La elección presidencial de 1970 fue la última antes del derrumbe de la democracia chilena y tuvo contornos contradictorios. Fue una elección donde convivieron altísimos grados de polarización e ingenuidad, de confusión y barbarie, con los primeros anticipos de la modernidad en términos de comunicación política. Fue la última elección del viejo Chile y la primera del que habría de venir. Fue una campaña dura, artera y definitiva. También sucia muy sucia, en sus desarrollos. Los chilenos pensábamos que éramos nosotros los que movíamos desde aquí las piezas del ajedrez, pero ignorábamos que en gran parte el libreto de esta representación había sido escrito de antemano por la Guerra Fría, después de que la Alianza para el Progreso representara el último esfuerzo de Washington por retener a la región, y la Revolución Cubana el primero por desafiar frontalmente esa tutela.

Dos años antes, cuando ya se había hecho evidente que la Revolución en Libertad del Presidente Frei había dejado más desilusionados que agradecidos en el camino, Jorge Alessandri, el candidato de la derecha, encabezaba las encuestas con una amplia ventaja. Aunque Alessandri no había salido de La Moneda en 1964 blindado por una popularidad significativa, su imagen de mandatario austero e independiente, honesto y malas pulgas, encarnó para mucha gente «de orden» el liderazgo que el país requería después de la decepcionante experiencia de relajamiento de la autoridad y violencia política que comenzó a verse por entonces, unida a la indignante captura del aparato público por parte del partido gobernante.

La ventaja que le asignaban las encuestas fue el factor que llevó a la derecha, ya muy herida a raíz de la reforma agraria, a cantar victoria antes de tiempo y a empujar –nada nuevo bajo el sol– la candidatura de Alessandri con arrogancia y ánimo de desquite.

Como la política se hacía en la calle y el padrón electoral todavía se seguía ampliando, los cierres de campaña fueron apoteósicos y se tradujeron en concentraciones gigantescas y grandes movilizaciones urbanas. En Santiago la de Alessandri fue contundente, la de Allende definitiva, y nadie que haya ido a la de Tomic pudo explicarse después que el candidato DC haya llegado tercero.

En vísperas de la jornada electoral del 4 de septiembre, sin embargo, la candidatura de Alessandri ya había sido herida en el ala, no tanto por el corrosivo operativo de desprestigio de su figura en que se empeñó la prensa de izquierda, sino por la comparecencia del candidato en la televisión.

Fue un momento muy dramático porque Alessandri no estaba acostumbrado al inmisericorde escrutinio de las cámaras. A sus 74 años –pero 74 de entonces, no de ahora–, no solo tenía dificultades para leer en el estudio los papeles que llevaba, sino que el mal de Parkinson ya había comenzado a hacer lo suyo. La imagen no podía ser más cruel y posiblemente a los que son capaces de recordarla ahora les impresione, más que el Parkinson mismo, la absoluta negligencia de su comando para intentar a lo menos ocultarlo. Este hombre a quien le temblaban las manos no era El Paleta fuerte y mandón que Chile necesitaba y que la propaganda vendía. Este era un anciano que ya había entrado en el tramo final de su vida.

Ese día ocurrieron varias cosas. Alessandri perdió la elección. La televisión, como máquina generadora de realidad, metió por primera vez la cola en la política. Y los chilenos nos fuimos a dormir pensando que las cámaras no mentían.

Tuvieron que pasar varios años para entender después que la televisión también podía ser una fábrica inagotable de realidad