1

La mujer nos da las llaves y nos muestra el departamento donde nos quedaremos dos meses, hasta que conozcamos la ciudad y elijamos donde vivir. No tardamos mucho. El departamento es chiquito. La luz de la mañana noruega entra con fuerza por las ventanas sin cortinas. Se ve hermoso, extraño. Así, extranjero, nos da la bienvenida. Nuestros libros, nuestros muebles, las sábanas, toallas, las cosas de la cocina, todo lo que hasta entonces ha constituido nuestro día a día espera en un contenedor al otro lado del Atlántico, pronto a embarcarse y seguirnos hasta acá. Bergen, así se llama ahora el acá. La palabra nos cuelga de la boca, la pronunciamos mal.

2

Antes de que la mujer se vaya le pregunto –en inglés– sobre el noruego. Me cuenta que es una lengua de pocas palabras y que en muchos casos funciona por acumulación. Para nombrar alguna cosa para la que no tiene vocablo junta una palabra con otra, y con otra, cuantas veces sea necesario. Por ejemplo, eclipse, me dice, es algo así como «cosa-que-se-posa-frente-a-otra-y-la-oscurece». A mediados del siglo diecinueve, Domingo Faustino Sarmiento se encontró una vez en una biblioteca llena de libros en francés. Sarmiento deseó esos libros escritos en una lengua que no manejaba. Los sacó de sus estantes y en una mesa, armado de diccionarios, de lápices y papeles, los fue haciendo suyos. Cuenta en sus Recuerdos de provincia que, en un mes y medio, después de muchas velas y lápices consumidos, había «traducido» doce volúmenes, incluidas las memorias de Josefina Bonaparte. La escritora y crítica argentina Sylvia Molloy observa esta escena de traducción y escribe: «Los libros que lee o quiere leer Sarmiento son textos vedados mientras no conozca idiomas (…) Leer, por tanto, significa desde un principio traducir». Sarmiento recorre los libros y el francés, lee y pone una palabra-frente-a-otra-e-ilumina el sentido. Es decir, traduce.

3

Mi hija juega, sola, en una plaza de Bergen. Nosotros nos sentamos cerca. Hay casi 30 grados. La amiga noruega que habla español y nos saca a recorrer la ciudad en nuestro segundo día nos dice que este calor no es usual, que no nos engañemos, que Bergen es lluvia. Mientras imaginamos una vida húmeda aparece una niña que ocupa un columpio cercano. Mi hija se acerca corriendo a donde estamos y le pregunta a nuestra amiga cómo se dice en noruego «¿quieres jugar conmigo?». Mi hija escucha, repite, prueba un par de entonaciones, repite y repite. Después vuela hacia el columpio. «Vil du leke med meg?», habla mi hija en noruego por primera vez. La otra niña entiende, asiente, se ríen, se columpian. Traducir es, muchas veces, jugar.

4

Borges toma el Ulysses de Joyce. Lo abre, lo hojea, lo lee por aquí y por allá, finalmente traduce solo la última página para la revista Sur. Aparece entonces el Ulises de Borges, sin historia previa, sin el resto del texto de Joyce. Traducir es elegir y escribir una lectura. Traducir es, muchas veces, jugar. También es, de cierto modo, disfrazarse. Como dice Lydia Davis, escritora y traductora, eso de camuflarse en el estilo de otro escritor o escritora te otorga el placer y la libertad de manipular tu lengua madre: «Eres un ventrílocuo y un camaleón».

5

A las pocas semanas de llegar a Noruega mi marido me encarga del supermercado crema para cubrir una torta. Fløte, Kremfløte, Lett fløte, Matfløte. Paso unos instantes frente a la puerta cerrada del congelador. Las flores de los envases no me dicen nada. Leo y vuelvo a leer. Fløte, crema. Eso lo sabía, con eso me armé antes de salir. ¿Pero cuál crema? Fløte, crema. Krem, crema. Mat, comida. ¿Llevo entonces crema, crema-crema o crema para comida? No, para comida no. ¿Y lett, qué es? Cuando compruebo que el tiempo frente al congelador sigue sin decirme nada, saco el teléfono. Google Translate. Antes de que pueda escribir una palabra, se acerca una mujer que se empina entre las cremas y pone una en su carro. «Unskyld», la interpelo en noruego para pasarme al inglés y preguntarle cuál crema usaría ella para cubrir una torta. Esta, me dice y me muestra. Buscar, preguntar, encontrar. Ejercicio práctico de traducción.

6

«Gutt eller jente?», ¿chico o chica?, le pregunto al anciano que se acerca con un perro hermoso que va tirando hacia el nuestro, que también empieza a tirar hacia el encuentro. Tengo que preguntar porque Pelusa, nuestro perro, está adolescentemente hormonado y se lanza a pelear contra cualquier macho que se le cruce en el camino. «Jente», me contesta el hombre y los dos aflojamos las correas y los perros se lanzan a conocerse. Se olfatean. Nosotros, los humanos, hablamos un poco: los nombres de los perros, las edades, algunas frases clásicas, tipo qué buen perrito, qué linda perrita y otras por el estilo. Entonces el hombre se lanza a hablar con su profundo acento de Laksevåg –nuestro barrio en Bergen– y yo me quedo en blanco. Le digo en noruego que mi noruego no es bueno. Le pregunto si habla inglés. Él sigue en su historia como si nada y yo busco a mi hija para pedirle ayuda. Está lejos. Hace como que no me ve, concentrada en el juego de los perros. Espero unos instantes, pero sigue sin mirarme. Le sonrío al hombre que aún habla, lo interrumpo y le digo que tenemos que irnos, que le vaya bien. «Hadde!» Mi hija –que ya habla noruego como si hubiera nacido acá– me alcanza, me da la mano y me dice, perdón, mamá, es que no quería traducir. La traducción requiere deseo, presencia. Y a veces una no quiere ser camaleón.

7

¿Por qué un traductor traduce? Sarmiento quería acceder a contenidos que de otra manera le estaban vedados. Traduce para él, para nadie más. Jennifer Croft, quien ha traducido al inglés a la Nobel polaca Olga Tokarczuk, entre otros, dijo una vez que comenzó a traducir para darle prioridad a las voces marginadas de autoras mujeres. Esa misma vez, en el mismo artículo, Lina Protopapa, quien traduce del griego al inglés, dijo que ella traducía para compartir la belleza de lo leído en otra lengua. Yo comencé a traducir porque no sabía de qué otra manera prolongar la lectura de «The Glass Essay», de Anne Carson. Quería grabármelo en la piel, que todo el mundo lo leyera allí. Como no iba a tatuármelo encima, decidí traducirlo. Diccionarios en mano, escribí mi lectura.

8

Hölderlin, el poeta romántico alemán, comenzó a traducir Antígona a fines del siglo dieciocho. Mientras trabajaba su poesía para lograr que fuera «más viva», hacía lo mismo con su traducción. Cuenta Anne Carson que Hölderlin buscaba esa vida en su versión de Antígona en la reproducción literal, fiel, calcada, de cada palabra de Sófocles, en la preservación de la sintaxis, del sentido léxico de los vocablos. El resultado hizo reír como dementes a Goethe y a Schiller, quienes pensaron que el demente era Hölderlin. Su traducción era ilegible, ardiente, oscurecida de tanta fidelidad. Dijeron algunos críticos, «El trabajo de un loco». Tan perdidos no estaban. Diez años después de comenzar su Antígona, Hölderlin fue declarado oficialmente fuera de sus cabales e internado. Vivió hasta su muerte en una torre que miraba un río. Allí giraba sobre sí mismo y escribía palabras en pedacitos de papel. Traducir es, a veces, una locura.

9

Nuestro perro corre por la montaña. Sigue una y otra vez los palitos que le lanzamos mientras caminamos. Mi marido lleva la correa en la mano por si nos topamos con otro perro, pero en general, a estas horas de la mañana, caminamos solos. Aunque a veces no. Vemos que la mujer se acerca casi corriendo detrás de su perro, que la arrastra hacia el nuestro. Lo llamamos, lo atamos, esperamos. «Gutt eller jente?», preguntamos cuando la mujer ya está cerca como para oírnos. Lleva la mano a su garganta, luego a su boca y niega con la cabeza. No puede hablar. No sabemos si está afónica o es muda. Tampoco sabemos si escuchó nuestra pregunta. Trato de pensar cómo preguntarle con las manos –una mano para gutt y la otra para jente, pero cuál mano, y, además, su mano es la contraria, etc.–, ni siquiera alcanzo a terminar de pensar cuando ella forma una copa con cada mano y las coloca, en un solo gesto firme, bajos sus pechos. Hembra. Su perro es perra. Los perros juegan. La traducción en el cuerpo.

10

Sócrates sospechaba de la escritura. Creía que ella y la consiguiente lectura producían un desequilibrio de poder porque, para él, poner el texto de un escritor –peor si extranjero– en la boca de otro, en el cuerpo de otro, equivalía a dejarse controlar. Los suyos eran tiempos de lectura en voz alta, del texto siempre en la boca. El poeta y crítico Johannes Göransson dice que esta ansiedad socrática, tan erótica, tan extendida en el tiempo, pone hasta hoy a la traductora o al traductor en una situación imposible frente al texto a traducir: no puede serle del todo servil – ni enloquecidamente fiel– y tampoco puede desestimarlo. En algún lugar allí, entre los dos extremos, tiene que hacer equilibrio quien traduce. La traducción como acrobacia, pero ¿y si fuera baile?, ¿si en vez de hacer equilibrio traemos el texto al cuerpo y lo bailamos como se nos dé la gana?

11

Dice Sylvia Molloy, elaborando sobre la escena que involucra a Sarmiento, que «si traducir es leer, es leer con una diferencia: la traducción cometida, se podría decir, por el lector, no repite el original: por su misma naturaleza se desvía fuertemente, se vuelve otra…». La traducción, otro original. La escritura sobre la escritura, arriba de ella, o al frente, iluminando y oscureciendo al mismo tiempo, enloquecidamente, produce un texto que nace de otro. Y los dos se acompañan, conversan, se hacen daño a veces. Como dice Molloy, la traducción «se comete», y como dice el crítico y traductor Lawrence Venuti, se comete con violencia. Para él un traductor «siempre hace una elección sobre el grado y la dirección de la violencia presente en toda traducción». La violencia del desvío puede producir, por ejemplo, la Antigonik, de Anne Carson, una versión libre, demasiado libre para algunos, de la Antígona de Sófocles, la misma que vio enloquecer a Hölderlin. También puede producir originales como Remembrance of Things Past, el Proust de Scott Moncrieff, tanto más poético que la obra del francés, o el breve Ulises de Borges. Y también produce las traducciones que parecemos no notar, las que leemos como si fueran transparencias de ese original primero. Como sea, en la traducción siempre hay un desvío, un algo distinto que trae quien traduce, desde su cultura, su historia, su contexto, su deseo. Este desvío, esta interpretación, puede que violente ese texto primero, el que se entrega para ser traducido. Como si al traducir se abriera sobre el texto una herida. Aunque tal vez no, tal vez traducir cure o simplemente conforte un texto, poniendo una palabra sobre otra, tibiecitas ahí, todas juntas, listas para jugar, camaleónicas, traducidas.