Presentación de Rodrigo Rojas

Antonio Tenorio está regresando después de diez años a Chile. Eso es diferente a decir que viene de vuelta. La expresión se reserva solo para quienes se jactan de su experiencia y aspiran a cierta autoridad. No hay que confundirse, porque si bien Antonio Tenorio tiene de qué jactarse, nueve libros publicados en México, una destacada carrera como académico en la Universidad Iberoamericana, una obra en gestión cultural de relevancia, un compromiso con la alfabetización digital, con la radio pública y un paso por la diplomacia que cosechó muchas amistades en Chile y Colombia, aún así no se trata de una persona que busca imponerse con ese tipo de autoridad. La verdad es que la mayor parte del tiempo es un “aprendiz de escuchador”, mientras que en confianza se revela como alguien que afila la lengua, la del idioma y la propia, con el propósito de pulir ironías. En su escritura suele confiar más en las preguntas que en las certezas. En la novela Más breve que  una  vida, del año 1997, primera finalista para el premio Joaquín Moritz, el personaje central, el  general Francisco Múgica, afirma: “Pero qué digo, si todas estas historias ya se saben y no tiene caso que las cuente yo, aprendiz de escuchador. Además, para eso están los historiadores, los científicos sociales, llamados a descubrir la verdad, a revelarla. Uno en cambio, qué va a saber, si todo cuanto distingue en la niebla son destellos de ruidos.” Esa lucidez del general es propia de quien viene de vuelta en la vida, pero regresa sin respuestas, sabe perfectamente que lo que distingue de la realidad es la bruma que la oculta. No se trata de un proceso que da cuenta de la distancia entre un sujeto y lo que intenta conocer, sino todo lo  contrario. Es un extravío causado por la extrema proximidad. Kundera, un autor que parece  clave  en los inicios de la obra narrativa de Antonio Tenorio, narra la historia de una pareja, Jean Marc y Chantal, que en su convivencia tan cercana borran su identidad, al punto que  no se reconocen a sí mismos y menos aún distinguen lo real, pero curiosamente no  pierden la capacidad de narrar esa confusión. Jean Marc se pregunta en la novela  Identidad: “¿en qué momento exacto lo real se tornó en lo irreal, la realidad en soñar despierto? ¿Dónde quedó el límite, donde está la frontera?” Es interesante, porque hasta hace poco, quizás un siglo atrás, la empresa intelectual consistía justamente en delimitar, distinguir, clasificar. Como si la única reflexión constructiva fuese aquella capaz de identificar fronteras. Pero llevamos un tiempo en que la experiencia ha desgranado ese proyecto, confinado ese intento a las ciencias exactas. Esta cartografía representa no solo la geopolítica, sino las lenguas y también nuestro imaginario.

Existen mapas de la razón y mapas de la experiencia. Los primeros buscan la claridad, condensan el conocimiento disponible y lo sintetizan en una serie de símbolos  sobre un plano. El mapa de la razón quiere ser legible de manera universal y ante cualquier lector dar la misma información.

El mapa de la experiencia en cambio no tiene un punto de partida y otro de llegada, no sirve para escoger el camino más corto o la ruta sin peligros. El mapa de la experiencia solo es descifrable a medida que se  le vive. Las grandes narraciones son mapas, algunas de estas narraciones ordenan el  mundo y aspiran a ser confiables, otras, mientras más subjetivas y complejas más interesantes.

La historia, por ejemplo, es un mapa de la razón, aunque no siempre resulte objetiva, mientras que la novela es la narración del mapa de la experiencia. En sus diarios, Ralph Waldo Emerson anota “todo escritor es un explorador. Cada paso lo adentra en territorio desconocido.” En cierto sentido seguir a Emerson es aceptar que tanto el escritor como su obra son un mapa inseparable. La obra es tan viva e impredecible, tan desconfiable como lo es la persona del autor. A ambos los cruza la razón, pero los construye la experiencia.

En una conferencia sobre música y literatura dictada en febrero de 2018, Antonio Tenorio recurre a la narración que hace Pascal Quignard del momento en que la nave Argos cruza su camino con las sirenas. En sí es un mapa de la experiencia, un territorio des- conocido en el que Odiseo se encamina hacia la esquiva Ítaca. Pues bien, en su conferencia El sonido del trazo, Antonio Tenorio se detiene no en el capitán de la nave que se amarra al mástil y se tapa los oídos con cera. Tampoco se centra en Orfeo y su música capaz de neutralizar el efecto del canto de las sirenas. No, escoge a Quignard porque es quien relata la historia de Butes. Cada uno de estos argonautas se en- trega de diferente manera a la experiencia. Los dos primeros hacen uso de la razón para no ser borrados del mapa, es la resistencia a la tentación que es también la muerte. El tercero, Butes, cede y decide explorar, acude al llamado de las sirenas, se arroja fuera de borda. Su cuerpo está destinado a despedazarse contra las rocas de los acantilados, pero Afrodita lo coge en vuelo.

En un ensayo del año 1996 sobre la obra de Milan Kun- dera titulado La sabiduría de lo incierto, Antonio Tenorio hace énfasis en la  escritura  como una forma de interrogar. La pregunta es el terreno desconocido, el mapa de la experiencia. La  duda, explica Tenorio, es una búsqueda que se despliega en la literatura, al menos esta es el campo para que ella se pueda explorar. La llama símbolo de movimiento de renovación. La duda, no el arrojo de Buste, la duda es el impulso creador, puesto que es capaz de inventar algo nuevamente. En cierto sentido la pregunta es entonces el equivalente moderno a la temeridad de Buste.

Lo fundante ya no es la palabra sino el signo de interrogación. El mapa de la experiencia que se despliega pregunta a pregunta.

Conferencia

Antonio Tenorio

Música y literatura se refieren a una sola cosa.  La misma. Es así, al menos, para la añeja historia que en occidente fundía en la antigüedad estas dos artes. La historia antigua que une a la música y la literatura comienza y termina en una confusión. En medio de ello, el vuelo. O, para ser más preciso, dos vuelos.

Trataré de explicarme lo mejor que pueda. Comenzaré por el final. Y, a la vez, por paradójico que pueda parecer, por el principio de todo. Ter- minaré por el principio.

El mito. El tiempo antes del tiempo propiamente humano. Relato, escrito y cantado, de todo eso que no habiendo ocurrido nunca, sigue presente entre nosotros, para decirlo parafraseando a Roberto Calasso.

Vuelo y confusión marcan el origen del vínculo entre literatura y música.

Abundantes son las noticias que se tienen de Orfeo. Menos, las que dan cuenta del destino de un personaje que, presente también en la nave  de los Argonautas, enfrenta, a lado de Orfeo, el encuentro con las sirenas y su canto perturbador. Ese otro personaje se llama Butes. Y a él dedica un ensayo luminoso y certero el escritor, y músico, francés contemporáneo Pascal Quignard.

Butes encarna el vuelo; es el vuelo mismo, dice Quignard. Como sabemos, cuando los  viajeros se encuentran a las Sirenas, Orfeo toca su lira y canta para paliar el efecto del hechizo.

Por su parte, Ulises, que también forma parte de la tripulación aquella, rellena sus oídos con cera y se amarra al mástil principal de la nave, conteniendo así el furor de ir tras las mujeres mitad pájaros que cantan. Butes, en cambio, decide en sentido contrario a sus compañeros de viaje, y se entrega al influjo irracional del canto, describe Quignard.

Pastor de origen, frente al canto de las sirenas, Butes sube hasta la parte más alta del mástil principal, el mismo al que permanece amarrado Ulises, por encima de Orfeo que no cesa de tocar su lira y entonar sus cantos.

Ahí, desde el punto más alto de la nave, los oídos, el alma de Butes se dejan envolver por el cántico de las mujeres pájaro. A tal grado, que   él mismo, sin pensarlo, dejándose llevar simplemente, se torna en un pájaro. Cruza entonces el umbral del viento, deja que su cuerpo vaya tras el sonido, se abandona y salta al vacío.

¿Muere? No, no muere. A punto de estrellarse contra las rocas que forman el acantilado, Butes salva la vida. Poseído por el canto de las sirenas, el marino, transformado él mismo en pájaro por la música, apenas si sentirá una ráfaga que del cielo lo recoge y lo lleva con él. Es Afrodita, que ha presenciado todo. La diosa ha volado hasta Butes para tomarlo en sus brazos.

Y, así, sin tocar tierra, a cielo abierto, copular con él. Luego, lo dejará en la isla de Lilibea, hoy Sicilia. De Butes y su encuentro pasional, Afrodita llevará una semilla en el vientre de la que nacerá Érix.

Orfeo, mucho más célebre que el arriesgado Butes, une su nombre a dos  hechos  centrales. El primero, como se conoce, es el casi rescate de Eurídice, secuestrada en los infiernos por Hades. En esa proeza, malograda finalmente, pero notable por sí misma, el canto y la música del héroe, son las armas, de acuerdo con el mito, que abren la posibilidad para que Hades, conmovido por ese arte que combina música y palabra, acceda a que Orfeo intente rescatar a su amada.

He hablado antes de que la historia de la música y las letras unidas, fundidas en la forma del canto, tiene su origen, y de alguna manera su destino también, en la confusión. He dicho antes también que, entre un punto y otro, aparece por partida doble la imagen del vuelo.

Butes es el protagonista de ese primer vuelo que funde música y literatura. Orfeo, el segundo. Voy a ello, y entro luego al tema de la confusión como elemento consustancial de esta indisoluble y añejísima relación entre la música y la literatura.

Al igual que Butes, el cuerpo de Orfeo cruza el aire, deja atrás el límite que impide a lo humano volar, cruza el viento, vuela. No lo hace, sin embargo, como premonición de una vida por venir, como en el caso de Butes.

Y mucho menos ocurre en ese vuelo, encuentro amoroso pasional ninguno. El amor interviene, sí, pero en su forma cruel, desalmada. La pasión que se torna en virulento grito de la ira, desbordadamente irracional: el asesinato por celos.

¿Son los celos la confusión por excelencia? ¿Su padecer mayúsculo, el más violento? Pudiera ser que sí. Ese cáncer que lo consume todo, que roe el corazón, dice Tolstoi en su célebre novela dedicada a los celos y sus consecuencias criminales. La sonata Kreutzer, se llama el relato. Tolstoi toma para su libro el título de la muy conocida sonata para violín No 9, Sonata Kreutzer, de Beethoven, que data de 1802. Del mismo modo que, después de Tolstoi, llamara de idéntica forma a una obra Janacek, el músico checo. Y de forma exactamente igual a cómo titulara su novela en 2001, a la autora holandesa, Margriet De Moor. Las cuatro obras, dos novelas, y dos piezas musicales se llaman idéntico: La sonata Kreutzer. Entre la primera, la de Beethoven, de 1802, y la última, la de De Moor, 2001, median 200 años. Me tienta seguir por esta línea que en los hechos da prueba de la muy honda relación que une a la música y la literatura. Mas nos hemos desviado, a la manera de la sonata misma, tal vez, con una pequeña variación, y es tiempo de volver al tema principal.

La vida de Orfeo, a quien se le reconocerá por el resto de los tiempos como el padre de la música y la poesía, por igual, es larga y está llena   de episodios que dan cuenta de su importancia para el universo mítico. He referido ya aquí su participación en los sucesos que desencadenaron las sirenas. He contado, de igual manera, la que de muchas formas, es su historia más conocida, el rescate fallido de Eurídice. Regreso a los pormenores de su muerte, pues es en el vuelo donde encuentra, casi, su última morada.

Cuenta el mito, en voz de Ovidio, que después de no haber logrado rescatar a Eurídice de los infiernos, Orfeo hizo un segundo intento por regresar a los infiernos. Al serle negada esta posibilidad, el héroe, maltrecho por la pérdida de su amada, esta vez para siempre,  se retira a vivir en los montes Ródope y Hemo. Durante tres años, sigue relatando esta versión, Orfeo no hizo otra cosa que tocar la lira y recitar a modo de canto  su tristeza.

Retirado de cualquier placer mundano, el héroe rechazó a muchas ninfas, jóvenes y hermosas que llegaron hasta él para ofrecérsele. Cantar y contar, fue su vida por el resto de sus días. Ello  le hubiese dado una vida  larga, supondríamos. Si la negativa a contacto carnal alguno no hubiese provocado la ira que acabó asesinándolo. Sintiéndose despreciadas, las Bancantes tracias, quienes habían buscado también sin éxito que Orfeo hiciera el amor con ellas, llenas de celos y de furia, mataron y destazaron al héroe.

Destazado, las Bacantes tomaron los restos de aquel cuerpo, antes fuente del deseo, y los lanza- ron al río Hebro, a través de cuyo cauce fueron a dar al mar finalmente. Despedazado, pues, Orfeo, que es todas sus partes y cada una de ellas, surca el aire, vuela, en pos del refugio del agua. De modo distinto y similar, fuera de su voluntad, es cierto, pero al igual que Butes, su corporalidad se entrega a esa experiencia vedada a lo humano por las leyes de la física y la biología: volar, saber del vuelo.

Dos vuelos que son uno solo. Orfeo y Butes, distinguidos con precisión meridiana por Quignard, pero al mismo tiempo, unidos tanto como lo están música y literatura. Orfeo se resiste, en el viaje de las Argonautas, a lo mismo que Butes se entrega: la posesión, el sentimiento de confusión que el canto de los seres extraordinarios que son las sirenas, mitad pájaros, mitad seres humanos, produce.

Es una confusión que pareciera venir de fuera, mas se trata en realidad, de  una  confusión, un estado de lo confuso, que desde antes yace  ya, a modo de sedimento de lo humano, de su contrario-complementario: la pasión, la entrega desmedida, la animalidad, el instinto de vida y el de muerte fusionados.

Hay una parte de lo humano irrenunciablemente inclinada a ser presa de la confusión, a entregarse a eso que desata un estado de con- fusión cuyo germen habita desde antes en el ser mismo. Ese andar a tientas, confundido, sin más que la intuición, el instinto, del que habla Gorostiza en su poema monumental “Muerte sin fin”. No extraña pues que sea, justamente, ese estado, esa oscuridad en el que se desata la confusión, lo que dará pie a que hace más de medio siglo, Maurice Blanchot escribiera, El espacio literario,

uno de los ensayos más deslumbrantes sobre la figura de Orfeo y el acto de la escritura, en par- ticular, y de la creación del arte, en general. Un saber caracterizado por el no saber. Una fusión que transcurre en y mediante la confusión.

Dos son las acepciones que el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española da a la palabra confusión. Desconcertar, por una parte. Mezclar, por otra. Desconcertado, buscando es- tarlo, en plena aceptación de ello, Butes, se lanza al vuelo. Aire que todo lo mezcla. Mezcladas las partes un cuerpo que no lo es más como con- junto unitario, las partes de Orfeo, vuelan  por los aires, hasta confundirse con el agua, origen,  y mezcla, de todo.

Desconcierto y mezcla. Confusión de la que nace, en Butes, el impulso de la fusión. Fusionado, a la música, al aire, al despropósito, la carnalidad del temerario Butes se fusionará luego, también, con la diosa Afrodita que copula con él.

Confusión y des-fusión en Orfeo que lo priva de Eurídice, primero, al desobedecer la condición puesta por Hefesto y voltear a mirar a la amada antes de los cuerpos de ambos estuviera   a plena luz del sol. ¿Qué es exactamente lo que provoca que Orfeo vea perder por segunda vez, y ahora sí de modo irremediable, a Eurídice?

¿Por qué la mira justo cuando ésta se halla a punto de salir del Hades, pero no lo ha hecho por completo? ¿Es acaso que el inventor de la lira, el que resistió a las Sirenas, simplemente no puede más con el impulso, al que Butes tiempo antes, en la nave de los Argonautas, se entregó, y Orfeo contuvo, de verse en los ojos de la amada?

¿Es la ansiedad de la fusión, de fusionarse en la mirada y después en los cuerpos lo que precipita la tragedia de Orfeo y Eurídice? ¿O se trata, como creen otros, de una abominable confusión consistente en que él, al verse totalmente bañado por la luz del sol, y al tenerla a ella a sus espaldas, supone que ambos han terminado de salir?

En primer lugar existió el caos. Dice, canta, narra, asegura en su Teogonía, Hesiodo, una vez que ha laureado a las Musas, quienes a la par de un cetro de laurel, le han conferido el atributo de cantar al futuro y al pasado.

Sí, a los dos: pasado y futuro. Así, mezclados. Porque mezcla es la otra acepción a la que con- fusión se aviene. Y porque, en todo caso, qué si no mezcla suprema de todo en todo, lo uno en el todo y el todo en lo uno, es el caos, ese mismo del origen, acaso, el del destino también.

El mito no es, entonces, sólo aquello que no habiendo ocurrido nunca, sigue entre nosotros, sucediendo, sino es además la mezcla, la disolvencia de las fronteras que los seres humanos hemos creado para tratar de soportar el eterno e imparable transcurrir del tiempo.

Es el tiempo mismo. Fusionado, siendo no más que tiempo, continuo, irrefrenable. Todo él, el tiempo, en un instante, éste, el único del cual tenemos suficiente certeza, pero no el tiempo mismo para aprender de él ni mucho menos para aprehenderlo.

Trazo y vuelo. Trazo al vuelo. Del vuelo. El tiempo vuela, siguen diciendo, con razón, los más viejos. Vuela porque es trazo. Memoria de esa escritura es el mito. Que es a su vez, su vuelo, pleno y reconocible como totalidad.

Así, música y literatura, en ese abrazo, el de quien crea y traza y vuela, pierde y gana, y es vacío y es todo, en ese abrazo, inmemorial entre lo que a la literatura es y lo que a la música pertenece, vuelve a ser lo que la vida reinventa al reinventarla a ella, lo fértil.

Ovidio, insiste en su Metamorfosis, y dice, canta, narra, asegura, que antes del mar, y de la tierra, y del cielo que todo lo cubre, en toda la extensión del orbe era uno solo el aspecto que ofrecía la naturaleza. Se le llamó Caos; era una masa confusa y desordenada, no más que un peso inerte y un amontonamiento de gérmenes mal unidos y discordantes, enfatiza Ovidio.

Es de suponer, pues, que en aquel abismo primigenio, música y literatura hubieron de estar unidas, aunque, si se quiere, no fueran, no supieran siquiera, que eran ellas lo que eran, como nada sabía de su condición, para seguir lo que Ovidio propone.

Dado lo cual, así sea que para el autor de Metamorfosis, aquello no era más que una masa confusa y desordenada, habrá que situar dicha condición en el horizonte de lo que, puesto en relación con la mitología hinduista, Graham Priest, denomina la era de lo común, el tiempo del todo como uno, de la unidad de lo existente y sus partes.

De esa era de lo común procede, quiero pensar yo, la íntima mezcla, el intenso y amoroso desconcierto que la música provoca en la literatura, y la literatura en la música. ¿Qué vino después del Caos primigenio del que Hesiodo y Ovidio hablan?

El orden, se supondría. El origen. El punto en el que en el tiempo después del tiempo, si nos hemos de asir a la idea de que el mito es el tiem- po antes del tiempo. Vino la historia, el relato, la diferenciada segmentación. Música lo fue; literatura lo fue.

Si unimos el principio de las Metamorfosis de Ovidio, de que todo se transforma, después retomado por Heráclito, y la idea de Pavic de que el tiempo es, también, vertical, podríamos entonces suponer que en tiempos paralelos pero equidistantes se puede trazar una línea horizontal que una el instante en que Butes se lanza desde la parte más alta del barco, cautivado por las Sirenas y el momento exacto en que Orfeo se entrega a la ansiedad de encontrarse en la mirada de Eurídice, provocando que ésta se esfume para siempre.

Amparados en el dibujo imaginario de líneas verticales de existencia, podríamos, asimismo, hacer que se unieran mediante un trazo recto, limpio, perfecto, el momento en que Orfeo entrega su cuerpo que será lacerado y destazado por las tracias furiosas, y Butes se ahoga en el apareo celestial que deja embarazada a una Afrodita embelesada por la locura del marino.

El cuerpo que se arroja y se desprende de sí, fusionado, en el apareo; el cuerpo que, hecho ji- rones, partido en mil pedazos, vuelve a ser una sola cosa en cada parte y en cada parte vuela hacia el río que lo arrastrará al mar, donde, mezclado con éste, será, otra vez, la fusión del origen. Es cierto, concluyo, música y literatura, ni nada de lo que existe, volverá a la era de lo común y   la fusión absoluta, a menos, claro, que el precio que se pague sea el de la extinción de cada cosa, el retorno del todo al Caos primero, ahora transformado en el Caos último.

Mas,  no pudiendo volver a ser lo mismo en lo mismo, y  quizá  qué  bueno, y  quizá  ni siquiera nadie lo quiera así, música y literatura, vuelvo a Pavic, se encuentra en el trazo que las une, las mezcla, las confunde.

De un plano vertical del tiempo que compone la historia de la música y la historia de la litera- tura, surge una línea en la voluntad sensible, en el acto creativo de quien en su obrar ejecuta un trazo.

Ese trazo, esa traza, sobre la que música y literatura, literatura y música, se fusiona con el mismo desconcierto, emoción, arrojo y contención, con que todo encuentro vital sucede por primera vez; esa primera vez que será siempre eso, que volverá a ser, en una y otra ocasión, eso una primera vez, evocación, memoria de lo primigenio; alumbramiento del porvenir, deseo.

Deseo del segundo cuerpo que sabemos que está ahí, aunque parezca ser otra cosa, aunque semeje que se ha separado de nosotros. Segundo cuerpo de lo literario, la música; segundo cuerpo de la música, la literatura.

Deseo del abrazo y la fusión. De ese abrazo, el último que Orfeo da a Eurídice en el umbral del mundo, que es a la vez, el umbral del Hades. Un abrazo con la nada; y el todo. El abrazo, al que se arroja Butes, abrazo del aire, de la nada; y el todo. Es el abrazo, es en el abrazo, donde converge y se fusiona, por un instante eterno del tiempo, el umbral de una y otra cosa, principio y fin, totalidad y unicidad.

Así, música y literatura, en ese abrazo, el de quien crea y traza y vuela, pierde y gana, y es vacío y es todo, en ese abrazo, inmemorial entre lo que a la literatura es y lo que a la música pertenece, vuelve a ser lo que la vida reinventa al reinventarla a ella, lo fértil.

San Ángel, Ciudad de México, enero-febrero de 2018


Una versión de este texto fue leído el 7 de febrero de 2018 como una conferencia magistral para la Universidad Iberoamericana, CDMX.