El rumor creció, ante el escepticismo de los lectores: los célebres relatos de Raymond Carver le debían mucho, tal vez demasiado a Gordon Lish, su editor. En 1999 el narrador italiano Alessandro Baricco accedió a los borradores de Carver para comprobar qué tan importantes habían sido las correcciones de Lish. El resultado de la pesquisa es el asombroso artículo que reproducimos a continuación. 

TODO COMENZÓ HACE ALGUNOS MESES, en agosto. Compro el New York Times y encuentro en la portada del Magazine un bellísimo retrato de Raymond Carver. Ojos fijos en el objetivo y expresión impenetrable, exactamente como sus cuentos. Abro la revista y encuentro un largo artículo firmado por D. T. Max. Decía cosas curiosas.

Decía que desde hacía veinte años circulaba un rumor, a propósito de Carver, y era que sus memorables relatos no los había escrito él. Para ser preciso: los escribía, pero su editor los corregía radicalmente hasta dejarlos irreconocibles. Decía el artículo que este editor se llamaba Gordon Lish, en realidad se llama, porque todavía está vivo, aunque sé que de esta historia no habla con gusto. Luego el articulista decía que le habían dado ganas de comprobar qué cosas eran ciertas, en esta especie de leyenda urbana. Así que fue a Bloomington, en Indiana, a una biblioteca a la que Gordon Lish había vendido todas sus cartas, escritos a máquina de Carver incluidos, con todas las correcciones. Había ido y mirado. Había quedado impresionado. De manera muy norteamericana, Max tomó uno de los libros de Carver (De qué hablamos cuando hablamos de amor) y sacó la cuenta. Resultado: en su trabajo de editing, Gordon Lish había cortado casi el 50 por ciento del texto original de Carver, y había cambiado el final a diez cuentos de trece. Nada mal, ¿eh? Dado que Carver no es un narrador cualquiera sino uno de los mayores modelos literarios de las últimas décadas, pensé que acá había una historia que aclarar. Y como en los periódicos se escribe más lo que es bonito leer y mucho menos lo que realmente sucede, pensé que había un solo modo de entenderlo. Ir y comprobar. Así que fui y comprobé. Bloomington efectivamente existe, es una ciudad universitaria perdida en medio de trigos y silos. Muchos estudiantes y, en el cine, Benigni. Todo normal. La biblioteca también existe. Se lama Lilly Library, especializada en manuscritos, primeras ediciones y otros preciosos objetos fetichistas por el estilo.

Si fuera Europa, para entrar deberías dejar como rehén a un pariente, mostrar kilos de cartas de presentación y esperar pacientemente. Pero esto es Norteamérica. Das un documento, te sonríen, te explican el reglamento y te desean un buen trabajo (en casos como estos oscilo entre dos pensamientos: “son así sin embargo matan a gente en la silla eléctrica”, y “son así y por eso matan a la gente en la silla eléctrica”). Me senté y pedí el fondo Gordon Lish, y me vi llevando una gran caja de mudanzas repleta de ordenadísimas carpetas. En cada carpeta, un cuento de Carver: el original con las correcciones de Gordon Lish. Siempre que no usara bolígrafo, mantuviera los codos sobre la mesa y pasara las hojas una a una, podía tocar y mirar. Espectacular. Fui directo al (para mí) más bello cuento de Carver, “Diles a las mujeres que nos vamos”. Un artilugio casi perfecto. Una lección. Tomé la carpeta y la abrí. Me repetí que debía mantener los codos sobre la mesa y comencé a leer. Para no creerlo, de verdad.

Altman eligió también este cuento para su película Short Cuts. Le gustaba también a él. Ocho paginitas y una trama muy simple. Están Bill y Jerry. Amigos del corazón desde la primaria. De esos que se compran el auto a medias y se enamoran de la misma chica. Crecen. Bill se casa. Jerry se casa. Nacen los niños. Bill trabaja en el área de las grandes distribuciones. Jerry es vicedirector de un supermercado. El domingo, todos a casa de Jerry que tiene una piscina de plástico y parrilla. Norteamericanos normales, vidas normales, destinos normales. Un domingo, después de almuerzo, mientras las mujeres ordenan la cocina y los niños juegan en la piscina, Jerry y Bill toman el auto y van a dar una vuelta. En la calle, se cruzan con dos chicas en bicicleta. Se acercan y hacen un poco de payasos. Las muchachas ríen. No les dan mucha cuerda. Bill y Jerry se van. Luego regresan. No es que sepan muy bien qué hacer. En cierto momento, las muchachas dejan las bicicletas y entran en un camino, a pie. Bill y Jerry las siguen. Bill, un poco cansado, se detiene. Enciende un cigarro. Aquí el cuento termina. Últimas cuatro líneas: “No llegó a saber lo que quería Jerry. Pero todo empezó y acabó con una piedra. Jerry utilizó la misma piedra con las dos chicas: primero con la que se llamaba Sharon y luego con la que se suponía que le tocaría a Bill”.

Fin. Frío, seco hasta el exceso, metódico, mortal. Un médico en su milésima autopsia manifestaría mayores emociones. Puro Carver. Un final fulminante, una última frase perfecta, cortada como un diamante, simplemente exacta, y escalofriante. Esa idea de despiadada velocidad, ese tipo de mirada impersonal hasta lo inhumano, son convertidas en modelo, casi un tótem. Escribir ya no es lo mismo desde que Carver escribió ese final. Bien. Y ahora una noticia. Ese final no lo escribió él. La última frase –esa espléndida, totémica, última frase– es de Gordon Lish. En su lugar Carver, en realidad, había escrito seis páginas, digo seis: tiradas a la papelera por Gordon. Leerlas tiene un decidido efecto. Carver lo cuenta todo, todo lo que, en la versión corregida, desaparece en la nada dando al cuento aquel tono formidable, de ferocidad lunar. Carver sigue a Jerry hacia la colina, cuenta largamente el acoso a una de las muchachas, cuenta que Jerry viola a la chica y luego se vuelve a levantar, y permanece como adormecido, y comienza a irse, pero luego vuelve atrás y amenaza a la chica, quiere que ella no diga nada de lo que ha ocurrido. Ella no hace más que pasarse la mano por su cabello y decir “vete”, sólo eso. Jerry continúa amenazándola, ella no dice nada, y entonces él la golpea con un puño, ella intenta escapar, él toma una piedra y le golpea la cara (“sintió el rumor de los dientes y de los huesos que se rompían”) se aleja, luego regresa, ella está todavía viva, se pone a gritar, él toma otra piedra y la mata. Todo esto en seis páginas: lo que quiere decir sin palabrería, pero también sin prisa. Con ganas de contar: no de ocultar.

Sorprendente, ¿verdad? Todavía lo es más leer el final, en realidad, las últimas líneas. ¿Qué puso el frío, inhumano, cínico Carver, en el final de esta historia? Esta escena: Bill llega a la cima de la colina y ve a Jerry, de pie, inmóvil, y a su lado el cuerpo de la chica. Quisiera escapar pero no logra moverse. La montaña y la sombra, en torno a él, le parecen un hechizo oscuro que lo encierra. Insensatamente piensa que quizás si bajara de nuevo hasta la calle e hiciera desaparecer una de las dos bicicletas todo aquello se borraría y la chica dejaría de estar allí. Última línea: “Pero Jerry ahora estaba de pie delante de él, desaparecido en sus ropas como si los huesos lo hubieran abandonado. Bill sintió la terrible cercanía de los dos cuerpos, a la distancia de un brazo, incluso menos. Luego la cabeza de Jerry cayó sobre la espalda de Bill. Él levantó una mano y, como si la distancia que ahora los separaba mereciera al menos eso, se puso a golpear a Jerry, afectuosamente, sobre la espalda, rompiendo a llorar”. Fin. Adiós, mister Carver.

Ahora bien: aquí la curiosidad no es la de entender si es más bello el cuento como lo ha escrito Carver o como ha salido de la guadaña de Gordon Lish. Lo interesante es descubrir, bajo las correcciones, el mundo original de Carver. Es como describir a la luz una pintura sobre la cual alguien, después, ha pintado otra cosa. Usas disolvente y descubres mundos ocultos. Una vez que empiezas es difícil detenerse. De hecho, no me detuve. “Diles a las mujeres que nos vamos” es la obra que es porque realiza a la perfección un modelo de historia que luego ejercería, sobre los herederos más o menos directos de Carver, una fascinación fuertísima. Lo que se cuenta ahí es una violencia que nace, sin aparentes explicaciones, de un terreno de absoluta normalidad. Mientras más violento e inmotivado es el gesto –y en especial si quien lo hace es una persona, en teoría, absolutamente corriente– más aquel modelo de historia se vuelve paradigma del mundo, y esbozo de una inquietante revelación sobre la realidad. Demasiado inquietante y fascinante como para no tomarlo en serio. Todos los chicos que, en tanta reciente buena o menos buena literatura, asesinan del modo más feroz y sin ninguna razón, nacen de allí.

Pero si se usa el disolvente se descubre una cosa curiosa. Carver jamás pensó a Jerry como a un verdadero normal, como a un norteamericano corriente, como a uno de nosotros. Bill, él sí, lo es. Pero Jerry no. Y el cuento siembra aquí y allá pequeños y grandes indicios. Hablan de un muchacho que perdía su trabajo porque “no era el tipo a quien le gusta que se le diga lo que debe hacer”. Hablan de un chico que en el matrimonio de Bill se emborracha, se pone a cortejar desagradablemente a las madrinas de la esposa y va a buscar pelea con los empleados del hotel. Y en el auto, aquel famoso domingo, cuando ven a las dos chicas, el diálogo original carveriano es bastante más duro. Empieza Jerry:

–Volvamos. Intentémoslo.
–Joder. No sé. Deberíamos volver a casa. Y además son demasiado jóvenes, ¿no?
–Bastante viejas para sangrar, bastante viejas para… ¿conoces el dicho, no?
–Sí, pero no sé…
–Joder, debemos sólo divertirnos un poco con ellas, hacerlas pasar un mal rato…

Hay bastante para que el lector sienta de entrada un hedor de violencia y tragedia. Y cuando la tragedia llega se alarga seis páginas y es reconstruida paso a paso, explicada paso a paso, con una lógica que estremece pero en la que cada peldaño es necesario, y todo parece, finalmente, casi natural. Cualquier cosa menos un teorema que describe la violencia como un imprevisto segmento enloquecido de la normalidad. La violencia, ahí, es sobre todo el resultado del comportamiento de toda una vida. Sólo que Gordon Lish suprimió todo. Tenía el talento, nada que decir. Hasta en los menores indicios le corta a Jerry su pasado, e incluso los últimos minutos del asesinato. Quiere que la tragedia, congelada, sea puesta sobre la mesa en las últimas cuatro líneas. Sin anticipaciones, please. Se perdería el efecto. Resultado: American Psycho nace de ahí. Pero Carver, ¿qué tiene que ver?

¿Puedo permitirme una nota más técnica? Bien. Carver es grande además por ciertas frases que, quizás sin que el lector caiga en la cuenta, construyen subterráneamente aquella mirada mortal por la que se hizo famoso. Trucos técnicos. Por ejemplo los diálogos. Sequísimos. Cadencia de ese cansador y obsesivo “dijo” que, en su prosa, termina por transformarse en una especie de batería que da el tiempo con implacable exactitud. Ejemplo: exactamente el diálogo, arriba citado, entre Bill y Jerry. Bill, en el auto. En la edición oficial es un bello ejemplo de estilo carveriano:

– ¡Mira eso! –Exclamó Jerry, reduciendo la marcha–. Ya haría yo algo con ellas.
Jerry siguió como una milla y salió de la carretera.
–Volvamos –propuso–. Intentémoslo.
–Joder –dudó Bill–. No sé.
–Yo les haría algo –insistió Jerry.
Bill remoloneó:
–Sí. Pero no sé…
–Joder, venga –le apremió Jerry.
Bill miró el reloj y luego miró en torno. Dijo:
–Suelta el rollo tú. Yo estoy desentrenado.

Limpio, rápido, rítmico, ninguna palabra de más. Un bisturí. Pero es la versión de Gordon Lish. El diálogo escrito originalmente por Carver suena distinto:

–Mira eso –exclamó Jerry reduciendo la marcha–. Yo haría algo con ellas. Continuó por el camino pero ambas se giraron. Las dos chicas los miraron y comenzaron a reír, seguían pedaleando por la vereda. Jerry siguió otro poco, luego se dirigió hacia una plazoleta.
–Volvamos. Intentémoslo.
–Joder. No sé. Deberíamos volver a casa. Y además son demasiado jóvenes, ¿no?
–Bastante viejas para sangrar, bastante viejas para… ¿conoces el dicho, no?
–Sí, pero no sé…
–Joder, debemos sólo divertirnos un poco con ellas, hacerlas pasar un mal rato.
–Claro. Dio una mirada al reloj y luego al cielo. Habla tú.
– ¿Yo? Yo estoy manejando. Háblales tú. Además están del lado tuyo.
–No sé, estoy un poco desentrenado.

¿Sutilezas? No tanto. Si uno construyera petroleros, no les controlaría los tornillos. Pero si se hacen relojes de bolsillo, sí. Carver era un relojero. Trabajaba sobre lo mínimo. Lo particular es todo. Además, las palabras de un diálogo son como pequeños ladrillos, si cambias uno, no sucede nada, pero si continúas cambiando al final encontrarás una casa distinta. ¿Dónde está el mítico “dijo”? ¿Dónde está la batería? ¿Y la regla del nunca una palabra de más? ¿Dónde acaba lo que hemos llamado Carver?

Para la crónica: conté los “dijo” agregados por Gordon Lish al texto de Carver en este cuento. Treinta y siete. En doce páginas de las que casi la mitad no son diálogo y entonces no hacen puntaje. Trabajaba fino, Gordon Lish. Un tipo talentoso, nada que decir. Fin de la noticia técnica. Pero no del artículo: porque todavía tengo un ejemplo. Grandioso. El último cuento de libro De qué hablamos cuando hablamos de amor es brevísimo, cuatro páginas. Se titula “Una cosa más”. Formidable por lo que entiendo yo. Una sacudida eléctrica. Es una pelea. Un marido borracho, por una parte. La mujer, por la otra, con la hija de ambos. La mujer no puede más y grita al marido que desaparezca, para siempre. Él dice algo. Se gritan las cosas. No hay casi acción, sólo voces que echan fuera miseria y dolor y rabia, rumiando odio al ritmo de los obsesivos “dijo”. Lo que te mantiene con la respiración entrecortada es que todo es incierto respecto a la tragedia. La violencia del marido parece siempre estar a punto de explotar. Es una bomba activa. Hay un instante en el que todo se vuelve insoportablemente amenazante. Él lanza un tarro contra una ventana. Ella le dice a la hija que llame a la policía. Pero después lo que sucede es que él dice “Está bien, me voy”, y va a la habitación, y hace su maleta. Vuelve al living. La mecha de la bomba parece siempre más corta. Último comentario, de odio puro. El marido ya está en el umbral. Dice “Sólo quiero decir una cosa más”. Punto final. Última frase: “Pero le resultó imposible imaginar cuál podía ser aquella cosa”. Fin.

Es el clásico Carver. Miseria de una humanidad desarmada y sin palabras. Nada que ocurre, y todo que podría suceder. Final mudo. El mundo es tragedia suspendida. En la Lilly Library tomé el escrito de Carver. Lo leí. Llegué hasta el final. El marido está en el umbral. Se vuelve y dice. “Sólo quiero decir una cosa más”. Bien, ¿saben qué es? Ahí, en ese escrito, lo dice. Y como si no bastara, ¿saben qué dice? Acá está:

–Escucha, Maxine. Recuerda esto. Te amo. Yo te amo a pesar de lo que ocurra. Y te amo también a ti, Rae. Las amo a las dos –permanece parado bajo el umbral y siente que los labios empiezan a temblarle mientras las mira, piensa, por última vez.
–Adiós –dijo.
–A esto llamas amor –dijo Maxine. Soltó la mano de Rae. Y cerró la suya en un puño. Luego sacudió la cabeza y guardó las manos en los bolsillos. Lo miró y dejó caer la mirada hacia el suelo, cerca de los zapatos de él. Él pensó, como en un shock, que iba a recordar para siempre aquella noche y a ella parada de ese modo. Era horrible pensar que todos los años venideros ella sería para él aquella mujer indescifrable, una figura muda encerrada en un traje largo, parada en medio de la habitación, con los ojos mirando hacia el suelo.
–Maxine –gritó–. ¡Maxine!
– ¿A esto llamas amor? –dijo ella, alzando la mirada y fijándola. Sus ojos eran terribles y profundos, y él los miró todo el tiempo que pudo.

Leí y releí este final. ¿No es extraordinario? Es como descubrir que, en su versión original, Esperando a Godot termina con Godot que efectivamente llega, y dice cosas sentimentales, o solamente sensatas. Es como descubrir que en la versión original de Los novios, Lucía echa a Renzo y termina a lo grande con un discurso anticlerical. No sé. Le dice “Te amo”, ¿entendido? Su silencio parecía la estación final de la humanidad y de la esperanza, bajo el umbral de su casa. Y por el contrario era sólo un hombre que toma aire, con el corazón a mil, para encontrar la fuerza de decirle a su mujer que la ama, a pesar de todo, la ama. No es el silencio del desierto del alma. Debía tomar aire, solamente. Encontrar el coraje. Todo ahí. También los Apocalipsis no son como antes.

El artículo en el Magazine del New York Times reconstruía el caso y luego entrevistaba a especialistas preguntándoles con qué derecho el trabajo de editing podía sobreponerse al trabajo del autor y si todo esto redimensionaría o no la figura de Carver. Sin duda el problema es interesante, y también en Italia podría servir de pretexto para volver a considerar el trabajo del editor, y tal vez para descubrir alguna sabrosa intriga nuestra. Pero el punto que a mí me parece más interesante es otro. Es descubrir que uno de los máximos modelos de la cultura narrativa contemporánea era un modelo artificial. Nacido en laboratorio. Y sobre todo: descubrir que Carver mismo no estaba capacitado para tener esa mirada implacable sobre el mundo que sus cuentos ostentan. Más bien, en cierto modo él tenía el antídoto contra aquella mirada. La esbozaba, quizás hasta la haya inventado, pero después, entre líneas, y sobre todo en los finales, la refutaba, la apagaba. Como si tuviese miedo. Construía paisajes de hielo pero luego le venían los sentimientos, como si tuviese la necesidad de convencerse de que, a pesar de todo aquel hielo, eran habitables. Humanos. Finalmente la gente llora. O dice “Te amo”. Y la tragedia es explicable. No es un monstruo sin nombre. Gordon Lish debió intuir que, al contrario, la visión pura y simple de esos desiertos congelados era lo revolucionario que tenía aquel hombre en la cabeza. Y era lo que los lectores tenían ganas de que se les contara. Canceló minuciosamente todo lo que podía calentar aquellos paisajes, y cuando era necesario, añadía aún más hielo. Desde el punto de vista editorial, tenía razón: construyó la fuerza de un verdadero y propio modelo inédito. Pero ¿es el punto de vista editorial el mejor? El último día en la Lilly Library, releí los dos cuentos, de seguido, en la versión original de Carver. Bellísimos. De manera distinta, pero bellísimos. ¿Saben qué había de distinto? Que finalmente estabas de parte de Jerry, y del marido borracho. Hay compasión por ellos, y una comprensión de ellos, que consigue la insensata acrobacia de hacerte sentir de parte del malo. Yo conocía al Carver que sabía describir el mal como cáncer cristalizado sobre la superficie de la normalidad. Pero ahí era distinto. Ahí era un escritor que probaba desesperadamente encontrar un revés humano al mal, demostrar que si el mal es inevitable, dentro de eso hay un sufrimiento, un dolor, que son el refugio de lo humano –el rescate de lo humano– en el glacial paisaje de la vida. Debía entenderse con los personajes negativos. Él era un personaje negativo. Me parece incluso natural, ahora, pensar que obsesivamente había buscado hacer propio eso y nada más que eso: rescatar a los malos. En el último cuento, el de la pelea, Gordon Lish cortó casi todas las palabras de la hija, y aquellas palabras son afectuosas, son las palabras de una muchachita que no quiere perder a su padre, que lo ama. Ahora me parecen la voz de Carver. Y hay una discusión, en cierto momento, siempre cortada por Lish, en la que el padre mira a aquella muchachita, y lo que dice es de una tristeza y de una dulzura inmensa: “Tesoro, me duele. Me enrabié. Olvídame, ¿quieres? ¿Me olvidarás?”.

No sé. Necesitaría ir y mirar todos los otros cuentos, necesitaría estudiarlos seriamente. Pero he vuelto de ahí con la idea de que aquel hombre, Carver, quizás tenía en la cabeza algo terrible pero también fascinante. La idea de que el sufrimiento de las víctimas es insignificante. Y que el residuo de humanidad que arde bajo esta glaciación está custodiado en el dolor de los verdugos. ¿No sería un grande, si fuera así?