Tanto la ciencia como las humanidades se basan en la narrativa

Presentación de Bruno Arpaia

Hace apenas cincuenta años, en una famosa conferencia en la Universidad de Cambridge, Charles Percy Snow, señalando con el dedo a las «dos culturas», acusó la división entre el conocimiento humanístico y científico. El problema planteado por Snow era viejo pero no antiguo: data de mediados del siglo XIX. Fue desde entonces, de hecho, que la ciencia empezó a ser considerada una categoría separada de la cultura, en lugar de una parte fundamental. A partir de ese período, mientras para los científicos (o al menos para la mayoría de ellos) era «normal» acudir a la literatura, la música, el arte y la filosofía, los humanistas habían comenzado a ignorar las teorías bellamente científicas. Hoy, cincuenta años después del discurso de Snow, el problema persiste y es tal vez aun más grave: en nuestra sociedad, se puede ser considerado educado si se conoce a Dante, Mozart, Caravaggio o Platón, pero la ignorancia de Einstein, Heisenberg o Darwin no se considera relevante para determinar el grado de nuestra cultura. Después de todo, basta con ver la forma en que muchos medios de comunicación, no solo italianos, se refieren a la ciencia: la escasez de información, la precisión, la inexactitud, la preferencia por la «noticia» espectacular, a menudo distorsionada, confinamiento no verificado de los eventos científicos a «guetos» , como si la ciencia no fuera una cultura de pleno derecho y no palpitara con fuerza en nuestras vidas todos los días, sobre todo en nuestro tiempo y en nuestra sociedad, con razón llamada «sociedad del conocimiento».

Quiero decir, aparte de toda crítica posible (a veces correcta y pertinente) dirigida a Snow, que aun hoy en día las «dos culturas» no hablan o hablan muy poco. Esto es especialmente cierto en Italia, donde el idealismo de Croce y Gentile, incluso bajo disfraces marxistas, contó y cuenta mucho. Por lo tanto, la separación y la falta de comunicación entre las dos zonas ha llegado a su apogeo en las últimas décadas y solo ahora parece iniciar su espiral descendente. Los humanistas y eruditos, por un lado, y los científicos, por otro, han caído en manos de los prejuicios mutuos, que están incrustados en la imaginación, muy arraigados y fortificados como una inexpugnable ciudadela. Y es a derribar la fortaleza que debemos asistir. Porque solo si te las arreglas para socavar esos prejuicios desde el fondo del imaginario colectivo serás capaz de volver a las dos culturas, relacionadas apropiadamente. No, más aún: hay que ir más allá, incluso más allá del concepto de una «tercera cultura» elaborado primero por Snow, y luego retomado por el gran pirata inteligente John Brockman, el creador de Edge. Sí, porque no solo es cierto que, en conjunto, las artes y las ciencias forman nuestra cultura; también lo es que tienen una unidad sustancial, son una sola cosa. Recuerdo a Primo Levi: «La distinción entre el arte, la filosofía, la ciencia no la conocían Empédocles, Dante, Leonardo, Galileo, Descartes, Goethe, Einstein, ni los constructores anónimos de las catedrales góticas, o Miguel Ángel; ni la conocen los buenos artesanos de hoy, ni los vacilantes físicos en el borde de lo conocible».

Para darse cuenta de ello, solo hay que cavar un poco bajo las aparentes diferencias. La primera cosa que se descubrirá es que, por extraño que pueda parecer, tanto la ciencia como las humanidades se basan en la narrativa, en la historia. Como escribió Giuseppe O. Longo, «el arte, el mito, la filosofía, la ciencia, la tecnología, a través de diversas formas de narrativa intentan, en última instancia, reconstruir el mundo, o mejor, sustituir el mundo, entregando un mundo artificial, más simple y a medida del hombre». Buscan, en definitiva, «poner las cosas en forma», para ordenar un poco el caos y lo complejo de la realidad en la que estamos inmersos, para que sea legible sin insultarla, sin reducirla a «modelos» que luego, casi sin darse cuenta, se llevan a cabo. Yo creo que su ADN narrativo es en esencia la lucha contra el reduccionismo. De hecho, según Longo, «incluso la ciencia está hecha de historias, aunque se ha creado un lenguaje propio, del que ha tratado de eliminar la ambigüedad, y se ha centrado en clases de fenómenos y no en pruebas individuales».

Como resultado, la ciencia y, por ejemplo, la literatura, tienen muchas más cosas en común de lo que parece a primera vista, no importa lo que piensen los científicos y los eruditos hard-core. Pero hay más, mucho más. Sin que los humanistas lo supieran, el siglo XX transformó radicalmente la ciencia. Antes de la revolución desatada por Einstein y la mecánica cuántica, la ciencia parecía «exacta», mecanicista y determinista: en frío, de hecho. Entonces la relatividad y la cuántica nos han dado poco a poco un modelo basado en indeterminaciones e incertidumbres científicas acerca de la verdad como una probabilidad. La ciencia, en definitiva, se ha transformado, abandonando el supuesto de que las condiciones iniciales, si se conocen perfectamente, pueden conducir a un conocimiento más preciso de la evolución de un sistema. Al mismo tiempo, las áreas previamente asignadas a las humanidades, como los sentimientos o emociones, cada vez más se leen y explican a la luz de las teorías científicas. En palabras de Thomas Maccacaro, «podríamos decir que la ciencia, con sus incertidumbres se convierte en “humanismo”, mientras que el humanismo se convierte en “ciencia”».

Pero no es todo. Como señaló Ernesto Carafoli, mientras alguna vez se creyó que la ciencia buscaba la verdad y que el arte estaba destinado a la belleza, hoy podemos decir con seguridad que la investigación es, a la vez, la belleza de la verdad, un gran punto de contacto entre las dos culturas. No solo la belleza, sino el arte vivo. Cómo no pensar en las declaraciones de Paul Klee, que afirma que «el arte no reproduce lo visible, sino que lo hace visible», o en las palabras de Picasso, de que «el arte es una mentira que nos permite llegar a la verdad». Incluso la novela de ficción es otra forma de verdad. Según lo escrito por José Manuel Fajardo en su novela Más allá de los mares, lo que «hace creíble la imaginación, convierte la ficción en una forma de conocimiento». Por el contrario, la búsqueda de la belleza es una cultura científica importante y necesaria. Puede parecer extraño, pero ahí está. Por ejemplo, todos los matemáticos respetables están dispuestos a sostener

que las ecuaciones estudiadas o inventadas no son solo éxitos o fracasos, sino también son hermosas o feas. Es más, como afirma el gran Paul Dirac, la belleza de una ecuación es más importante que su exactitud, en el sentido de que si una ecuación es hermosa, tarde o temprano va a demostrar ser exacta. Y no solo en las matemáticas: el concepto es general. Una famosa afirmación de Jacques Monod indicaría que una teoría hermosa puede no necesariamente revelarse exacta, pero una teoría fea siempre será definitivamente errónea.

En resumen, como escribió John Banville, «en un cierto nivel, esencial, el arte y la ciencia están tan cerca que es difícil distinguirlos». También porque hay un área adicional en la que el marco teórico de las «dos culturas» se derrumba como un castillo de naipes al primer soplo de viento, y eso corresponde a los procesos creativos de diversas disciplinas. Por una parte, existe el llamado «método científico», y por otra, la otra inspiración. Pero ¿es realmente así? Mientras muchas personas no expertas creen que escribir una novela o pintar un cuadro son procesos activos, por así decirlo «libres» y se llevan a cabo casi en medio de un trance creativo, de liberación de la imaginación, el médico sabe muy bien qué es exactamente lo contrario. Basta con leer las cartas de Flaubert a Louise Colet para ver cómo mucha disciplina, una cantidad no despreciable de esfuerzo, de trabajo repetitivo, y mucha concentración están detrás de todas las páginas de Madame Bovary. O, simplemente, recordar las palabras de García Márquez sobre su propia obra: diez por ciento de inspiración y noventa por ciento de transpiración y sudor. Una creación, cualquier invención, en suma, no solo proviene de una mera fantasía del inconsciente sin restricciones. La longitud de los capítulos de Dickens fue determinada por la necesidad de imprimir en forma de serie en el periódico. Una capacidad similar para sacar provecho de la presión de la materia también se «escucha» en las obras de Miguel Ángel, quien, como señaló Shklovsky, amaba elegir bloques de mármol dañados, porque de esta manera dio poses inesperadas a sus esculturas.

¿Y el trabajo del científico? No es muy diferente. Voy a dar solo dos ejemplos. El primero es el del gran matemático y físico Henri Poincaré. Él mismo dijo que había trabajado duro por mucho tiempo, de manera deliberada y consciente, en busca de aquello que llaman funciones fuchsianas, pero que siempre estuvo frente a un callejón sin salida. Entonces, un día…

 Dejé Caen, para tomar una caminata geológica bajo el auspicio de la Escuela de Minas. Los acontecimientos del viaje me hicieron olvidar mi trabajo matemático. Habiendo llegado a Coutances, abordamos un autobús para ir a un lugar. Cuando puse un pie en el estribo, tuve una idea para la que ninguno de mis pensamientos anteriores parecía haberme preparado, de que las transformaciones que utilicé para definir las funciones fuchsianas eran idénticas a las de la geometría no euclidiana. No comprobé la idea; no tuve el tiempo mientras estaba tomando el autobús. Seguí en una conversación anterior, pero me sentí completamente seguro. Al regreso a Caen verifiqué apropiadamente el resultado.

Una iluminación súbita, después de meses y meses de aplicación continua y consciente.

El segundo ejemplo es el de João Magueijo, cosmólogo portugués en el Imperial College de Londres. En su libro Más rápido que la luz, Magueijo escribe:

En las primeras etapas de desarrollo de una nueva idea, en esa zona gris donde las ideas no son aún ni buenas ni malas sino solo sombras de la «probabilidad», nos comportamos más bien como artistas, dejándonos guiar por el temperamento y el gusto. En otras palabras, se parte de una idea, un sentimiento, o incluso del deseo de que el mundo funcione de una manera única, entonces procedemos con el presentimiento, que a menudo permanece tercamente pegado mucho después de que los datos indican que, probablemente, estamos llevándonos a nosotros mismos y a los que creen en nosotros a un aprieto. Al final nos quedamos con la experimentación, que desempeña el papel de un juez principal en este litigio.

Como se puede ver, no hay casi ninguna diferencia entre estos dos ámbitos. Solo se necesita de una imaginación a la vez rica y precisa. El gran napolitano Eduardo Caianiello, físico y cibernético, declaró: «Yo no dudaría en afirmar que la ciencia está hecha de una mezcla inextricable de arte, tecnicismos y método». Cualquier escritor que se precie no dudaría en sustituir la palabra «ciencia» por «literatura», para decir lo mismo de su novela. Por lo tanto, a pesar del sentido común, no son tan diferentes los ojos con los que científicos y artistas ven en el mundo: si un escritor utiliza grandes dosis de imaginación, un físico no es la excepción. Un físico teórico, hoy, utiliza tal vez mucho más la imaginación que muchos narradores. Si no, sería imposible procesar los supuestos que forman la base de gran parte de la física del siglo XXI, lo que se anunciaba más allá del «modelo estándar» y que hace tan solo una década parecía confinado al reino de la ficción. Y, como sucedió en los días de Galileo y Kepler, y luego en los de Einstein y Schrödinger, la investigación científica de la realidad está a menudo completamente subvertida a la imaginación de la gente común en su vida cotidiana, mientras que la imaginería literaria y artística ha proporcionado muchos conocimientos físicos para comprender mejor la realidad. Así que la pasión y la imaginación que llevan a los escritores a escribir novelas, y a los físicos a explorar los rincones más remotos de la materia, el espacio y el tiempo, me parecen tejidas de la misma sustancia, del mismo deseo de conocimiento, las mismas preguntas tan profundas acerca de la vida en este remoto planeta de una estrella pequeña en un dispositivo de la galaxia del cosmos.

 

 

El cerebro y el arte de la ficción*

Jorge Volpi

 

 

En su discurso tras recibir un importante premio literario, un célebre escritor estadounidense confesó que adoraba las novelas porque, a diferencia de casi cualquier otra cosa, estas no sirven para nada. No sé si la memoria me engaña; y como habrá de verse más adelante, a fin de cuentas tampoco importa demasiado. Para el escritor neoyorquino real, o para el que ahora dibujo en mi mente (¿o debería decir en mi cerebro?), la ficción literaria, y acaso toda manifestación artística, se distingue por carecer de un fin práctico fuera de lo que suele llamarse, con cierta pedantería, el goce estético: no es ni el primero ni el último en suscribir esta tesis. Una tesis de incierto origen romántico que, como trataré de demostrar en estas páginas, es esencialmente falsa.

Solo en las sociedades que han llegado a ser lo suficientemente prósperas o lo suficientemente descreídas, las obras de arte han sido apreciadas como tales: objetos valiosos, susceptibles de ser comprados o vendidos, pero cuyo valor no depende de su utilidad, sino de la vanidad de sus dueños o la codicia de sus admiradores. Durante buena parte de la Antigüedad, con excepción quizás de la Atenas de Platón o la Roma imperial, mientras se prolongaron las esquivas sombras del Medioevo e incluso en otros momentos puntuales de la historia, un artista o un artesano jamás hubiese suscrito una idea semejante: a sus oídos no solo hubiese sonado herética, sino absurda. Su trabajo resultaba tan práctico, aun si se trataba de una praxis simbólica, como el de un herrero, un talabartero o un sastre. El arte era o bien decorativo o bien religioso, y nadie se hubiese ofendido al reconocerlo.

Sostener esto hoy, en una época en apariencia tan laica como la nuestra –en el fondo más indiferente que escéptica–, resulta casi blasfemo: solo un artista menor o descarriado, o un provocador, se atrevería a sugerir que su trabajo sirve efectivamente para algo, o para mucho. Todavía hoy, son mayoría quienes piensan que sus obras –otro concepto rimbombante– son productos absolutamente individuales, resultado de su originalidad y de su genio (es decir, de su arrogancia), sin otro fin práctico que permitirles ganarse la vida al comerciar con ellas.

Se equivocan: en su calidad de herramienta evolutiva, el arte no puede sino perseguir una meta más ambiciosa. ¿Cuál? La obvia: ayudarnos a sobrevivir y, más aun, hacernos auténticamente humanos. (Adviertes en mis palabras cierto menosprecio por el arte. No es tal. Creo, más bien, que quienes sacralizan el arte y lo colocan en un pedestal inalcanzable, producto de la inspiración divina o, en nuestra época, del talento o el copyright, pierden de vista el bosque por contemplar un solo árbol, por magnífico que sea).

Que el arte exista en todas partes –las distintas sociedades humanas han conocido y desarrollado sus distintos géneros de maneras básicamente similares– debería prevenirnos sobre su carácter de adaptación por selección natural. Una adaptación sorprendente, qué duda cabe, pero a fin de cuentas tan útil como el tallado de hachas de sílice, la organización en clanes o la invención de la escritura. Porque, como habremos de ver más adelante, el arte, y en especial el arte de la ficción, nos ayuda a adivinar los comportamientos de los otros y a conocernos a nosotros mismos, lo cual supone una gran ventaja frente a especies menos conscientes de sí mismas.

En contra de la opinión del novelista neoyorquino, resulta difícil pensar que el arte haya surgido de manera casual, como un inesperado subproducto del neocórtex, una errata benéfica o un premio inesperado. Su origen hemos de perseguirlo, más bien, en el pausado y deslumbrante camino que nos transformó en materia capaz de pensar en la materia, en animales capaces de cuestionarse a sí mismos. El arte no solo es una prueba de nuestra humanidad: somos humanos gracias al arte.

Otro tanto ocurre con la ficción. Al considerarla una especie de don inapreciable, un toque de genio, los románticos asumían que debió aparecer en una época tardía en nuestro desarrollo como especie. Si ello fuera cierto, deberíamos aceptar que durante miles de años la ficción no fue parte de nuestras vidas hasta que, un buen día, nuestros ancestros la descubrieron por casualidad, sumergida bajo el limo de un pantano primordial o en el amenazante fondo de una cueva, como si se tratase de un hallazgo semejante a la regularidad de las estaciones o a la domesticación del fuego. Me niego a creerlo. Prefiero pensar que la ficción ha existido desde el mismo instante en que pisó la Tierra el homo sapiens. Porque los mecanismos cerebrales por medio de los cuales nos acercamos a la realidad son básicamente idénticos a los que empleamos a la hora de crear o apreciar una ficción. Su suma nos han convertido en lo que somos: organismos autoconscientes, bucles animados.

Verdad de Perogrullo confirmada por las ciencias cognitivas: todo el tiempo, a todas horas, no solo percibimos nuestro entorno, sino que lo recreamos, lo manipulamos y lo reordenamos en el oscuro interior de nuestros cerebros; no solo somos testigos, sino artífices de la realidad. Como espero detallar más adelante, reconocer el mundo e inventarlo son mecanismos paralelos que apenas se distinguen entre sí.

No podría ser de otra manera: si nuestro cerebro evolucionó y se ensanchó a grados monstruosos –al amparo de cabezotas deformes, nacimientos prematuros y atroces dolores de parto–, fue para hacernos capaces de reaccionar mejor y más rápido ante las amenazas exteriores. De otro modo: nos hizo expertos en generar futuros más o menos confiables. (Dices no estar de acuerdo; en tu opinión, casi siempre erramos al predecir el futuro. Tal vez aciertas cuando te refieres a las sutilezas de lo humano –nuestra civilización es demasiado reciente–, pero en cambio fíjate cómo atrapas esta pelota, cómo huyes de este tigre o cómo esquivas esta bofetada sin necesidad apenas de pensarlo.)

Más adelante, este mecanismo dio un insólito salto hacia adelante y, de una manera que ninguna otra especie ha perfeccionado con la misma intensidad, de pronto nos permitió mirarnos a nosotros mismos y convencernos de que, en alguna parte de nuestro interior, existe un centro, un yo que nos estructura, nos controla, nos vuelve quienes somos. El yo habría surgido, en tal caso, como una especie de controlador de vuelo, de capitán de barco.

Si, como afirma Francis Crick, en el fondo no somos otra cosa que nuestro cerebro –«sorprendente hipótesis», tan previsible como escalofriante–, deberíamos concluir que eso que llamamos la Realidad, con todo cuanto contiene, se halla inscrita en los millones de neuronas de nuestra corteza cerebral. El universo entero, con sus serpenteantes galaxias y sus constelaciones fugitivas, sus humeantes planetas y sus esquivos satélites, su sobrecogedora profusión de plantas y animales, cabe todo allí adentro, aquí adentro. Todo, repito, y eso incluye irremediablemente a los demás. A mis semejantes –a mi familia, mis amigos, incluso a mis enemigos– y, sí, también a ustedes, queridos lectores. (Espero que, no por ello, abandonen estas páginas.)

¡Menuda invención evolutiva! Yo no soy sino una ficción de mi cerebro. O, expresado de manera más precisa, mi yo es una fantasía de mi cerebro. Eso sí, la mayor y más poderosa de las fantasías, pues se concibe capaz de generar y controlar a todas las demás. El yo me da orden y coherencia, estructura mi vida, me confiere una identidad más o menos nítida; pero no existe ningún lugar preciso en el cerebro donde sea posible localizar a ese esquivo fantasma, a ese omnipresente y omnipotente animalillo que es el yo.

El escenario resulta inquietante y, sin embargo, conforme uno medita sobre sus consecuencias, el horror se desvanece. Frente a esta hipótesis, primero comparece el vértigo: ¿ello significa que la Realidad no existe? ¿Que yo no existo? No exactamente: la única realidad que conoceremos –y que, en el mejor de los casos, está levemente emparentada con la Realidad– es la realidad de nuestra mente, la realidad que percibimos y luego recreamos sin medida. No es este el lugar para empantanarnos en discusiones filosóficas de mayor calado: nuestro sentido práctico, esa facultad que nos ha permitido sobrevivir y dominar el planeta, nos indica de modo natural que debemos hacer como si la realidad de nuestra mente en efecto se correspondiera con esa Realidad inaprensible que nos es sustraída a cada instante.

La idea de la ficción, como puede verse, yace completa en ese pedestre y desconcertante como si. El como si que nuestro cerebro aplica a diario para que nuestro cuerpo se mueva razonablemente por el mundo, para que descubra nuevas fuentes de energía y consiga salvaguardarse de depredadores y enemigos. El como si que nos impide tropezar a cada instante, que nos mantiene en equilibrio y que no nos deja estrellarnos contra una ventana o caer de una escalera. El como si que nos permite relacionarnos con los espectros ambulantes de los otros.

El como si que nos permite tolerar el universo imaginario de una novela es idéntico, pues, al como si que nos lleva a asumir que la realidad es tan sólida y vigorosa como la presenciamos. Si la ficción se parece a la vida cotidiana es porque la vida cotidiana también es –ya lo suponíamos– una ficción. Una ficción sui generis, matizada por una ficción secundaria –la idea de que la Realidad es real–, pero una ficción al fin y al cabo.

No llegaré al extremo de insinuar que todo lo demás, incluidos ustedes, mis lectores, mis hermanos, solo son invenciones mías, tan predecibles o caprichosas como los personajes de mis libros –un tema recurrente en tantas novelas y películas–, y que acaso yo estoy loco o que solo yo existo, como en La amante de Wittgenstein, de David Markson. El solipsismo extremo es, también, una invención literaria.

Sí me gustaría subrayar, por ahora, que el proceso mental que me anima a poseer una idea de ustedes, lectores míos, mis semejantes, es paralelo al mecanismo por medio del cual soy capaz de concebir a alguien inexistente y de darle vida por medio de palabras: de ideas, con las que a fin de cuentas todos hemos sido modelados. Podemos afirmar, con el bardo, que estamos hechos de la misma materia de los sueños siempre y cuando no olvidemos que los sueños también están hechos de retazos –a veces significativos, a veces inconexos– de ideas.

El teatro, la ópera, el cine, la televisión, los videojuegos y, por supuesto, la literatura –los diversos soportes de la ficción–, son todos simulacros verosímiles de la realidad: los críticos más sagaces no se han cansado de proclamarlo. Pero la acuciante necesidad que tenemos de sumergirnos en ellos, desde sus ejemplos más elevados hasta los más vulgares, no se origina en un capricho infantil y pasajero, en el ansia de evasión o en el puro y calamitoso tedio, como sugiere el novelista neoyorquino. En cada una de estas manifestaciones, el creador y el espectador no solo invierten largas horas de esfuerzo –aun la peor ficción, como veremos, resulta siempre demandante–, sino que parecen no cansarse nunca de sus trampas y sus engaños, aun a sabiendas de que lo son.

¿Don Quijote y Pedro Páramo, Hamlet y Lulú, Darth Vader y Dumbo, Mario y Luigi existen solo para transcurrir horas aciagas, para apresurar la noche y el sueño, para impedir que –pobres de nosotros– nos vayamos a aburrir? Sonaría inverosímil: una especie no gasta tanta energía, tanto dinero y tantos anhelos en una actividad que apenas sirve para colmar las horas muertas.

Los humanos somos rehenes de la ficción. Ni los más severos iconoclastas han logrado combatir nuestra debilidad y nuestra dependencia de las mentiras literarias, teatrales, audiovisuales, cibernéticas. Pero ellas no nos deleitan, no abducen, no nos atormentan de forma adictiva por el hecho de ser mentiras, sino porque, pese a que reconozcamos su condición hechiza y chapucera, las vivimos con la misma pasión con la cual nos enfrentamos a lo real. Porque esas mentiras también pertenecen al dominio de lo real.

Cuando leo las aventuras de un caballero andante o la desgracia de una mujer adúltera, cuando presencio la indecisión de un príncipe o la rabia de un rey anciano, cuando contemplo la avaricia de un magnate de la prensa o la caída de un imperio galáctico o cuando lucho por sobrevivir a un ataque de invasores alienígenas, mi mente sabe que me encuentro frente a un escenario irreal y al mismo tiempo se esfuerza por olvidar o sepultar esta certeza mientras dura la novela, la pieza teatral, la película o el juego de video. En resumen: la conciencia humana aborrece la falsedad y, al menos durante el tiempo precioso que dura la ficción, prefiere considerarla una suma de verdades parciales, de escenarios alternativos, de existencias paralelas, de aventuras potenciales.

Como he señalado, la evolución convirtió nuestro cerebro en una máquina de futuro, y esta reacciona con el mismo ahínco frente a la realidad y frente a la ficción. Las cuitas y fracasos de un personaje de novela no pueden dejar de conmovernos, igual que no resistimos simpatizar con ciertos héroes o despreciar a ciertos villanos: nos enfadamos, nos sorprendemos, sufrimos y tememos con la misma intensidad que en la vida diaria; y a veces más.

Hasta hace poco, la empatía era vista con cierto recelo, una especie de campo magnético involuntario, una emoción deslavada y algo cursi. Hoy sabemos, gracias a los estudios de Giacomo Rizzolatti y sus colegas, que la empatía es un fenómeno omnipresente en los humanos –al igual que en ciertos simios, elefantes y delfines–, que se origina en un tipo especial de neuronas, las ya célebres «neuronas espejo», localizadas, para sorpresa de propios y extraños, en las áreas motoras del cerebro. Desde allí, estas sorprendentes células nos hacen imitar los movimientos animales que se atraviesan en nuestro camino como si fuéramos nosotros quienes los llevamos a cabo. Al hacerlo, no solo reconocemos a los agentes que nos rodean, sin que tratamos de predecir su comportamiento, en primera instancia para protegernos de ellos y, a la larga, para comprenderlos a partir de sus actos. (En efecto: si miras por televisión a un contorsionista o a un lanzador de bala olímpico, en tu interior tú también te descoyuntas y también lanzas la maldita bola de metal lo más lejos posible.)

Desde esta perspectiva, la ficción cumple una tarea indispensable para nuestra supervivencia: no solo nos ayuda a predecir nuestras reacciones en situaciones hipotéticas, sino que nos obliga a representarlas en nuestra mente –a repetirlas y reconstruirlas– y, a partir de allí, a entrever qué sentiríamos si las experimentáramos de verdad. Una vez hecho esto, no tardamos en reconocernos en los demás, porque en alguna medida en ese momento ya somos los demás.

Repito: no leemos una novela o asistimos al cine o a una función de teatro, o nos abismamos en un videojuego solo para entretenernos, aunque nos entretenga, ni solo para divertirnos, aunque nos divierta, sino para probarnos en otros ambientes y en especial para ser, vicaria pero efectivamente, al menos durante algunas horas o algunos minutos, otros. «Madame Bovary, c’est moi», afirmó Flaubert, pero lo mismo podría ser expresado por cualquiera de sus lectores.

Vivir otras vidas no es solo un juego –aunque sea primordialmente un juego–, sino una conducta provista con sólidas ganancias evolutivas, capaz de transportar, de una mente a otra, ideas que acentúan la interacción social. La empatía. La solidaridad. Qué lejos queda la idea de la ficción como un pasatiempo inútil, destinado a la admiración embelesada, al onanista placer estético. Sin duda la naturaleza del arte contempla también la idea de lo bello –un conjunto de patrones fijados en cada sociedad y en cada época, y reforzados obsesivamente hasta el desgaste–, pero la belleza no sería entonces sino una suerte de anzuelo evolutivo, un cebo para atraernos hacia la información que se esconde detrás de su fachada. Tal como el gozo sexual es una adaptación que refuerza la necesidad de los genes de perdurar y reproducirse –y nos condena a la desasosegante persecución de otros cuerpos–, la belleza es el tirabuzón que nos encamina hacia conjuntos de ideas que nos alientan a comprender mejor el mundo, a nuestros semejantes y, por supuesto, a nosotros mismos.

Si en verdad solo somos nuestro cerebro, como sugería Crick, en otro nivel es válido decir que solo somos un gigantesco conjunto de ideas producidas y ancladas en ese cerebro: la idea del yo –ese incómodo testigo que al presenciar los hechos nos separa de ellos– es, ya lo apunté, la más compleja y la más frágil. Porque el yo siempre se halla solo. Irremediablemente solo. Su única escapatoria consiste en identificarse con ese otro conjunto de ideas complejas que son los demás, sean estos reales o imaginarios. Y, paradójicamente, ese contacto virtual es nuestro único escape del autismo o la demencia. Los humanos somos «símbolos mentales» obsesionados con relacionarnos con otros «símbolos mentales». (Sé, amada mía, que no toleras que te llame «símbolo mental» pero, desde esta perspectiva, llamarte por tu nombre sería un encubrimiento).

Si la ficción ensancha nuestra idea de nosotros mismos, la ficción literaria, las novelas y los cuentos lo hacen de una manera no más poderosa, pero sí más profunda que otros géneros. No menosprecio a ninguno: el cine, la televisión, el teatro o los videojuegos pueden ser tan ricos como una narración en prosa, pero solo una narración en prosa despierta en nosotros esa sensación de penetrar en las conciencias ajenas de manera directa y espontánea. Inmediata.

A diferencia de sus hermanos de sangre, la ficción literaria destaca por no ser icónica: en un escenario o una pantalla, todo el tiempo vemos a los otros y solo a partir de sus movimientos y palabras tratamos de introducirnos en sus mentes, como en la vida real. La literatura, en cambio, es más abstracta y más cercana, por ello, a la música: miríadas de signos que se acoplan en nuestra mente y forman símbolos cada vez más complejos que, así les pese a los publicistas, poseen la misma fuerza de una imagen, y en ocasiones, mucha más.

En una novela o un cuento nunca vemos a los personajes, sino que los personajes, o más bien las ideas que forman a los personajes, nos invitan, primero, a identificarnos con él y, solo después, a representarlo de manera visual. Al imaginar a un personaje contamos con una libertad inusitada, pues sus ideas se mezclan de maneras radicalmente distintas con las ideas (la experiencia) de cada lector particular. Todos vemos a míster Kane con el rostro iracundo y mofletudo de Orson Welles, mientras que cada lector inventa una Anna Karénina distinta, sin que ello perturbe su esencia. A Kane lo miramos y solo después nos metemos en su pellejo, a Anna Karénina le damos vida desde su interior aun antes de reconocer sus atributos.

Leer una novela o un cuento no es una actividad inocua: desde el momento en que nuestras neuronas nos hacen reconocernos en los personajes de ficción –y apoderarnos así de sus conflictos, sus problemas, sus decisiones, su felicidad o su desgracia–, comenzamos a ser otros. Conforme más contagiosas –más aptas– sean las ideas que contiene una narración, sus secuelas quedarán más tiempo incrustadas en nuestra mente, como las secuelas de una enfermedad viral o de una fiebre terciaria. La única cura es, por supuesto, el olvido. Y la lectura de otras novelas.

Si Alonso Quijano nos fascina es porque se trata de la proyección extrema de lo que suele ocurrirle a cualquier lector empedernido: a fuerza de representarse una y otra vez ciertas escenas de la ficción, termina por considerarlas reales. (Piénsalo: ¿acaso no es tan real Natasha Rostova, en quien has pensado en cientos o miles de ocasiones, como aquel amor de juventud que no has vuelto a ver y que sin embargo cambió tu vida para siempre?)

La lectura de una ficción narrativa no es tampoco un placer sencillo, aunque ciertos grandes o pésimos autores nos lleven a pensarlo. El cerebro se comporta frente a una novela o a un cuento igual que frente al mundo, realizando millones de operaciones mentales –las conexiones sinápticas arrebatadas en una tormenta tropical–, midiendo cada situación, evaluándola, comparándola con patrones preexistentes (eso que llamamos memoria), a fin de prever a cada momento lo que ocurrirá a continuación. Por eso leer es tan fecundo y tan cansado; como vivir.

Desde la década de los sesenta, Umberto Eco sugería que un texto es una máquina floja que solo se anima gracias a la actividad desenfrenada del lector, quien no se cansa de ponerla en marcha al preguntarse una y otra vez: «¿y ahora qué va a pasar?». La ciencia ha comprobado que la intuición semiótica de Eco posee una base neuronal: nuestro cerebro fue modelado para comportarse así en toda circunstancia, fijando patrones (recuerdos) para luego contrastarlos obsesivamente con cada nueva situación.

La mente no computa, en el sentido que solemos darle a este verbo en informática: la mente sobrepone patrones a toda velocidad y solo se preocupa por dilucidar y ajustar los cambios para responder a ellos de inmediato. Gracias a este truco, aunque nuestras neuronas sean lentas como tortugas, somos capaces de resolver problemas complejos mucho más eficazmente que las frígidas liebres de silicio. (Te colocas frente al arquero y tiras a gol sin apenas meditarlo; un robot necesitaría, en tu lugar, millones de líneas de programación para calcular el peso del balón, la resistencia del aire, el ángulo de disparo, etc.).

Nos seducen inevitablemente las situaciones conocidas: en su interior nos sentimos cómodos, a salvo. Conocemos tan bien ciertos patrones, que ya ni siquiera reparamos en cuántas veces los repetimos. La mayor parte del tiempo somos víctimas de esta inercia acomodaticia, y salvadora. De allí el éxito probado de las fórmulas narrativas, de la telenovela al folletín, de la literatura de género a los finales felices de Hollywood. Por fortuna, nuestro cerebro también está sediento de novedad: la exposición incesante a un mismo patrón, repetido mil veces, puede acabar por derrumbarnos en la fatiga o el hastío. Nuestro cerebro usa la ficción para aprender a partir de situaciones nuevas, potencialmente peligrosas, y la mera familiaridad termina por convertirse en un abotagado inconveniente evolutivo. Quien no está dispuesto a innovar, perece sin remedio.

Contemplar o leer mil versiones distintas de la Cenicienta –la reina de los patrones contemporáneos– a la larga se convierte en una rutina morosa y vana. Enfrentarse a lo desconocido, en cambio, revitaliza al cerebro: de allí la relevancia estética de lo incierto –la obra abierta de Eco– o la fascinación que experimentamos por el suspenso, el misterio y el terror. Desconocer lo que ocurrirá más adelante supone un desafío –un juego darwiniano– que nuestra mente no puede dejar de encarar y resolver. Pensamos en la pasión que despiertan el ajedrez, los crucigramas o, a últimas fechas, los sudokus. Hemos sido modelados para resolver problemas; o al menos para intentarlo.

Dada nuestra naturaleza de animales sociales, la ficción literaria tampoco podría ser entendida, sin embargo, como un mero instrumento para la supervivencia individual. Una novela me permite experimentar vidas y situaciones ajenas pero, como decía antes, también me transmite información social relevante: la literatura es una porción esencial de nuestra memoria compartida. Y se convierte, por tanto, en uno de los medios más contundentes para asentar nuestra idea de humanidad.

Frente a las diferencias que nos separan –del color de la piel al lugar de nacimiento, obsesiones equivalentemente perniciosas–, la literatura siempre anunció una verdad que hace apenas unos años corroboró la secuenciación del genoma humano: todos somos básicamente idénticos. Al menos en teoría, cualquiera podría ponerse en el sitio de cualquiera. (Aunque, como veremos más adelante, nuestra mente también es capaz de producir ideas que paralizan esta tendencia natural a la empatía: el racismo, el sexismo, la xenofobia, la homofobia, el nacionalismo, todas esas perversas exaltaciones de las pequeñas diferencias.)

En contra de las apariencias, nuestro tiempo ha sido favorable a la renovación de la literatura, pues desconfía de los desastres culturales y sociales provocados por las modas ideológicas, el reino del pensamiento único, del compromiso y de la propaganda política. La literatura, es cierto, parece degradarse cuando persigue un fin concreto, cuando soporta una ideología explícita. Porque cualquier ideología es, de entrada, una forma excluyente de otras variedades de pensamiento. Cuando no descansa en un dogma, la ficción nos permite, por el contrario, ensanchar nuestra idea de lo humano. Con ella no solo conocemos otras voces y otras experiencias, sino que las sentimos tan vivas como si nos pertenecieran.

No importa el lugar o la época, las diferencias sociales o las costumbres: nuestro cerebro siempre nos impulsa a colocarnos en el lugar de los personajes de un cuento o una novela. Todos somos capaces de ser Aquiles o Arjuna, Emma Bovary o Aureliano Buendía, Hitler o Adriano, o un incluso un perro o un alienígena, siempre y cuando sus actos nos permitan dilucidar en su interior algo similar a una conciencia.

No quiero exagerar: leer cuentos y novelas no nos hace por fuerza mejores personas, pero estoy convencido de que quien no lee cuentos y novelas –y quien no persigue las distintas variedades de la ficción– tiene menos posibilidades de comprender el mundo, de comprender a los demás y de comprenderse a sí mismo. Leer ficciones complejas, habitadas por personajes profundos y contradictorios, como tú y como yo, como cada uno de nosotros, impregnadas de emoción y desconcierto, imprevisibles y desafiantes, se convierte en una de las mejores formas de aprender a ser humano.

Desconfío, pues, de quienes se solazan al despojar a la ficción literaria de su carácter de adaptación evolutiva. De su esencia práctica. Escribimos cuentos y novelas no solo porque no podemos dejar de hacerlo, no solo porque nos hagan disfrutar con la perfección de sus frases o la fuerza de sus historias, sino porque los cuentos y las novelas nos han hecho ser quienes somos. En los relatos del mundo se encuentra lo mejor de nuestra especie: nuestra conciencia, nuestras emociones y sentimientos, nuestra memoria, nuestra inteligencia, nuestras dudas y prejuicios, acaso también la medida de nuestro albedrío. (Ello no excluye que también puedan almacenar lo peor: la maldad gratuita, el odio, la intolerancia, la sevicia.)

En el libro Leer la mente he intentado mostrar, a la luz de ciertos avances científicos recientes, cómo funciona nuestro cerebro a la hora de crear y apreciar ficciones literarias y en qué medida sus procesos resultan análogos a los que empleamos cuando mrealidad. En el capítulo 1, analizo la ficción literaria desde un punto de vista evolutivo, a fin de mostrar su carácter universal en nuestra especie y su relevancia como forma de conocimiento. En el capítulo 2, intento revelar cómo es posible que a partir del cerebro material surja la conciencia inmaterial y la idea del yo, amparándome en las ideas de Daniel Dennett y Douglas Hofstadter. En el 3, desarrollo los vínculos entre los mecanismos de la conciencia, la inteligencia, la percepción y la ficción. En el capítulo 4 hago un rastreo de los mecanismos de la memoria y su puesta en escena a través de la ficción. El capítulo 5 está dedicado, por su parte, a las células espejo, la empatía, las emociones y los sentimientos, y su expresión fundamental en la literatura. Y, por último, en el epílogo me convierto yo mismo –o, más bien, mi mente y mis libros– en objeto de estudio para tratar de comprender, en primera persona, los procesos anteriores.

Mi hipótesis central: si la ficción es una herramienta tan poderosa para explorar la naturaleza –y en especial la naturaleza humana–, es porque la ficción también es la realidad. Una vez que las percepciones arriban al cerebro, este órgano húmedo y tenebroso codifica, procesa y a la postre reinventa el mundo tal como un escritor concibe una novela o un lector la descifra. Aun si en la mayor parte de los casos somos capaces de diferenciar lo cierto de lo inventado, su sustancia se mantiene idéntica. A causa de ello, la ficción resulta capital para nuestra especie. La literatura no sirve para entretenernos ni para embelesarnos: la literatura nos hace humanos.

* Prólogo al libro Leer la mente de Jorge Volpi (Alfaguara, 2011), que constituyó la referencia principal del autor para este diálogo sostenido con Bruno Arpaia