¿Adónde van los libros dados de baja de las bibliotecas? 

Alguien tiene que hacer ese trabajo, pero nadie quiere salir en la foto. En realidad el descarte de libros en mal estado u obsoletos es un procedimiento rutinario que debe realizarse una vez al año, al menos en las bibliotecas públicas, me entero después de visitar algunas de la V Región, que es donde vivo.  

El descarte formalizado debiese aspirar al 5% o al 10% del catálogo por sede, me contaron, pero algunos funcionarios no se atreven a hacerlo y a veces el proceso se posterga hasta que ya no hay espacio. En una biblioteca de una capital provincial puede haber veinte mil libros. En una secundaria de una comuna, cuatro mil. A quinientas bibliotecas públicas les llegan las compras centralizadas; otras tienen su propio presupuesto para compras directas; en promedio, entran cuatrocientos libros al año. No caben todos. Hay que tomar decisiones. 

Fui a una biblioteca pública que prefiero no nombrar. Hay una mesa cuya superficie parece una ciudad en miniatura, llena de rascacielos. Los edificios son torres de libros que se están dando de baja por mal estado y obsolescencia, también por abandono de sus potenciales lectores. ¿Cuáles lectores? Es un día hábil de diciembre y en las horas que permaneceré acá no entrará nadie.  

En este caso la purga es más radical, por un cambio de mobiliario que redujo el espacio. Acompaño a la persona encargada de hacer la selección y observo las hojas corcheteadas con la lista de los exiliados: enciclopedias, libros de poesía y superventas de años pasados comparten espacio con volúmenes que llegaron y no fueron registrados jamás, por ende tampoco leídos, aunque sean hermosas ediciones o títulos que creemos fundamentales para nuestras letras. 

Partamos por los maltratados. “Se destruyen. Es material deteriorado, está sucio, roto, faltan páginas, está reparado con scotch. De repente el material más leído es el que está en peores condiciones, pero no puede estar disponible un material en pésimas condiciones”. Es doloroso: “Basta una hoja en malas condiciones para terminar su vida útil”. ¿Y no es posible dejarlos afuera y que la gente se los lleve? Yo recuerdo haber pasado por fuera de una biblioteca de un lugar similar a este, y en un día de suerte poder llevarme revistas y viejas ediciones. “Es un bien fiscal. No se puede entregar a la comunidad sin una organización formalizada. Eso siempre ha sido una discusión entre nosotros”.  

Sigamos con los obsoletos. “La tecnología. Hago descarte de libros de cómo usar PowerPoint, del 2000. Los atlas, las geografías, la Tierra, la configuración geopolítica cambia”. Pasa lo mismo con libros de educación sexual y otros destinados a adolescentes, por los cambios en tecnologías y terminologías. ¿Y en la literatura? “Son otros criterios, se dan de baja ediciones que ya no resultan atractivas, que entran en competición con las nuevas. Por ejemplo, estas ediciones que salvaron las lecturas en muchas casas, como las de la revista Ercilla, Salvat, incluso la media celeste que sacó La Nación. En los 80 cumplió su objetivo. Ahora ya está obsoleta, con este papel amarillento, con letra pequeña, cuesta la lectura”. 

 

Me detengo en varias de las joyas entre medio de esas torres que van completándose en el tránsito. Por ejemplo El vicio impune, de Alone, más por los detalles bibliográficos que por el libro en sí. El forro reforzado con scotch. Por dentro del forro, el papel blanco con la clasificación que tenía en la biblioteca de origen, la de La Cruz, comuna entre Quillota y La Calera. Arriba del colofón, el lema de que es una obra financiada por el CNCA en 1996.  

Días después recibo la resolución exenta 505, del 7 de abril de 2020, del Servicio Nacional de Patrimonio Cultural. Se llama APRUEBA PROCEDIMIENTO DE CONTROL DE INVENTARIO, DESCARTE Y BAJA DEL ACERVO BIBLIOGRÁFICO DE LOS SERVICIOS BIBLIOTECARIOS QUE SEAN PARTE DEL CATÁLOGO DEL SISTEMA NACIONAL DE BIBLIOTECAS PÚBLICAS y sus diecinueve páginas están llenas de prolegómenos y definiciones antes de entrar en materia.   

Establece diferentes plazos para que un libro se considere obsoleto. Las obras científicas y técnicas tienen un límite de tres años. A los siete años de impresión las publicaciones de ciencias sociales y finanzas pueden ser desechadas si no han sido consultadas en los últimos cinco. La ficción incluye un matiz demoledor: “Por sobre los 10 años [de publicación], cuyos autores sean poco significativos…”. Esos cuentan con un máximo de un lustro de quietud. 

Las excepciones al retiro por mal estado son razonables: “No puede ser aplicado este criterio a obras que por su naturaleza se cataloguen como material de valor patrimonial, ejemplares únicos sin posibilidad de reposición en el mercado (por otra obra de similar edición), material de las colecciones regionales, depósito legal, ante los cuales el encargado de la unidad deberá velar por generar las condiciones necesarias para su estabilización, conservación, digitalización y eventual restauración”. 

El documento oficial contempla la posibilidad de donación “a otras instituciones del Estado, entidades gremiales, Junta de Vecinos, Centros de Madres”, etc., pero imagino que concretarla no es tan fácil como parece. También establece que el material debe destruirse de forma manual (¿por qué?) y entregarse en un Punto Limpio, como reza en el “Acta de eliminación”, la que debe ser firmada por el encargado de inventarios del SNPC y el jefe del servicio bibliotecario. 

Voy a la hemeroteca de la Biblioteca Santiago Severin de Valparaíso, donde durante años llevé a cabo actividades culturales abiertas a la comunidad, como charlas y talleres, por ejemplo un ciclo sobre oficios olvidados que iniciamos con Eduardo Zúñiga, quien reparaba libros en el subterráneo. Lo apodaban “el Patrimonial”, por los cerca de treinta años que trabajó en encuadernación. Cuando bajé a verlo ya estaba en los últimos días de labores, así que lo regaloneaban con golosinas como a un gato de chalet. No sé qué habrá sido de la prensa de 1920 que tenía a su lado. Cuando se jubiló no lo reemplazaron. 

El guardia, como siempre, no me reconoce. Una mujer ocupa uno de los dos computadores disponibles para investigar, otras personas revisan diarios y revistas antiguas empastadas. Quien me recibe me cuenta que los libros son desechados sin huellas de timbres de la biblioteca, para que el libro pierda el vínculo con el lugar de donde es expulsado. Eso se ve siempre en los libros usados que no tienen la primera y la última páginas, los que al abrirlos se pasa directo a la portadilla. Alcanzo a ver, pegadas a la pared de la sala destinada a trabajar en las “Bajas de libros”, unas hojas con las indicaciones del proceso: 

      1. Sacar marbete y forro (si corresponde) y colocarlas en la bolsa que corresponda.
      2. Sacar código de barra, cortar en dos y colocarlos en la bolsa que corresponda. 
      3. Sacar alarmas (verificar si tiene más de una con el sensibilizador) y botarlas en la bolsa que corresponde. 
      4. Las tapas de los libros se separan de las hojas y se dejan en una bolsa aparte. 
      5. Pasar las hojas por la trituradora de papel.  

La máquina picadora de papel estaba mala, según me contaron, desde hace algunos meses.  

El más vistoso de los libros picados, por su color rojo y porque varias generaciones de chilenos los recuerdan vivamente, es una edición de Bodas de sangre y selección de poesías. Es el número 25 de la famosa colección “Los mejores libros de la literatura española” que circulaba con la revista Ercilla y fue uno de los pilares del auge de la edición para quioscos que marcó la pauperizada actividad editorial chilena en los años ochenta. Contaba con el patrocinio del canal 13 de televisión y el auspicio del Banco Urquijo, la aerolínea Ladeco (ambas empresas desaparecidas) y la viña Undurraga. 

Pareciera una mutilación de la historia, de maneras de publicar que ya no se practican, pero afortunadamente subsisten miles de ejemplares de esa y similares colecciones baratas y populares en los hogares del país. Son las bibliotecas las que ya no pueden acogerlos.   

 

El roneo, a la basura   

¿Adónde van los libros despreciados entonces? Los recogen empresas de reciclaje. Mandan camiones o camionetas a buscarlos. En sus galpones hay gente encargada de separar los desechos, porque las hojas impresas en color y las blancas reciben químicos distintos. Me explican que los libros en papel roneo van directamente a la basura. Las tapas, por su peso, quedan aparte. Su destino es convertirse en cajas de cartón. El interior de los libros se asimila al papel de diarios y revistas.  

En Reciclajes Marcelo, de Valparaíso, me cuentan que los libros que no están en mal estado “la gente se lo lleva, viera la gente que le gusta leer”… Una vez clasificados los trasladan a una procesadora grande como Sorepa, de CMPC, donde los reciclan para luego llevarlos a Santiago, donde inician una nueva vida convertidos en resmas de papel. 

¿Será necesario hacer desaparecer los libros de esta manera? Sin duda corresponde destruir y reciclar en el caso de manuales y textos obsoletos, pero con la literatura no es tan sencillo. A veces la duda se manifiesta en forma de murmullos al interior del servicio. Hay títulos que servirían para que los estudiantes hagan sus tareas, o para que las familias no tengan que gastar en nuevas ediciones. Hay posibilidades, pero son difíciles de ejecutar desde el servicio público porque requieren personal y dedicación. 

En la primera biblioteca a la que fui no había picadora de papel, así que pregunté: ¿cómo los destruyen? “Hay que romper libro por libro”, me dijo la persona encargada de hacerlo, tomando un viejo volumen con ambas manos y simulando partirlo por la mitad. Como mi corazón. 

Cristóbal Gaete

Fotografía: Benjamín Cáceres

1983. Es escritor y periodista. Su novela breve Motel Ciudad Negraobtuvo el Premio Municipal de Literatura de Santiago en 2015.