Dossier 40
Anne Carson
Verónica Zondek
Anne Carson trabaja con distintos lenguajes para exponer y ensanchar el alcance de lo que conocemos, capeando y sondeando así la ola de las circunstancias, las formas, los sonidos y las memorias. Desajusta las palabras, las tiembla y, ya sea sobre la página o sobre el escenario, logra abrir rendijas por donde el lector o el espectador entra en sus turbulencias y se inquieta. La palabra en cualquiera de sus manifestaciones y, en conjunto con otros lenguajes corporales, musicales, etc., es la herramienta con la cual Carson bucea en las profundidades de lo cognitivo. Todo suele quedar suspendido entre nieblas, tiempos y situaciones diversas que nos empujan a transitar por el mundo. Ese es el abismo por donde nos impulsa a recorrer lo objetivo y lo subjetivo, munidos de la precariedad que define nuestra condición.
Anne Carson nació en Canadá en 1950. Con sus libros ha renovado el lenguaje y la percepción. Ha sido becada, laureada y premiada muchas veces. Sus estudios universitarios los realizó en torno a las culturas y lenguas clásicas.
Practica el oficio de traducir y también la enseñanza de lo clásico en distintas universidades de Norteamérica. Es una poeta en el más amplio y profundo de los sentidos.
El mundo clásico resulta ser para ella, el ombligo desde donde mira y lee lo que la rodea e inunda. En las fisuras de ese asedio interminable, se encuentra con el espejo que alimenta sus sentidos. El resto es aventura y viaje para el lector. Puedo decir, que leer a Carson es des-leer y adentrarse preguntas esenciales a la vez que ubicarse en lo político y lo contingente. Ella expande nuestra realidad a punta de formatos mixturados sin prestarle importancia alguna a la necesidad que tiene la Academia por definir los géneros del conocimiento intelectual y sensible. No le importa tampoco, si algo se define como clásico o como vanguardia; como poesía o como ensayo; como conocimiento acumulado o como intuición. Todas las formas anteriores se encuentran dentro de un mismo saco que la poeta administra según sus necesidades. Carson es lisa y llanamente una voz de mujer que, plagada de intensa mirada, ironía e historia, dice y se divierte diciendo. Con una lógica interna impecable, retoma de la urdimbre que deshace los hilos huachos, para tejer algo nuevo, como si el mundo hubiese nacido hoy y lo tuviese instalado en el pescuezo. Nada es baladí, todo se escribe con minuciosidad y avanza en línea directa a perforar lo conocido. Pareciera que su pasión por la escritura se encuentra ubicada en esa cornisa exacta del edificio, desde donde acechamos desnudos por el puro gusto de reventar el chaleco de fuerza que nos limita el movimiento y la capacidad de hilar una trama.
Su asunto en la poesía es indagar y cuestionar lo dado. Indagar hasta que duela. Así nos abre resquicios y deja a la vista lo antes oculto. Seducción, imaginación, conocimiento y crítica son algunas de las piezas del rompecabezas que Carson ensambla para involucrarnos.
Su tránsito sobre la página es honesto y sin concesiones. Por- que escribir resulta en pensar; en una travesía cuyas señas de ruta no son sino las que se ubican en la percepción; en una investigación que no tiene punto final. Carson lucha contra la imposibilidad de nombrar lo desconocido. No pontifica.
La pregunta y la ironía es lo que permanece suspendido allí. Su asunto es atraer, envolver, hacernos reír o sonreír e inocularnos el bicho de la lectura. Es quizás, la presencia infaltable de la sonrisa cómplice de “Cheshire”, la que mejor puede definir lo que nos aguijonea al leerla.
Su escritura apela a todos los sentidos e involucra un conocimiento culto. Se desliza de los clásicos a la psiquis de la contingencia, porque el pozo sin fondo de su materia, es un presente extendido donde el pasado habita y es actual. El tiempo y lo que ocurre en él, es tema fundamental para la poeta. Todo dependerá de dónde se detengan nuestros ojos; de cuál es la frontera que estamos por cruzar porque, la realidad para Carson, es y existe, en la medida en que ésta se mueve y fluye. Como el agua, como la vida. Quizás en un guiño a Heráclito, con las palabras ahí, a la mano, para atrapar con ellas algo del torrente misterioso y respirar.
Por todo lo dicho aquí, quiero entregar algunas señas de lectura que nos abran al impulso con el que ella explosiona la razón y descubre bellezas o retortijones de aullidos insondables.
Entonces, y a modo de puntos a palpar en una lectura:
Bienvenida Anne Carson
El libro The Albertine Workout (New Directions, 2014) es un listado de anotaciones de lectura en cincuenta y nueve puntos más un conjunto de apéndices referidos a En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Están centrados en uno de sus personajes: Albertine, sobre quien recae la atención amorosa del narrador. Sin embargo, apenas se comienza la lectura, o más bien, es- cuchando en vivo a su autora, Anne Carson, es posible advertir que se está ante un texto que es una compleja máquina de poesía.
Carson se esmera por escapar de toda etiqueta forma híbrida (con todas las vaguedades que eso conlleva) y muchos otros sostienen que se trata de algo fenomenalmente nuevo.
En octubre de 2018, Carson tuvo dos presentaciones públicas en Chile. En una de ellas leyó parte de The Albertine Workout en la Cáte- dra Abierta en homenaje a Roberto Bolaño y la segunda fue organizada junto al Centro para las humanidades de la UDP en la Biblioteca Nicanor Parra, ahí leyó una selección de su libro Red Doc con su traductora, Verónica Zondek y dos estudiantes de literatura, Gabriela Alburquen- que y Chris Atherton.
Ambas instancias pueden verse en la red en los siguientes enlaces.
Red Doc en: https://www.centroparalashumanidadesudp.cl/video-conferencia-de-anne-carson-en-la-udp/
Albertine Workout en: https://comunicacionyletras.udp.cl/conferencia-albertine-rutina-ejercicios-anne-carson/
A continuación se reproducen los apéndices de Albertine… escogidos por Carson para su recital en Chile. Algunos de ellos, aunque fueron seleccionados para ser leídos, finalmente, ya en el escenario, decidió no hacerlo por considerar que el recital se había extendido mucho. Aquí se reproducen también los textos que no fueron leídos (los apéndices 32, 33 a y b y el 34).
* * *
La rutina Albertine, Text Jockeys, Ciudad de México, 2016. La traducción es de Pierre Herrera.
Los adjetivos son asideros del Ser. Los sustantivos nombran el mundo, los adjetivos te permiten sujetarlos y evitar que vuelen sobre ti como explicaciones presocráticas del cosmos. El aire, por ejemplo, en Proust puede ser (adjetivamente) pegajoso, coposo, estrujado, raído, apretado o afinado en el Libro 1; polvoso, derruido, embalsamado, condensado, disperso, líquido o volátil en el Libro 2; entramado o quebradizo en el Libro 3; consistente en el Libro 4; derretido, cristalino, untuoso, elástico, fermentado, contraído, distendido en el Libro 5; solidificado en el Libro 6; y parece no haber aire en el Libro 7. Puedo ver muy poco valor en esta clase de información, pero hacer este tipo de listas es la manera más divertida de hacer notar lo desértico After Proust.
Pero no pasemos por alto la sugerencia hecha en 1971 por el pre-socrático filósofo tardío Roland Barthes, la de crear, en lo concreto, un lenguaje sin ningún adjetivo, para así burlar el “fascismo del lenguaje” y mantener “la utopía del significado suprimido,” como él suponía delirante. “Cuando era niño, en Luxemburgo, jugaba al centro de detención,” escribió Barthes, “lo que más deseaba era liberar a los prisioneros, poner- los de nuevo en libertad y comenzar a jugar de nuevo” (Le Neutre, p. xxi). Claramente estas son aguas demasiadas profundas para atenderlas en un apéndice, pero recomiendo, para un análisis personal, profundizar en la inquietud que le ocasionaron las oposiciones a Roland Barthes durante toda su vida, su desconfianza a las situaciones binarias y su compromiso idealista con un tercer lenguaje con el que pudiéramos liberarnos del significado.
Las personas que ama Marcel son personas en movimiento. Como Albertine –siempre a exceso de velocidad en bicicleta, en tren, en auto, a caballo, o precipitándose por la ventana; como la madre de Marcel, perpetuamente subiendo las escaleras para ir a darle su beso de buenas noches; como su abuela paseándose de arriba debajo de su jardín cada tarde sin importar que lloviera a mares; o como su amigo Robert de Saint-Loup, a quien se entrevé apresurarse desde su lugar en un restaurant para buscarle un abrigo a Marcel, quien está acurrucado y con escalofríos en su asiento. Marcel es el centro de esta actividad cinética, él es como la flecha en el aire de la segunda paradoja de Zenón, que es disparada de un arco pero nunca llega a su blanco porque ésta no se mueve. ¿Por qué la flecha de Zenón no se mueve? Porque (esta es la explicación de Aristóteles) el movimiento de la flecha ocurre en consecución de instantes, y esto (dirá Zenón) es una descripción del reposo. Así, si se unen esos instantes de reposo se seguirá en reposo. Nadie niega que la novela de Proust fluye con el tiempo, y con flechas disparadas en todas direcciones. Pero también podría pensarse que la novela entera es un único instante en reposo, desde que Marcel, después de trescientas páginas, da con el punto en el cual inicia su narración. Hasta que en la última página finalmente dispara su flecha, mejor que Zenón porque la dispara hacia atrás; así al acabar de leer la novela él recién se propone su escritura. Me produce dolor de cabeza pensar durante tanto tiempo en la paradoja de Zenón, aunque también disfruto inexpresivamente su deliberación. Un antídoto contra Zenón del devoto súbdito proustiano, el cineasta Chris Marker (Sans Soleil): “Así es como avanza la historia, tapando la memoria como se tapan las orejas… [pero] un instante en reposo se quemaría igual que una película detenida delante del proyector.”
Albertine es una persona en movimiento (ver apéndice 17) y su habilidad para huir o evadir a Marcel forma una parte significativa de su deseabilidad. Aun cuando él la mira sentada y tocando el piano, él imagina sus piernas y pies sobre los pedales como si fueran las piernas y pies de una chica en bicicleta pedaleando. En tonces la compara con Santa Cecilia, patrona de la música, sentada al órgano. Esta analogía puede trazarse desde el artículo que Proust escribió para Figaro en 1907 sobre su viaje a Normandía con su chofer Alfred Agostinelli, a quien igualmente compara con Cecilia, santa del órgano.
La velocidad límite en Francia en 1907 eran 15 km/hr. Cuando Proust viajó por Normandía, Alfred Agostinelli superó gran parte del trayecto ese límite; de acuerdo al artículo de 1907 publicado en Figaro, viajar con Alfred era como ser disparado por un cañón. El traje de conducir de Alfred consistía en un manto de caucho y un gorro del mismo material, lo que lo hacía ver, escribió Proust, como una “monja de la velocidad.”
El muy importante panecillo llamado Madeleine fue inventado por un rey derrocado de Polonia cuya repostera se llamaba Madeleine. Posteriormente las madeleines las comenzaron a cocinar monjas usando aquella receta original, hasta que la Revolución Francesa abolió sus conventos. Hoy en día se puede conseguir la receta en el programa de Julia Child o fuera de la web. Es extraño y probablemente accidental que la otra famosa Madeleine de nuestra herencia cultural, la heroína de Vértigo de Hitchcock, muere al caer desde una torre de iglesia al final de la película, debido a que la asusta una monja. En general, podríamos preguntarnos qué tan familiarizado estaba Hitchcock con la novela de Proust; ciertamente la película nos sumerge en problemas de la memoria y el tiempo, gracias a una heroína que muere dos veces y cuyo atractivo lo garantiza el no dejar de mentir o, podríamos apuntar, siempre estar bluffeando. Al mismo tiempo, sería lindo imaginar que Proust de alguna forma miró Vertigo, ya que la sensación final de su novela transmite esta sensación. En la última página, Marcel contempla la tarea de la escritura delante de él y confiesa: “Una sensación de vértigo me invadió al ver debajo de mí, y sin embargo en mí, como si tuviera millas de altura, tanto años de vida.”
El conocimiento de los otros es insoportable. Los kimonos japonés estuvieron de moda en París en los años 20´s. Fueron rediseñados para el mercado europeo, con menos manga y más bolsillos. Albertine lleva todas sus cartas en un bolsillo de su kimono que tan descuidadamente lanza a una silla del cuarto de Marcel antes de quedarse dormida. La verdad sobre Albertine está así de cerca. Pero Marcel no investiga. El conocimiento de los otros es insoportable.
El cómo usa Marcel la frase “pesada esclava”, me molesta. Ese tono amo/esclavo en las relaciones de Marcel con los otros, en general, me molesta.
¿Qué hace que una esclava sea pesada? ¿Acaso ella tiene piel pesada, pasos pesados, bromas pesadas, una infancia pensada? ¿Habla con acento pesado? ¿Tiene alguna razón de peso para hacer las cosas que le dicen? ¿Una pesada esclava implica un amo ligero? Digamos que quisieras deshacerte de tu esclava, ¿usarías un arma más pesada de la que necesitas como amo, o emplearías alguna táctica medianamente ligera, digamos un escape en caballo o un invierno estéril? ¿Qué tal bluffear ante la esclava hasta hacerla creer que ella tiene ventaja en ese juego del kimono y de preguntas siniestras, tendrías la fortaleza necesaria, la perderías cuando todo terminara; y cómo es que todas estas cosas llevan a la diferencia en- tre metáfora y metonimia?
Perdón, este apéndice se me escapó.
Ya que la pregunta surgió, esta es la diferencia: a un grupo de niños se les cuestionó por la palabra ‘choza’, algunos respondieron una pequeña cabaña, otro dijeron se quemó.
Ahora que lo pienso más, la diferencia entre una pequeña cabaña y se quemó, no ilumina nada sobre la metáfora y la metonimia. Lo que sí hace es evidenciar lo frágil de los pensamientos. El día que me decidí a descifrar el asunto de metáfora y metonimia de una vez por todas, fui a una biblioteca, tome una montaña de libros, leí diferentes partes de ellos, anoté algunas notas rápidas en pedazos de papel y regresé a casa, esperando ordenarlas al día siguiente. El siguiente día, con mis notas que para ese momento estaban desorganizadas y eran ininteligibles, descubrí esa ejemplar e inquietante pequeña cabaña que puede o no estar quemada. Y aunque no pude recordar su contexto, ya que había olvidado registrar su procedencia y en realidad no comprendí su relevancia respecto a la metáfora y la metonimia, la pequeña cabaña me pidió no renunciar a ella. Por lo que sigue siendo un buen ejemplo; desconozco de qué.
Se me ocurre que el novelista tiene la opción de privar de derechos, desempoderar o borrar la esclavitud gramatical sustrayendo la parte del discurso en la que ella actúa como sujeto conectado a un predicado. La última referencia de Marcel sobre Albertine, en la página final de la novela es una oración sin verbo principal: Profunda Albertine, a la que veía dormir y estaba muerta.
“Bluff,” el sustantivo, significa originalmente en inglés “anteojeras para caballos,” y uno de sus primeros registros lo hace un tal Dawin en un artículo llamado “Estrabismo,” publicado en 1777. El verbo “bluff ”, de etimología des- conocida, es usado desde 1674 para referirse a “vendar los ojos o engañar” (a una animal), o “imponerse a un oponente sobre el valor de una mano de cartas” (en póker). “Bluff ”, el sustantivo, y “bluff ”, el verbo, fueron traducidos al francés como le bluff y bluffer, respectivamente; como anglicismos. Proust no usa el verbo bluffer, en cambio emplea le bluff tres veces en interacciones entre Albertine y Marcel. Así señala la diferencia entre el bluffeo en póker y el bluffeo en el amor: el juego de cartas ocurre en tiempo presente y todo lo que importa es ganar. Pero en el amor, se extiende al pasado, al futuro y a la fantasía; su sufrimiento consiste en conjeturar sobre aquellos reinos que el bluff encubre.
En una celebrada biografía de Proust (Tadié) hay una pequeña y pobremente impresa fotografía de 1907 de Proust y Alfred Agostinelli sentados en su automóvil, vestidos para un viaje. Proust, envuelto en un abrigo enorme, una pierna cruzada arriba de la otra, mira sin aliento y aburrido sin importar el lugar a donde van. Agostinelli se aferra al volante, lleva puesto su traje de “monja de la velocidad”, y sus ojos se fijan ferozmente en el horizonte. Es una de esas fotografías que sólo despiertan un humilde interés y después son olvidadas –como señaló Barthes, como una fotografía sin ninguna grieta en su superficie, sin punctum para fascinar y perturbar (Camera Lu- cida, p. 41)– a excepción de postura de la cabeza de Alfred Agostinelli que ha inclinado hacia atrás en un ángulo que sugiere la velocidad de movimiento. Aunque los dos están sentados en un automóvil inmóvil. No se puede saber sino imaginar el dolor en el cuello que le causó posar durante varios minutos para esa fotografía. O de qué hablaron los dos entre susurros aquel día, mientras el fotógrafo intercambiada lentes y las cigarras cantaban bajo el espino y la tarde de verano se presentaba ante ellos, desde el borde más lejano del amor, aparentemente, como eternidad. Tal vez discutieron sobre una pequeña cabaña. Y tal vez ésta se quemó.