La huella es la memoria de una ausencia
Presentación de Antonio Díaz Oliva.

Cuando me pidieron presentar a Hernán Ronsino acudí donde siempre busco las referencias sobre un escritor argentino; es decir, fui directo a mi ejemplar del Borges de Adolfo Bioy Casares.

Por si no lo saben, El Borges de Bioy es un libro de más de mil páginas en que su autor cuenta sus aventuras y cenas junto con Borges. No es muy distinto a Statler y Waldorf, esa pareja de personajes de Los Muppets; aquellos dos ancianos de tono desagradable y socarrón que siempre aparecen sentados en el palco de un teatro y se divierten lanzando pesadeces a donde sea, especialmente a Fozzie, el oso, que en el caso del libro de Bioy vendría a ser Ernesto Sábato. Como les decía entonces, fui al índice onomástico y busqué entre las R. Ahí estaba: Ronsino, Hernán. Solo tenía una entrada. Lo extraño es que esta entrada no tenía fecha. «Come en casa Borges», escribe Adolfo Bioy Casares. «Tenemos que escribir el argumento de un filme, de un western argentino; en septiembre hay que entregarlo, por contrato. Pero en vez de hablar sobre la trama, Borges saca a colación otros temas, entre esos a un escritor que yo desconozco». Sigue escribiendo Bioy: «El escritor es un tal Ronsino; Hernán Ronsino. Y a continuación Borges comenta su lectura de Notas de campo, libro de ensayos en el cual el tal Ronsino arma una genealogía familiar. Borges cuenta que la madre de Ronsino, inmigrante italiana, gana con un soneto un concurso en la escuela donde es maestra. El premio, nada más ni nada menos, es un ejemplar del Martín Fierro en la edición ilustrada por Castagnino.»

La entrada del Borges de Bioy en que aparece Ronsino es bastante larga. Pero lo que me interesa traer a colación es aquel azaroso aparecimiento del Martín Fierro, el cual origina una biblioteca familiar.

Y, podemos decir que a su vez origina a Hernán Ronsino. Sin ese Martín Fierro no tendríamos en la Cátedra Abierta en homenaje a Roberto Bolaño a este escritor.

Ronsino nació en Chivilcoy, una ciudad argentina ubicada en el norte de la Provincia
de Buenos Aires en 1975. Es sociólogo, escritor y coeditor –junto a Luciano Guiñazu– de la revista Carapachay.

Es autor de los cuentos reunidos en Te vomitaré de mi boca (2003) y de las novelas La descomposición (2007), Glaxo (2009), Lumbre (2013) y Cameron (2018), además del libro de ensayos Notas de campo (2017).

Según La Nación (Carolina Esses): «Su literatura dialoga con lo más propio de nuestra tradición –Hernández y la gauchesca, Rodolfo Walsh–, pero también con Samuel Beckett y William Faulkner».

Y según él mismo Ronsino sobre su propia obra: «No pienso los libros como parte de una obra en construcción. Terminar cada libro me deja en un estado de incertidumbre profunda. No sé qué hice y empiezo a entenderlo hasta que los lectores me devuelven algo de su propia lectura».

Hay algo que cruza la narrativa de Ronsino, así como a toda su generación de escritores, no solo en Argentina, sino en América Latina. Ese algo es la Memoria. Así, con mayúscula: Memoria.

Qué hacer con la memoria; qué hacer con el recuerdo; qué hacer con las huellas que marca la política sobre la memoria; y cómo, finalmente, juntar todas esas pequeñas memorias en una gran narrativa unificadora, la cual muchos y muchas, hoy, se esmeran en llamar «la Memoria Histórica».

Cameron es la cuarta novela de Hernán Ronsino y en esta cuenta la historia de Cameron, un exmilitar y torturador que cumple su pena de prisión de forma domiciliaria, y de Juan Silverio, el hijo de una de las víctimas de tortura de Cameron y que, junto a una cantante de jazz, Elda Cook, planea su meticulosa venganza. Así, una noche Cameron sigue a Juan Silverio del Club de Jazz hasta el río. Y pronto deja de ser el perseguidor para convertirse en el perseguido.

«La huella es la memoria de una ausencia», es una frase que aparece en Cameron. Si bien esta es una novela sobre la última dictadura militar argentina, me parece que Ronsino no usa la Memoria como lo están haciendo tantos narradores de América Latina en estos momentos.

«En ese sentido», le dijo Hernán a la revista mexicana Letras Libres, «En ese sentido, me gusta pensar la memoria cercana a la manera en que trabaja Beckett. La memoria de esos personajes que andan sobre una tierra baldía».

Creo que ahí hay un punto de diferencia entre lo que ciertos libros de Hernán Ronsino ofrecen y lo que, por ejemplo, algunos académicos chilenos han llamado «la literatura de los hijos», aquel reduccionismo literario para describir a ciertos escritores obsesionados con un realismo social, estética y políticamente chato.

Por eso un nombre como Beckett es clave ya que el irlandés-francés, como se sabe, hizo algo que todos los escritores deberían hacer: ir en contra de su propia tradición. Si los personajes de Beckett (pensemos en Vladimir y Estragón) esperan algo que nunca llegará en medio de un escenario pelado; los de Ronsino intentan reconstruir la memoria nacional, aunque nunca pierden de vista que este proyecto es imposiblemente absurdo.

Y por eso la nieve (ese gran mecanismo que los argentinos tienen para alegorizar la desmemorización nacional: pensemos, claro, en El Eternauta); y por eso, digo, la nieve tiene tanta presencia en esta novela. Cito un párrafo de la primera página de Cameron: «Afuera cae la nieve. Lenta, silenciosa. A veces parece otra cosa. Pero ahora es nieve. Y se junta en los bordes del camino. Se va acumulando sobre la silueta de los montes». Eso se lee en la primera página. Y líneas más tarde Julio Cameron mira la nieve (imaginemos esa nieve llena de pisadas) y dice: «La huella es la memoria de una ausencia».

Para terminar, tengo que confesar algo. No es verdad que Hernán aparece sola una vez en el Borges de Adolfo Bioy Casares.

Anoche, mientras retocaba este texto, volví al índice onomástico y busqué, entre las R, a Hernán.

Ahí estaba de nuevo. Hernán Ronsino. Sin embargo, ahora había otra entrada. Y esta también era una entrada sin fecha. «Come en casa Borges», escribe Adolfo Bioy Casares. «Come en casa Borges y ahora sí tenemos que escribir el argumento del filme. Pero Borges una vez más vuelve a otros temas. Ahora dice que, impulsado por su lectura de Notas de campo, comenzó a leer Glaxo, una noveleta del tal Ronsino que le parece austera, mínima y redonda. Casi como un cuento. Yo le pregunto de qué trata y Borges responde: «Es una especie de western argentino en donde la barbarie tiene un rostro menos difuso y específico». Borges entonces le explica a Bioy que en Glaxo hay cuatro narradores, cada uno desde distintos momentos (1973, 84, 66, 59) y que estos van sumando sus voces, una tras otra, para darnos perspectivas fragmentarias del ambiente de un pueblo apacible, aunque solo en apariencia.

Finalmente, esa misma noche, Borges y Bioy llaman al productor. «Tengo para usted, una buena y una mala noticia», le dice Borges, mirando ciegamente al infinito, junto con el dandy Bioy a su lado. «La buena es que hemos encontrado el resumen del filme y que se lo podemos pasar para que haga lo que quiera. La mala es que no es de nuestra autoría, sino de un escritor que todavía no nace. Esto ya que su madre aún no ha escrito el soneto con que ganará el Martín Fierro en la edición ilustrada por Castagnino, libro que dará origen a la biblioteca familiar; es decir, que dará origen al inexistente autor de la trama que le ofrecemos».

Dejo con ustedes, entonces, a Hernán Ronsino.

Eloísa Simón: la poeta imaginaria

Hernán Ronsino

Voy a contar un secreto. Es el año 1998 y estoy empezando a escribir una novela, mi primer intento con una novela; un intento que quedará trunco pero le abrirá el camino a otras historias, que es lo que siempre pasa con las historias que quedan truncas. Mientras escribía esa primera novela comencé a publicar, en el diario de mi pueblo, una columna semanal que salía los jueves en una especie de suplemento adolescente. Escribí sobre música, sobre cine, sobre las veladas estudiantiles que eran una esta muy popular en la zona, y recién en la cuarta o quinta nota rompí con la secuencia temática del suplemento y le hice un homenaje a una poeta de mi pueblo: le hice un homenaje a Eloísa Simón.

Eloísa Simón fue la única hija de Tomás Simón, un exmilitar y ganadero muy importante de la región pampeana de principios del siglo XX. Tomás Simón participaba de los beneficios de la oligarquía que gobernaba esa época en Argentina. Y decidió enviar por un tiempo a Eloísa a recorrer Europa. Después de casi un año, Eloísa volvió distinta de ese viaje no solo porque había vuelto con un libro de poemas escrito sino porque se sentía poeta: Europa la volvió poeta. El libro se llamaba: Misales. Tomás Simón no quería saber nada con todo eso, la poesía era algo que le provocaba desconfianza y le prohibió cualquier vínculo social que la llevara a la literatura. Pero Eloísa mantuvo con su amigo el poeta modernista Carlos Ortiz una correspondencia secreta. En el verano de 1903 Carlos Ortiz, que vivía por esos años en Buenos Aires y era amigo de Rubén Darío y de Lugones, recomendó la publicación de los poemas de Eloísa en El Nacional, un diario de la oligarquía, importante en la zona. Si bien costó convencer al director que la publicara, terminó aceptando los poemas con algunas condiciones, entre ellas, debían publicarse con el nombre de un varón. Según cuentan las crónicas de la época, la tarde que Eloísa dejó los poemas en El Nacional llovía. Al salir del diario, con la promesa de una pronta publicación, se escucharon primero los gritos y después los disparos. Fueron tres disparos que se incrustaron con suerte despareja en uno de los árboles de la esquina; en la vidriera del diario; y de manera letal en el torso de la poeta: tenía veintitrés años. Los dos emponchados que atentaron contra el diario eran jóvenes anarquistas, italianos, aprendices de panaderos, que fueron detenidos y deportados a Italia a los pocos meses. Al día siguiente, mientras se despedían los restos de Eloísa Simón, El Nacional publicó los tres únicos poemas que existen de la poeta, firmados con su verdadero nombre. Del libro Misales no ha quedado ningún rastro: según se dice es muy probable que su manuscrito haya sido quemado por Tomás Simón.

En el verano de 2011, muchos años después de haber publicado aquella nota sobre la poeta asesinada, una tarde que estaba de visita en mi pueblo me crucé en la calle con Lopecito, el director del Archivo Municipal. Cuando me vio, Lopecito me dijo: Ronsino, qué casualidad, ayer mismo lo mencionaba a usted en la radio. Lopecito me contó que se había cumplido un nuevo aniversario de la muerte de la poeta Simón y en su programa, como cada año, le hizo un homenaje leyendo mi artículo. Hacía más o menos trece años que había salido ese artículo en el suplemento adolescente. Me había olvidado casi por completo de todo. Mientras Lopecito me hablaba pensé, primero, que a esas notas alguien al menos las había leído. Y segundo, deseaba profundamente que no me pidiera las fuentes en las que me había basado para escribir ese texto porque esas fuentes no existían, porque toda la historia de Eloísa Simón la había inventado, como se inventa un cuento o una novela. Por suerte no me preguntó nada. Lopecito creía ciegamente en lo que había leído. Me creía. Pero igual me despedí caminando rápido, temiendo que en cualquier momento Lopecito me llamara para desenmascararme, para acusarme. Entonces, poco a poco, fui comprendiendo que no solo había encontrado a un lector de mis comienzos sino que ese lector le hace cada año desde su programa de radio un homenaje a una poeta imaginaria.

Los efectos de esta experiencia fueron profundos: había creado un personaje verosímil para los lectores del diario o, al menos, para Lopecito, y ese personaje había pegado un salto, como lo hacen en algunas películas los actores que salen de la pantalla y toman cuerpo en la realidad: algo de ese movimiento me provocó una inquietud extraña y me enfrentaba a los efectos impensados que puede generar un texto; y me llevaron, a su vez, a indagar en los mecanismos de la ficción y en uno de los temas centrales de ese proceso: el problema de la identidad narrativa, como lo llama Ricoeur, o, para decirlo de otro modo, en los efectos que provoca en la realidad la construcción de vidas imaginarias.

Las vidas imaginarias, entonces, siempre fueron temáticas que me interesaron pensar porque, en el fondo, creo que algo de estas tensiones en torno a la identidad, sus duplicaciones, sus camuflajes, se ponen de manifiesto en el origen de toda escritura. ¿Cómo se construye un personaje? ¿Cómo se sostiene una voz narrativa? ¿De qué manera se vuelve verosímil un mundo imaginario? Tal vez Marcel Schwob en Vidas imaginarias haya condensado muchas de las posibilidades que se despliegan bajo esta temática. Schwob, como se sabe, no sólo recupera una tradición (esa que viene de las Vidas paralelas de Plutarco, por ejemplo) también la tuerce, la desvía –que es, por otro lado, lo único que un autor puede hacer, según Borges, con la tradición– y funda un género, una huella por la que andarán el propio Borges, el propio Bolaño. En el relato titulado «Petronio, novelista», Schwob retrata una forma de vida imaginaria que sintetiza, a su vez, un modelo de escritor. En la historia que cuenta Schwob, Petronio se pone a escribir la «historia de esclavos errantes y corrompidos», funda un mundo en dieciséis tomos. Mientras los va escribiendo se los lee a Siro, su esclavo, que se divierte como loco. En algún momento del relato, Schwob dice que Petronio no murió desangrado en la corte de Nerón, que no se suicidó como cuenta Tácito, sino que una vez que terminó de escribir esa historia «huyó con Siro y terminó su vida recorriendo los caminos». Dice Schwob: «Petronio olvidó por completo el arte de escribir no bien vivió la vida que había imaginado». Es decir, Schowb desvía la historia en la escena de la muerte de Petronio (su suicidio) y a partir de allí le hace vivir la trama que el propio Petronio escribió en El Satiricón. Una vida atravesada por la aventura y el goce. A Petronio entonces ya no le sirve de nada escribir. Se trata de meterse en el vestido de cada uno de sus personajes. Consumirse, literalmente, en la vida. Arder. Ese modelo de escritor que imagina la vida que quiere vivir y después sale a buscarla es el modelo opuesto al de Hemingway, por ejemplo, en el que la escritura no es otra cosa que la sedimentación de la experiencia. Primero se vive, luego se escribe. El escritor como el doble del viajero. En cambio, el modelo que detalla Schwob (primero se escribe, luego se vive) pone en acto una vida imaginaria. La abre hacia la aventura y a todas sus contradicciones. Me interesa ahora observar tres casos, pudieron haber sido otros, elegí arbitrariamente estos, en donde a través de la escritura se pone en acto, al igual que en el caso de Petronio, una vida imaginaria.

El primer caso. Sin tenerlo muy claro al principio, tal vez con el paso del tiempo fui dándome cuenta más de eso, advertí que detrás de la historia de Eloísa Simón estaba, como un sustrato, la historia que había leído en un libro de la escritora argentina Gabriela Mizraje sobre César Duayen. En 1905 se publica en Buenos Aires la novela Stella, de César Duayen. Como nunca antes había ocurrido en la literatura argentina, el libro se transforma de inmediato en un éxito de ventas. En dos meses vende cerca de diez mil ejemplares. Y la figura de César Duayen comienza a transformarse en un enigma. ¿Quién es el autor de semejante novela que, por otro lado, sabe captar de manera notable la percepción femenina; el mundo interior de su protagonista? La pesquisa apunta de inmediato al exdiputado por la provincia de Buenos Aires Julio Llanos, porque fue Llanos quien estuvo en tratativas con la imprenta que sacaba las sucesivas ediciones. Pero no era Llanos. El éxito de la novela hizo que en 1908 saliera una traducción en Italia, con prólogo de Edmundo de Amicis. En el prólogo, el autor de Corazón, revela cómo se fue desplegando el misterio. La sospecha y la presión que recaía sobre la figura de Llanos llevó a que no pudiera sostenerse mucho más el secreto. César Duayen era un seudónimo y el autor de Stella no era un varón sino una joven escritora que publicaba por primera vez una novela: se trataba de Emma de la Barra, casada en segundas nupcias con Julio Llanos; la novela, entonces, cuenta la vida de Stella, una joven que queda inválida al cuidado de su hermana en una Buenos Aires aristocrática de principios de siglo XX y en el que se retrata un nuevo modelo de heroína. Después de enviudar y de quedar en la ruina económica, Emma de la Barra escribe Stella y decide, porque estaba mal visto que una mujer firmara un libro, publicarlo bajo el seudónimo de César Duayen. Con ese seudónimo, de todos modos, siguió publicando varios libros más aunque se supiera que se trataba de ella (publicó Mecha Iturbide y El Manantial; alguno de ellos fue llevado al cine en la década del cuarenta). Como cuenta Edmundo de Amicis en el prólogo a la edición italiana de Stella, una vez revelada la identidad de la autora del primer best-seller argentino, esa información no hizo más que incrementar las ventas. Hay un dato que conecta esta historia con Chile. Gabriela Mistral dedica el poema «La oración de la maestra» a César Duayen. Es decir, se lo dedica al seudónimo de varón, no a la autora, a la mujer. Según cuenta Carlotta de la Peña en su libro de memorias, y agradezco por el dato a Daniela Schutte, podemos saber que Mistral conoce a Emma de la Barra en Europa. Y que, además de haberla conocido, Mistral utiliza en algún concurso de poemas en el que participa el seudónimo de Alejandra Fustter. Este es, precisamente, el nombre de una de las protagonistas de la novela Stella, es el nombre de la hermana de Stella: quien la cuida y despliega un nuevo modo de ser mujer ante el entorno aristocrático y sumiso. Sin duda, no solo hay un estrecho vínculo entre Emma de la Barra y Gabriela Mistral sino una clara admiración por esa novela de parte de la poeta chilena. Por otro lado, hay, de parte de ambas, una intensa vocación de trabajar por los demás y por la educación. Emma de la Barra es la fundadora de, entre otras, la Cruz Roja en Argentina y de un barrio obrero en Tolosa, en las cercanías de La Plata, que financiará con sus propios recursos y que la llevará a la ruina. De alguna manera, el uso del seudónimo, el nombre de varón (que para la literatura argentina era una novedad pero que ya había una larga tradición en el mundo como por ejemplo el caso de George Sand) es la máscara que le permite a Emma de la Barra introducir su voz en la literatura argentina; es la identidad imaginaria que legitima su universo dentro de un campo tomado y dominado exclusivamente por la voz de los hombres; escribir es la apuesta, el proyecto que la reconstruye, digamos, después de padecer la viudez y la ruina económica. Hoy nadie lee Stella pero una calle de Puerto Madero, el barrio de Buenos Aires, lleva el nombre de Emma de la Barra.

El segundo caso. Quizá un buen ejemplo que retrata y complejiza el modelo de Petronio (un modelo que, por otro lado, reescribe los ejes centrales de la novela moderna: desde el Quijote hasta Madame Bovary) sea el caso de Romain Gary. El escritor francés que era lituano y que no se llamaba Gary, sino Kacew, no hace más que profundizar un juego de máscaras y espejismos entorno al yo hasta llegar al extravío, a la nada misma. Gary transforma la figura de la vida imaginaria en una forma de impostura; como lo dice la crítica Régin Robin en su artículo «La imposible narración de sí mismo», estamos ante un caso de identidad perturbada. La historia es conocida y hay, ya, en torno a su figura un relato mítico y así se lo presenta siempre, a partir de esta curiosidad: Gary es el único autor que gana dos veces el premio Goncourt y ese premio, como se sabe, solo se puede ganar una sola vez. En 1975 Gary publica dos novelas. La vida ante sí, firmada con el seudónimo de Emile Ajar, y Próxima estación: final de recorrido, bajo el nombre de Romain Gary. La vida ante sí gana el premio Goncourt de ese año (premio que Gary ya había ganado en 1956 con Las raíces del cielo) y se transforma en un best-seller, vende un millón y medio de ejemplares. Nadie conoce a Emile Ajar hasta que un tal Paul Pavlowicht lo encarna, dice ser el autor de la novela ganadora del Goncourt, da entrevistas, consigue un puesto de editor en Gallimard. Pavlowitch en verdad es el sobrino de Gary y fue puesto allí por su tío. El libro firmado por Romain Gary, por el contrario, pasa desapercibido. Siempre me interesó, más allá de cómo se despliega el inevitable drama de Gary y su sobrino Pavlowitch entre el 1975 y 1980, tiempo en el que se publicaran varios libros más bajo este desdoblamiento, entre ellos Seudo, y que finaliza cuando Gary se suicida después de escribir el testamento llamado: Vida y muerte de Emile Ajar; siempre me interesó comparar la escritura de esos dos libros publicados en 1975 para ver cómo Gary se esfuerza en escribir como si fuera otro, como si esos dos libros fueran, efectivamente, de dos personas distintas. La historia de Próxima estación comienza con una confusión. Una mujer joven, bellísima, escultural como un boxeador, así la describe Gary, confunde al protagonista con otra persona. De esta confusión nacerá una relación intensa para el protagonista; porque está pisando los sesenta años, le lleva 37 años a la mujer escultural y su cuerpo se va apagando sexualmente. La imagen que Gary ocupa de un modo obsesivo para remitir a esa decadencia es la de la Caída del Imperio Romano. La escritura de la novela es simple, obsesiva en torno a la decadencia del cuerpo, es la conciencia frenética de alguien que está perdiendo el control de su cuerpo y, fundamentalmente, de sus privilegios. Por eso mismo, el contraste con La vida ante sí es notable. La escritura de Emile Ajar tiene un ritmo envolvente –hay una fuerte distancia con la sequedad obsesiva de la otra novela–. Momo, el narrador, es un niño que está al cuidado de la señora Rosa. La señora Rosa, una mujer anciana y gorda y de origen judío, vive en el sexto piso de un edificio sin ascensor, cuida, por una mensualidad que muchas veces no llega, a hijos de prostitutas, la mayoría de origen árabe. Así la describe Nancy Huston en su Epita o a Romain Gary: «La señora Rosa es el mejor símbolo que creaste de la humanidad, Romain, en todo lo que tiene de grande y de lastimero; “la señora Rosa soy yo” hubieras podido decir, imitando a Flaubert: sí, como tú, ella está llena de generosidad y de miedo, devastada por la vida de hoy y la memoria de ayer y, sobre todo, atormentada por la idea de lo que el porvenir le depara: vivir demasiado tiempo, asistir a su propia desolladura por el Tiempo». Las dos novelas, publicadas como si fueran de dos autores distintos, no hacen otra cosa que mostrar los extremos de una biografía: por un lado, la evocación de la infancia humilde en La vida ante sí y, por otro, la decrepitud, la caída inevitable en Próxima estación. En el testamento donde con esa la impostura, Gary dice: «Yo siempre supe que yo era ficticio». La cantidad de máscaras y estrategias de camuflaje y disuasión que usó a lo largo de su vida no hicieron otra cosa que perderlo irremediablemente en esa ficción.

El tercer caso. En 2014 aparece en Francia la novela de un joven escritor de 21 años que provoca un gran suceso. No solo literario sino en el plano de la prensa amarilla, del escándalo. Se trata de la novela Para acabar con Eddy Bellegueule firmada por Édouard Louis. Edouard Louis escribe sobre Eddy Bellegueule. La historia sucede en un pueblo del norte de Francia, Hallencourt. El destino, casi irremediable, de Eddy Bellegueule, que pertenece a una familia de clase obrera, violenta, machista, es trabajar como todos los hombres de su familia en la fábrica que le da vida al pueblo. Pero Eddy no encaja en el modelo masculino con el que ese pueblo interpela a sus varones ni tampoco en ese destino fabril. La novela desnuda la violencia que padeció Eddy por ser distinto; muestra cómo, a través de la injuria y el insulto, fue descubriendo su homosexualidad. «De mi infancia no me queda ningún recuerdo feliz», es la frase con la que comienza la novela. Y por eso mismo, Eddy necesita romper con su familia, huir, refugiarse en el mundo de los libros y el pensamiento (un mundo negado en su infancia porque los libros eran sinónimo de debilidad y perversión). El punto es que estamos hablando de una novela autobiográfica y que el nombre original de Édouard Louis es Eddy Bellegueulle. Es decir, que cuando Eddy rompe con su familia y huye para empezar otra vida, una vida nueva, se cambia de nombre y comienza a escribir, influenciado por Didier Eribon, su primera novela, su historia. Eddy Bellegueule, el nombre de origen, se transforma no solo en el nombre de la ficción sino en parte del título de su libro. Y el escritor llevará, a partir de entonces, un nombre también nuevo, el símbolo de la nueva vida. «Un nombre es una historia y, para mí, Eddy Bellegueule significaba la humillación. El cambio de nombre era como reinventarme», dice el autor en una entrevista. La novela se transformó en un suceso. Y como consecuencia de ese éxito, un periodista de Le nouvel observateur viajó hasta el pueblo de Édouard Louis para confirmar si los hechos eran como se narraban en el libro. El periodista entrevista a la madre de Édouard Louis y a sus hermanos y muestra un panorama extrañado: la madre cuenta que acompañó a su hijo en la presentación del libro en París pero recién lo leyó cuando regresaba a su pueblo y no podía creer lo que leía: porque la madre de Édouard Louis es retratada allí como una racista y el padre como un alcohólico, violento y homofóbico. «Mi hermano era mi héroe, mi ejemplo, yo no entiendo por qué hizo esto», dice uno de los hermanos en la cobertura que hace el periódico. Esto incrementó la atención del público de manera masiva. Algunos comenzaron a dudar sobre la veracidad de los hechos que narra Louis, si es así como fueron los acontecimientos. A la huella enorme que abrió su primera novela se le suma la segunda: Historia de la violencia en donde profundiza la línea autobiográfica y narra el intento de violación y de estrangulamiento que el propio Louis sufre en París en 2012 a manos de un joven argelino, Reda, con quien había tenido un encuentro sexual: el argelino es detenido y luego de ser liberado acusa a Louis de haber inventado todo para la novela. El escritor español Alberto Olmos, luego de una serie de pesquisas y de intuiciones personales, llega a plantear en su blog que estaríamos ante un gran simulador, que escribe para agradar al mundo burgués parisino. Olmos se pregunta si estamos ante el gran fraude del siglo XXI. Pero más allá de esta cáscara que recubre y potencia, a la vez, a los libros de Édouard Louis (que, por cierto, acaba de sacar una nouvelle titulada ¿Quién mató a mi padre?, una especie de panfleto al estilo Yo, acuso, en donde nombra a los culpables del sistema político francés como responsables del padecimiento de su padre: Macron, por ejemplo, es del mismo pueblo que Louis pero pertenecen a clases sociales opuestas), lo que me interesa enfocar es en el cambio de nombre. El gesto simbólico de abandonar un nombre mancillado por la violencia del pueblo, y la puesta en acto de un nuevo nombre que será, a su vez, el nombre del autor. El nombre original se vuelve personaje de ficción, el nombre imaginario será el símbolo de la vida nueva. «Por primera vez, mi nombre pronunciado no nombra», es la cita de Marguerite Duras que abre la novela.

Ricardo Piglia también desplegó una obra de ficción a partir de un alter ego y publicó sus diarios bajo el nombre de Emilio Renzi, pero sin el engaño o la trampa que aparece detallada en alguno de los casos que hemos mencionado: Piglia le presta su vida íntima a Renzi, esa podría ser una posible lectura; o, tal vez, Piglia inventa una vida íntima imaginaria en un diario que es de Renzi y que puede tener algo del propio Piglia. En definitiva, en alguna parte de ese diario Piglia (o Renzi) dice que escribir es ser otro. Pero ser otro en el plano de la escritura, en el descubrimiento de una voz extraña que surge de la apertura hacia lo desconocido; escribir es estar en compañía de esa otredad, de esa voz incesante que no deja de zumbar, como detalla Beckett en su libro Compañía; escribir es, así, contener a esa otredad en un estilo. En cambio, otra cosa es lo que ocurre en los tres casos que mencioné anteriormente, en donde pareciera que las palabras no alcanzan y lo otro salta a la realidad, se encarna como vida imaginaria. En los tres casos, curiosamente o no, tal vez como parte de la combinación misma, hubo además alrededor de los libros un éxito de ventas y alrededor de los autores algún tipo de polémica. Para Emma de la Barra el seudónimo de varón le permitió hacer sonar su propia voz en el mundo literario, que para esa época era sinónimo de mundo masculino. Romain Gary buscó, a través del chiste, burlarse del ambiente literario francés que lo veía como un autor acabado para, de este modo, reinventarse ante la amenaza que detalla en su novela Próxima estación: donde el tiempo lo acecha, irremediablemente, donde el tiempo lo humilla. En cambio, para Édouard Louis arrancarse su nombre mancillado a partir de la escritura es una forma de liberación, es el modo de vivir una vida nueva. Como plantea Roberto Bolaño, en una de las historias de Literatura nazi en América, hay dos modos posibles para acceder a ciertos ámbitos sociales anhelados: uno a través de la violencia y el otro mediante la literatura, «que es una forma de violencia soterrada y que concede respetabilidad y en ciertos países jóvenes y sensibles es uno de los disfraces de la escala social». Ese camino que toma Max Mirebalais, el haitiano de las mil caras, «la literatura como una forma de violencia soterrada y de disfraz para la escala social», pareciera ser, con sus matices y diferencias, el mismo que abordan los tres casos que se han planteado aquí.

Hace un mes, estuve de visita en mi pueblo y se me ocurrió buscar en la Hemeroteca de la Biblioteca Popular el artículo que publiqué sobre Eloísa Simón. Hacía años que no entraba a esos salones. Todo estaba igual. Salvo la Hemeroteca. Desde hacía meses estaba en obras: un caño del desagüe pasaba justo por esa sala y la humedad trepaba hasta el techo. La obra empezó y se paró por falta de fondos. Y volvió a empezar y a no terminarse nunca. Para proteger el archivo trasladaron parte de la Hemeroteca a otra dependencia municipal. Justo lo que buscaba no estaba ahí. Podía haber resuelto de otro modo la búsqueda, podía haberle pedido una copia del artículo a Lopecito, pero no me atreví. Hace unos días se me ocurrió hacer algo que tendría que haber hecho desde un principio. Busqué en Internet el nombre de Eloísa Simón para ver qué salía. En la segunda o tercera opción que me tiró el buscador apareció la página del Archivo Municipal. En la sección Efemérides se puede leer el homenaje que Lopecito le hace a la poeta, apropiándose, y reescribiéndola, la información del artículo que publiqué en aquel suplemento de 1998. El título de la nota dice: «Homicidio de la joven autora, Eloísa Simón (1903)». Lo que más me impresiona, lo que más me conmueve de todo esto es la escena, típica de Bolaño, por otro lado, donde un hombre apasionado por la historia de su pueblo, entregado a su difusión, homenajea cada año a una poeta imaginaria.