Sin perder de vista la perspectiva: cuando David Foster Wallace publicó en la revista Harper’s «Deporte derivado en el corredor de los tornados» (1991), «Dejar de estar bastante alejado de todo» (1994) y «Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer» (1996), ya era el autor de su novela La escoba del sistema (1987), de los relatos de La niña del pelo raro (1989), y trabajaba en la escritura y corrección de La broma infinita, más de mil páginas que, publicadas en 1996, estallaron con la potencia de un evento de dimensiones jurásicas en el rostro de la literatura norteamericana contemporánea. Dicho de otro modo: en los 90, a sus treinta y pocos, Foster Wallace era un escritor de ficción avezado y reconocido (y también un poco aterrado e insatisfecho, porque empezaba a descubrir que el caldero rebosante de ¿placer, prestigio? que esperaba encontrar al pie del arco iris de la vida de escritor no era tal) y, al mismo tiempo, un autor de no ficción casi bisoño.

La revista Harper’s le había publicado, en diciembre de 1991, «Tennis, Trigonometry, Tornadoes: A Midwestern boyhood», un texto autorreferencial sobre su adolescencia en el que empezaba hablando de su gusto por las matemáticas, continuaba discurriendo acerca del tenis, del viento endiablado de su Illinois natal, de la difícil morfología del terreno de su Illinois natal, de cómo el viento endiablado y la difícil morfología del terreno afectaban las canchas de tenis y la forma de jugar al tenis en su Illinois natal, de la habilidad que él había desarrollado para sobreponerse a las diabólicas ráfagas de viento y a la difícil morfología del terreno que afectaban a las canchas de tenis en su Illinois natal y de cómo esa habilidad lo había transformado en un jugador más exitoso del que hubiera sido en condiciones normales, para terminar contando lo espeluznante que resultaba vivir en el Corredor de los Tornados (donde, de hecho, se encuentra su Illinois natal) y, atando todas esas digresiones matemáticas, climáticas, geográficas y deportivas en una sola escena que describía una práctica de tenis en la que él y su adversario habían sido sorprendidos por un tornado, en uno de esos cambios de rumbo espectaculares con los que lograba sumergir sus crónicas en atmósferas casi paranormales: «Ninguno de nosotros se había dado cuenta de que hacía bastantes minutos que el viento no soplaba ni nos metía la familiar arenilla en los ojos; una mala señal. (…) Era el 6 de junio de 1978. La temperatura del aire descendió tan deprisa que pudimos notar cómo se nos erizaba el vello». El artículo –que él había titulado originalmente «Deporte derivado en el corredor de los tornados»– gustó. Y llevó a todo lo demás. Que, por suerte, fue mucho.

En 1993, Harper’s le ofreció escribir sobre la feria estatal de Illinois, y el resultado fue «Ticket to the Fair», publicado en julio de 1994. En 1995 la misma revista le encargó un artículo acerca de un crucero por el Caribe y el resultado fue «Shipping Out», publicado en enero de 1996. «Ticket to the Fair» y «Shipping Out» no son otra cosa que las versiones tamaño revista de «Dejar de estar bastante alejado de todo» y «Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer», publicados en toda su extensión –con sus títulos originales– en un libro de 1997 llamado, precisamente, Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. (Foster Wallace, como todos los periodistas, tenía que adecuar sus textos a medidas humanas, lo cual era una pesadilla para su mirada devoradora y su escritura aluvional: «El ensayo sobre el crucero –le dijo a Tom Stocca, en 1998– era de unas cien páginas, y creo que lo terminé cortando a la mitad. Cada vez que me quejaba, en Harper’s me decían que, así y todo, era la cosa más larga que habían publicado jamás. Con lo cual yo tenía que callarme la boca; si no, hubiera parecido una prima donna más grande de lo que ya soy»). Si «Deporte derivado…» había sido el auspicioso principio, las dos piezas siguientes –basadas ya no en la evocación y la memoria sino en ir, ver y volver para contar– fueron la definitiva puesta en marcha de una obra de no ficción que quizás, en un futuro no tan lejano, coloque a David Foster Wallace en el sitio que aún (¿por distracción, por omisión, porque el canon considera que es mejor ser rey en la ficción que emperador en territorios reales?) no termina de ocupar: el de haber sido uno de los más grandes, talentosos y originales periodistas contemporáneos. Alguien que, treinta años después de que Tom Wolfe definiera las bases del Nuevo Periodismo, y de que esa nueva forma no presentara paradójicamente mayor novedad a lo largo de décadas, empezó a hacer algo que no se parecía a nada.

Es difícil saber hasta dónde hubiera llegado. Qué nuevas cosas hubiera podido arrastrar hasta la Tierra, desde los confines de la galaxia en que vivía, su milagrosa forma de ver el mundo.

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«Empecé a escribir no ficción más que nada por razones financieras –le dijo en 2005 a Didier Jacobs–. En los tempranos noventa estaba escribiendo una larga pieza de ficción, no tenía trabajo y tenía muy poco dinero. Entonces un editor que yo conocía en Harper’s me encargó un par de “ensayos sobre mi experiencia” para poder ganar un poco de dinero. Terminé disfrutando del género, y a la gente le gustaron algunos de los artículos, de modo que continué haciendo piezas de no ficción incluso cuando no necesité el ingreso para sobrevivir.»

«El ensayo sobre el crucero –le dijo a Tom Stocca, en 1998– era de unas cien páginas, y creo que lo terminé cortando a la mitad. Cada vez que me quejaba, en Harper’s me decían que, así y todo, era la cosa más larga que habían publicado jamás. Con lo cual yo tenía que callarme la boca; si no, hubiera parecido una prima donna más grande de lo que ya soy.»

Pero, ¿quién le enseñó a Foster Wallace a ser periodista? Es probable que su propia cabeza parlante haya sido el único maestro. Ese intenso monólogo interior del que hablaba en 2005 en Esto es agua, el discurso que leyó durante la ceremonia de graduación de los alumnos del Kenyon College, en el que les advertía acerca de «la esencial soledad de la vida como adultos» diciendo: «Estoy seguro, chicos, de que ahora ya saben lo extremadamente difícil que es mantenerse alerta y concentrado en lugar de ser hipnotizado por ese monólogo constante dentro de sus cabezas. Lo que todavía no saben es cuántos son los riesgos en esa lucha». Soledad esencial y monólogo constante, mezclados con niveles sobrehumanos de autoexigencia («no soy codicioso con el dinero: soy codicioso con el respeto»), quizás dieron como resultado el método de la exageración: el no periodista que compensa su desconocimiento y su inseguridad haciendo diez, veinte, sesenta veces más de lo que un reportero convencional hubiera hecho y se transforma, así, en alguien con ojos de rayos equis, en una máquina de mirar que lo ve todo. Incluso, o muy especialmente, lo que no quiere ver.

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En el segundo párrafo de «Algo supuestamente divertido…», Foster Wallace resume su hasta entonces escueto currículum profesional, empezando a calentar los motores de su voz narrativa (un ser azorado o iracundo o humilde o humillado o incómodo, siempre alguien fuera de lugar, siempre alguien temiblemente inteligente): «Cierta revista chic de la Costa Este aprobó el resultado de enviarme el año pasado a una simple feria estatal para escribir una especie de ensayo errático. De forma que ahora me encargan esta especie de fruta tropical exactamente con la misma falta de orientación o pautas (…) No paran de decirme –por teléfono, de barco a tierra, con mucha paciencia– que no me preocupe (…) Dicen que lo único que quieren es una especie de gigantesca postal basada en mis experiencias: ve, sumérgete en el estilo de vida caribeño, vuelve y cuenta lo que has visto». Claro que en ese «cuenta lo que has visto» se jugaba todo: a los editores de Harper’s debe haberles interesado, antes que ninguna otra cosa, obtener nuevas dosis de esa mirada marciana que había sabido transformar una feria de estado –un evento masivo y popular– en una radiografía del más horrible y bulímico vacío vital, apenas oculto bajo capas de autocomplacencia y alienación, disfrazadas a su vez de entretenimiento salvaje y comida grasosa.

«Acabo de llegar de la Costa Este con el propósito de cubrir la Feria Estatal de Illinois para una revista chic de la Costa Este –escribe en el arranque de «Dejar de estar demasiado alejado de todo»–. La razón exacta por la que una revista chic de la Costa Este está interesada en la Feria Estatal de Illinois no la tengo muy clara. Sospecho que de vez en cuando los editores de esa clase de revista se dan una palmada en la frente, se acuerdan de que el 90% de Estados Unidos está entre costa y costa y piensan en darle a alguien un salacot y ponerlo a hacer un informe antropológico sobre alguna cuestión rural y extravagante».

El texto, escrito a la manera de diario, funciona por acumulación: de gente, de calor, de ruido, de aturdimiento, de incomodidad. Foster Wallace asiste a concursos de camiones y tractores, entra en corrales repletos de cerdos y aves de corral («Creo que así debe ser el ruido de la locura»), observa a distancia los intimidantes juegos del parque de diversiones, deambula, come, toma nota de cada diálogo, escena, detalle, ruido. Su estilo consiste en hablar poco, mirarlo todo y pasar mucho tiempo dentro de su propia cabeza, rumiando, filtrando la realidad para, después, disponer cada pieza en un puzzle sofisticado y traer al mundo una foto extraordinaria en la que una inocente feria de estado terminará por ser una versión moderna de Sodoma y Gomorra o un asqueroso apocalipsis ahogado en pop corn, y un crucero por el Caribe un viaje angustiante y desasosegado al corazón más negro de los trucos que la raza humana encuentra para no pensar en la insoslayable máquina de aniquilación que es la vida empujando hacia la muerte.

Si el paseo de Foster Wallace por la feria de Illinois termina con el gesto antiperiodístico por excelencia –cuando un hombre sujeto por un arnés está a punto de ser arrojado al vacío desde una torre de treinta metros (en eso consiste uno de los juegos del parque), Foster Wallace, espantado, decide no mirar, se da vuelta y se va, matando la crónica de un tiro en la nuca–, el arranque de «Algo supuestamente divertido…», con su cita al ritmo ominoso de Aullido, de Allen Ginsberg, es una ondulante secuencia de imágenes que hunden al texto progresivamente en un clima de degradación: «He visto montones de barcos blancos e inmensos. He visto bancos de pececitos con las aletas brillantes (…) He visto videocámaras que casi necesitaban una plataforma móvil (…) He regateado por baratijas con niños desnutridos (… ) Con humor sombrío he visto y he registrado todas las modalidades de eritema, queratinosis, lesiones premelanómicas, manchas de la vejez, eccemas, verrugas, quistes papilares, panzas, celulitis femoral, várices». Todo apunta, desde el principio, a sostener la idea central del artículo: que un crucero como ese es una «enorme máquina primordial de muerte y putrefacción». Foster Wallace descorre el velo de la amabilidad y el exceso de cuidados que reinan en el barco: si la encargada del departamento de Relaciones Públicas le asegura que la tripulación es una gran familia, él anota que, por el contrario, ve un barco «gobernado por un cuadro superior de oficiales y supervisores griegos durísimos», en el que los miembros de la tripulación se retuercen entre la posibilidad de ser castigados por sus superiores, el deber de atender a los pasajeros y el resentimiento hacia esos mismos pasajeros que podrían ser, potencialmente, los causantes del castigo infligido por sus superiores. («Algo realmente crucial acerca de los cruceros de lujo se está haciendo evidente aquí: ser entretenido por alguien a quien le disgustas profundamente y tener la impresión de que te mereces ese disgusto al mismo tiempo que te duele.»)

Tanto en la feria como en el crucero, Foster Wallace no hace ningún trabajo de reporteo previo y su guía para recorrer esos espacios es una brújula endeble: los folletos en los que se detallan las actividades. (En el crucero, además, descubre que el folleto de promoción contiene un ensayo escrito por Frank Conroy, prestigioso escritor ya fallecido, en aquel momento director

del taller de escritura de Iowa, y se lanza en picado a demoler esa publicidad encubierta y masacrar a Conroy: «Un anuncio que finge ser arte es –en el mejor de los casos– como alguien que te sonríe con calidez solamente porque quiere conseguir algo de ti».) Su plan de abordaje consiste en un maquínico, lúdico y sicótico sometimiento al medio: hacer lo que hacen todos los demás. Sólo que, bajo su mirada, el resultado no es el que se espera (frenética diversión en la feria; laxos ríos de placer en el crucero), sino asfixia, malestar y alienación, y el efecto final resulta tan profundo, complejo y facetado (a pesar de que la técnica de abordaje podría parecer precaria) como tremendamente triste: «… a bordo del Na-dir –sobre todo de noche, con toda la diversión organizada, la amabilidad y el ruido del jolgorio–, me sentí desesperar. (…) un extraño deseo de muerte combinado con una sensación apabullante de mi propia pequeñez y futilidad que se presenta como miedo a la muerte. Tal vez se parezca a lo que la gente llama terror o angustia. (… ) Se parece más a querer morirse a fin de evitar la sensación insoportable de darse cuenta de que uno es pequeño, débil, egoísta y de que, sin ninguna duda posible, se va a morir. Es querer tirarse por la borda».

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Foster Wallace fue el autor divertido más triste del mundo (ninguno de estos artículos puede leerse sin reír y sin preguntarse, al mismo tiempo, «¿de qué me río?»). Fue el rey de las frases de brazadas largas, el príncipe de las notas al pie y las digresiones: «Una de las pocas cosas que todavía echo de menos de mi infancia en el Medio Oeste es la extraña e ilusa convicción de que todo lo que me rodeaba existía solamente por mí. ¿Soy el único que tenía esta extraña impresión privada de niño, que todo lo que había fuera de mí existía únicamente en la medida en que me afectaba de alguna forma…», escribe en «Dejar de estar demasiado alejado de todo», en una digresión solipsista cuyo sentido se expande hasta hacerse explícito muchas páginas después. Fue el campeón de las descripciones, de los símiles y las metáforas: «Desde aquí los ruidos del parque se oyen al mismo tiempo ensordecedores y amortiguados, como una crecida desde el otro lado del dique»; «La barandilla desde la que llevo a cabo la mayor parte de mi contemplación está en la cubierta 10, de forma que el mar está muy por debajo, y los ruidos que hace al chapotear y agitarse suenan lejanos y espumosos, y visualmente se parece a mirar un retrete cuando uno tira la cadena»; «El aire parece lana húmeda»; «La sensación general es como estar en el interior de un sobaco». Fue capaz de hacer algo para lo cual es necesario tener coraje, humildad, erudición y soberbia: considerar varios puntos de vista a la vez –el suyo, el de otros– para construir párrafos de los que nadie salía indemne, cargados de algo mucho más peligroso que la incorrección política: la ausencia total de hipocresía: «No es nada profundo, pero en medio de los chillidos y jadeos del cerdo me llama la atención el hecho de que estos profesionales agrícolas no ven a sus animales como mascotas ni como amigos. Lo único que les preocupa es el rollo agrícola del peso y la

carne. No sienten ninguna conexión ni siquiera en esta ocasión especial autoconsciente para sentirla. ¿Y por qué no habría de ser así? Aunque estén en la Feria, sus productos continúan babeando, oliendo mal, tragándose sus propios excrementos y chillando, y el trabajo no se detiene. Me imagino lo que estos profesionales agrícolas deben pensar de los que estamos aquí haciéndoles arrumacos a los cerdos: los visitantes de la Feria no tenemos que ocuparnos de criar y alimentar nuestra carne. Nuestra carne simplemente se materializa en el puesto de salchichas rebozadas, permitiéndonos separar nuestros apetitos saludables del pelo, los chillidos y los ojos en blanco.»

Su mirada iluminaba una realidad deforme pero, aun así, era la realidad. Llamaba a eso su «investigación excéntrica particular». Y, al parecer, le resultaba fácil. «No sé por qué la facilidad y el placer relativo que supone escribir no ficción confirma siempre mi intuición de que lo que realmente Se Supone que Debo Hacer es Ficción –le escribía en una carta a Don DeLillo en el año 2000–, pero así es, y ahora estoy aquí de nuevo flagelándome (en todos los sentidos de la palabra), alimentando la papelera y tomándome descansos de media hora para escribir cartas como esta que sigo contando como Tiempo De Escritura». «No soy un periodista, y no pretendo serlo –decía en 1998 a Tom Stocca–. Me pienso a mí mismo como un escritor de ficción (…) La ficción es más interesante para mí. Entonces me siento más asustado y tenso cuando escribo ficción (…) más preocupado por si soy bueno o no (…) La no ficción era más “Vamos a probar”. No soy un experto en eso y no pretendo serlo. (…) Por eso la no ficción era más una clase de juego.»

Lograba una magia extraña en esa clase de juego, en esos artículos que eran, a la vez, completamente arbitrarios y profundamente honestos, inquietantemente subjetivos (y hasta prejuiciosos) pero rebosantes de un raro equilibrio –un aire de nobleza, elegancia y equidad– que los alejaba de toda idea de capricho. No tuvo, sobre todo al principio, experiencia, ni guía, ni editores atentos a sus preocupaciones: sólo su máquina de mirar. Pero su máquina de mirar era el telescopio Hubble: un artefacto de sensibilidad alienígena, capaz de ver lo más distante y remoto, y transmitirlo a la Tierra con niveles de detalle y belleza asombrosos; capaz de combinar chirridos dispersos repletos de estática y hacer, con ellos, una sinfonía prodigiosa.

Se suicidó, como se sabe, en 2008. Sus ojos bien abiertos probablemente le hicieron pagar muy caro el precio de tener que mirarlo todo, siempre, tanto.