Iowa City es una ciudad-burbuja, un paréntesis que margina el ruido del mundo. Suspende la experiencia para poder escribir a lo loco o beber en serio: no hay mucho más que hacer. Hay encierro, hay bares, hay las condiciones óptimas para ensimismarse y poner en marcha la maquinita de la imaginación y de la nostalgia. Está en el corazón del midwest, esa América profunda, poco sofisticada, recreada por algunos de los grandes narradores de Estados Unidos. Pasaría desapercibida para el mundo si no fuera un imán de escritores. El Writing Workshop es el más prestigioso del país, el International Writing Program reúne a poetas y novelistas de todas partes y los hace convivir por un poco más de tres meses para que tengan una probadita del sueño americano. Eso convierte a Iowa City en un experimento raro, artificial, donde coexisten escritores de todo tipo con gente que no tiene nada que ver con la literatura: hijos de granjeros y oficinistas cohabitan con uno de los gremios con el ego más inflado del planeta. Esa convergencia, debido a lo pequeño del lugar, provoca un contraste notorio, carga el aire de irrealidad. En las calles hay esculturas y plaquetas que recuerdan a algunos de sus autores ilustres: Denis Johnson, Marilynne Robinson, Kurt Vonnegut. En Bolivia solo los próceres olvidados y los presidentes de facto que sangraron al país tienen placas, nunca los artistas, por eso cuando recién llegué a esa ciudad pasé una tarde entera fotografiándolas.

Adentro de la burbuja todo trata de literatura, quizás esa fue una de las razones por las que me costó ponerme a escribir en un principio: para escribir necesito la ilusión de estar en un lugar donde la literatura no es el tema gravitacional, y en esa ciudad de poco más de setenta mil habitantes crear ese ecosistema es imposible. Iba a un bar y me topaba con gente hablando sobre cómo construir un personaje que sea creíble o sobre cómo avanzaba su investigación de la novela histórica en la que estaban enfrascados desde hacía años.

En los primeros meses frecuentaba lecturas, pero luego empecé a mantenerme apartado. Prairie Lights es una de las más prestigiosas librerías indie del país y, junto a los bares emblemáticos, lo más representativo de la ciudad. Constantemente está organizando presentaciones y charlas con autores. Una de las más memorables a las que asistí fue la de Charles D’Ambrosio, que fue profesor invitado de la Universidad de Iowa. Un hombre frágil, tímido, que intentó hacer bromas para esconder su nerviosismo. Programó su celular para que la alarma sonara a los veinticinco minutos y comenzó a leer. Leyó un fragmento de su novela inédita, la historia de un sacerdote perdido en bares de Seattle a mediados de los años setenta. «Cuando estaba permitido beber y conducir al mismo tiempo, la época de mi padre –dijo D’Ambrosio antes de comenzar–. Años más sencillos, cuando era habitual botar las latas de cerveza por la ventanilla de los autos.» A pesar de que casi no le entendía, ya que leía con una voz apagada, me encantó la vulnerabilidad del escritor. Creí, quizás equivocadamente, que había algo auténtico ahí. Creí que el autor que había escrito esos cuentos maravillosos de La punta era el mismo hombre dubitativo que leyó con torpeza hasta que la alarma del celular sonó y lo obligó a detenerse abruptamente en mitad de un párrafo y dar por concluida su presentación. Tan distinto de Junot Díaz, que en el Englert (el principal teatro de la ciudad, donde leen los escritores más celebres y tocan las bandas de renombre) construyó un personaje más cercano al stand up comedian que a lo que en mi imaginario es un escritor: alguien tímido, que tiene problemas para mirar a la gente a los ojos y que preferiría estar encerrado en una habitación con seis botellas de cerveza y su computadora, en vez de hablar frente a cientos de desconocidos sobre cómo construyó cuentos que incendiaron corazones.

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Llegué a Iowa City en agosto de 2012 porque la universidad me concedió una beca. Pensé que una temporada allí sería ideal para terminar La desaparición del paisaje, la novela que había empezado entonces y que pronto publicará la editorial Periférica. De la ciudad tenía pocas referencias. Más que referencias concretas, sabía que era un sitio remoto que había albergado a grandes escritores. Por nombrar algunos: John Cheever, Raymond Carver, Richard Yates, Mark Strand, Denis Johnson y ahora, entre los que escriben en español, el salvadoreño Horacio Castellanos Moya. La Unesco la declaró Ciudad de la Literatura en 2009, una distinción que comparte con Edimburgo y con Melbourne. Se ubica en una de las zonas más conservadoras de Estados Unidos, pero, contrariamente a la tendencia regional, se declara liberal. Es un lugar donde el clima oscila entre el calor más seco y el frío más bestial. El invierno de 2013 fue uno de los más crudos registrados en los últimos quince años: la temperatura bajó hasta los treinta grados bajo cero.

En Iowa City fue la primera vez que vi la nieve. Fue como si hubieran cambiado la película de la realidad: en la noche estaba en un lugar y al día siguiente estaba en otro distinto. En medio de esa blancura que volvía homogéneo e indivisible el espacio, cobraron sentido estos versos de Sharon Olds: «When I first saw snow cover the air / with its delicate hoof prints, / I said I would never / live where it did not snow». Nací en Santa Cruz de la Sierra, una ciudad subtropical del oriente boliviano, por lo tanto un frío tan intenso tenía algo misterioso para mí. Solía observar durante largos minutos por la ventana de mi departamento las calles cubiertas por una capa de hielo. La ciudad se volvía gris, a veces aparecía una niebla espesa en la que no se podía divisar nada. Otras veces salía el sol y era fascinante el contraste entre ese frío crudo, despiadado, y la claridad de un cielo limpio que siempre estaba cruzado por aviones que dejaban líneas de humo, como si fueran los trazos de las canciones de los aborígenes australianos, los trazos que obsesionaron a Bruce Chatwin.

Afortunadamente llegué en los últimos días del verano, así que el golpe del frío no fue  inmediato. Al inicio de mi estadía, cuando no conocía a nadie, pasaba las tardes leyendo en algunos de los bancos del Pedmall, el centro de la ciudad, y entre las pausas de la lectura me entretenía viendo a los vagabundos que fumaban marihuana sin ninguna clase de pudor. Muchos vestían chamarras del ejército, tenían la barba crecida hasta el pecho y mendigaban enseñando un letrerito que decía «Cualquier cosa me sirve». No eran más de diez. Siempre andaban sucios y desprolijos, como los héroes de las canciones de Pappo. Había negros y blancos, pero nunca vi a ningún latino. Uno de ellos pasaba las tardes en la biblioteca pública viendo películas en un pequeño DVD portátil. A veces se dormía mientras el aparato seguía proyectando imágenes de cintas antiguas, como The Dirty Dozen.

Mi primer fin de semana en Iowa City tocó una banda en el Pedmall. El repertorio era el de cantautores de los sesenta onda Gram Parsons. En el público había gente con problemas mentales. Había mudos, hombres con parte del rostro paralizado, mujeres que necesitaban ser asistidas en todo momento. Los sacaban a bailar, intentaban integrarlos a la comunidad. Algunos vagabundos se sentaron en los bancos y bebían trago envuelto en bolsas marrones mientras observaban a toda esa gente bailando viejas canciones. Los bares de la zona empezaban a poblarse: el Martinis, el Donnelly’s, el Brothers. Bares que en las noches eran tomados por estudiantes de pregrado, todos ebrios y escandalosos, especialmente en los meses en que jugaba el equipo de fútbol americano, los Hawkeyes. En ese período comenzaban a beber a las ocho de la mañana, ya que los partidos se jugaban los sábados al mediodía. Gritaban a cada minuto, vomitaban en las veredas, le hacían eco al prestigio ganado: en una encuesta hecha este año a 126.000 estudiantes por la Princeton Review, la Universidad de Iowa quedó como la más farreadora de Estados Unidos.

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En los días que siguieron a mi llegada no hablé con nadie, salvo cuando pagaba por comida o cuando en la noche me daba una vuelta por los bares. No escuchaba castellano. No hablaba castellano, o lo hablaba solamente conmigo, en mi cabeza. Como si el idioma que heredé de mis padres fuera una voz loca que resonaba adentro, la voz de un viejo que se ha quedado fuera de una casa y no sabe cómo entrar. El sonido de todas esas palabras acumulándose parecían esquirlas, balas perdidas. Comencé un diario donde apuntaba incidentes, cosas que veía y escuchaba. Poco a poco la experiencia fue atomizándose hasta que la anécdota quedó borrada, como si la ciudad entera se hubiera vuelto yerma. El encierro y la posibilidad de desconectarse del mundo, las dos principales ventajas que ofrece un programa como el de Iowa City, pueden ser contraproducentes, especialmente si para escribir uno está acostumbrado a un ritmo más caótico, como el que acontece en Latinoamérica. Esa utopía idealizada por muchos escritores –la isla impermeable a las preocupaciones domésticas que ofrecen algunos programas de Estados Unidos– puede convertirse en un infierno si es que no se aprende a sobrellevar el shock cultural, si no se aprende a respirar en el ecosistema plástico que es la esencia de toda ciudad universitaria.

La gente de Iowa City es muy amable, pero es una amabilidad acartonada, formal, con la que se asocia el carácter del midwest. Solo en los bares se permiten salir de ese esquema rígido. Los bares funcionan como una válvula de escape donde los lugareños no tienen pudor a la hora de hablar con extraños sobre sus vidas privadas. En la calle vuelven a adoptar esa reserva habitual y es difícil creer que esa persona tan recatada sea la misma que la noche anterior estuvo parloteando desinhibidamente en una barra.

Los bares más emblemáticos de la ciudad no se encuentran en el Pedmall, sino a unas cuadras del centro, en la E Market St., y en las inmediaciones de la principal tienda de libros usados: Haunted Bookshop. Nunca van estudiantes de pregrado. Los bares de culto son el Fox Head y el George’s Buffet. Ahí se congregan escritores con gente del pueblo a la que no le interesa la literatura, que está harta de ese turismo literario que se da en la ciudad. Se dice que el Fox Head es el  bar más antiguo de Iowa City, aunque algunos conceden ese honor a Hilltop Tavern, un antro que queda en los márgenes del cementerio y del cual se rumorea que fue un burdel en el pasado. El Fox Head es un lugar tan viejo que parece que se caerá a pedazos. Una casucha pintada de rojo, sin letrero, donde el tiempo se congeló y donde sirven una cerveza local que emborracha lentamente: Millstream. Todos los grandes escritores que pasaron por Iowa City bebieron allí. John Cheever, John Irving y sobre todo Kurt Vonnegut. Era el bar favorito del autor de Matadero 5. Hay una foto colgada en una de las paredes en la que se ve el bar como era décadas atrás. No cambió mucho. En la foto, un hombre joven, que ahora debe ser un anciano o estar muerto, mira a la cámara con orgullo mientras se apoya en la barra. Hay letreros viejos de gaseosas y cervezas que ya no existen. Hay patos disecados. Hay una cabeza de zorro conservada en una caja de cristal. Hay cuadros desteñidos, consumidos por el sol, que recrean atardeceres en playas lejanas. Hay una mesa de billar y al lado una rocola. Me gustaba ir al inicio de la noche, ponía canciones y tomaba cerveza sin hablar con nadie. De vez en cuando deslizaba una moneda de veinticinco centavos en «Matador», de Los Fabulosos Cadillacs, la única en español. Me gustaba escuchar mi idioma en un lugar donde casi nadie lo hablaba. Una noche una mujer me invitó a sus clases de yoga porque creyó que yo estaba deprimido. Le pregunté cómo podía saber tal cosa, dijo que era pura intuición. Sonrió sin agregar nada y se fue a jugar billar con sus amigos.

El George’s Buffet es un bar más oscuro, en julio cumplió 75 años. Es conocido, entre otras cosas, por sus hamburguesas con queso. Gracias a estas, en 2012, la revista Esquire declaró el sitio como uno de los 24 mejores restaurantes del país que sirven comida tarde en la noche. En 1962, Ed Kriz, quien fue su tercer dueño, fue asesinado tras recibir disparos en las puertas del local. El caso nunca se resolvió. No tiene mesa de billar, pero a diferencia del Fox Head los primeros lunes de cada mes tocan bandas. Pasé grandes noches escuchando a quintetos de jazz que se metían con Miles Davis y John Coltrane sin defraudar.

El frío se acumula, precisa del tiempo para expandirse, para llenar los resquicios. Nos ayuda a mirar de frente al pajarito drogado encerrado en el cerebro. La gente es más proclive a rezar en el frío, es más proclive a hacerse promesas.

Una noche me puse a hablar en español con un descendiente de checos que vivió en Bolivia. Era un hombre viejo que siempre estaba solo, donde sea que me lo topara –comiendo en locales como el Bread Garden o tomando café en Java House–, lo encontraba solo. Me habló del lago Titicaca, de su fascinación por La Paz, por esa geografía caótica, paranoica, claustrofóbica. Yo quería estar callado, acabar cervezas, pero tenía que responder a sus preguntas, hasta que se dio cuenta de que estaba incómodo por su presencia. Se fue, no sin antes estrecharme la mano en un gesto cargado de solemnidad, de tristeza. Fui a la rocola y puse «Seek and Destroy», de Metallica, la canción por la que se volvían locos mis amigos en los noventa. Me quedé allí de pie durante unos minutos mirando a una de las meseras que conversaba con hombres que bebían whisky, cervezas domésticas, gin tonics: nunca hasta entonces me había sentido tan lejos de casa. El frío afuera alcanzaba los ocho grados bajo cero. Después de un tiempo preciso podemos ser de cualquier lugar del mundo y no importa tanto. Después de que suceden ciertas cosas, solo se vuelve a los lugares como turista.

Mi bar favorito también queda en esa zona. Se llama I.C. Ugly’s y quien me lo recomendó fue Castellanos Moya. Dijo, medio en serio medio en broma: «Si alguna vez tenés la urgencia de meterte un trago temprano, el I.C. abre desde la mañana». A diferencia de los otros dos, no es un bar frecuentado por escritores, es lo que en Estados Unidos se conoce como un dive bar, un antro que reúne a la misma gente que se conoce desde hace veinte años: una comunidad en miniatura donde todos se protegen. Casi siempre lo atiende una exbailarina llamada Kamy. Una mujer lacónica y hermosa, con la espalda tatuada, que prepara unos martinis deliciosos. Una noche me puse a charlar con uno de los clientes fijos, un iraní que vive en Iowa City hace diecinueve años. Contó que, cuando recién llegó a Estados Unidos, vivió una temporada en Houston, pero que el racismo y la hostilidad hacia la gente que no era blanca lo hizo mudarse. Una noche de los años setenta, luego de un altercado en un bar donde él trabajaba, vio que el hombre con quien había discutido lo había seguido hasta su casa. El iraní salió a esperarlo con un rifle en la mano. Llegó la policía, hablaron, uno de los oficiales se acercó al hombre que lo había seguido y le pidió que se fuera porque si no habría un americano muerto y un camel jockey vivo. «Eso nunca me pasó aquí, la gente en esta ciudad es muy distinta», dijo el iraní mientras acababa una lata de Budweiser, la única marca de cerveza que bebía.

Otra noche hablé con una mujer perturbada. Me contó que era homeless, que su prometido estaba hospitalizado, que en el hospital unos doctores intentaron violarla y que esa era la razón por la que se había escapado de allí y había ido al bar en busca de un trago. Me contó que ya la habían violado en el pasado, que tenía los nervios destrozados, que venía de algún lugar de California. Cuando alguien puso una canción de Britney Spears, ella bailó imitando la coreografía. Dijo que tenía veinticinco años pero ya era una mujer vieja.

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Septiembre/2012

Anoche en el Bo-James vi un letrero que decía: «Demos gracias al alcohol porque debido al trago los irlandeses no conquistaron el mundo».

Todos los días almuerzo en Thai Flavor. Hoy vi a un hombre ciego comiendo un curry con pollo. Era gordo, viejo, con la barba de días. Eructaba a cada rato y ni siquiera se molestaba por disimular, como si su ceguera le permitiera vivir en un mundo habitado únicamente por su cuerpo. Se mecía en el asiento y hablaba solo. Frente a él había una lata de Pepsi con una bombilla. Al acabar se puso de pie y se fue por el lado equivocado del restaurante. La mujer que atiende, una tailandesa de mediana edad, se ofreció a indicarle la salida, pero el ciego se molestó. Dijo que él podía llegar solo.

Ayer fuimos con Falco, que anda de visita en Iowa City traído por el International Writing Program, a Haunted Bookshop. Una mujer, que parecía salida de un episodio de La pequeña casa en la pradera, nos invitó a que fuéramos a su granja. Nos prometió que nos presentaría a auténticos amish.

Son los últimos días de calor. Hablo del clima para no hablar de lo que de verdad ronda en mi cabeza. Ocupo una mesa en el Java House que da a una enorme ventana y me fijo en las bicicletas estacionadas en la calle. Nadie las va a robar. Podrían pasar años allí, podrían cubrirse de nieve y erosionarse, y nadie osaría tomarlas. Debería poner mi cerebro en una mesa de disección y observar lo que la luz no alcanza a penetrar.

Enero/2013

El frío se acumula, precisa del tiempo para expandirse, para llenar los resquicios. Nos ayuda a mirar de frente al pajarito drogado encerrado en el cerebro. La gente es más proclive a rezar en el frío, es más proclive a hacerse promesas.

Veo el hielo acumulado en las aceras como los antiguos miraban el fuego, con la misma fascinación idiota.

A veces me gusta caminar por los bordes del pueblo cuando voy al supermercado Aldi. Me gusta sentir a los autos que pasan a mi lado. Ese miedo que aún se puede controlar es maravilloso. Mi cuerpo coquetea con un contacto, lo elude. Hablo solo. Nunca hay nadie alrededor.

Toda la ropa de invierno que compré desde que llegué a Iowa City es usada, llevo prendas de otros hombres, probablemente de hombres muertos.

Marzo/2013

Soñé con un trozo de hielo que al mismo tiempo era un corazón humano. Soñé que tenía los ojos cerrados y que mi madre me decía que cuando los abriera encontraría a los viejos perros, a todos los que tuvimos. Soñé que era adolescente en los años noventa y que tocaba una guitarra tan rápido que mis dedos se caían a pedazos. Soñé con electricidad, con una vieja foto de mi padre.

Abril/2013

En el Micky’s Pub vi a un grupito que tenía la misma camiseta donde imprimieron una foto de una chica que acababa de cumplir veintiún años. En la espalda estaba la lista de los bares a los que irían porque recién a esa edad podían beber, también estaba detallada la hora que permanecerían en cada antro. Era un rito de iniciación. Los jóvenes estaban acompañados de una señora mayor, probablemente la madre de la cumpleañera. Supervisaba que se emborracharan sin altercados. Eso: el midwest norteamericano.

Mayo/2013

Anoche en el Dublin Underground mezclé gin, cerveza y whisky. Una mujer llena de tatuajes, una antigua graduada del workshop, le corregía los poemas al cantinero. Él se iba a un costado de la barra y trabajaba en las correcciones, volvía al cabo de los minutos para ver si tenía la aprobación de la mujer. Yo ponía canciones que trataban de redención. Después de un tiempo ya no sabemos de qué hay que redimirnos, pero vamos a la rocola y esas son las canciones que buscamos.

Mirar, registrar: esta es una ciudad de mentira, una ciudad donde la vida siempre le sucede a otros. Antes sacaba fotografías, ahora solo miro. Abro Nueve noches, de Bernardo Carvalho, y subrayo esto: «… cuanto más el hombre trata de escapar de la muerte más se aproxima a la autodestrucción». Veo a mujeres que pasean a perros y pienso que los míos ya están viejos. La vejez de los animales es más digna que la vejez de los hombres, es una frase gratuita que aparece porque hoy estoy con resaca.

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En la novela de Richard Yates El desfile de Pascua (Las hermanas Grimes en la traducción de Alfaguara), Emily Grimes viaja a Iowa City con su pareja, un poeta que, al igual que Yates, ha sido invitado como profesor al workshop de escritura:  «Iowa City es un pueblo tranquilo, construido a la sombra de la universidad y a las orillas de un río lento. Algunas de las calles residenciales rodeadas por hileras de árboles y azotadas por rayos de sol le recordaron a Emily las ilustraciones de The Saturday Evening Post. ¿Así es como lucía Norteamérica de verdad?». Casi cuarenta años después, el pequeño lugar del midwest despierta esa misma perplejidad en muchos de los escritores que conocí.

Los poetas que forman parte del programa, a diferencia de los narradores, son muy excéntricos. Se los reconoce hasta en la forma de vestir. Dedican tiempo a su atuendo, se esfuerzan por crear un estilo que los vuelva identificables: en los calzados, en las medias, en los peinados que usan, todo conspira para darles un aire de otro siglo. Cuando se juntaban en el Fox Head o en el George’s Buffet era fácil saber quién era quién con solo verlos. Una noche me topé con una reunión de narradores. Se les notaba nerviosos, en el local había un agente. Cada tanto visitaban Iowa City y armaban pequeñas entrevistas en el Fox Head. Les conferían a los escritores diez minutos para que comentaran la novela en la que estaban trabajando, si la historia los convencía se la pedían para leerla. De todos los que entran al Writing Workshop, un porcentaje muy bajo acaba con contratos en editoriales de renombre y con adelantos de cien mil dólares. El resto se queda por un año más en la ciudad haciendo trabajos administrativos.

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Dejé Iowa City en mayo de 2014. El primer día de calor el sol derretía el hielo acumulado en las calles y las veredas se llenaban de agua, como si hubiera llovido durante toda la noche. Miré por la ventana de mi departamento a la gente que caminaba sin abrigos. La experiencia de observarlos sin todas las vestiduras habituales, después de tantos meses gélidos, era casi surreal.

Salí a respirar aire menos viciado. Caminé. Me imbuí en el principio de una nueva estación, algo tan contundente en Estados Unidos y tan intrascendente en Bolivia. Como cualquier otro habitante de Iowa City, disfruté el inicio de la primavera. El calor latía en el cuerpo, se movía por dentro. Avancé por College St., dejé atrás a chicas preciosas que salían con minifaldas y shorts para que la luz del sol imprimiera vitalidad en pieles que durante tanto tiempo estuvieron guardadas.

Un auto pasó a toda velocidad y mojó con el agua del deshielo a dos corredores que bordeaban la calle. Sus rostros se cargaron de rabia y de impotencia, pero no dijeron nada, no gritaron, no insultaron, no buscaron pelea. En situaciones como esas me sentí extranjero, me sentí lejos de donde fui niño, me sentí lejos de Santa Cruz y de su tráfico endiablado y de la idiosincrasia agresiva de su gente. En esa violencia reprimida disfrazada de una actitud políticamente correcta se cifra la locura del midwest. Los corredores enfurecidos volvieron a emprender el rumbo, desaparecieron a lo lejos. Miré el sol a través de unas gafas Ray-Ban y me dije que todo estaba bien, me hacía falta un corte de pelo, pero todo estaba bien porque en unos meses más estaría de vuelta en mi país. La experiencia propia y la de algunas personas que conocí quedaron convertidas en estelas de historias y con eso intento construir una casa, las mezclo con fantasías y temores y nostalgia, y hago una casa, la única que puedo fabricar. La ficción que a mí me interesa consiste en ese ejercicio: fabricar refugios con los restos de una fiesta o de una guerra ya extinguida, con los restos de un tiempo en que vivimos peligrosamente, aun cuando entonces no lo supiéramos. En Iowa City, en esa ciudad-burbuja, nadie vive peligrosamente. Todos los escritores que la visitan quedan en una especie de pausa, de suspensión, donde la narración –y no la vida– se convierte en la verdadera materia de la experiencia.