Preparábamos el mate, llenábamos el termo con jugo fresco y salíamos: bajábamos la piragua por la barranca de mi casa, la cargábamos hasta la orilla y nos echábamos a remar, debajo del sol inclemente del litoral. Después de alguna lluvia, salíamos a recorrer la costa y caminabámos sobre la arena húmeda, entre lo que había dejado la corriente. En las tardes nubladas buscábamos lombrices debajo de las piedras para encarnar nuestros mojarreros. Si nos quedábamos sin lombrices, encarnábamos con tripa. A la noche, bajo la tutela de algún adulto, freíamos el fruto de nuestra cosecha.

Nada nos detenía, porque nada nos importaba. Éramos dulcemente salvajes, el río todo era nuestro, nuestros eran los peces, las olas suaves, las risas armónicas, unidas como una bandada de patos.

Nos reunían las vacaciones. Todas habíamos nacido entre 1979 y 1982, y conocimos nuestras voces desde antes de nacer. Y así crecimos: cosimos ropa para nuestras muñecas a la sombra de un paraíso, hicimos dulce debajo de una higuera, pusimos un kiosco en la vereda y vendíamos lo que comprábamos en el kiosco de la plaza, tiramos bombitas en carnaval, escapamos de las bombitas en carnaval. Armamos carpas e hicimos campamentos, nos peleamos a muerte, nos reconciliamos de por vida. Salimos de aventura en bicicleta por la zona de quintas, armamos teléfonos con un hilo y dos vasitos de plástico. Luego fumamos a escondidas, nos contamos la primera vez, atravesamos las tormentas hormonales juntas. Nos decíamos que amigas era un término que nos quedaba chico. Pertenecíamos a un linaje de abuelas que habían sido íntimas y de madres que todavía lo eran.

Así fueron mis veranos, mis vacaciones de invierno y todos los feriados posibles en ese pueblo santafesino.

Al terminar la escuela, algunas se fueron a ciudades grandes a estudiar. Otras ingresamos tempranamente al mundo del trabajo y las vacaciones ya no duraban tres meses. Las parejas se hacían cada vez más estables, pronto llegaron los niños. Los tardíos veinte nos encontraron más o menos desmembradas, con algunas más, con otras menos, pero yo me quedé sin nada con que ocupar esa oquedad, hoy corroída por la nostalgia y el enojo de no poder detener el tiempo. Si al menos pudiera hacer eso de lo que hoy tanto se habla, resignificar los vínculos o reinventar la vida. Qué palabras más infames, la perversión del marketing de la felicidad y el optimismo artificioso.

Hoy cumple 39 la más grande del grupo, y desde la mañana encuentro excusas para evitar llamarla: ni siquiera sé si tengo su número actualizado. Y además, es áspera la sola idea de que pudiera hacerse entre nosotras un silencio incómodo.

¿Dónde quedamos? ¿En qué momentos nos perdimos?

¿Quién o cómo se cortó ese hilo invisible que no se rompía? No me gusta haberme dado cuenta de que perdí esos días, aunque sé que eso, naturalmente, es lógico. Es, como dicen quienes dicen cuando no saben qué decir, la ley de la vida.

Uno de los últimos recuerdos que tengo de casi todas juntas es esta escena: están nuestras madres, estamos nosotras: las hijas de las hijas, las nietas de las que pusieron la semilla.

Todas traen algo para comer o beber, como siempre. Comemos, echamos carcajadas al aire, tal vez tomamos cerveza, apagamos las luces, alguien pone música y todas bailamos. Madres e hijas bailamos adentro porque afuera llueve, o hace frío, o simplemente porque sí, bailamos arriba de los sillones bergère que tanto cuida mi papá. Hacemos movimientos graciosos con el cuerpo. Nos reímos. No paramos de reírnos.