. Mientras los refugiados se preparan para matar al niño T., el hermano del narrador, C., les advierte: “Apúrense, o no queda nada”. El lector no entiende inicialmente esta afirmación; sólo más tarde, cuando la narradora sacrifica a K. y pasa la noche “separando la carne y los órganos servibles de los inservibles”, comprendemos el propósito al que está destinada esta carne.

Al convertir a los sobrevivientes humanos en caníbales, Livmar “canibaliza” tanto al zombi de Romero como al zombi original haitiano. David Dalton aboga por entender al zombi post-Romero como una figura que “canibaliza” al zombi haitiano. De hecho, observa que el deseo de comer cerebros humanos es un fuerte marcador de esta variación creativa. Sin embargo, al igual que el zombi, el caníbal también es una figura liminal; Carlos Jáuregui observa que la ingestión de otro ser humano pone en cuestión la división entre el yo y el otro, de modo que el canibalismo funciona como “un tropo que comporta el miedo de la disolución de la identidad, e inversamente, un modelo de apropiación de la diferencia”. En “Golpe de agua” nada indica que el canibalismo sea en algún modo una práctica liberadora. De hecho, en el relato la barrera entre los que consumen y los consumidos es especialmente frágil; cualquiera que se infecte se convierte rápidamente en consumido. Esto da un tono escalofriante a la escena en la que los miembros de la comunidad se sientan juntos a comer “como si fuésemos una gran familia”. La frase evoca la expresión “la gran familia puertorriqueña”, pero la unión de este grupo de supervivientes caníbales es tenue, no metafórica sino literalmente, lo cual puede explicar el relativo anonimato de los personajes; sólo el azar puede determinar cuándo alguien se encontrará al otro lado de la frontera.

En contraste con los sobrevivientes humanos caníbales, los “trabajadores” en el relato –a diferencia de los clásicos zombis post-Romero– no tienen deseos insaciables. Existen exclusivamente como mano de obra desechable: “Eran todos hombres, de cuerpos fornidos pero ya débiles y visiblemente deformes… Esas son algunas de las características más comunes de los trabajadores: sus cuerpos expiden los abusos, las largas horas de trabajo, la falta de cuidado y aseo, de atención médica debida, de calor humano”. Los cuerpos de los trabajadores zombis son la expresión física de su explotación. Se les hace trabajar literalmente hasta que no pueden más. Aunque suponen una amenaza para los supervivientes humanos, existen en gran medida como ejemplos de una existencia aún más abyecta, menos que humana. Cuando la narradora y su hermano C. ven a dos “trabajadores” enjaulados en una de sus excursiones poco frecuentes fuera del refugio, C. pregunta a su hermana: “¿Qué te agobia tanto? ¿Qué estén allí encerrados, o que nosotros estemos acá afuera, sin poder hacer nada?”. Los “trabajadores” son el símbolo físico que refleja la propia vulnerabilidad de los humanos.

De hecho, mientras que textos como el de Mota siguen otorgando al zombi el papel de monstruo, el texto de Livmar, al aplicar características “monstruosas” tanto a los humanos como a los “trabajadores”, deja claro que tanto los zombis como los humanos están a merced de fuerzas más monstruosas de la política y el capital. Como observa la narradora en un momento dado, “El gobierno es nuestro depredador común y la selección natural moldea tanto a la presa como al depredador”. Zombis y seres humanos son deformados conjuntamente por la situación explotadora y literalmente tóxica de la isla. Mientras los zombis existen para ser trabajadores, los humanos sobreviven matando y comiéndose a los que deben matar. Aun cuando el virus esclaviza a los trabajadores, la amenaza del virus mantiene a los supervivientes humanos atrapados en los mismos papeles. Las referencias oblicuas a familiares fallecidos –el marido de C., la madre de los hermanos– dejan entrever las vidas plenas que ellos vivieron antes del apocalipsis creado por el gobierno. Luchando para sobrevivir como asesinos y caníbales, los refugiados puertorriqueños de Livmar son en sí mismos “muertos vivientes”, atrapados entre sus vidas anteriores y su inminente pero casi segura destrucción.

Los personajes de Livmar no son una reescritura irónica de la narrativa zombi. Aunque el texto está repleto de referencias intertextuales a autores y textos clásicos de fantasía, ciencia ficción y terror –H.P. Lovecraft, Steven Spielberg, El señor de los anillos de J.R.R. Tolkien–, es significativo que no incluya ninguna referencia a textos o a la historia de los zombis. De hecho, los mundos literarios que evocan estas referencias sirven sobre todo para subrayar que la vida de la narradora no transcurre en un mundo de fantasía donde todo es posible. En cambio, al resituar al zombi en un paisaje caribeño contemporáneo de crisis, explotación y colapso, “Golpe de agua” devuelve la narrativa zombi a sus inicios como símbolo de la explotación laboral racializada y el extractivismo capitalista. “En otra vida”, afirma la narradora, “C. y yo hubiésemos sido escritores, historiadores, narradores de la vida cotidiana, más en esta vida nos faltaban papel y tinta y nos sobraban los muertos”. La narradora, su hermano y sus compañeros refugiados mantienen su humanidad a través de su conciencia y su contacto humano; vemos a la narradora y a su hermano compartir momentos de ternura en varios momentos a lo largo de la historia. Sin embargo, como afirma la narradora al final del relato, “El fin del mundo es ahora, todos los días, porque sucede cuando todo lo que conoces se derrumba y no puedes hacer nada para evitar la destrucción”. Las condiciones de supervivencia marginal les mantienen atrapados en un abanico de narrativas cada vez más estrecho y en un campo de posibilidades cada vez más reducido.

Si el zombi como figura popular internacional explora las fronteras entre lo humano y lo no muerto, los textos caribeños que acabo de examinar se centran en cómo la humanidad ha establecido y mantenido esas fronteras en primer lugar. Las dos narrativas “rehacen” la figura del zombi sólo para reinstaurar parte de su significado original; exponiendo gradaciones de conciencia y sensibilidad zombi, muestran cómo los sistemas de privilegio en el Caribe están a la vez reforzados y conectados con formas más básicas de explotación racializada. Sin embargo, su crítica de las condiciones locales caribeñas es particularmente resonante.

Merece la pena señalar, sin embargo, que los textos a los que me he referido aquí terminan con una nota ambivalente y sin resolver. Alejándose del restablecimiento del orden social que podríamos esperar encontrar al final de una narración de zombis en el género de horror, “Este zombi es de Fidel” y “Golpe de agua” dejan al lector en un estado de suspensión distópica. En el relato de Mota, el narrador cubano se ve “liberado” del statu quo anterior, pero no queda claro qué espacios de posibilidad quedan abiertos para él y sus amigos y familiares humanos. Aunque la llegada de los zombis pone de manifiesto el estancamiento de la Revolución, el apocalipsis en curso parece ofrecer sólo la alteridad nihilista como espacio de futuridad. Por su parte, la historia de Livmar podría entenderse como aun más oscura, ya que no encuentra ningún potencial liberador en este sacrificio humano gradual. El testimonio de una vida más allá de la humanidad proporciona al lector una perspectiva alterada, pero la transformación final puede estar lejos de ser completa.