En el capítulo veinte de la cuarta temporada de la serie How I Met Your Mother, Ted, arquitecto y uno de los protagonistas de la historia, cuenta que su mayor miedo profesional es creer que está haciendo todo bien mientras se olvida de algo importantísimo. Para explicar su punto, cuenta la historia del arquitecto que diseñó una biblioteca, sumamente bella y perfecta, pero que cada año se hundía unos pocos centímetros hasta que finalmente el edificio colapsó: el arquitecto se había olvidado de calcular el peso de los libros.

Cuando vi ese capítulo pensé que Ted se refería a la historia de la Low Library, la antigua biblioteca de la Universidad de Columbia en Nueva York diseñada por la oficina McKim, Mead and White en 1895 y que, según el rumor que circulaba en la universidad, se había empezado a hundir por el peso de los libros hasta que tuvo que ser reemplazada en 1932 por la monumental Butler Library, ubicada justo al frente. El que la Low Library hoy funcione solo como edificio de oficinas administrativas otorgaba cierta veracidad al rumor, al igual que el hecho de que Butler esté compuesta por dos edificios, uno dentro del otro, con estructuras, materiales y tamaños diferentes: uno diseñado para soportar el peso de los libros en el interior, y otro para soportar el peso de los humanos en el exterior.

Sin embargo, tras un poco de investigación (obviamente, sin pisar una biblioteca), descubrí que la historia de Ted podía estar refiriéndose también a la Folsom Library en Troy, Nueva York, a la Geisel Library de la Universidad de California en San Diego, a la biblioteca de la Universidad de Indiana en Bloomington, a la de la Universidad de Michigan, y en general a cualquier biblioteca de alguna universidad en Estados Unidos, porque la verdad es que la historia de la biblioteca que se hunde por el peso de los libros es un mito urbano, que aparentemente circula desde los años setenta en un sinnúmero de universidades norteamericanas.

Física de bibliotecas

Entendidas como un lugar donde se guardan libros, las bibliotecas tienen por esencia una función conservadora. En sus inicios, cuando los libros aún no eran libros sino tablillas o rollos que contenían símbolos, dibujos o escrituras (en todo caso algo digno de ser conservado), las bibliotecas eran más cercanas a lo que hoy conocemos como archivos: lo fundamental era la preservación por sobre la consulta o la disponibilidad pública de los ejemplares. Tampoco podía ser de otra forma, porque los lectores no eran tantos y además los formatos no eran de fácil consulta; solo basta recordar que las primeras bibliotecas conservaban tablillas cuneiformes, un formato tan pesado y difícil de escribir que su propia materialidad aseguraba su duración, sin necesidad de cuidados muy especiales. Tampoco eran fáciles de consultar los rollos de papiro, que se leían estirándolos sobre una superficie horizontal y se guardaban enrollados en tubos de madera para proteger el papel de su propio peso. En ambos casos, la posibilidad de un estante resultaba irrisoria, porque ni los rollos ni las tablillas podían tener un lomo con el nombre del libro y de sus autores.

La física del contenedor ha estado, por lo tanto, históricamente determinada por la física del contenido.

Así, cuando el códice reemplaza al papiro, la lógica de las bibliotecas cambia. El códice, un conjunto rectangular de hojas de papel apiladas y cosidas por uno de sus lados, permitía acceder a puntos precisos del texto sin tener que desenrollar todo el papiro. Este invento abrió la posibilidad de que cada hoja estuviese numerada y que cada compilado de hojas tuviese un índice para consultar rápidamente un contenido específico; en otras palabras, los códices posibilitaron un acceso rápido a los contenidos escritos, y su lógica se extendería rápidamente a sus  contenedores. Las bibliotecas dejan de ser archivos y empiezan a ser lugares de consulta, debiendo, tal como los códices, desarrollar índices de contenidos.

Esta novedad tecnológica, el conjunto de hojas apiladas y cosidas, trajo consigo también una manera precisa de ordenar su propia acumulación. La forma más obvia era, por supuesto, extenderlos sobre una mesa para que fueran fáciles de leer; sin embargo, llega un punto en que la cantidad de libros es tal que ya no hay suficiente superficie horizontal donde dejarlos. Una opción es apilarlos, pero eso implica que para sacar el de más abajo habría que cargar el peso de todos los que están arriba (como ocurre en algunas librerías de libros usados). Otra opción es apoyarlos en su eje vertical, dejando uno al lado del otro, de forma tal que al tomar un libro no haya que cargar el peso del resto. Este último sistema de orden es el que, debido a su eficiencia, ha perdurado, y es lo que ha definido la relevancia que hoy tienen tanto los estantes de las bibliotecas como los lomos de los libros.

En efecto, cuando pensamos en bibliotecas lo que se nos viene a la mente son imágenes de los estantes y los lomos de los libros. Tanto así que a veces ni siquiera hay libros, solo las aristas de un estante y una serie de lomos falsos, sin ningún ejemplar real, como en las puertas ocultas que vemos en películas de espías o de superhéroes con doble vida. En este punto, cuando un eficiente sistema de organización de libros se transforma en una imagen que se replica independiente de su función, es cuando la biblioteca se transforma en un cliché (el arquitecto chileno Enrique Walker ha definido el cliché como «la solución a un problema que sobrevive al problema que soluciona»). El extremo de esta transformación del sistema de orden en la propia imagen de la biblioteca lo encontramos en el Real Gabinete Portugués de Lectura en Río de Janeiro, donde los tres pisos de muros tapizados de estantes llenos de hermosos lomos de libros antiguos sostienen hojas de papel impreso con la indicación de «no tocar los libros».

La biblioteca como problema de arquitectura

Enfrentados al desafío de diseñar una biblioteca, los arquitectos tienen dos problemas por resolver: cómo se guardan los libros y dónde se leen. Estantes y salas de lectura son los dos principales recintos de una biblioteca, a los que se suma, en el caso de las más grandes, el problema de cómo se distribuyen los ejemplares en un tiempo razonable desde el momento en que un usuario los pide. Actualmente, y a pesar de que en su momento se jactaba de tener el sistema de distribución más eficiente del mundo, la New York Public Library se toma dos días en entregar un libro de la colección de reserva: es el tiempo que los bibliotecarios se demoran en encontrar el libro en los siete pisos de estantes antes de hacerlo llegar al mesón de entrega. Hay incluso bibliotecas en las que la separación del dónde se lee y el dónde se guarda un libro es tan radical que los estantes se encuentran en bodegas en otras áreas de la ciudad donde el espacio es más barato, y los ejemplares tardan en ser entregados al lector lo que tarda el camión de delivery en llevarlos de la bodega a la sala de lectura.

Pero la separación entre estantes y salas de lectura ha dado más tema a los arquitectos a lo largo de la historia. Habitualmente ambas situaciones se entienden como polos opuestos, que  deben ser  trabajados  por  separado: los  estantes  como una masa compacta, densa y oscura, y las áreas de lectura como un espacio vacío y luminoso. El concurso para la Biblioteca Nacional de Francia convocado en 1988 por el gobierno de Mitterrand nos legó tal vez los mayores paradigmas contemporáneos sobre esta separación: el primer lugar del concurso, construido en 1996, obra del arquitecto francés Dominique  Perrault,  dispone los estantes en cuatro torres en forma de L, visibles desde toda la ciudad, dejando las salas de lectura en una placa enterrada con un patio central: a cada función se le ha asignado una forma distinta. Pero sería el proyecto que obtuvo el segundo lugar, diseñado por el arquitecto holandés Rem Koolhaas y su oficina OMA, el que llevaría la separación a su grado más sorprendente. El edificio propuesto por Koolhaas era un prisma cúbico en el que las salas de lectura se ubicaban en vacíos esféricos perforados en un volumen lleno de estantes; en otras palabras, parecía un gigantesco trozo de queso gruyère.

Hacia mediados del siglo pasado, sin embargo, el problema no era la acumulación sino la iluminación. Es decir, las salas de lectura eran lo que más preocupaba, siendo los estantes un tema de segundo orden. Así, por costumbre, se estableció un par de condiciones más o menos dogmáticas a la hora de diseñar una biblioteca: que tuviera luz difusa (por sobre la luz directa del sol), y silencio. De ambas, la primera siempre fue más simple de resolver y la que permitía el mayor lucimiento de los arquitectos. Por ejemplo, Louis Kahn, en la biblioteca de Exeter en New Hampshire (1972), haría entrar luz  indirecta a  través de  un cielo abierto en el vacío central que tenía unas vigas tan altas que la luz del sol estaba condenada a rebotar en ellas, difuminándose antes de llegar a las salas de lectura. Y Gordon Bunshaft envolvió el edificio de la biblioteca de la Universidad de Yale (1963) en alabastro, un tipo de mármol que es traslúcido pero no transparente, lo que crea un interior con una luz indirecta de similar calidad en todo el espacio.

Sin embargo, el silencio seguiría siendo la condición ambiental más difícil de construir. Como los grandes espacios tienden a amplifi ar los sonidos, y los arquitectos generalmente van a preferir diseñar espacios lo más grandes que sea posible, el ruido se transformó en su gran dolor de cabeza a la hora de diseñar bibliotecas. En algunos casos se alfombraron los pisos, para que el chirrido de las sillas no desconcentrara a los lectores; en otros, después de haber llegado al consenso de que el peor ruido en una biblioteca es el cuchicheo, se discutió cuál era el tamaño preciso que debía tener una mesa para evitar que la gente cuchicheara. Y si hablamos de estrategias para la erradicación del ruido no podemos pasar por alto la biblioteca de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Católica en Santiago, donde por años se discutió si la incómoda escalera de acceso había sido diseñada intencionalmente para reducir la velocidad del paso, y así el ruido de la biblioteca.

La irrupción de los audífonos, con el poder de desconexión del entorno que traen consigo, ayudó a acallar estas discusiones: los edificios pueden crear ciertas condiciones (como la luz indirecta), pero difícilmente podrán inducir comportamientos (como guardar silencio). Así, a medida que se ha ido abandonando la pretensión conductista que entusiasmó a una parte de los arquitectos hasta mediados de los años noventa, el problema de las bibliotecas se ha vuelto a plantear en términos de su doble función: por una parte ha de ser un contenedor destinado a guardar la mayor cantidad posible de objetos que a su vez guardan algo –el arte y el conocimiento–, y por otra, un espacio que debe hacer accesibles al público ese arte y ese conocimiento.

Es esta última condición la que ha llevado a las bibliotecas a mutar hacia formatos más híbridos, conectados con salas de exposiciones, auditorios y otros programas que permitan la difusión de la cultura. Porque si la misión es que el conocimiento sea público, tal vez ya no sea suficiente con mantener salas de lectura con buena luz y sin ruido. El que los libros pesen más que la información que contienen, y que la información ahora pueda circular por medios inmateriales, no son razones suficientes para que las bibliotecas desaparezcan; sin embargo, deben estar a la altura de la diversificación de los formatos de transmisión de conocimiento, tal como lo hicieron en el pasado, cuando mutaron junto con la aparición de los libros.

Pero ya sabemos, gracias a Marshall McLuhan, que los nuevos medios siempre se presentan bajo la forma de los antiguos. Solo así podemos entender que la interfaz del software de los computadores del Real Gabinete Portugués de Lectura de Río de Janeiro se asemeje al muro de estantes de esa biblioteca (en la que no se podía tocar los libros), o que la Biblioteca de Santiago, quizás uno de aquellos lugares que mejor representa la nueva función de las bibliotecas como centros culturales, tenga dibujado un estante de libros sobre los paneles de vidrio que cubren su fachada.

Libros que se apoyan en libros

El dibujo sobre la fachada de la Biblioteca de Santiago, a  propósito, representa  sin  querer  el problema físico del peso de los libros. Sobre bandas de vidrio horizontales (que se subentienden como las horizontales de los estantes), se ven dibujadas algunas bandas en vertical y otras levemente inclinadas, que se asemejan a los libros en una repisa. Entendemos que se trata de libros, y no de un mero dibujo de bandas verticales, justamente por aquellas bandas inclinadas que nos recuerdan que, cuando los ponemos «de pie», los libros no son capaces de resistir su propio peso y se caen. Por eso la lógica de los estantes es poner muchos libros, uno al lado de otro, siempre topándose, para que se apoyen entre ellos y se sostengan gracias al contacto. Al final siempre habrá un elemento vertical que los sujete y evite que caigan al suelo.

Desde ese punto de vista, podemos entender los estantes como la materialización de la imposibilidad física de los libros para sostenerse de forma individual. Pero esta discapacidad no es solo física sino también metafórica: un libro nos lleva a otro libro, y a otro, y luego a otro más. Si bien como contenedores los libros se sostienen gracias a su cantidad, como contenido se sostienen en función de su diversidad, al punto que difícilmente podríamos considerar un estante con cien ejemplares de un mismo libro como parte de una biblioteca: le llamaríamos bodega o bien librería. Los libros solo pueden estar en solitario cuando están siendo sostenidos por el lector, o a medio leer en el velador, y cuando no, lo propio es estar guardados en vertical junto a otros de sus especie, en el estante de una biblioteca.

Hay, sin embargo, un tipo de libro capaz de prescindir tanto del estante como de la biblioteca: el coffee table book. Normalmente de formato más grande, y con fotografías de gran tamaño muy bien impresas, estos libros están pensados más para la contemplación que para la lectura. Tal como su nombre indica, es un libro de mesa más que de estante, lo que denota que su posición natural es la horizontal. Simplemente apoyado en horizontal sobre una mesa, el coffee table book es autosuficiente; no requiere de la compañía de otros libros para sostenerse. Por eso puede darse el lujo de no llevarnos a otros libros, pero el precio que debe pagar no es bajo: para poder defenderse solo requiere tapas duras y hojas gruesas que aumentan su peso a niveles ridículos. Así, a la incapacidad natural de los libros para sostenerse erguidos, el coffee table book le suma su peso, que dificulta el traslado y el movimiento. Ya sea en estantes de bibliotecas o en mesitas de café, los libros son objetos frágiles, y esa fragilidad los lleva a un punto crítico: o se reduce la fragilidad aumentando su peso, y con ello dificultando su uso, o su liviandad los hace tan fáciles de usar que el propio uso los termina dañando. Por eso los libros se protegen en las bibliotecas. Y en ese sentido, como lugares donde los libros se cuidan y conservan, estas son la manifestación física del cariño de la sociedad por los libros. Pero al mismo tiempo las bibliotecas manifiestan también su opuesto: el desinterés humano por cargar individualmente con el peso de los libros, al punto de que preferimos encargarle esa tarea a un edificio o a un mueble. Los libros pesan, y a los humanos no nos gusta andar con carga. Queremos que alguien cuide los libros, pero no queremos ser nosotros. Por eso existen y persisten las bibliotecas.

Recientemente, la propuesta del arquitecto inglés Norman Foster para renovar la New York Public Library ha despertado fuertes críticas no solo por destruir el antiguo sistema de estantes que formaba el núcleo del actual edificio, sino porque su propuesta para la circulación de los ejemplares está basada en los sistemas de entrega de equipaje de los aeropuertos: cintas de traslado que harían que antiguos volúmenes (muchos de ellos únicos en el mundo) sean tratados como maletas, forzándolos a saltar por gravedad de una cinta a otra para cambiar de dirección y llegar a destino, lo que  podría dañar ejemplares sumamente valiosos. La justificación para este sistema parece ser la eliminación del esfuerzo humano a la hora de mover los libros, haciendo que el sistema sea más eficiente. Nuevamente el peso de los libros se transforma en un problema de arquitectura, aunque esta decisión puede llevar a que las bibliotecas se terminen pareciendo cada vez más a esos otros edificios que también intentan reducir el peso de los objetos que los seres humanos cargan: los aeropuertos y los supermercados.

Así, quizás el día en que los libros tengan ruedas, como las maletas o los carritos de supermercado, tal vez no necesitaremos más bibliotecas.